Teoría del Bloom



Mr. Bloom miró amablemente con curiosidad la pequeña silueta negra. Limpia a la vista: el brillo de su piel lustrosa, el botón blanco bajo el mocho de la cola, los verdes ojos esplendentes. Se inclinó hacia ella, con sus manos en sus rodillas.
—¡Leche para la minina!
—¡Mrkñao!
Pretendemos que son estúpidos. Pero entienden lo que decimos mejor de lo que nosotros les entendemos a ellos.
James Joyce, Ulises.


A esta hora de la noche — Los grandes Veladores han muerto. Sin lugar a dudas, se los ha matado. Esto es al menos lo que creemos adivinar, nosotros que llegamos tan tarde, al aprieto que su nombre suscita aún en algunos momentos. La tenue chispa de su solitaria testarudez incomodaba demasiado las tinieblas. Todo rastro vivo de lo que hicieron y fueron ha sido borrado, al parecer, por la obstinación maníaca del resentimiento. Finalmente, este mundo únicamente ha conservado de ellos un puñado de imágenes muertas que corona su indecente satisfacción de haber vencido a quienes no obstante eran mejores que él. Henos pues aquí, huérfanos de toda grandeza, abandonados en un mundo helado en el que ningún fuego señala el horizonte. Nuestras preguntas deben permanecer sin respuesta, aseguran los ancianos, y después confiesan de todas maneras: “Nunca ha habido una noche más oscura para la inteligencia”.

Hic et nunc — Los hombres de este tiempo viven en el corazón del desierto, dentro de un exilio infinito que es al mismo tiempo interior. Sin embargo, cada punto del desierto se abre al entrecruce de un sinnúmero de caminos, para quien sabe ver. Ver es un acto complejo; exige del hombre que se mantenga despierto, que entre en sí mismo y parta de la nada que encuentre ahí. Con ello, los Veladores del alba próxima adquirirán una familiaridad con eso mismo que el ejército en desbandada de nuestros contemporáneos no tiene ninguna otra tarea que huir. Al igual que muchos otros antes que ellos, tendrán que sostener el veneno y el rencor de todos los durmientes, sueño masivo de estos últimos que vendrán a perturbar, por medio de su simple mirada. Conocerán el despotismo de los filisteos y se rodeará sobre su sufrimiento una ceguera voluntaria. Pues es en estos días más que nunca que “quienes no comprenden cuando han escuchado, quienes parecen sordos y de los que atestigua el proverbio: estando presentes, están ausentes” (Heráclito) tienen para sí a la mayoría y la potencia. Y es más probable que dichos hombres prefieran crucificar a aquellos que vienen a disipar la ilusión de su seguridad, que a aquellos que la amenazan verdaderamente. No les basta con ser indiferentes a la verdad. La quieren muerta. Día tras día, exponen su cadáver, pero éste no se corrompe en absoluto.

Kairós — A pesar de la extrema confusión que reina en su superficie, y quizá en virtud de esto precisamente, nuestro tiempo es de naturaleza mesiánica. A medida que la metafísica se realiza, vemos cómo lo ontológico aflora en la historia, en su estado puro, y en todos los niveles. En estrecha relación con esto, vemos aparecer un tipo de hombre cuya radicalidad al interior de la alienación precisa la intensidad de la espera escatológica. Y al mismo tiempo que este término de hombre adquiere un sentido que hasta ahora sólo podía tener bajo el aspecto de la idea en los sistemas más detestables, distinciones muy antiguas se desvanecen. La soledad, la precariedad, la indiferencia, la angustia, la exclusión, la miseria, el estatuto de extranjero, todas las categorías que el Espectáculo despliega para hacer el mundo ilegible desde el ángulo social, lo vuelven simultáneamente límpido en el plano metafísico. Todas ellas recuerdan, aunque de manera diferenciada, el completo desamparo del hombre en el momento en que la ilusión de los “tiempos modernos” acaba de volverse inhabitable, es decir, en el fondo, en el momento en que viene el Tiqqun. Y es entonces que el Exilio del mundo es más objetivo que la constante de gravitación universal fijada en 6.67259·10-11 N·m2/kg2.

“Cada uno es para sí mismo lo más ajeno” — se ha colocado, entre nosotros y nosotros mismos, un velo que nos aparta de la vida y la vuelve imposible. Esto ocurre idénticamente con el mundo, del que algo nos separa, y nos prohíbe su acceso. Hagamos lo que hagamos, estamos arrojados al margen de todo. He aquí lo esencial. Ya no hay más tiempo para hacer literatura con las diversas combinaciones del desastre.


Hasta aquí, se ha escrito mucho, pero pensado poco, a propósito del Bloom.


Aproximación al Bloom — Para el entendimiento, el Bloom puede ser definido como aquello que, en cada hombre, permanece por fuera de la Publicidad, y que, por tanto, constituye de igual manera la forma de existencia común de los hombres singulares al interior del Espectáculo, que es la retirada consumada de la Publicidad. En este sentido, el Bloom es primeramente sólo una hipótesis, pero es una hipótesis que se ha vuelto verdadera: la “modernidad” la ha realizado; una inversión de la relación genérica se ha producido efectivamente en ella. El ser comunitario que, en las sociedades tradicionales, se afirmaba, además de como hombre privado, como hombre singular, se ha vuelto para sí mismo un hombre privado que se afirma, además de como ser comunitario, como ser social. La república burguesa puede vanagloriarse de haber entregado la primera traducción histórica de envergadura, y en general el modelo, de esta notable aberración. En ella, de manera inédita, la existencia del hombre en cuanto individuo viviente se encuentra formalmente separada de su existencia en cuanto miembro de la comunidad. Mientras que, por un lado, no se le permite participar en los asuntos públicos que abstrae de toda cualidad y de todo contenido propios, en cuanto “ciudadano”, por el otro, y como una consecuencia necesaria del primer movimiento, “es precisamente aquí, donde pasa ante sí mismo y ante los demás por un individuo real, que es una figura carente de verdad” (Marx, La cuestión judía), por estar privado de Publicidad. La era burguesa clásica ha colocado así los principios cuya aplicación ha hecho del hombre eso que conocemos: la agregación de una nada doble, la del “consumidor”, ese intocable, y la del “ciudadano” (¿qué puede ser más ridículo, en efecto, que esa abstracción estadística de la impotencia que se insiste en seguir llamando “ciudadano”?). Pero esta era corresponde únicamente a la fase final de la larga gestación del Bloom, en la cual no ha sido conocido todavía como tal. Y con razón, hacía falta nada menos que el derrumbamiento, de acuerdo con el concepto, de la totalidad de las instituciones burguesas y una primera guerra mundial para parirlo. Es pues solamente con el advenimiento del Espectáculo, y la entrada en la efectividad de la metafísica mercantil que le corresponde, que la inversión de la relación genérica toma una significación concreta, extendiéndose al conjunto de la existencia. El Bloom designa a continuación el movimiento igualmente doble mediante el cual, a medida que se perfecciona la alienación de la Publicidad y que la apariencia se autonomiza de todo mundo vivido, cada hombre ve el conjunto de sus determinaciones sociales, es decir, su identidad, volvérsele extrañas y ajenas, incluso cuando aquello que en él excede toda objetivación social —su pura singularidad desnuda e irreductible— se despega como el centro vacío de donde procede en adelante todo su ser entero. Tanto más la socialización de la sociedad arroja la intimidad bajo todas sus formas a la Publicidad, tanto más lo que queda por fuera de ella —la parte maldita de lo innombrable— se afirma como el todo de lo humano. La figura del Bloom revela esta condición de exilio de los hombres y de su mundo común en lo irrepresentable como la situación de marginalidad existencial que les corresponde en el Espectáculo. Pero por encima de todo, manifiesta la absoluta singularidad de cada átomo social como lo absolutamente cualquiera, y su pura diferencia como una pura nada. Seguramente, el Bloom no es, como lo repite incansablemente el Espectáculo, positivamente nada. Solamente, sobre el sentido de esta “nada”, las interpretaciones divergen.

El huésped más inquietante — Considerando que es el vacío de toda determinación sustancial, el Bloom es sin duda en el hombre el huésped más inquietante, aquel que de simple invitado ha pasado a jefe del hogar. Los cobardes pueden acurrucarse detrás de sus habituales aspavientos: a nadie será otorgada la posibilidad de simplemente apartarle con el pretexto de que su figura sin rostro nos arrastraría demasiado lejos hacia el epicentro del desastre — pues el desastre es la salida del desastre. Ciertamente, el Bloom no es nada, careciendo de Publicidad y por lo tanto de verdad, pero esta nada encierra una potencia pura de ser: que no pueda manifestarse como tal en el seno del Espectáculo no altera en nada el desbordamiento fundamental del estado de explicitación pública por eso que en cada uno permanece irreductible a la suma de sus manifestaciones. El Bloom significa que un abismo se ha ahondado, y que sólo depende de una cierta audacia que él sea aquel en donde todo termina, o aquel desde donde todo comienza. Pero ya, las señales se amontonan tanto que llevan a pensar que el primer hombre es el hijo del último. La totalidad social alienada, que ha desposeído tan completamente al Bloom de todo contenido propio, lo ha colocado de esta manera cara a cara con su ser bajo la misma relación que con una prenda, prohibiéndole olvidar jamás que él no es él mismo, sino un objeto exterior que sólo se confunde con él, justamente, visto desde el exterior. Cualquier cosa que emprenda para ganarse una sustancialidad, ésta le permanece siempre como algo contingente e inesencial, habida cuenta del modo de develamiento dominante. Así pues, el Bloom nombra la desnudez nueva y sin edad, la desnudez propiamente humana que desaparece bajo cada atributo y no obstante le porta, que precede toda forma y la hace posible. El Bloom es la nada enmascarada. Es por esto que resultaría absurdo celebrar su aparición en la historia como el nacimiento de un tipo humano particular: el hombre sin cualidad no es una cierta cualidad humana, sino por el contrario el hombre en cuanto hombre. La falta de identidad propia, la abstracción de todo medio sustancial, la ausencia de determinación “natural”, lejos de asignarlo a una particularidad cualquiera, lo designan como la realización de la esencia humana genérica, que es precisamente privación de esencia, pura exposición y pura disponibilidad. Sujeto sin subjetividad, persona sin personalidad, individuo sin individualidad, el Bloom hace explotar a su simple contacto todas las viejas quimeras de la metafísica tradicional, toda la quincallería paralizada del yo trascendental y de la unidad sintética de la apercepción. Todo aquello que se diga de este huésped extraño que nos habita y que somos fatalmente, se alcanza en el Ser. Ahí, todo se desvanece.

El Bloom y/es su mundo — El Bloom tiene en primer lugar el sentido de una situación existencial, de un modo de ser y de sentir, lo que hay que entender en la manera eminentemente poco subjetiva en la que se puede decir que los hombres de Kafka son la misma cosa que el mundo de Kafka. Con el Bloom, estamos en presencia de una figura, de una potencia metafísica de indistinción que se ejerce sobre la totalidad de lo existente e informa su materia. Pues “quien no es nada, afuera ya no encuentra nada” (Bloch, El espíritu de la utopía), no porque todas las cosas se hayan desvanecido milagrosamente, sino porque para él ya no hay, sencillamente, afuera. El Bloom ha pasado ese punto de extrañamiento hacia sí mismo donde toda distinción entre su yo y el contexto inmediato que lo contiene se vuelve incierta. Su mirada es la de un hombre que no reconoce. Todo fluye bajo su efecto y se pierde en la oscilación sin consecuencias de las relaciones objetivas, donde “la vida se experimenta negativamente, en la indiferencia, la impersonalidad, la falta de cualidad” (Cometti, Robert Musil). El Bloom vive en una suspensión infinita, tal, incluso, que sus propias emociones no le pertenecen. Es por esta razón que es también el hombre que no puede ya defender nada de la trivialidad del mundo. Librado a una finitud sin límites, expuesto en toda la superficie de su ser, sólo ha podido encontrar refugio en un murmullo, pero en un murmullo que avanza. Su errancia lo lleva de lo Mismo a lo Mismo sobre los senderos de lo Idéntico, porque adondequiera que vaya lleva consigo el desierto del que es eremita. Y si puede jurar ser “el universo entero”, como Agripa de Nettesheim, o más ingenuamente “todas las cosas, todos los hombres y todos los animales”, como Cravan, es porque no ve en todo más que la nada que él mismo es tan plenamente. Pero esa nada es lo absolutamente real ante lo cual todo lo que existe se vuelve fantasmático.

Als ob — La abolición del yo significa de igual modo la abolición de lo real tal como se ordenaba hasta entonces, pero tal vez se hablaría más precisamente, en uno y otro caso, de suspensión. Así como toda eticidad armoniosa que podría proporcionar alguna consistencia a la ilusión de un yo “auténtico” hace falta de ahora en adelante, así todo lo que podría hacer creer en la univocidad de la vida o en la positividad formal del mundo, se ha disipado. Así, sin importar cuáles sean las pretensiones del Bloom para ser un hombre “práctico”, su “sentido de lo real” es sólo una modalidad limitada de ese “sentido de lo posible que es la facultad de pensar todo lo que podría ser ‘de igual manera’, y sin conceder más importancia a todo lo que es que a lo que no es” (Musil, El hombre sin atributos). El Bloom dice: “Todo lo que hago y pienso es sólo Espécimen de mi posible. El hombre es más general que su vida y sus actos. Está como previsto para más eventualidades de las que puede conocer. Sr. Teste dice: Mi posible no me abandona jamás” (Valéry, Señor Teste). Todas las situaciones en que se encuentra comprometido llevan en su equivalencia el sello infinitamente repetido de un irrevocable “como si”. “Perdido en un sitio lejano (o incluso no), sin nombre, sin identidad, payaso” (Michaux, Payaso), el Bloom es como si no fuera, vive como si no viviera, concibe el mundo como si no se encontrara él mismo en algún punto del espacio y el tiempo, y juzga todo como si no fuera él mismo quien hablara. Cosa entre las cosas, el Bloom se mantiene, sin embargo, fuera de todo, en un abandono idéntico al de su universo. Está solo con cualquier compañía, y desnudo en cualquier circunstancia. Y es aquí que descansa, en la ignorancia cansada de sí, de sus deseos y del mundo, donde su vida desgrana día a día el rosario de su ausencia. El Bloom ha desaprendido la alegría al igual que ha desaprendido el sufrimiento. En él, todo está gastado, incluso la desgracia. No cree que la vida sea digna de ser vivida, pero considera que suicidarse no vale la pena. No tiene el apoyo de la duda ni de la certeza. Cierto sentido de la inutilidad teatral de todo ha hecho de él el espectador de todo, incluido de sí mismo. En el eterno domingo de su existencia, el interés del Bloom permanece para siempre vacío de objeto, y es por esto que él mismo es el hombre sin interés, “en el sentido en que él mismo carece de importancia ante sus propios ojos. Aquí, el sentimiento de poder ser sacrificado ya no es expresión de un idealismo individual, sino un fenómeno de masas” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo). Seguramente, el hombre es algo que ha sido superado. Todos aquellos que amaban sus virtudes han perecido — por ellas.

