La hipótesis cibernética



«Podemos soñar con un tiempo en el que la máquina de gobernar vendría a reemplazar —para bien o para mal, ¿quién sabe?— la insuficiencia hoy en día evidente de las cabezas y los aparatos habituales de la política».
Padre Dominique Dubarle, Le Monde, 28 de diciembre de 1948
«Existe un contraste sorprendente entre el refinamiento conceptual y el rigor que caracterizan a los enfoques de orden científico y técnico, y el estilo sumario e impreciso que caracteriza a los enfoques de orden político. […] Uno se pregunta si se trata de una especie de situación intrasitable, que marcaría los límites definitivos de la racionalidad, o si podemos esperar que esta impotencia sea algún día superada y que la vida colectiva se racionalice por fin completamente».
Un enciclopedista cibernético en la década de 1970




I


Es probable que no haya ningún dominio del pensamiento o de la actividad material del hombre en el que se pueda decir que la cibernética no tenga, tarde o temprano, un papel que desempeñar.
Georges Boulanger, Le dossier de la cybernétique, utopie ou science de demain dans le monde d’aujourd’hui, 1968

El gran circunverso quiere circuitos estables, ciclos iguales, repeticiones previsibles, contabilidades sin confusión. Quiere eliminar cualquier pulsión parcial, quiere inmovilizar el cuerpo. Así como la ansiedad de aquel emperador del que habla Borges, que deseaba un mapa tan exacto del imperio que recubriera el territorio en todos sus puntos y por lo tanto lo reprodujera a su escala: los súbditos del monarca tardaron tanto tiempo y gastaron tanta energía en acabarlo y en mantenerlo que el imperio «mismo» cayó en ruinas a medida que su relieve cartográfico se fue perfeccionando; tal es la locura del gran Cero central, su deseo de inmovilización de un cuerpo que no puede «ser» más que representado.
Jean-François Lyotard, Economía libidinal, 1973