(Llegados a este punto, toda mente sana habrá concluido la imposibilidad constitutiva de una “teoría del Bloom” cualquiera y seguirá, como tiene que ser, su camino. Los más malévolos escupirán un paralogismo de la especie “el Bloom no es nada, ahora bien, no hay nada que decir de la nada, por lo tanto no hay nada que decir del Bloom, QED”, y sin duda lamentarán haber abandonado por un instante su cautivador “análisis científico del campo intelectual francés”. Para aquellos que, a pesar del evidente absurdo de nuestro propósito, seguirán leyendo, no tendrán que perder de vista en ningún momento el carácter necesariamente vacilante de todo discurso sobre el Bloom. Tratar sobre la positividad humana de la pura nada no deja otra opción que exponer como cualidad la más perfecta falta de cualidad, como sustancia la insustancialidad más radical. Un discurso así, si no quiere traicionar su objeto, deberá hacerlo emerger para, al momento siguiente, dejarlo desaparecer nuevamente, et sic in infinitum.)

Pequeña crónica del desastre — Aunque se trate de la posibilidad fundamental que el hombre contiene de toda eternidad, la posibilidad de la posibilidad, y que cada uno de sus aspectos separados haya sido, por esta razón, descrito por muchos letrados y místicos en el curso de los siglos, el Bloom no aparece como figura dominante en el seno del proceso histórico sino hasta el momento del acabamiento de la metafísica, en el Espectáculo. Aquí, su reino ignora toda repartición. Hasta tal punto que es, desde hace más de un siglo, es decir, desde la irradiación simbolista, el héroe cuasiexclusivo de toda la literatura: del Sengle de Jarry al Plume de Michaux, de Pessoa mismo al hombre sin atributos, de Bartleby a Kafka, olvidando por supuesto El-extranjero-de-Camus, que dejamos a los bachilleres. Aunque haya sido vislumbrado de manera más precoz por el joven Lukács, es sólo en 1927, con el tratado Ser y tiempo, que se vuelve propiamente hablando, bajo el trapo transparente del Dasein, el no-sujeto central de la filosofía (por lo demás, es razonable ver en el existencialismo francés vulgar, que se impuso más tarde y más profundamente de lo que su corta popularidad le dejó imaginar, el primer pensamiento para uso exclusivo de los Bloom). Así como el Espectáculo, del que es su hijo, el Bloom ha sido numerosas veces presentido por los espíritus más lúcidos de su tiempo, y esto ha sido así durante todo el florecimiento del capitalismo. Sus rasgos más sobresalientes han sido descritos con fuerza, precisión y recurrencia, mucho antes de que apareciera. Así, la soledad en la muchedumbre, el sentimiento de una irreparable indeterminación o la indiferencia con la que pueden intercambiarse en él todos los contenidos vividos, no son nada que le pertenezca propiamente. Solamente le pertenece propiamente la articulación unitaria de estos diferentes rasgos en su relación interna con el modo de develamiento mercantil. El nacimiento del Bloom supone el nacimiento de un mundo, el mundo del Espectáculo, en el cual la metafísica que aniquila toda diferencia cualitativa en la identidad del valor, que abstrae cada manifestación de la vida del conjunto en que obtiene su rango y su sentido, y que no ve finalmente en cada hombre sino una repetición del tipo genérico, accede a la efectividad. Si el momento de su parto fue tan estrepitoso como sus tormentas de acero, el parto mismo fue algo tan sutil como el hecho de unirse al flujo de la muchedumbre, y del cual Valéry pronuncia precisamente su carácter inconstante: “Experimentaba con un amargo y extraño placer la simplicidad de nuestra condición estadística. La cantidad de individuos absorbía toda mi singularidad, y me volvía indistinto e indiscernible.” Así que nada ha cambiado, al menos a detalle, y sin embargo nada continúa igual.

Desarraigo — Cada desarrollo de la sociedad mercantil exige la destrucción de una determinada forma de inmediatez, la separación lucrativa en una relación de aquello que estaba unido. Es esta escisión lo que la mercancía llega a partir de entonces a invadir, lo que mediatiza y aprovecha, precisando día tras día la utopía de un mundo donde cada hombre estaría, en todas las cosas, expuesto únicamente al mercado. Marx supo describir admirablemente las primeras fases de este proceso, aunque solamente desde el punto de vista prudhommesco de la economía: “La disolución de todos los productos y actividades en valor de cambio —escribe en los Grundrisse— presupone tanto la descomposición de todas las rígidas (históricas) relaciones de dependencia personales al interior de la producción, así como la sujeción recíproca universal de los productores […] La dependencia mutua y universal de los individuos recíprocamente indiferentes constituye su vínculo social. Este vínculo social se expresa en el valor de cambio.” Resulta perfectamente absurdo tener el asolamiento persistente de todo apego histórico, al igual que de toda comunidad orgánica, como un vicio coyuntural de la sociedad mercantil, que apreciaría la buena voluntad que los hombres tienen para adaptarse. El desarraigo de todas las cosas, la separación en fragmentos estériles de cada totalidad viviente y la autonomización de éstos en el seno del circuito del valor, son la esencia misma de la mercancía, el alfa y el omega de su movimiento. El carácter altamente contagioso de esta lógica autónoma toma, en los hombres, la forma de una verdadera “enfermedad del desarraigo” que quiere que los desarraigados “se lancen a una actividad que tiende siempre a desarraigar, con frecuencia mediante los métodos más violentos, a quienes no lo están todavía o lo están solamente por partes… Quien está desarraigado desarraiga” (Simone Weil, El arraigo). Corresponde a nuestra época el prestigio dudoso de haber llevado a su apogeo la febrilidad proliferante y multitudinaria del “carácter destructivo”.

Somewhere out of the world — El Bloom aparece inseparablemente como producto y causa de la liquidación de todo ethos sustancial, bajo el efecto de la irrupción de la mercancía en el conjunto de las relaciones humanas. Él mismo es, por tanto, el hombre sin sustancialidad, el hombre vuelto realmente abstracto, por haber sido efectivamente cortado de todo entorno, y después arrojado al mundo. El Bloom está tan alejado de la historia como de la naturaleza, en el sentido de que no se deja aprehender en los términos de una u otra de estas categorías. Por eso lo conocemos como ese ser indiferenciado “que no se siente en casa en ninguna parte”, como esa mónada que no es de ninguna comunidad en un “mundo que no da a luz sino a átomos” (Hegel). También es el burgués sin burguesía, el proletario sin proletariado, el pequeñoburgués huérfano de la pequeña burguesía. Al igual que el individuo resultó de la descomposición de la comunidad, el Bloom resultó de la descomposición del individuo, o, para ser más precisos, de la ficción del individuo. Pero nos engañaríamos sobre la radicalidad humana que figura el Bloom si nos lo representamos bajo la especie tradicional del “desarraigado”. En efecto, el sufrimiento al que expone ahora todo apego verdadero ha tomado proporciones tan excesivas que ya nadie puede ni siquiera permitirse la nostalgia de un origen. Para sobrevivir, también hizo falta matarlo en sí mismo. Por eso el Bloom es más bien el hombre sin raíz, el hombre que ha tomado el sentimiento de estar en su casa en el exilio, que se ha arraigado en la ausencia de lugar, y para el cual el desarraigo no evoca ya el destierro, sino por el contrario la madre patria. No es el mundo lo que ha perdido, sino el gusto del mundo lo que tuvo que dejar atrás.

La pérdida de la experiencia — En cuanto realidad positiva, en cuanto modo de ser y de sentir determinado, el Bloom queda asociado a la extrema abstracción de las condiciones de existencia que el Espectáculo modela. La concreción más demente y al mismo tiempo la más característica del ethos espectacular sigue siendo, a escala planetaria, la metrópoli. Que el Bloom sea esencialmente el hombre de la metrópoli no implica en absoluto que sea posible, por nacimiento o por elección, sustraerse de dicha condición, ya que la metrópoli misma no tiene afuera: los territorios que su extensión metaestática no ocupa aún están polarizados por ella, es decir, están determinados en todos sus aspectos por su ausencia. El rasgo dominante del ethos espectacular-metropolitano es la pérdida de la experiencia, cuyo síntoma más elocuente de todos es ciertamente la formación de la categoría misma de la “experiencia”, en el sentido restringido en que uno “tiene experiencias” (sexuales, deportivas, profesionales, artísticas, sentimentales, lúdicas, etc.). Todo, en el Bloom, deriva de esta pérdida, o es sinónimo de ella. En el seno del Espectáculo, al igual que de la metrópoli, los hombres nunca hacen la experiencia de los acontecimientos concretos, sino solamente de las convenciones, de las reglas, de una segunda naturaleza enteramente simbolizada, enteramente construida. Reina en él una escisión radical entre la insignificancia de la vida cotidiana, llamada “privada”, en la que no pasa nada, y la trascendencia de una historia congelada en una esfera llamada “pública”, a la cual nadie tiene acceso. En otros términos, lo que es representado jamás es vivido, mientras que lo que es vivido jamás es representado. Donde reina la alienación de la Publicidad, donde los hombres no pueden ya reconocerse recíprocamente como participando en la edificación de un mundo común, reina también el Bloom. En él, las profundidades del desastre manifiestan hasta qué punto la pérdida de la experiencia y la pérdida de la comunidad son una sola cosa, vista desde ángulos distintos. Pero todo esto depende cada vez más claramente de la historia pasada. La separación entre las formas sin vida del Espectáculo y la “vida sin forma” del Bloom, con su aburrimiento monocromo y su silenciosa sed de nada, cede lugar en numerosos puntos a la indistinción. La pérdida de la experiencia ha alcanzado finalmente el grado de generalidad en el cual puede a su vez ser interpretada como experiencia fundamental, como experiencia de la experiencia en cuanto tal, como clara disposición a la Metafísica Crítica.

Las metrópolis de la separación — Las metrópolis se distinguen en primer lugar de todas las demás grandes formaciones humanas por el hecho de que la mayo proximidad, incluso la mayor promiscuidad, coincide en ellas con la mayor extrañeza. Nunca los hombres habían estado reunidos de un modo tan masivo, pero nunca habían estado también hasta este punto separados. La gran ciudad es la patria de elección de la rivalidad mimética que, mediante uno de esos revuelcos propios del modo de develamiento mercantil, ordena a los hermanos odiarse en proporción a su fraternidad. El “fetichismo de la pequeña diferencia” es la tragicomedia de la separación: cuanto más aislados están los hombres, más se asemejan, cuanto más se asemejan, más se detestan, cuanto más se detestan, más se aíslan. Al igual que el Bloom, la metrópoli materializa, al mismo tiempo que la pérdida integral de la comunidad, la infinita posibilidad de su renovación. Para esto basta con que los hombres reconozcan su común exilio.

Una genealogía de la consciencia del Bloom — Bartleby es un empleado de oficina. La difusión, inherente al Espectáculo, de un trabajo intelectual de masas en el que el dominio de un conjunto de conocimientos puramente convencionales vale como competencia exclusiva, mantiene una relación evidente con la forma de consciencia propia del Bloom. Y aún más fuera de las situaciones en que el saber abstracto predomina sobre todos los medios vitales, fuera pues del sueño organizado de un mundo enteramente producido como signo, la experiencia del Bloom no alcanza jamás la forma de un continuum vivido que podría añadirse, sino que reviste más bien el aspecto de una serie de choques inasimilables y de fragmentos de inteligibilidad. De ahí que haya tenido que crearse “un órgano de protección contra el desarraigo con el que lo amenazan las corrientes y las discordancias de su medio exterior: en lugar de reaccionar con su sensibilidad a este desarraigo, reacciona esencialmente con el intelecto, al cual la intensificación de la consciencia que la misma causa producía, asegura la preponderancia psíquica. Así la reacción a esos fenómenos es enterrada en el órgano psíquico menos sensible, en aquel que se aparta más de las profundidades de la personalidad” (Simmel). El Bloom no puede, por tanto, tomar parte en el mundo de manera interior. Nunca entra en él sino en la excepción de sí mismo. Es por esto que presenta una disposición tan singular a la distracción, al déjà-vu, al cliché, y sobre todo una atrofia de la memoria que lo confina en un eterno presente; y es por esto que resulta tan exclusivamente sensible a la música, que es la única que puede ofrecerle sensaciones abstractas. Todo lo que el Bloom vive, hace y resiente, le permanece como algo externo. Y cuando muere, muere como un niño, como alguien que no ha aprendido nada. El Bloom significa, en primer lugar, que la relación de consumo se ha extendido a la totalidad de la existencia, al igual que a la totalidad de lo existente. En su caso, la propaganda mercantil ha triunfado tan radicalmente que él concibe efectivamente su mundo no como el fruto de una larga historia, sino como el primitivo concibe el bosque: como su medio natural. Numerosas cosas se esclarecen sobre su condición cuando se lo considera desde esta perspectiva. Pues el Bloom es sin duda un primitivo, pero un primitivo abstracto. Baste con resumir en una fórmula el estado provisional de la cuestión: el Bloom es la eterna adolescencia de la humanidad.

El relevo del tipo del Trabajador por la figura del Bloom — Las mutaciones recientes de los modos de producción en el seno del capitalismo tardío han trabajado grandemente en la dirección del advenimiento del Bloom. El período del asalariado clásico, que se consumó en el umbral de los años 70, había ya aportado a él una noble contribución. El trabajo asalariado estatutario y jerárquico había sustituido efectivamente a la totalidad de las otras formas de pertenencia social, en particular a todos los modos de vida orgánicos tradicionales. También es el lugar en que la disociación del hombre vivo y su ser social comenzó: siendo todo poder aquí ya sólo funcional, es decir, delegado del anonimato, cada “Yo” que procuraba afirmarse siempre afirmaba únicamente, por tanto, dicho anonimato. Y si bien sólo hubo aquí, en el asalariado clásico, un poder privado de sujeto y un sujeto privado de poder, la posibilidad permanecía, por el hecho de una relativa estabilidad de los empleos, y de una cierta rigidez de las jerarquías, de movilizar la totalidad subjetiva de un gran número de individuos, es cierto, poco dotados en materia de subjetividad. A partir de los años 70, la relativa garantía de estabilidad en el empleo, que había permitido a la sociedad mercantil imponerse frente a una formación social cuya principal virtud estaba constituida precisamente por dicha garantía de estabilidad, pierde, con el aniquilamiento del adversario tradicional, toda necesidad. Es entonces llevado a cabo un proceso de flexibilización de la producción, de precarización de los explotados en el cual nos encontramos todavía, y que no ha llegado, hasta la fecha, hasta sus últimos límites. Hace ya tres décadas que el mundo industrializado ha entrado en una fase de involución autotómica que viene a desmantelar, paso a paso, al asalariado clásico, y a propulsarse a partir de este desmantelamiento. Asistimos desde entonces a la abolición de la sociedad salarial sobre el terreno mismo de la sociedad salarial, es decir, en el seno de las relaciones de dominación que dirige. Aquí, “el trabajo ya no actúa como poderoso sucedáneo de un tejido ético objetivo, no hace las veces de las formas tradicionales de eticidad, vaciadas y disueltas desde hace tiempo” (Paolo Virno, Oportunismo, cinismo y miedo). Todos las barreras intermediarias entre el individuo aislado, propietario de su sola “fuerza de trabajo”, y el mercado donde tiene que venderla, han sido liquidadas hasta tal punto que, finalmente, cada quien se encuentra en un perfecto aislamiento cara a la abrumadora totalidad social autónoma. Nada, desde entonces, puede impedir a las formas de producción llamadas “posfordistas” el generalizarse, y con ellas la precariedad, la flexibilidad, el flujo tendido, el “management por proyecto”, la movilidad, etc. Ahora bien, una organización del trabajo de este tipo, cuya eficacia reposa sobre la inconstancia, la “autonomía” y el oportunismo de los productores, tiene el mérito de hacer imposible toda identificación del hombre con su función social, o en otras palabras, de ser altamente generadora de Bloom. Nacida de la constatación de la hostilidad general hacia el trabajo asalariado que se manifestó luego del 68 en todos los países industrializados, dicha organización ha elegido esta misma hostilidad como fundamento. Así, mientras que sus mercancías-faros —las mercancías culturales— nacen de una actividad ajena al marco limitado del asalariado, su optimalidad total descansa en la astucia de cada cual, es decir, en la indiferencia, incluso la repulsión, que los hombres experimentan hacia su actividad (la utopía actual del capital es la de una sociedad donde la totalidad de la plusvalía provendría de un fenómeno de “iniciativa” generalizada). Como se ve, es la propia alienación del trabajo la que ha sido puesta a trabajar. En este contexto se traza una marginalidad de masas, en la que la “exclusión” no es, como se querría dejarlo entender, el desclasamiento coyuntural de una determinada fracción de la población, sino la relación fundamental que cada quien mantiene con su participación en la vida social, y primeramente el productor con su propia producción. “El trabajo ha dejado aquí de ser confundido con el individuo como determinación en una particularidad” (Marx), ya sólo es percibido por los Bloom como una forma contingente de la opresión social general. El paro en el trabajo es sólo la concreción visible de la extrañeza esencial de cada quien hacia su propia existencia, en el mundo de la mercancía autoritaria. El Bloom aparece, por tanto, también como el producto de la descomposición cuantitativa y cualitativa de la sociedad salarial. Es el tipo humano que corresponde a las modalidades de producción de una sociedad que ha llegado definitivamente a ser asocial, y a la cual ninguno de entre sus miembros se siente unido en forma alguna. La suerte que le es preparada de tener que adaptarse sin tregua a un mundo en constante conmoción es también el aprendizaje de su exilio en dicho mundo, en el cual debe no obstante pretender participar, a falta de cualquiera que pueda participar verdaderamente en él. Pero, más allá de todos sus mentiras contraídas, el Bloom se descubre poco a poco como el hombre de la no-participación, como la criatura de la no-pertenencia. A medida que se consume la crisis de la sociedad industrial, la figura lívida del Bloom se asoma bajo la titánica amplitud del Trabajador.

El mundo de la mercancía autoritaria (“Es a latigazos que se lleva el ganado a pastar”, Heráclito) — Existe para la dominación, en proporción a la autonomía que los hombres adquieren respecto a su rol en la producción, una necesidad absoluta de nuevos requerimientos, de nuevos sujetamientos. Mantener la mediación central de todo por medio de la mercancía exige la puesta bajo tutela de secciones cada vez más amplias del ser humano. Desde esta perspectiva, es preciso observar con qué extrema diligencia el Espectáculo ha dispensado al Bloom del pesado deber de ser, con qué rápida solicitud ha tomado a su cargo su educación así como la definición de la panoplia completa de las “personalidades” conformes, y en fin, cómo ha sabido extender su dominio a la totalidad de lo decible, del lenguaje y de los códigos a partir de los cuales se construyen todas las apariencias y todas las identidades. Con el Biopoder, el Espectáculo incluso ha puesto bajo dependencia de su semiocracia la “vida biológica” de los hombres, o al menos de todos aquellos que “valoran su salud” como uno pudo, en el pasado, perseguir la salvación. (Es preciso admitir al respecto que la subjetividad desfalleciente del Bloom no dejaba a la dominación apenas otro recurso que el de aplicar su fuerza de coacción directamente al cuerpo, único objeto tangible que no ha eludido absolutamente su alcance.) Pero el mundo de la mercancía autoritaria es antes que nada el mundo donde se han colocado mecanismos de control de los comportamientos tales que sólo se tiene que tomar dominio del agenciamiento del espacio público, la disposición del decorado y la organización material de las infraestructuras, para asegurarse del mantenimiento del orden, y esto mediante la sola potencia de coerción que la masa anónima ejerce sobre cada uno de sus elementos, a fin de que respete las normas abstractas en vigor. Basta con salir a una calle del centro de la ciudad, o con circular en un pasillo del metro, para comprender que no existe ningún dispositivo de vigilancia más operante y más invisible que esa objetivación viviente del estado alienado de explicitación pública que representa la masa, a la que no le importan de ninguna manera más que sus miembros, a final de cuentas, sin importar que la rechacen o la acepten, con tal de que exteriormente se sometan. ¡Intenten, pues, hablar de metafísica con un amigo, a la hora pico, en un tren abarrotado de la línea 1 La Défense-Porte de Vincennes! El mundo de la mercancía autoritaria es el lugar de ese Terror gris que reina a partir de ahora sobre la totalidad del mundo común de los hombres, sobre toda la extensión de lo que subsiste todavía del dominio público. Pero sin resultados, el Bloom, contra el cual se ha desplegado todo este arsenal pesado, permanece desesperadamente inaccesible a la dominación. Y ésta lo odia por ello, pues él es en cada uno el santuario interior, la parte opaca, el vacío central e inasignable al que ella es incapaz de alcanzar. De esto se sigue una carrera de velocidad entre el Bloom y la dominación que explica tanto el carácter dinámico de ésta como la aceleración del tiempo universal. En esta aceleración, no puede haber ningún término, fuera del Tiqqun mismo. En efecto, cuanto más se desboca la vida del Bloom en un movimiento autónomo y tiránico, tanto más su participación en el metabolismo social general se hace imperativa, cuanto más se mueve en un simple predicado de su propia fuerza de trabajo y de consumo, tanto más se encuentra apresado por el proceso de Movilización Total y más se profundiza el hueco que contiene este apresamiento, que no es otro que el Bloom.

La mala sustancialidad (“Estando perdida la verdadera naturaleza todo deviene naturaleza”, Pascal) — Sin importar cuán infatigables sean sus esfuerzos para reprimirlo y olvidarlo, el “hombre moderno” está asentado sobre una pura nada, y el Bloom es su verdad. Pero reconocerlo implica de manera tan perfectamente inmediata la ruina del conjunto de esta sociedad y el aniquilamiento del trasmundo que ésta persiste en proporcionar como la “realidad”, que no hay nada de lo que uno sea capaz para protegerse de esta evidencia. ¿Es posible imaginar las consecuencias que arrojaría la renuncia de nociones tan lamentables y caducadas como las de individuo, unidad del yo o interés? Todo sucede como si el infierno mimético donde nos sofocamos fuera juzgado como algo unánimemente preferible a la austera desnudez del Bloom. Por tanto, existe una fatalidad en el arrebato febril de la producción industrial de personalidades en kit, de identidades desechables y otras subjetividades histéricas. En vez de considerar la nada que toma el lugar de su ser, los hombres, en su mayoría, retroceden ante el vértigo de una ausencia total de identidad, de una indeterminación radical, y por tanto, en el fondo, ante el abismo de la libertad. Prefieren aún engullirse en la mala sustancialidad, hacia la cual, es cierto, todo los empuja. Hace falta, entonces, contar con que ellos se descubran, al otro extremo de una depresión desigualmente larvada, tal o cual raíz enterrada, tal o cual pertenencia natural, tal o cual incombustible singularidad. Francés, excluido, artista, homosexual, bretón, racista, musulmán, budista o parado, todo es bueno en la medida en que permita bramar de uno u otro modo, con los ojos parpadeando de emoción, un milagroso “YO SOY…”. No importa cuál particularidad vacía y consumible, no importa cuál rol social esté en cuestión, puesto que se trata únicamente de conjurar su propia nada. Y como toda vida orgánica hace falta a estas formas premasticadas, éstas nunca tardan en entrar prudentemente en el sistema general de intercambio y de equivalencia mercantil, que las mediatiza y las pilotea. Así pues, la mala sustancialidad significa que uno ha colocado toda su sustancia como depósito dentro del Espectáculo, y que este último funciona como ethos universal para la comunidad celeste de los espectadores. Pero una cruel astucia quiere que esto no haga finalmente sino acelerar aún más el proceso de pulverización de las formas de existencia sustanciales. Bajo el vals de las identidades muertas de las que se vale sucesivamente el hombre de la mala sustancialidad, se expande inexorablemente su abismo interior. Aquello que debería esconder una falta de individualidad no solamente fracasa aquí, sino que llega a acrecentar todavía un poco más la labilidad de aquello que podía subsistir de ella. El Bloom triunfa primero en aquellos que huyen de él.

Pez soluble — Aunque aparezca como la positividad misma, y por imponente que parezca su imperio, la mala sustancialidad no cesa en ningún momento de ser nada. Carece de realidad propia y no dispone de medios para producirse a sí misma. Al igual que la formación social que la produce, la pseudoidentidad del Bloom carece de fundamento. No se halla en su seno ni siquiera en la familia, institución aparentemente sustancial, que no funciona como un retransmisor difractado de las normas espectaculares. Nada tiene en sí su razón. Una vez suspendidas sus condiciones inorgánicas de existencia, la identidad artificial no puede ya encontrar el camino hacia sí misma, hacia eso que, en un mal sueño, ella creía ser, y de lo que ahora se despierta; ya que, precisamente, no era nada más allá de esas frágiles condiciones de existencia. La mala sustancialidad representa ella misma, por tanto, la absoluta insustancialidad.

El Terror de la denominación — Es vano aspirar, en el seno del Espectáculo, a la sustancialidad. Nada es, a final de cuentas, menos auténtico ni más sospecho que el concepto de “autenticidad”, que constituye desde hace mucho tiempo el arma favorita del Terror de la denominación que ejerce el Espectáculo, y mediante el cual este último vacía metódicamente de su contenido a todas las formas de vida sustanciales que llegan a manifestarse en cualquier punto del espacio social emergente. Para esto basta con que haga la caridad de darles un nombre, les distribuya un rol y las incluya en la red de signos cuya realidad cuadricula. Imponiendo así a cada particularidad viviente el considerarse como particular, es decir, desde un punto de vista formal y exterior a sí misma, el Espectáculo la desgarra desde el interior, introduce en ella una desigualdad, una diferencia. Impone a la consciencia de sí tomarse a sí misma como objeto, reificarse, aprehenderse a sí misma como otro. Ésta se encuentra arrastrada con ello en una huida sin tregua, en una escisión perpetua que aguijonea el imperativo —para quien rechaza dejarse ganar por una paz mortal— de desprenderse de toda sustancia. Aplicando a todas las manifestaciones de la vida su incansable trabajo de denominación, y con ello de inquieta reflexividad, el Espectáculo arranca al mundo de su inmediatez en una corriente continua. En otros términos, produce al Bloom, y lo reproduce. La racaille que se conocía como racaille ya no es más una racaille, es un Bloom que juega a ser una racaille, teniendo consciencia de ello o no. Tenemos prohibido por un largo tiempo, bajo el presente régimen de las cosas, identificarnos con ninguno de los contenidos particulares, sino únicamente con el movimiento de arrancarse de ellos. El Bloom es el hijo de tal desgarro, el resultado siempre inacabado de un infinito proceso de negación.

Sua cuique persona — La cuestión de saber lo que, en la realidad presente, es máscara y lo que no lo es, carece de objeto. Resulta sencillamente grotesco pretender establecerse por debajo del Espectáculo, por debajo de un modo de develamiento en el que toda cosa se manifiesta de tal manera que la apariencia se ha vuelto en él autónoma respecto a la esencia, es decir, como máscara. Su disfraz es, en cuanto disfraz, la verdad del Bloom, es decir que no tiene nada tras de sí, o más bien, lo que abre horizontes de otro modo más desenvueltos, que tras de sí reside la Nada. Que la máscara constituye la forma de aparición general en la comedia universal de la que sólo hay tartufos que creen aún escapar, esto no significa que ya no haya verdad, sino que ésta se ha vuelto algo sutil y estimulante. La figura del Bloom encuentra su expresión más alta, al mismo tiempo que la más miserable, en el lenguaje de la adulación, y en este equívoco no hay lugar para gemir ni para regocijarse, sino solamente para abrir la vía de la superación. “Sólo que aquí el Sí ve la certeza de sí mismo como tal como siendo lo más inesencial, y la pura personalidad como siendo la absoluta impersonalidad. El espíritu de su gratitud es, por tanto, un sentimiento tanto de esta profundísima abyección como también de una revuelta igual de profunda. En cuanto el puro Yo mismo se mira a sí mismo fuera de sí y desgarrado, en este desgarramiento se ha desintegrado y se va a pique a la vez todo lo que pueda tener continuidad y universalidad, todo lo que pueda llamarse ley, bien o derecho” (Hegel). El reino del travestismo señala siempre el acabamiento de un reino. Así pues, se estaría equivocado de hacer voltear la máscara hacia el lado de la dominación, porque ésta se ha sentido todo el tiempo amenazada por la parte de noche, salvajismo e imprevisibilidad que introduce la irrupción de la máscara. Lo que es malo en el Espectáculo es más bien que los rostros se hayan petrificado hasta el punto de volverse ellos mismos semejantes a máscaras, y que una instancia central se haya erigido como amo de las metamorfosis. Los vivos son aquellos que sabrán convencerse de las palabras del furioso que proclamaba, tembloroso: “Dichoso aquel al que la saciedad de los rostros vacíos y satisfechos le lleve a cubrirse a sí mismo con una máscara: será el primero en recobrar la embriaguez tempestuosa de todo lo que danza a muerte sobre la catarata del tiempo.” (Bataille)

El hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido — Es preciso comprender al Bloom a la luz de esta frase oblicua de Blanchot, así como del comentario que da de ella Giorgio Agamben. De manera muy obvia, el Bloom representa, en cuanto expresión positiva de la extrema desposesión, el producto más ejemplar del Espectáculo. Pero es al mismo tiempo, en cuanto pura nada interior, la alteridad irreductible ante la cual el Espectáculo debe rendir las armas. El Terror de la denominación no puede digerir la falta de sustancia, casi tanto como no puede negar lo que ya es nada. De dicha alteridad, el Espectáculo tiene todo que temer, porque ella es nada menos que la alteridad del fundamento de eso que él funda. El Bloom, “esa noche del mundo, esa nada vacía que contiene todo en su simplicidad abstracta, esa forma de la pura inquietud” (Hegel), es la indeterminación fundamental que condiciona todas las determinaciones posibles, el inaccesible abismo interior sobre el cual reposa el reino de la exterioridad separada. El Bloom es en cada uno el resto que limita, abarca y desborda al Espectáculo, es decir, de hecho, todo lo que resta del hombre así como el hombre mismo. Es preciso adjudicar al nihilismo mercantil el haber arrasado tan metódicamente las particularidades finitas, las sustancialidades locales, que encontraba a su paso hasta el grado de que ya sólo queda en el Bloom lo que es puramente humano, lo que toca a la esencia, a lo Indestructible. Y “lo Indestructible es uno; es cada hombre enteramente y todos lo tienen en común. Es el inalterable cimiento que liga a los hombres para siempre” (Kafka).

A dónde queremos ir a parar — Es exclusivamente de la consideración de la figura del Bloom que depende la elucidación de las posibilidades que contiene nuestro tiempo. Su irrupción histórica determina para la crítica social la necesidad de una completa refundación, tanto en la teoría como en la práctica. Cualquier análisis y cualquier acción que no tuviera absolutamente en cuenta esto se condenaría a eternizar la alienación presente. Pues el Bloom, no siendo una individualidad, no se deja caracterizar por nada de lo que dice, hace o manifiesta. Cada instante es para él un instante de decisión. No posee ningún atributo estable. Ninguna costumbre, por impulsada que sea su repetición, es susceptible de conferirle ser. Nada se adhiere a él y él no se adhiere a nada de lo que parezca suyo, ni siquiera a la sociedad que querría apoyarse en él. Para adquirir algunas luces sobre este tiempo, es preciso considerar que hay, de un lado, la masa de los Bloom y, del otro, la masa de los actos. Toda verdad se sigue de esto.

“La alienación es de igual modo la alienación de sí misma” (Hegel) — Históricamente, es en la figura del Bloom que la alienación de lo Común alcanza su máximo grado de intensidad. No es tan fácil imaginar hasta qué punto la existencia del hombre en cuanto hombre y su existencia en cuanto ser social han tenido en apariencia que volverse ajenas respectivamente para que le sea posible hablar de “lazo social”, es decir, de asir su ser-en-común como algo objetivo, exterior a él y como haciéndole frente. Es pues una verdadera línea del frente que se desplaza justo en medio del Bloom, y que determina su esencial neutralidad. Sin esto, sería imposible explicarse que la dominación le ordene actualmente de manera tan brutal escoger su campo, que lo ponga ante este grosero dilema: asumir de manera incondicional cualquier rol social, cualquier servidumbre, o morir de hambre. Aquí nos encontramos ante un género de medidas de emergencia que adoptan ordinariamente los regímenes acorralados; desde luego la línea permite ocultar al Bloom, no suprimirlo. Pero por ahora, esto es suficiente. Lo esencial es que el ojo que considera al mundo a la manera externa del Espectáculo, puede pretender que éste no existe, que es sólo una quimera de metafísicos, y críticos con ello. Sólo importa que la mala fe pueda hacerse buena conciencia, que pueda oponernos su risible “pero yo, ¡yo no me siento Bloom!”. ¿Cómo podría alguna vez aparecer en cuanto tal en el Espectáculo aquel que por esencia uno ha desposeído de la apariencia? El destino del Bloom radica en no ser visible más que en la medida en que participa en la mala sustancialidad, en la medida, por tanto, en que se reniega como Bloom. Toda la radicalidad de la figura del Bloom se concentra en el hecho de que la alternativa ante la cual él se encuentra permanentemente situado coloca de un lado lo mejor y del otro lo peor, pero la zona de transición entre uno y otro, entre la reapropiación de su ser-Bloom y la contención de éste, no le es accesible. El Bloom sólo puede ser la realización terrestre de la esencia humana, la encarnación del Concepto en su movimiento, o un animal nihilista en su reposo bestial. Así pues, es el núcleo neutro que trae a luz la relación de analogía entre el punto más alto y el punto más bajo. Su falta de interés puede constituir una insigne apertura a la agápe, o “el deseo de anonimato, de no funcionar más que como un engranaje” (Arendt, Los orígenes del totalitarismo). De manera similar, su ausencia de personalidad es capaz de prefigurar la superación de la personalidad clásica petrificada, así como la recaída por debajo de ésta. Pero es cierto que en el seno de la dominación, sólo lo peor sobreviene: la banalidad del Bloom se manifiesta en ella necesariamente como “banalidad del mal”. Así, para el siglo que se acaba, el Bloom habrá sido Eichmann mucho más que Elser; Eichmann del que “era evidente para todos que no era un ‘monstruo’” y del que “no podíamos abstenernos de pensar que era un payaso” (Arendt, Eichmann en Jerusalén). Dicho sea de paso, no hay ninguna diferencia de naturaleza entre Eichmann, que se identifica sin resto con su función criminal, y el hipster, que, siendo incapaz de asumir su no-pertenencia fundamental a este mundo, o las consecuencias de una situación de exilio, se abandona al consumo frenético de los signos de pertenencia que esta sociedad vende tan caro. Pero de una manera más general, en cualquier parte que se hable de “economía” prospera la banalidad del mal. Y es también esta banalidad lo que se asoma bajo las lealtades de todos los tipos que los hombres elevan a “necesidad”, desde el “no se puede hacer nada” hasta el “así son las cosas”, pasando por el “ningún trabajo es indigno”. Aquí “empieza la extrema desgracia, cuando todos los apegos son remplazados por el de sobrevivir. El apego aparece al desnudo. Sin otro objeto que sí mismo. Infierno.” (Simone Weil, La pesadez y la gracia) De manera exclusiva es importante acarrear las circunstancias históricas en las que el Bloom podrá ser en cuanto tal superado. Y se verá entonces lo que es la banalidad del bien.

Que el Bloom es una criatura puramente metafísica — La experiencia fundamental del Bloom es la de su propia trascendencia con respecto a sí mismo, es decir, la de la superioridad de la total privación de contenido con respecto a todo contenido particular. Y cuanto más se perfecciona el Espectáculo, más adquiere autonomía la apariencia, cuanto más se desprende su mundo de los hombres y se les vuelve ajeno y extraño, más entra en sí mismo el Bloom, se profundiza y reconoce su soberanía interior vis-à-vis de la objetividad. Se consolida él, más allá de toda efectividad, como pura fuerza de negación. A condición de que no se hunda en la mala sustancialidad, un diálogo silencioso se entabla en él, en el cual se experimenta como concepto, como diferencia en el seno de su identidad. A partir de entonces, su “Yo tiene un contenido que distingue de sí mismo, pues es la negatividad pura o el movimiento del escindirse; es consciencia. Este contenido es en su diferencia misma el Yo, pues es el movimiento del suprimirse a sí mismo, o la misma negatividad pura que es Yo” (Hegel). Recordamos a Pessoa como a aquel que, entre todos, ha dado la más deslumbrante significación a esta nueva situación del hombre en el mundo, y a sus posibilidades. Pocos de sus contemporáneos se hallan tan adelantados como él respecto al camino de una superación del Bloom. Vemos como algo probable que en el futuro los hombres no puedan ya responder a la pregunta “¿quién eres?” de una manera distinta que el heterónimo Bernardo Soáres, quien se definía así: “Yo soy el intervalo entre lo que soy y lo que no soy.” Pero estaríamos equivocados al creer que el carácter de simple esencialidad espiritual del Bloom se pierde en la mala sustancialidad, sólo se pierde su aspecto activo. En este sentido, la mala sustancialidad no es más que el sueño del concepto, la pasividad de la Idea. No hay nada más mediatizado por el Espíritu que el hipster, cuya sustancia entera se reduce a una determinada cantidad de ser-para-sí objetivado, y que nunca ve las cosas, sino sólo su precio, es decir, justamente su relación con el Espíritu, en su forma más raquítica. Incluso en la mala sustancialidad, por tanto, los Bloom no están vinculados entre sí más que por el general intellect de la mercancía, y no son más que este vínculo. Sin importar lo que diga y sin importar lo que haga, el Bloom se encuentra irremediablemente fuera de sí, inscrito en lo Común. En una palabra, el ser-reconocido le es todo y la nuda vida nada.

La santísima Pobreza — En definitiva desposeído, despojado de todo, múdamente ajeno a su mundo, ignorante tanto de sí mismo como de aquello que lo rodea, el Bloom realiza en el corazón del proceso histórico, y en toda su plenitud, la amplitud propiamente metafísica del concepto de Pobreza. Ciertamente, era necesaria toda la espesa vulgaridad de una época en la que la economía tomó el lugar de la metafísica para hacer de la pobreza una noción económica (si bien esta época se aproxima a su término, quizá no sea inútil precisar que lo contrario de la Pobreza no es la riqueza, sino la miseria, que la riqueza es sólo en realidad una forma particularmente grosera y embarazosa de la miseria y que la Pobreza constituye un estado de perfección, al contrario de la miseria, por tanto, que designa un estado de absoluta degradación). Heidegger vio de manera correcta cómo el Bloom es “pobre de mundo” y Benjamin cómo es “pobre de experiencia”, sólo nos queda precisar que es esencialmente “pobre de espíritu”, en el sentido en que lo entiende la tradición mística. En muchos aspectos, parece que la alienación, en su caso, al mismo tiempo que reúne una perfección aterradora, acaba de describir su círculo. Nada, en efecto, recuerda más la situación existencial del Bloom que el desapego de los místicos, descrito por Pierre-Jean Labarrière como “actitud-de-ser común a Dios y al hombre, identidad de sí consigo mismo en la negación de toda particularidad, unidad más allá de lo uno y lo múltiple”. Además, ¿Lukács no indicaba en la consciencia reificada una segura propensión a la contemplación? ¿Y qué mejor definición puede darse del Bloom, esa criatura surgida de la extrema fatiga de la civilización, que la que Maestro Eckhart daba del hombre pobre: aquel que “no quiere nada, no sabe nada y no tiene nada”? ¿Qué más parecido, también, a la indiferencia del Bloom que ese “justo desapego (que) no consiste sino en el hecho de que el espíritu se halle inmóvil frente a todas las vicisitudes de amor y sufrimiento, de honor, pena y ultraje”? Y finalmente, el Bloom nos hace pensar en el Dios de Maestro Eckhart, quien es definido como pura nada, absoluta falta de cualidad, vacío de toda determinación, como “aquel que carece de nombre, que es la negación de todos los nombres y que nunca tuvo nombre alguno” y para quien todas las cosas son nada. Que él mismo sea este Dios o que no lo sea importa de cualquier manera bien poco, porque “nada hace al hombre más semejante a Dios que este desapego imperturbable”.

“Quienquiera que salga así de sí mismo será propiamente devuelto a sí mismo” (Eckhart) — Mas es en la mala sustancialidad, en el consumo y las relaciones de dominación, es decir, en lo que está aparentemente más alejado del hombre místico, que el Bloom está, según el concepto, más próximo, pues es aquí donde, también, es lo más exterior a sí mismo. Así, todo lo que la idea de riqueza ha podido acarrear, a través de la historia, de quietud burguesa, de familiar inmanencia con el aquí-abajo y de plenitud sustancial, es algo que el Bloom puede apreciar, mediante la nostalgia por ejemplo, pero no aprehender. Con él, la felicidad se ha vuelto una idea muy vieja, y no solamente en Europa. Así, al mismo tiempo que todo uso, y todo ethos, es la posibilidad misma de un valor de uso lo que se ha perdido. El Bloom comprende únicamente el lenguaje sobrenatural del valor de cambio. Gira hacia el mundo unos ojos que no ven nada, nada que no sea la nada del valor. Sus deseos mismos sólo se fijan sobre ausencias, abstracciones, de las cuales la menor no es el culo de la Jovencita. Incluso cuando el Bloom, en apariencia, quiere, él no cesa de no querer, pues quiere vacíamente, pues quiere el vacío. Es por esto que la riqueza se ha vuelto, en el mundo de la mercancía autoritaria, una cosa grotesca e incomprensible, aquello que se nombra todavía así no siendo ya desde hace mucho tiempo más que la pura y simple avaricia, en el sentido bíblico de cupiditas. Ahora bien, todos saben, o al menos sienten, que “ese dinero, que no es más que la figura visible de la sangre de Cristo que circula en todos sus miembros”, “lejos de amarlo por los goces materiales de los que se priva, (el avaro) lo adora en espíritu y en verdad, como los Santos adoran al Dios que les hace un deber la penitencia y una gloria el mártir. Lo adora por aquellos que no lo adoran, sufre en el lugar de aquellos que no quieren sufrir por el dinero. ¡Los avaros son unos místicos! Todo lo que hacen es con vistas a complacer a un Dios invisible cuyo simulacro visible y tan laboriosamente trabajado les colma de torturas e ignominia.” (León Bloy, La sangre de los pobres) Es en esto que es preciso reconocer en el Bloom la figura viva de la Pobreza, la cual revela, sin importar por dónde pase, la miseria, no coyuntural, sino ontológica de todas las cosas.

El hombre interior — La pura exterioridad de las condiciones de existencia conforma también la escuela de la pura interioridad. El Bloom es ese ser que ha reanudado en sí mismo el vacío que lo rodea. Expulsado de todo lugar propio, él mismo se ha vuelto un lugar. Desterrado del mundo, se ha hecho mundo. No es en vano que los místicos cristianos hicieron una distinción entre el hombre interior y el hombre exterior, pues en el Bloom esta separación ha advenido históricamente. Son bastante raros, hasta la fecha, los que han conseguido otorgar una medida positiva de lo que tal hecho significa y que no cayeron sobre la marcha en la locura. Pessoa figura aquí como una excepción. “Para crearme —pudo escribir— me destruí; tanto me exterioricé dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva en la que pasan varios actores representando varias piezas.” (El libro del desasosiego) Pero por ahora, si el Bloom se asemeja al “hombre interior” de un Ruysbroek el Admirable, casi siempre sólo es negativamente, puesto que él también es “más proclive hacia el adentro que hacia el afuera”, puesto que ve su imagen “no importa dónde, y en medio de no importa quién, en las profundidades de la soledad […] a salvo de la multiplicidad, a salvo de los lugares, a salvo de los hombres”. El habitáculo inesencial de su personalidad sólo esconde apenas el sentimiento de verse arrastrado por una caída sin fin en un espacio subyacente, oscuro y envolvente, como si constantemente se precipitara todo en él mismo al desmoronarse. Gota a gota, mediante un perlamento regular, su ser chorrea, fluye, y se extravasa. De ahí que el Bloom también sea en el fondo un espíritu libre, ya que es un espíritu vacío. Ahora bien, “el vacío es la plenitud suprema, pero los hombres no tienen el derecho a saberlo” (Simone Weil, La pesadez y la gracia). En efecto, ellos tienen el deber de ello.

Agápe — El Bloom es un hombre en el que todo ha sido socializado, pero socializado en cuanto privado. Nada es más exclusivamente común que eso que él llama su “felicidad individual”. Lo único que subsiste para distinguirlo de los demás hombres es su pura singularidad sin contenido. Al igual que su nombre, al que el Bloom responde pero que no significa ya nada, su singularidad es mantenida en estado de forma vacía. Todos los malentendidos acerca del Bloom se deben a la profundidad de la mirada con la que uno se autorizamos observarlo. En cualquier caso, el premio a la ceguera corresponde a los sociólogos que, como Castoriadis, hablan de “repliegue sobre la esfera privada” sin precisar que dicha esfera ha sido ella misma enteramente socializada. En el otro extremo, encontramos a aquellos que han llegado a penetrar incluso en el Bloom. Los relatos que traen de él se asemejan todos, de una u otra manera, a la experiencia del narrador de Señor Teste cuando descubre la “casa” de su personaje: “Nunca he tenido de manera más fuerte la impresión de lo cualquiera. Ésta era una vivienda cualquiera, análoga al punto cualquiera de los teoremas, — y quizá igual de útil. Mi huésped existía en el interior más general.” El Bloom es por mucho ese ser que vive “en el interior más general”, en quien toda diferencia sustancial con los demás hombres ha sido efectivamente abolida, quien es cualquiera incluso en el deseo de singularizarse, pero que no lo sabe. Esto significa que la separación no subsiste más que de una manera formal en el seno de la apariencia, con la frágil positividad de la dominación para cualquier motivo. Es por consiguiente sólo en los lugares y circunstancias donde las relaciones que dirige la dominación se encuentran temporalmente suspendidas, que se devela la verdad más íntima del Bloom: que está, en el fondo, en la agápe. Una suspensión de este tipo se produce de manera ejemplar en la insurrección, pero también en el momento en que nos dirigimos a un desconocido en las calles de la metrópoli, esto es, a final de cuentas, en cualquier parte en que los hombres tengan que reconocerse, más allá de toda especificación, en cuanto hombres, en cuanto seres finitos y expuestos. No resulta raro, entonces, ver a perfectos desconocidos ejercer hacia nosotros su común humanidad, al cuidarnos de un peligro, al ofrecernos tres cigarros en lugar de uno solo, como nosotros habíamos pedido, o al perder un cuarto de hora de ese tiempo que venden tan caro, por lo demás, para conducirnos hasta la dirección que buscábamos. Tales fenómenos no son de ninguna manera susceptibles de una interpretación en los términos clásicos de la etnología del don y el contradón, como puede serlo, al contrario, alguna socialización de bar. Ningún rango está aquí en juego. Ninguna gloria es buscada. Sólo puede dar cuenta de ello esa ética del don infinito que es conocida en la tradición cristiana bajo el nombre de agápe. La agápe forma parte de la situación existencial del hombre que ha informado la sociedad mercantil. Y es en este estado que ésta lo ha dispuesto haciéndolo hasta este punto ajeno y extraño a sí mismo al igual que a sus deseos. Tan inquietante como esto pueda parecer, esta sociedad incuba una grave infección de benevolado. A pesar de todas los signos contrarios, el Bloom sería más fácilmente un santo que un trobriandés.

“Sea diferente, sean ustedes mismos” (publicidad para una marca de prenda interior) — En muchos aspectos, la sociedad mercantil no puede prescindir del Bloom. Sin él, no habría más mala sustancialidad, no habría más Movilización Total y no habría más gobierno de las cosas. La entrada en la efectividad de las representaciones espectaculares, conocida con el vocablo de “consumo”, está completamente condicionada por la concurrencia mimética a la que el Bloom es empujado por su nada interior. El juicio tiránico del se seguiría siendo un artículo de burla universal, si “ser” no significara en el Espectáculo “ser diferente”, o por lo menos esforzarse en ello. Así, no es tanto, como lo señalaba ese buen viejo Simmel, que “la acentuación de la persona se realice por medio de un trato específico de impersonalidad”, sino más bien que la acentuación de la impersonalidad sería imposible sin un trabajo específico de la persona. Naturalmente, lo que se refuerza con la originalidad que se presta al Bloom, no es nunca la singularidad de éste, sino el se mismo, o en otras palabras, la mala sustancialidad. Todo reconocimiento en el Espectáculo no es sino reconocimiento del Espectáculo. Sin el Bloom, por tanto, la mercancía no sería nada más que un principio puramente formal, privado de contacto con el devenir.

I would prefer not to — Al mismo tiempo, lo cierto es que el Bloom lleva consigo la ruina de la sociedad mercantil. Encontramos en él ese carácter de ambivalencia que marca todas las realidades mediante las cuales se manifiesta la superación de la sociedad mercantil sobre su propio terreno. En esta disolución, no son los grandes edificios de la superestructura los que se encuentran atacados, sino por el contrario los cimientos que el desastre roe sin tregua desde el fondo de sus tinieblas. Lo invisible precede lo visible, y es de manera imperceptible como el mundo cambia de base. Así el Bloom se contenta con hacer expirar, en acto y sin fracaso, todas las representaciones, y en particular toda la antropología sobre la que esta sociedad se erige. No declara la abolición de eso cuyo fin arrastra; lo vacía justamente de significación, y lo reduce al estado de simple forma residual, en espera de demolición. En este sentido, está permitido afirmar que el trastornamiento metafísico del que él es sinónimo está ya detrás de nosotros, aunque la mayoría de sus consecuencias están todavía por venir. Con el Bloom, por ejemplo, la propiedad privada ha perdido todo contenido, ya que le hace falta la intimidad consigo misma de la cual toma su sustancia. Desde luego, subsiste todavía, pero sólo de manera empírica, como abstracción muerta flotando por encima de una realidad que se le escapa cada vez más visiblemente. Lo mismo sucede en todos los dominios. En el derecho, por ejemplo, que el Bloom no pone en duda o reniega, sino más bien depone. Y de hecho, no se ve cómo el derecho podría aprehender a un ser cuyos actos no se relacionan con ninguna personalidad, y cuyos comportamientos no son más tributarios de las categorías burguesas de interés, motivación e intención, que de pasión o responsabilidad. Ante el Bloom, por tanto, el derecho pierde toda competencia para hacer la justicia, y con dificultad puede encomendarse al criterio policial de la eficacia de la represión. Pues en el mundo de lo siempre-semejante, estando la vida por todos lados idénticamente ausente, uno no se pudre apenas más en prisión que en el Club Méditerranée. De aquí que importe tanto, para la dominación, que las prisiones se vuelvan de manera notoria lugares de tortura prolongada. Pero, de entre todos estos crímenes de lesa servidumbre, el crimen que el mundo de la mercancía autoritaria está decidido a hacer pagar más caro al Bloom, es el de haber hecho de la economía misma, y con ello toda noción de utilidad, crédito o riqueza, una cosa del pasado. No hace falta buscar en otro lugar la razón de la reconstitución planificada y pública de un lumpenproletariado en todos los países del capitalismo tardío: se trata con ello, en última instancia, de disuadir al Bloom de abandonarse a su desapego esencial, y esto mediante la abrupta aunque temible amenaza del hambre. Debemos con toda honestidad reconocer que este “hombre no-práctico” (Musil) es en efecto un productor desastrosamente inhábil, y un consumidor bastante irresponsable. Idénticamente, la dominación agradece poco al Bloom el haber hecho estragos adicionalmente el principio de la representación política, en parte por defecto: no hay más puesta en equivalencia imaginable en el seno de lo universal que elección senatorial entre las ratas —cada rata es, a un título igual e inalienable, un representante de su especie, primus inter pares—, pero también en parte por exceso, puesto que el Bloom se mueve espontáneamente en lo irrepresentable que él mismo es. Qué pensar, en fin, de las preocupaciones que este hijo ingrato causa al Espectáculo, sobre el cual todos los personajes y todos los roles susurran en un murmullo que dice I would prefer not to. Podríamos así proseguir hasta el infinito la enumeración de todo aquello en lo que esta criatura esencialmente metafísica revoca el mundo de la mercancía autoritaria, pero éste es uno de esos ocios que nos permitimos colmarnos.

La Salvación por el Bloom — Considerado en su esencia, considerado según el espíritu, el Bloom pertenece al Tiqqun, o mejor: es su presencia viva, aunque todavía escondida, entre los hombres. En cuanto figura, polariza posibilidades tales que eso de lo que esta sociedad se enorgullece como de sus más bellos éxitos llega a revestir un carácter secundario, e incluso cada vez más francamente irrisorio. Que esta esencia acceda o no a la efectividad, que salga de su desastrosa suspensión o que persista en esta retirada, eso es, a final de cuentas, el horizonte único bajo el cual nuestro tiempo nunca acaba de hundirse. En otros términos, el Tiqqun está siempre-ya ahí, y todo el secreto designio del gran ajetreo de nuestros contemporáneos radica en aplazar indefinidamente su manifestación. Por tanto, nos representaríamos falsamente el Tiqqun a partir de la imaginería convencional del seísmo social que se baña en su estruendo de Grand Soir. Pues el Tiqqun es la simple y luminosa manifestación de lo que es, lo cual implica también la anulación de lo que no es. Es preciso pensarlo bajo la especie del despertar, que trastorna todo y deja todas las cosas intactas, porque “para los despiertos existe un mundo único y común, pero de los que duermen, cada uno se vuelve hacia el suyo propio” (Heráclito). El Tiqqun es el final del Gran Sueño, es decir, en el sentido más excesivo del término, una transfiguración de la totalidad. Entre el Bloom y él, está toda la extensión del mundo de la mercancía autoritaria, pero esta distancia no es más espesa que el acto de consciencia mediante el cual el Bloom debe reapropiarse de lo que él es. No hay nada paradójico en la constatación de que el hombre en el que toda comunidad se ha perdido es también el hombre que funda la posibilidad de la comunidad verdadera, y por tal motivo de la comunidad a secas. Esto es algo que Marx vio claramente, y es sobre esto que él también se ha groseramente despreciado, al escribir en La ideología alemana: “Frente a las fuerzas productivas se levanta la mayoría de los individuos, de los que estas fuerzas se han desgarrado y que, despojados así de toda la sustancia real de su vida, se han convertido en seres abstractos y, por ello mismo, están en condiciones de entablar relaciones entre sí en cuanto individuos.” Pues es exactamente en la medida en que no es un individuo que el Bloom es capaz de entablar relaciones con sus semejantes. Mientras que el in-dividuo porta en sí mismo de manera atávica la ilusión funesta de una inmanencia cerrada del hombre consigo mismo, el Bloom deja entrever el principio de incompletitud que se encuentra en el fundamento de toda existencia humana. Al mismo tiempo que para el Bloom —ese Yo que es un Se, ese Se que es un Yo— la consciencia de sí es inmediatamente consciencia de sí como otro y consciencia del otro como sí, él se experimenta a sí mismo como la nada, es decir, el puro ser-para-la-muerte, frente a la cual son pausadas sus determinaciones, sus cualidades, su apariencia, es decir, su ser, que él descubre como idéntico a su ser-en-común, a su estar-expuesto, a su estar-fuera-de-sí. El Bloom no hace, por tanto, la experiencia de una finitud particular o de una separación determinada, sino de la finitud y de la separación ontológicas comunes a todos los hombres. Por esto mismo, el Bloom no está solo sino en apariencia, pues no está solo por estar solo: todos los hombres tienen esta soledad en común. Vive como un extranjero en su propio país, al margen de todo y sin Publicidad, pero todos los Bloom habitan juntos la patria del Exilio. Todos los Bloom pertenecen indistintamente a un mismo mundo que es el olvido del mundo. Así pues, lo Común está alienado, pero no lo está sino en apariencia, pues está aún alienado en cuanto Común (la alienación de lo Común no designa sino el hecho de que eso que les es común, aparece a los hombres como algo particular, propio, privado). Y aquello Común resultante de la alienación de lo Común, y que ella forma, no es otra cosa que lo Común verdadero y único entre los hombres: la finitud, la soledad y el estar-en-el-mundo, es decir, a final de cuentas, la metafísica misma, de la que son sus “tres conceptos fundamentales” según Heidegger. Aquí, lo más íntimo se confunde con lo más general, y lo más privado es lo mejor compartido. Aquí, lo indecible mismo es lo que vincula a los hombres entre sí, y lo incomunicable lo que los hace comunicarse. Toda comunidad habrá consistido hasta ahora en sepultar bajo la inmanencia de la participación, o bajo la limitación de una esencia desigualmente satisfecha (la de una clase, un partido o un medio), tanto el hecho ontológico del ser-para-otro como el del ser-para-la-muerte. La nostalgia de la comunidad es pues sólo la nostalgia de su mentira. Y se comprende ésta que sea tan vivaz entre tantos de nuestros contemporáneos que procuran tantos cuidados, candor y buena voluntad para zambullirse en este mundo, cuando este mundo está seco. El universo de la mercancía autoritaria en su conjunto ha sido construido, ladrillo tras ladrillo, por este género de hombres, y para que este género de hombres se reproduzcan. Pero ningún entretenimiento es ya capaz de engañar el aburrimiento y la angustia de nuestros contemporáneos, excepto tal vez aquel de la destrucción del mundo del entretenimiento. Y la dominación misma carece de reservas especiales, como lo ha sabido demostrar en numerosas ocasiones en el pasado, hacia este escenario. Es preciso admitir en su defensa que el Bloom, siendo lo universal concreto, tenía el defecto de volver caduca toda puesta en equivalencia, y de agobiar así hasta la posibilidad de la metafísica mercantil. Sin embargo, no es seguro que la autocracia de las apariencias, que hace a los hombres extraños a su extrañeza y que les impide reconocerse en la figura del Bloom, consiga siempre aplazar el cumplimiento del Tiqqun, es decir, la reapropiación de lo Común.

“¿Te has visto cuando estás borracho?” (“Se le denomina muerto en el mundo porque no le gusta nada de lo que es terrestre”, Eckhart) — Como es fácil de imaginar, se dibuja aquí para la dominación mercantil una posibilidad catastrófica cuya actualización le es importante conjurar por todos los medios. Esta posibilidad se enuncia en términos infantiles: que el Bloom quiera lo que él es, y que lo devenga. Naturalmente, esto no deja libre de preocupaciones cuando se sabe que para cumplir su esencia de “hombre maldito que no tiene asuntos, ni sentimientos, ni ataduras, ni propiedad, ni siquiera un nombre que le pertenezca” (Necháyev), le bastaría al Bloom con tomar consciencia de ello, y comunicarla. Que los Bloom se reapropien su esencia de Bloom, que es su pura y simple existencia, que reconozcan el carácter negativo de su ser y el carácter positivo de su nada, que en consecuencia superen la nada de su mundo, he aquí la amenaza aplastante que pesa sobre cada instante de la vida de la dominación. Se concibe entonces qué importancia estratégica decisiva corresponde a la alienación de la Publicidad y al control de la apariencia, cuando se trata de obstruir el acceso de los hombres a su verdad supraindividual, a lo real y al mundo. Mantener en la cotidianidad el empleo de representaciones y categorías devenidas inoperantes desde hace mucho tiempo, imponer periódicamente versiones efímeras pero reparadas de los pons asinorums más mellados de la moral burguesa, mantener más allá de la evidencia incrementada de su falsedad y caducidad las tristes ilusiones de la “modernidad”, he aquí algunos de los capítulos en la pesada labor que exige la perpetuación de la separación entre los hombres y la mediatización de todas sus relaciones por medio de la equivalencia central de la mercancía y el Espectáculo. Pero esto no es todo, lejos está de ello. Conviene además prevenir una Publicidad tal que el Bloom experimente una vergüenza constante de su desnudez metafísica, tal, también, que reinen el terror de no causar buena impresión —de manera general, todo terror es bueno— y el miedo al vacío. Es de primerísima instancia que los hombres se aparezcan a sí mismos y mutuamente como algo opaco y espantoso. Así, en el espejo del Espectáculo, que es el espejo de lo malo infinito, la Pobreza del Bloom tiene la reputación de una intratable desgracia de la que convendría apartarse, y cuya salida le está, por otra parte, graciosamente indicada. Aquí, uno se satisface con la nada, no como nada, sino como algo, como nada domesticada, y esto al engalanarle con mil esplendores minúsculos y usurpados. se prestan al Bloom unas ideas, unos deseos y una subjetividad tan perfectamente impropios que él ha terminado por parecerse a un hombre mudo en cuya boca la dominación coloca las palabras que quiere escuchar. En resumen, se le hace una “facha”, como habría dicho Gombrowicz. En el Espectáculo, es el Bloom mismo quien es manejado contra el Bloom, donde éste resulta conocido como “los otros”, “la sociedad”, “la gente” o incluso “el otro-en-mí”. Todo esto converge en una conminación social cada vez más exorbitante a “ser uno-mismo”, es decir, en una estricta asignación de residencia en una de las identidades reconocidas por la Publicidad autónoma. Y como la dominación no dispone de ningún punto de apoyo para ejercer su fuerza sobre unos seres sin identidad —no hay subjetividad donde no hay poder, no hay poder donde no hay subjetividad—, el Bloom se ve a partir de ahora regularmente exhortado a estar “orgulloso” de esto o aquello, orgulloso de ser homosexual o tecno, árabe, negro o racaille. Suceda lo que suceda, hace falta que el Bloom sea algo, y cualquier cosa antes que nada.

Mane, Tecel, Fares — Adorno especulaba, en Prismas, que “los hombres que no existieran más que para el prójimo, siendo el zoon politikón absoluto, habrían perdido desde luego su identidad, pero escaparían al mismo tiempo a la empresa de la conservación de uno mismo, que asegura la cohesión del ‘mejor de los mundos’ así como la del viejo mundo. La intercambiabilidad total destruiría la sustancia de la dominación y prometería la libertad.” Mientras tanto, el Espectáculo ha tenido todo el tiempo para experimentar la exactitud de estas conjeturas, pero también se ha dedicado victoriosamente a desviar esa incongruente promesa de libertad. Con mucha seguridad, esto no ocurrió sin endurecimientos, y el mundo de la mercancía tuvo que hacerse más brutal y despiadado. De “crisis” a “recuperaciones”, la vida en el seno del Espectáculo no ha dejado de volverse más asfixiante, ni la atmósfera más oprimente. Como primera respuesta a esto, hemos visto cómo se esparce entre los Bloom, al mismo tiempo que el odio a las cosas, el gusto por el anonimato y una cierta desconfianza hacia la visibilidad. En resumen: una hostilidad metafísica vuelta hacia las formas que uno les impone, hostilidad que amenaza de ahora en adelante con estallar en cualquier instante y circunstancia. En la raíz de esta inestabilidad se encuentra un desorden, un desorden que viene de la fuerza inempleada, de una negatividad que no puede permanecer eternamente sin empleo, “bajo pena de destruir físicamente a quien la vive” (Bataille, El culpable). La mayoría de las veces, esta negatividad permanece muda, si bien su contención se manifiesta de manera regular a través de una formalización histérica de todas las relaciones humanas. Pero ya hemos alcanzado la zona crítica donde lo reprimido lleva a cabo su retorno, un retorno fuera de toda proporción, bajo la forma de una masa cada vez más compacta de crímenes, de actos extraños hechos de violencias y degradaciones “sin motivos aparentes” (¿hace falta puntualizar que el Espectáculo llama “violencia” a todo aquello que lo contradice, y que esta categoría sólo tiene validez en el seno del modo de develamiento mercantil, en sí mismo sin validez, que hipostasia siempre el medio con relación al fin, o bien aquí el acto mismo en detrimento de su significación inmanente?). Por eso, decidida a no dejar pasar semejantes brechas en el control social de los comportamientos pero incapaz de prevenirlos, la dominación hace escuchar sus habituales fanfarronadas sobre la videovigilancia y la “tolerancia cero” (¡como si el vigilante no tuviera que ser él mismo vigilado!). Pero su bella confianza no ilusiona apenas. Así, cuando un carcelero socialista, con un alto cargo en la burocracia de un sindicato cualquiera de docentes japoneses, se dirige hacia pequeños Bloom, pronto se inquieta: “El fenómeno es tanto más preocupante porque los autores de estos actos de violencia son con frecuencia ‘niños sin historia’. Anteriormente, localizábamos a un niño problemático. Hoy, la mayor parte de ellos no se rebelan, pero tienen tendencia a fugarse de la escuela. Y si los reprendemos, la reacción es desproporcionada: ellos explotan.” (Le Monde, jueves 16 de abril de 1998) Vemos trabajar aquí una dialéctica infernal que desea que semejantes “explosiones” se vuelvan, a medida que se acentúa el carácter masivo y sistemático del control necesario para su prevención, cada vez más frecuentes, más fortuitas y más feroces. Éste es un hecho de experiencia poco cuestionado: la violencia de la deflagración crece con el exceso del confinamiento. Así pues, como se ve, el Bloom causa ya muchas preocupaciones a la dominación. Esta última, que había juzgado bueno, hace varios siglos ya, imponer la economía como moral basándose en que el comercio hacía a los hombres gratos, previsibles e inofensivos, ve ahora su proyecto volcarse en su contrario: puesto a prueba, parece que el “homo œconomicus”, en su perfección, es también aquel que deja sin vigencia a la economía, al igual que aquello que, una vez que lo privó de toda sustancialidad, lo hizo completamente impredecible. El hombre sin contenido tiene, en su conjunto, la mayor dificultad para contenerse. He aquí, pues, la dominación en medio del desafío de controlar a un ser cuyos comportamientos no son ya justiciables de ninguna previsión, pues son ignorantes de toda finalidad, un ser que ya no es, por tanto, en su esencia controlable. ¡Cruel destino!

En qué aspectos todo Bloom es, en cuanto Bloom, un miembro del Partido Imaginario — Ante este enemigo desconocido —en el sentido en que es posible hablar de un Soldado Desconocido, es decir, de un soldado conocido por todos como desconocido— que no tiene ni nombre, ni rostro, ni epopeya propia, que no se parece a nada, pero se mantiene por todos lados camuflado dentro del orden de la posibilidad, la inquietud de la dominación vira poco a poco claramente hacia la paranoia. Por lo demás, la costumbre que la dominación ha tomado en adelante de practicar por sí misma la decimación en sus propias filas, por si acaso, aparece al ojo desatado como un espectáculo más bien cómico. Aunque nosotros no lo compartamos, no pasamos ninguna pena por representarnos su disgusto. Hay algo objetivamente terrorífico en ese triste cuarentón que permanecerá hasta el momento de la matanza como el más normal, llano e insignificante de los hombres promedio. Nunca se le escuchó declarar su odio a la familia, al trabajo o a su suburbio pequeñoburgués, hasta una madrugada en que se levanta, se lava, toma su desayuno mientras su mujer, hija e hijo duermen todavía, carga su fusil de caza y discretamente les vuela a los tres la cabeza. Ante sus jueces, al igual que ante la tortura, el Bloom permanecerá mudo sobre los motivos de su crimen. En parte, debido a que la soberanía carece de razones, pero también debido a que presiente que la peor atrocidad que él puede hacer pasar a esta sociedad radica en que lo deje inexplicado. Es así como él consiguió introducir en todas las mentes la certeza envenenada de que hay durmiendo en cada hombre un enemigo de la civilización. Evidentemente, él no tiene otro fin que el de devastar este mundo, y éste es incluso su destino, pero esto no lo dirá jamás. Porque su estrategia consiste en producir el desastre, y alrededor de él el silencio.

“Porque lo que el crimen y la locura objetivan es la ausencia de una patria trascendental” (Lukács) — A medida que las formas desoladas en las que se pretende contenernos estrechan su tiranía, manifestaciones muy curiosas llaman la atención. El amok se aclimata en pleno corazón de las sociedades más avanzadas, bajo formas inesperadas, cargado de un nuevo sentido. En los territorios que administra la Publicidad autónoma, tales fenómenos de desintegración forman parte de esas cosas raras que ponen al descubierto el verdadero estado del mundo, el escándalo puro de las cosas. Al mismo tiempo que revelan las líneas de fuerza en el reino de lo inerte, proporcionan las medidas de lo posible que nosotros habitamos. Y es por esto que nos son, en su distancia misma, tan familiares. Hay en ellos una necesidad que es la del deber, un imperativo que es el del Espíritu. Las huellas de sangre que dejan tras de sí marcan los últimos pasos de un hombre que cometió el error de querer escapar solo del Terror gris donde se encontraba, a un gran costo, detenido. Nuestra facultad para concebir esto mide lo que resta de vida en nosotros. Son unos muertos quienes sólo comprenden para sí mismos en el momento en que el miedo y la sumisión alcanzan, en el Bloom, su figura última de miedo y de sumisión absolutos —pues carece de objeto—, que la liberación de este miedo y de esta sumisión proclama la liberación, igualmente absoluta, de todo miedo y de toda sumisión. Quien temía indistintamente todas las cosas no puede ya, pasado este punto, temer nada. Hay, más allá de las landas más extremas de la alienación, una zona clara y tranquilizada donde el hombre se ha vuelto incapaz de experimentar cualquier interés para su propia vida, ni siquiera una sospecha de apego a su entorno. Toda libertad presente o futura que se exima, de una u otra manera, de este desapego, de esta ataraxia, apenas sería capaz de enunciar algo más que los principios de una servidumbre más moderna.

Los poseídos del Welgeist — Bajo el aplastamiento de todo existen pocas salidas. Extendemos los brazos, pero éstos no encuentran nada. se ha alejado el mundo de nuestras manos, se lo ha puesto fuera de nuestro alcance. Pocos de entre los Bloom consiguen resistir a la desmesura de esta presión. La omnipresencia de las tropas de ocupación de la mercancía y el rigor de su estado de emergencia condenan a corto plazo la gran mayoría de los proyectos de libertad. Por eso, en cualquier parte en que el orden parece firmemente establecido, la negatividad prefiere volverse contra sí misma, como enfermedad, como sufrimiento o como servidumbre desquiciada. No obstante, existen algunos casos inestimables en los que algunos seres aislados toman la iniciativa sin esperanza ni estrategia de abrir una brecha en el curso regulado del desastre. El Bloom que llevan se libera violentamente de la paciencia en la que se quisiera hacerlo languidecer eternamente. Y, puesto que el único instinto que educa una presencia tan escandalosa de la nada es el instinto de la Destrucción, el gusto por lo Totalmente Otro asume el aspecto del crimen, y se experimenta en la indiferencia apasionada en la que su autor consigue mantenerse cara a cara de él. Esto se manifiesta de la manera más espectacular por medio del número creciente de Bloom que, pequeños y grandes, ansían, a falta de algo mejor, el hechizo del acto surrealista más simple (recordémoslo: “el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano y disparar al azar, tanto como se pueda, sobre la muchedumbre. Quien no haya sentido ganas, por lo menos una vez, de acabar así con el despreciable sistema de envilecimiento y de cretinización en vigor tiene su lugar claramente señalado en esa muchedumbre, con el vientre a la altura del cañón” (Breton); recordemos también que esta inclinación se mantuvo entre los surrealistas, como muchas otras cosas, como una teoría sin práctica, al igual que su práctica contemporánea sigue careciendo la mayoría de las veces de teoría). Estas irrupciones individuales que están condenadas a multiplicarse, constituyen, para los que no han perdido completamente el oído verdadero, llamamientos a la deserción y a la fraternidad. La libertad que dichas irrupciones afirman no es la libertad de un hombre particular, que se ordena a sí mismo un fin determinado, sino la libertad de cada uno, la del género: “Un solo hombre basta para demostrar que la libertad no ha desaparecido aún.” (Jünger, Sobre la línea) El Espectáculo no puede metabolizar rasgos portadores de tantos venenos. Puede relacionarlos, pero jamás los despojará completamente de su núcleo de inexplicable, de indecible y de pavor. Se tratan de los Bellos Gestos de este tiempo, una forma desengañada de propaganda por medio de lo hecho, cuyo carácter inquietante y oscuramente metafísico es acrecentado por su mutismo ideológico.

Paradojas de la soberanía — En el Espectáculo, el poder está en todas partes, es decir que todas las relaciones son en última instancia relaciones de dominación. Por esta razón, también, en él nadie es soberano. Es un mundo objetivo donde cada cual debe primero someterse para someter a su vez. Vivir conforme a la aspiración fundamental del hombre a la soberanía es aquí imposible, fuera de un instante, fuera de un gesto. Es por esto que “quien no hace más que jugar con la vida necesita el gesto, para que su vida se haga más real que un juego orientable hacia todas las direcciones” (Lukács, El alma y las formas). En el mundo de la mercancía, que es el mundo de la reversibilidad generalizada, donde todas las cosas se confunden y se transforman unas en otras, donde todo no es sino equívoco, transición, efímero y mezcla, únicamente el gesto rebana. Recorta en el esplendor de su necesaria brutalidad el “después”, insoluble en su “antes”, que con pena se tendrá que reconocer como definitivo. Abre una herida en el caos del mundo, y fija en el fondo de ella su esquirla de univocidad. En vano le buscaríamos otra motivación que la de “establecer tan unívoca y profundamente las cosas juzgadas diferentes en su diferencia que lo que las ha separado no pueda ser nunca más borrado por ninguna posibilidad” (Lukács, El alma y las formas). Ahora bien, el nihilismo consumado no consumó otra cosa que la disolución de toda alteridad en una inmanencia circulatoria sin límites. Aquí, ya no queda nada que manifieste la trascendencia, nada que desmienta la demencia de este proyecto, aparte de la muerte, y no la muerte en cuanto fallecimiento de una persona singular, sino en cuanto tal, en cuanto que deja la vida de ser evidente al hacer contacto con ella. Incapaz de poder vencerla, el Espectáculo nunca ha escatimado sus esfuerzos para volverla invisible, ocultarla y poner en duda, finalmente, su existencia. Pero está tan lejos de haberlo conseguido, que ella forma de manera cada vez más sensible el centro oscuro en torno al cual se arremolina el movimiento frenético de este mundo de entretenimientos. El deber de decisión, que sanciona toda vida propiamente humana, siempre ha tenido alguna parte vinculada a las proximidades de tal abismo. A partir de ahora, ignora cualquier otra relación. Si hay algo que contraríe la dominación en el Bloom, es sin duda constatar que, aun desposeído de todo, el hombre dispone aún, en su desnudez, de una incoercible facultad metafísica de repudiación: la de dar la muerte, tanto a los demás como a sí mismo. En el mundo de la mercancía autoritaria, prácticamente no queda nada de la soberanía humana, pero lo que resta de ella es inalterable. Así, la noche anterior del día de marzo de 1998 en que masacrará a cuatro Bloom-estudiantes y a un Bloom-profesor, el pequeño Mitchell Johnson declaraba a sus camaradas incrédulos: “Mañana yo decidiré quién vivirá y quién morirá.” Aquí, nos hallamos tan lejos del erostratismo de Pierre Rivière como de la histeria fascista. Nada es más sorprendente, en los informes de las matanzas de un Kipland Kinkel o de un Alain Oreiller, que su estado de frío dominio de sí, de desapego vertical respecto al mundo. “Yo ya no comento nada bajo sentimientos”, dijo Alain Oreiller al ejecutar a su madre. Hay algo de tranquilamente suicida en la afirmación de una no-participación, de una indiferencia y de un rechazo a sufrir tan omnilaterales. A menudo, el Espectáculo aprovecha esto para hablar de actos “gratuitos” —calificativo genérico mediante el cual el Espectáculo oculta las finalidades que no quiere comprender, mientras saca provecho de esta muy bella ocasión para revitalizar una de las falsas antinomias favoritas de la metafísica mercantil—, cuando estos gestos no surgen de odio ni de razones, para quien no pierde aquí la vista. Únicamente “aquí, el odio mismo queda indiferenciado, libre de toda personalidad. La muerte se introduce en lo universal del mismo modo en que procede de lo universal, está exenta de cólera.” (Hegel, El sistema de la eticidad) No entra en nuestra visión el prestar cualquier significación revolucionaria a tales actos, y apenas el conferirles un carácter ejemplar. Antes bien, se trata de comprender aquello cuya fatalidad expresan y de apropiárselo para sondear las profundidades del Bloom. Cualquiera que siga este camino verá que el Bloom no es NADA, pero que esta NADA es la nada de la soberanía, el vacío de la pura decisión. “‘Yo no soy NADA’: esta parodia de la afirmación es la última palabra de la subjetividad soberana, liberada del imperio que ella quiso —o que debió— darse sobre las cosas… porque yo sé que en el fondo soy esta existencia subjetiva y sin contenido.” (Bataille, La soberanía) La contradicción, por un lado, entre la impotencia, el aislamiento, la apatía y la insensibilidad del Bloom y, por el otro, su tajante necesidad de soberanía, sólo pueden traer más de esos gestos absurdos y mortíferos, pero necesarios y verdaderos. Lo importante es saber en lo sucesivo acogerlos en los términos justos. Como los de Igitur, por ejemplo: “Uno de los actos del universo acaba de ser cometido aquí. Nada más; permanecía el aliento; fin de palabra y gesto unidos — sopla la vela del ser, por la cual todo ha sido. Prueba.”

La época de la perfecta culpabilidad — No está dada a los hombres la elección de no combatir, sino sólo la elección del campo. La neutralidad no es nada neutra, es incluso ciertamente el más sanguinario de entre todos los campos. Por supuesto, el Bloom, tanto el que dispara las balas como el que las sucumbe, es inocente. ¿Acaso no es cierto, después de todo, que él no se pertenece, que sólo es una dependencia del Espectáculo central donde su sustancia está debidamente consignada? ¿Eligió, él, vivir en este mundo, cuya edificación y perpetuación son la obra de una totalidad social autónoma, y hacia la cual él se siente cada día más extraño y ajeno? ¿Cómo podría hacer otra cosa, como liliputiense extraviado frente al Leviatán de la mercancía, que hablar el lenguaje del ocupante espectacular, comer de la mano del Biopoder y participar a su manera en la producción y reproducción del horror? He aquí de qué manera el Bloom desearía ser capaz de aprehenderse: como extranjero, como exterior a sí mismo. Pero en esta defensa no hace otra cosa que admitir que en él mismo se halla la parte viva que vela por la alienación del conjunto de su ser. Poco importa que el Bloom no pueda ser tenido como responsable de ninguno de sus actos: sigue sin ser menos fundamentalmente responsable de su irresponsabilidad, frente a la cual le es ofrecido a cada instante pronunciarse. A causa de que consintió, al menos negativamente, a sólo ser ya el predicado de su propia existencia, el Bloom forma objetivamente parte de la dominación, y su inocencia es ella misma la perfecta culpabilidad. El hombre del nihilismo consumado, el hombre del “¿y eso para qué?”, que se apoya en el brazo del “¿qué puedo hacer al respecto?”, está muy equivocado al considerarse virgen de toda culpa con motivo de que no ha hecho nada y de que ningún hombre ha pronunciado sentencia alguna en contra suya. Pues hay sentencias más altas que las de los hombres, y son estas últimas las que ejecutan invisiblemente los poseídos del Weltgeist. Que todos los hombres de este tiempo participen de igual manera en el crimen que dicho tiempo constituye sin recursos, es algo que incluso el Espectáculo ha tenido que reconocer, él que conviene de manera tan regular que el asesino era “un hombre ordinario” o un “alumno como los demás”. Pero si la dominación bien puede admitir su culpabilidad ante la amenaza, nada le hará admitir su responsabilidad, ni siquiera una promesa de clemencia por parte del Weltgericht.Como el caso de los operadores de las cámaras de gas de Auschwitz nos lo ha enseñado, “el miedo a la responsabilidad no es únicamente más fuerte que la conciencia; es, en ciertas circunstancias, más fuerte que el miedo a la muerte” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén). Pero esto no cambia en nada el asunto, cuyo enunciado es de otra manera más consecuente: cuando un mundo no resuena ya sino clamores silenciosos de una tiranía de la servidumbre que ha llegado a ser universal, cuando el se hace crecer la impudencia hasta proclamar la subordinación del Espíritu ante el orden zoocrático de la nuda vida, entonces el acto surrealista más simple no está gobernado por nada salvo el antiguo deber del tiranicidio.

Homo sacer (“Uno u otro día, las bombas comenzarán a caer para que se crea finalmente eso que se rechaza admitir, a saber, que las palabras tienen un sentido metafísico”, Brice Parain, El agobio de la elección) — No está dado a las almas muertas el abrazar la significación verdadera de semejantes actos extraños, cuya naturaleza excesivamente concreta y, en este caso, metafísica, trata groseramente toda limitación. Por eso, no es de la breve interrupción que ellos imponen dentro del sueño de la mala sustancialidad de donde proviene su carácter propio de iluminación, sino antes bien de que arrojan el sentido último de la condición del Bloom. Y este sentido, cuyas consecuencias nuestros asesinos comienzan por arrojar, se resume de la siguiente manera: el Bloom es sacer, en el sentido en que lo entiende Giorgio Agamben, es decir, en el sentido de una criatura que no tiene cabida en ningún derecho, que no puede ser juzgado ni condenado por los hombres, pero al que cualquiera puede matar sin siquiera haber cometido un crimen. La insignificancia y el anonimato, la separación y la extrañeza, no son circunstancias poéticas que la proclividad melancólica de algunas subjetividades tiende a exagerarse: el alcance de la situación existencial así caracterizada, el Bloom, es total, y política primordialmente. Quienes se acantonan en dicha situación se exponen a todas las arbitrariedades. No ser nada, permanecer fuera de toda Publicidad, no tener un nombre o presentarse como la pura individualidad no-política sin significación, son tantos de los sinónimos de ser sacer. Lo deviene instantáneamente toda persona que deserte, o quien deserta, la trascendencia concreta de la pertenencia a la comunidad. Por muy elocuentes que sean las letanías de la misericordia —añoranzas eternas, etc.—, la muerte de uno de estos hombres no destacará jamás más que algo irrisorio e indiferente, sin concernir a final de cuentas más que a aquel que desaparece, es decir, lógicamente, a nadie. Análoga a su vida enteramente privada, su muerte es un no-acontecimiento tal que todos pueden suprimirlo. Es por esto que las protestas de aquellos que, con un sollozo en la voz, deploran que las víctimas de Kipland Kinkel no “merecían morir” son inadmisibles, pues tampoco merecían vivir. En la medida en que se encontraban ahí, eran unos muertos vivientes a merced de toda decisión soberana, sea la del Estado o la del asesino. “Ser ya únicamente un espécimen de una especie animal llamada Hombre, he aquí lo que sucede a los que han perdido toda cualidad política distintiva y se han convertido en seres humanos y en nada más que esto… La pérdida de los derechos del Hombre sobreviene en el instante en que una persona se convierte en un ser humano en general —sin profesión, sin ciudadanía, sin opinión, sin actos por los que identificarse y particularizarse— y aparece como diferente en general, representando exclusivamente su propia individualidad absolutamente única que, en la ausencia de un mundo común donde pueda expresarse y sobre el cual pueda intervenir, pierde todo significado.” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo) El exilio del Bloom cuenta con un estatuto metafísico, lo cual quiere decir que es efectivo en todos los dominios. Expresa su situación real, respecto de la cual su situación legal carece de verdad. Que pueda ser abatido como un perro por un desconocido sin la menor justificación, o simétricamente que sea capaz de asesinar “inocentes” sin el menor remordimiento, no es una realidad sobre la que una jurisdicción cualquiera sea capaz de hacer frente. Nadie salvo los espíritus débiles y supersticiosos puede abandonarse a creer que una condena solemne o un veredicto republicano bastan para abandonar tales hechos a los limbos de lo nulo y sin valor. A lo sumo, la dominación es libre para dar testimonio de la condición del Bloom, por ejemplo declarando un estado de excepción apenas enmascarado, como lo pudieron hacer los Estados Unidos al adoptar en 1996 una ley llamada “antiterrorista” que permite detener a “sospechosos” sin cargos ni límite de duración, sobre la base de informaciones secretas. Así pues, existe un cierto riesgo físico a ser metafísicamente nulo. Es sin duda como un pronóstico de las radiantes eventualidades que prepara tal nulidad que fue adoptada, el 15 de octubre de 1978 en la Casa de la Unesco, la muy consecuente Declaración Universal de los Derechos del Animal que estipula, en su artículo 3°: “1 — Ningún animal será sometido a malos tratos ni a actos crueles. 2 — Si es necesaria la muerte de un animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generadora de angustia. 3 — El animal muerto debe ser tratado con respeto.”

“Tu non se’ morta, ma se’ ismarrita / Anima nostra, che sì ti lamenti” (Dante, Convivio) — Que la bondad del Bloom tenga todavía que expresarse en algunos partes con el asesinato es señal de que la línea está próxima, pero también de que no ha sido atravesada. Pues en las zonas gobernadas por el nihilismo que se acaba, donde los objetivos faltan todavía mientras que los medios superabundan ya, “la bondad es una posesión mística”. En ella, el deseo de una libertad sin condiciones tiende a formulaciones singulares y presta a las palabras un valor pleno de paradojas. De esta manera, “la bondad es salvaje, cruel, ciega y aventurera. El alma del bondadoso se ha vaciado de todo contenido psicológico, de las causas y los efectos. Su alma es una hoja en blanco sobre la cual el destino escribe su dictado absurdo. Y ese dictado es llevado a cabo ciega, osada y cruelmente. Que esta imposibilidad devenga acto, que esta ceguera devenga iluminación, que esta crueldad se convierta en bondad, esto es el milagro, la gracia” (Lukács, Acerca de la pobreza de espíritu). Pero al mismo tiempo que estas irrupciones manifiestan una imposibilidad, por su incremento, anuncian el ascenso del curso del tiempo. La inquietud universal, que tiende a subordinarse cantidades cada vez más grandes de hechos cada vez más ínfimos, incita hasta la incandescencia, en cada hombre, la necesidad de la decisión. Ya, aquellos para los que esta necesidad significa su propio aniquilamiento hablan de apocalipsis, mientras que la mayoría se contenta con vivir por debajo de todo en los placeres abyectos de los últimos días. Sólo los que conocen el sentido que darán a la catástrofe conservan la calma y la precisión en sus movimientos. “Por el género y las proporciones del pánico al que se deja arrastrar un espíritu, es que se reconoce su rango. Ésta es una marca que vale no sólo ética y metafísicamente, sino también en la praxis, en el tiempo.” (Jünger, Junto al muro del tiempo)

El destino del Bloom — Esta sociedad tiene que ser considerada, hasta en sus más miserables detalles, como un formidable dispositivo agenciado con el designo exclusivo de eternizar la condición del Bloom, que es una condición de sufrimiento. En su principio, el Entretenimiento no es otra cosa que la política convenida para dicho fin: eternizar la condición del Bloom comienza por distraerlo de ella. Llegan a continuación, como en cascada, la necesidad de contener toda manifestación del sufrimiento general, que supone un control cada vez más absoluto de la apariencia, y la de maquillar los efectos excesivamente visibles de ésta, a lo cual responde la inflación desmesurada del Biopoder. Ya que en el punto de confusión al que las cosas han llegado, el cuerpo representa, a escala genérica, el último intérprete de la irreductibilidad humana respecto a la alienación. Es a través de sus enfermedades y disfuncionamientos, y sólo a través de ellos, que la exigencia de la consciencia de sí sigue siendo para cada uno una realidad inmediata. Esta sociedad no habría declarado una guerra a ultranza de este tipo contra el sufrimiento del Bloom si éste no constituyera en sí mismo y en todos sus aspectos una intolerable puesta en tela de juicio del imperio de la positividad, si no tuviera consigo una revocación sin demora de toda ilusión de participación en su inmanencia florida. La disposición a escuchar el lenguaje del cuerpo sufriente marca a partir de hoy quiénes son los vivos, y quiénes los muertos. Toda la embriagadora maldición que llena nuestra época está contenida aquí: en el modo inédito en que se unen en ella la consciencia y la vida. Nos hallamos en el extremo de un mundo que se promete a sí mismo un fin próximo. Con él perecerán todos aquellos que le estén vinculados, y perecerán por este vínculo. Es por tanto de la liberación de todo vínculo con el Espectáculo y su metafísica que depende, en adelante y de manera unívoca, la confianza de sobrevivir a él. Nosotros llamamos consciencia de sí al ejercicio de abandono del yo, de desapego de toda identificación y de purificación de todas las pertenencias consolantes que prodiga la mala sustancialidad, ejercicio mediante el cual el Bloom deviene lo que es. En esta ascesis, el Bloom se reconoce en su desnudez de ser finito, finito en cuanto mortal y finito en cuanto separado, como puro y simple ser-para-la-muerte. Con ello, retoma y prosigue en sí mismo su no-pertenencia al mundo de la mercancía en una pertenencia superior, íntima y fundamental a la comunidad humana. En otras palabras, la consciencia de sí carece completamente de un proceso intelectual, y es por el contrario una experiencia interior de la comunidad. Ha de significar la resolución a desertar esta sociedad y así encontrar a los hombres. Ha de afirmar la naturaleza política de toda existencia. Y si no, no amerita el nombre de consciencia de sí. La tesis según la cual “un hombre que no es nada más que un hombre ha perdido precisamente las cualidades que hacen posible a los demás tratarlo como a su semejante” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo) no es solamente falsa, es de una falsedad imperdonable, pues revela una falta completa de sentido histórico. No ser nada más que un hombre significa no ser nada más que una virtualidad política, nada más que una facultad metafísica que persigue un mundo común en el cual actualizarse. Y dicha virtualidad puede y debe acceder a la existencia en cuanto tal, por el hecho de volverse pública, de exponerse como tal; y es entonces solamente que la falta de particularidad del Bloom se transforma en universalidad. El Partido Imaginario nombra esa constitución del Exilio en patria, esa conversión de la común soledad en comunidad política. Es, en el orden metafísico, la única vía que arranca definitivamente al Bloom de la condenación del homo sacer. El alcance práctico de la consciencia de sí sobreviene en este punto. Ya que al mismo tiempo que el Bloom se experimenta íntimamente como nada, él descubre, mientras le hace frente, la alienación de toda apariencia en el Espectáculo. Y es esta radical frustración de Publicidad lo que le devela que ser es ser en común, ser expuesto, ser público, que su apariencia y su esencia son idénticas entre sí, pero no idénticas a él. Por medio de la consciencia de sí, el Bloom surge como enemigo del Espectáculo porque entrevé al interior de esta organización social eso que le desposee de todo ser. Y admite consecuentemente como suyo el imperativo de comunidad, la necesidad de liberar un espacio común de la dominación mercantil. Ahora bien, puesto que el gesto de reunir o fundar la comunidad abre al Bloom al mundo, es decir, a sus posibilidades propias, la consciencia de sí tiene el sentido de una transfiguración: “Como la consciencia no es aquí la consciencia referente a un objeto que le es opuesto, sino la consciencia de sí del objeto, el acto de toma de consciencia conmociona la forma de objetividad de su objeto.” (Lukács, Historia y consciencia de clase) La comunidad es eso que convierte la Pobreza en radicalidad. Es el sitio donde el Bloom, que era una vida más acá de toda forma, accede con un salto a la vida más allá de las formas, a la vida viviente. Por su mero contacto, el vacío interior donde el Bloom se abismaba infinitamente regresa como vacío positivo, como caos profuso de virtualidades; la nada de su impotencia se manifiesta como la nada de la pura potencia, de la cual todo procede; su falta de determinación deviene aquí trascendencia con respecto a toda determinación y su yo inexistente se revela como pura facultad de subjetivación y desubjetivación. La comunidad es el lugar de la reapropiación de lo Común y el tener-lugar de dicha reapropiación. Nada está más alejado de la consciencia de sí que la simple asunción de sí como nulidad, que tiende en estos días a esparcirse como lenguaje de la adulación. La posición del yo como forma vacía que flota por encima de todos los contenidos posibles en la falsa plenitud de su indeterminación, no es más que el momento unilateral de la libertad formal. El ser que se mantiene en su falta de ser no sale de sí mismo, y su universalidad permanece como algo puramente abstracto, sobre lo cual el nihilismo mercantil se acomoda maravillosamente. El lenguaje de la adulación evoluciona en este desgarro, del que extrae toda su estridente vacuidad. Hay que mencionar aquí la forma sutil y reflexiva de mala sustancialidad que constituye la proclamación reciente de la nulidad del Espectáculo por parte de algunos de sus sirvientes, y del gusto que éstos tienen por ella; aquí, singularmente, uno se instala más aún en la separación cuando uno confiesa la más perfecta conformidad. También está el budismo, esa repugnante y sórdida sensiblería de espiritualidad para asalariados agobiados, que observa como una ambición ya por mucho excesiva el enseñar a sus maravillados y estúpidos fieles el arte peligroso de chapotear así en su propia nada. No hace falta decir que el houllebecq, el budista o el hipster decepcionado sólo permanecen de manera formal junto a sí mismos, y son incapaces de superarse en cuanto Bloom. Ahora bien, el Bloom es algo que debe ser superado. Es una nada que debe autoaniquilarse. Precisamente porque es el hombre del nihilismo consumado, el destino del Bloom consiste en operar la salida del nihilismo, o perecer.

“El ser jamás es yo solo, es siempre yo y mis semejantes” (Bataille) — “Nosotros, los hombres”: ¿qué empresa de emasculación del pasado no ha enarbolado, en alguno u otro momento, esta locución para justificar sus llamados a la resignación, desde el infame cristianismo de las Iglesias, pasando por el humanismo mocoso de la era burguesa, hasta su síntesis presente en el Biopoder? En esta interrogación existe una espesura de banalidad que no le cede nada al de la objeción que generalmente le responde y que hace notar que no existe un proyecto de emancipación que, incluso en el pasado, no haya apelado a la misma locución. Pero nosotros estamos cansados de esos debates. La tradición de los oprimidos no es algo de lo que uno hable, es algo que se vive. El polvo rendiría aún más un homenaje excesivo a toda la retórica convencida y a todas las controversias risibles que se disputan la carroña de proyectos de emancipación que han fracasado, todos. Lo sentimos, pero nosotros no aceptamos ninguna herencia de dicho pasado, ya que se ha dejado vencer por un mundo que conocemos y cuya indigencia sabemos. Contra los arrepentidos, contra los hastiados, contra los ateridos y contra todos aquellos que hablan de la historia como si se tratara de algo más que la epopeya grotesca de la dominación actual, nosotros decretamos los tiempos mesiánicos, nosotros decretamos la reabsorción del elemento del sentido dentro del elemento del tiempo. Nuestro presente es un hombre que camina en línea recta sobre el futuro con el recuerdo de aquello que no ha sido como su guía. Nosotros no libramos ninguna protesta con referencia al pasado — el pasado somos nosotros. Incluso la fealdad inmensa de la época donde discurrimos, nos conviene, pues está ahí para que nosotros la destruyamos. Adicionalmente, ella es la época del acabamiento de la metafísica, lo cual quiere decir que el “nosotros, los hombres”, que había figurado por tan largo tiempo en el arsenal del enemigo, nos es desvuelto al fin. Y nos es devuelto como un estandarte que, al volver al campo de fuerzas de la negación, se ha despojado de todo lo que se estancaba en él de apatía, mesura y lamentación. Desplegado contra el Espectáculo, “Nosotros, los hombres” significa “Nosotros que estamos solos frente a la muerte, pero que esta soledad arranca cualquier limitación, cualquier contingencia, cualquier sujetamiento”; “Nosotros que somos seres finitos que lloran por ello, pero cuya finitud es más amplia que el infinito”; “Nosotros que un exceso de posible consume a tal punto que nos es preciso perdernos”; “Nosotros los configuradores de mundo”; “Nosotros que nos reconocemos como hermanos sin familia”; “Nosotros que uno ha desposeído de todo”; “Nosotros, que vivimos alzados y nunca olvidamos que somos hijos de reyes”. Es en cada ocasión que este “nosotros” se insinúa que el Partido Imaginario afronta al Espectáculo. Este “nosotros” es el de la comunidad verdadera. A contrapelo de la nostalgia que un cierto romanticismo se complace en cultivar incluso en sus adversarios, es preciso considerar que no ha habido, que no ha habido jamás, antes de nuestra época, comunidad. El pasado no encierra la menor viruta de plenitud, ya que no se conocía como plenitud. Más acá del Bloom, más acá de “la separación consumada”, más acá del abandono sin reservas que es el nuestro, más acá, por tanto, del perfecto asolamiento de todo ethos sustancial, toda “comunidad” sólo podía ser un humus de mentiras y una fuente de limitación, de lo contrario, por otra parte, no habría sido aniquilada. Sólo una alienación radical de lo Común ha sido capaz de hacer sobresalir lo Común originario de tal manera que la soledad, la finitud y el estar-en-el-mundo, es decir, el único vínculo verdadero entre los hombres, aparezcan también como el único vínculo posible entre ellos. Lo que en la actualidad se califica, con la mirada en el pasado, como “comunidad”, es algo que ha compartido evidentemente aquello Común originario, pero secundariamente ya que lo hizo de manera no-consciente. Por eso nos corresponde a nosotros hacer por primera vez la experiencia de la comunidad verdadera, la que reposa sobre la consciencia clara de la separación, la exposición y la finitud, y que por esta razón es también la más viva y temible, la que permite a los hombres mantenerse hasta el final en el nivel de intensidad de la muerte. La radicalidad de la época quiere que dicha experiencia sea además la única experiencia a nosotros abierta. Pues todo lo que es, en el Espectáculo, es contra el Espectáculo y es comunidad (esto se explica negativamente por el hecho de que el Espectáculo es el imperio de la nada triunfante, y positivamente por el hecho de que lo Común es lo que hace ser). Ahora bien, la comunidad figura ciertamente hic et nunc, en su simple actualidad, una contestación de la dominación, pero también, dado que no es reducible a esta negación derivada, un más allá, un afuera del Espectáculo. Testimonia esto que el Partido Imaginario se reforme tan rápidamente en todos los intersticios que el enemigo deja desocupados. La comunidad se opone en cuanto práctica de la libertad a la concepción de un proceso de liberación distinto de la existencia de los hombres, devuelve a sus pupitres todos los doctos proyectos de liberación, y todo el trabajo paciente que dirigen. El Espectáculo es el período histórico donde toda comunidad deviene en cuanto tal portadora de una política de la finitud que metamorfosea no solamente el sentido de la comunidad, sino también el de lo político, que ha llegado a ser idéntico a lo metafísico. Al abrirse a la comunidad, el Bloom se abole como Bloom, se desapega de su desapego y encuentra el camino del ser. Pero el mundo en el que él nace es un mundo en guerra cuyo deslumbramiento entero depende de la verdad afilada de su partición en amigos y enemigos. La designación del frente participa del paso de la línea pero no lo cumple. Esto, nada salvo el combate puede hacerlo. No tanto porque éste incita a la grandeza como porque es la experiencia más profunda de la comunidad, la misma que va de la mano permanentemente del aniquilamiento y no se mide más que en la extrema proximidad del riesgo. Vivir juntos en el corazón del desierto con la misma resolución a no reconciliarse con él, tal es la prueba, tal es la luz.

La identidad como juego, como santidad y como tragedia — El hombre que ha atravesado las zonas de destrucción y que no se detuvo en ellas, es la sede de un desgarro lúcido y sin recursos a la cual se ata un dolor magnífico. A menos que consienta inmediatamente a su putrefacción, la comunidad no puede ser aquello que tranquilice este desgarro, sino sólo el sitio donde éste se encuentre deliberadamente puesto en común. Pues al mismo tiempo que su consciencia de sí le hace apercibir el infinito de los posibles que él encierra, el hombre lleva consigo una exigencia de ser tan explosiva que únicamente la muerte da sus medidas. Ir hasta el final de un posible expresa el principio de la vida viviente, que excede cualquier forma precisamente porque reconoce en la forma “al juez supremo de la vida […], un imperativo categórico de grandeza y de cumplimiento de sí” (Lukács, El alma y las formas), y que ella la realiza. De este modo, y sólo de este modo, el hombre se relaciona con la eternidad. La comunidad no es, por tanto, otra cosa que el compartir de este insalvable deseo de grandeza: “Vivir un posible hasta el final exige un intercambio entre varios, asumiéndolo como un hecho que les es exterior y que no depende ya de ninguno de ellos.” (Bataille, Sobre Nietzsche) Así como los hombres la necesitan para mantenerse a la altura de la muerte, danzando con el tiempo que los mata, la comunidad necesita la muerte, la cual constituye únicamente un disolvente de todas las reificaciones suficientemente potente como para hacer posible algo como el amor o la amistad. Es pues por esencia el lugar de la soberanía, donde los hombres desafían su finitud en el juego de la gloria. La certeza de que el último acto será sangriento, y de que todo será perdido por bella que sea la parte en todo el resto, no está hecha para alejar a los jugadores; al contrario, dicha certeza ejerce sobre éstos la más imperiosa fascinación. Nuestra vida no es más que una tarea intemporal a ser cumplida en el tiempo, y cuyo valor no depende sino del contacto que hemos sabido establecer en él con una tradición, en el sentido en que Benjamin entiende esta palabra, es decir, como “discontinuum del pasado” opuesto al “continuum de los acontecimientos” de la historia universal. Pero el esplendor de nuestra tragedia sería poco si nosotros no experimentáramos con una tan perfecta intensidad el sentimiento de su vanidad. Pues el Bloom que se suprime como Bloom y que, en la comunidad, se reapropia su apariencia y su Publicidad, se los reapropia como tales, es decir que la distancia que la ha separado un día de ellos no es abolida, sino que permanece para siempre como consciencia de dicha distancia. El Bloom conoce su esencia como eso que está fuera de él, como eso que está puesto en juego en la comunidad, como eso que arruina, en el fondo, su integridad. Se sabe expuesto, sabe que no es nada fuera de su ser-expuesto, y se sabe distinto de ese ser-expuesto. En toda lo que él es, conserva la posibilidad de no serlo. Que la comunidad verdadera sea aquella donde esta exposición misma queda expuesta, no disminuye en nada la seriedad consumante de su deber de ser. (Naturalmente, cuando Nietzsche exalta al hombre que se compone una existencia completa de actor hecha de roles efímeros, sólo exalta su propia debilidad y su virulenta voluntad de impotencia. Pues se trata de ser, de ser lo más posible y por esto, de ser perfectamente. Nuestra fuerza sólo mide nuestro grado de reabsorción en lo esencial.) El que los hombres reconstituyan entre sí mismos el mundo común del que habían sido desposeídos es algo que no pone fin a la separación. Y por sincera que sea la figura que nos damos, no podremos llegar a comunicarnos enteramente más que en la muerte: únicamente ahí coincidimos con nosotros mismos. Por eso, en la medida en que no actuemos conforme a nuestro más íntimo deseo de calcinación, nos es preciso encomendarnos a la Palabra, y asumir el lenguaje no como “el elemento perfecto en el que la interioridad es tan exterior como la exterioridad es interior” (Hegel), sino como la regla de nuestra existencia. “Una vez que hemos hablado, nos mantenemos lo más cerca posible de aquello que hemos dicho, para que nada quede efectivamente en el aire: las palabras de un lado, nosotros del otro, y el remordimiento de las separaciones” (Brice Parain, Sobre la dialéctica).