«Querían una aventura y vivirla contigo. Al final, es lo único que hay que decir. Creen firmemente que el futuro será moderno: diferente, apasionante, difícil seguramente. Poblado por cyborgs y empresarios con las manos desnudas, fervientes corredores de bolsa y hombres neuronales. Así es ya el presente para quienes quieren verlo. Creen que el porvenir será humano, incluso femenino — y plural; para que cada uno lo viva, y para que todos participen en él. Son la Ilustración que habíamos perdido, la infantería del progreso, los habitantes del siglo XXI. Combaten la ignorancia, la injusticia, la miseria, los sufrimientos de todo tipo. Están ahí donde las cosas se mueven, donde algo está sucediendo. No quieren perderse nada. Son humildes y valientes, al servicio de un interés que está más allá de ellos, guiados por un principio superior. Saben cómo plantear problemas pero también cómo encontrar soluciones. Nos llevarán a través de las fronteras más peligrosas, alcanzándonos desde las costas del futuro. Son la Historia en marcha, al menos lo que queda de ella, porque la parte más difícil ha quedado atrás. Son santos y profetas, verdaderos socialistas. Hace mucho tiempo comprendieron que mayo de 1968 no fue una revolución. La verdadera revolución es lo que están haciendo. Ahora es sólo una cuestión de organización y transparencia, inteligencia y cooperación. ¡Un vasto programa! Y luego…».
¿Perdón? ¿Qué? ¿Qué están diciendo? ¿Qué programa? Las peores pesadillas, como ustedes saben, son a menudo las metamorfosis de una fábula, las que se nos contaba cuando éramos niños para dormirnos y perfeccionar nuestra educación moral. Los nuevos conquistadores, a los que llamaremos aquí los cibernéticos, no forman un partido organizado —lo que habría facilitado nuestra tarea— sino una constelación difusa de agentes, agitados, poseídos, cegados por la misma fábula. Son los asesinos del tiempo, los cruzados de lo Mismo, los amantes de la fatalidad. Son los sectarios del orden, los entusiastas de la razón, el pueblo de los intermediarios. Los Grandes Relatos pueden estar completamente muertos, como la vulgata posmoderna repite a voluntad, pero la dominación sigue estando hecha de ficciones maestras. Éste fue el caso de la Fábula de las abejas publicada por Bernard de Mandeville en los primeros años del siglo XVIII, que hizo mucho para fundar la economía política y justificar las avanzadas del capitalismo. La prosperidad y el orden social y político ya no dependían de las virtudes católicas de sacrificio sino de la búsqueda de cada individuo de su propio interés. Los «vicios privados» fueron declarados como garantía del «bien común». Mandeville, «el Hombre-Diablo», como se lo llamaba entonces, fundó así, contra el espíritu religioso de su tiempo, la hipótesis liberal que más tarde inspiró a Adam Smith. Aunque se reactiva de manera regular, en las formas renovadas del liberalismo, esta fábula ya es obsoleta. El resultado para los espíritus críticos será que el liberalismo ya no es criticable. Es otro modelo el que ha ocupado su lugar, el mismo que está detrás de los nombres de Internet, nuevas tecnologías de la información y la comunicación, «Nueva Economía» o ingeniería genética. El liberalismo no es ahora más que una justificación persistente, la coartada para el crimen cotidiano perpetrado por la cibernética.
Críticas racionalistas a la «creencia económica» o a la «utopía neotecnológica», críticas antropológicas al utilitarismo en las ciencias sociales y a la hegemonía del intercambio mercantil, críticas marxistas al «capitalismo cognitivo» que quisieran oponerlo al «comunismo de las multitudes», críticas políticas a una utopía de la comunicación que permite que resurjan las peores fantasías de exclusión, críticas a las críticas al «nuevo espíritu del capitalismo» o críticas al «Estado penal» y a la vigilancia que se esconde detrás del neoliberalismo, los espíritus críticos parecen reacios a tener en cuenta la aparición de la cibernética como una nueva tecnología de gobierno que federa y combina tanto la disciplina como la bio-política, tanto la policía como la publicidad, sus antepasados ahora demasiado ineficaces en el ejercicio de la dominación. En otras palabras, la cibernética no es, como se quisiera oír exclusivamente, la esfera separada de la producción de información y la comunicación, un espacio virtual que se superpondría al mundo real. Más bien, es un mundo autónomo de dispositivos que se confunden con el proyecto capitalista por ser un proyecto político, una gigantesca «máquina abstracta» hecha de máquinas binarias fabricadas por el Imperio, una nueva forma de la soberanía política, y, habría que decirlo, una máquina abstracta que se ha convertido en una máquina de guerra mundial. Deleuze y Guattari relacionan esta ruptura con una forma nueva de apropiación de las máquinas de guerra por parte de los Estados-nación: «Sólo después de la Segunda Guerra Mundial la automatización, y más tarde la automatización de la máquina de guerra, produjeron su verdadero efecto. En vista de los nuevos antagonismos que estaba experimentando, la guerra ya no era el objeto exclusivo de la misma, sino que se hizo cargo de la paz, la política, el orden mundial, en resumen, el objetivo. Aquí es donde aparece la inversión de la fórmula de Clausewitz: es la política la que se convierte en la continuación de la guerra, es la paz la que libera técnicamente el proceso material ilimitado de la guerra total. La guerra deja de ser la materialización de la máquina de guerra, es la propia máquina de guerra la que se convierte en guerra materializada». Por eso tampoco hay que criticar la hipótesis cibernética. Hay que combatirla y vencerla. Es sólo cuestión de tiempo.
La hipótesis cibernética es, por lo tanto, una hipótesis política, una nueva fábula que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, suplantó definitivamente la hipótesis liberal. A diferencia de esta última, se propone concebir los comportamientos biológicos, físicos y sociales como íntegramente programados y reprogramables. Más precisamente, considera que cada comportamiento es «pilotado» en última instancia por la necesidad de supervivencia de un «sistema» que lo hace posible y al que debe contribuir. Es un pensamiento del equilibrio nacido en un contexto de crisis. Mientras que 1914 sancionó la descomposición de las condiciones antropológicas para la verificación de la hipótesis liberal —la aparición del Bloom, la bancarrota, manifestada en carne y hueso en las trincheras, de la idea de individuo y cualquier metafísica del sujeto— y 1917 su cuestionamiento histórico por la «revolución» bolchevique, 1940 marcó la extinción de la idea de sociedad, tan obviamente trabajada por la autodestrucción totalitaria. En cuanto experiencias-límite de la modernidad política, el Bloom y el totalitarismo fueron, por lo tanto, las refutaciones más fuertes de la hipótesis liberal. Lo que Foucault llamaría más tarde, en tono travieso, «la muerte del Hombre» no es otra cosa que la devastación provocada por estos dos escepticismos, uno dirigido al individuo, el otro a la sociedad, y provocados por la Guerra de los Treinta Años que afectó a Europa y al mundo durante la primera mitad del siglo XIX. El problema planteado por el Zeitgeist de aquellos años es, una vez más, «defender la sociedad» contra las fuerzas que llevan a su descomposición, restaurar la totalidad social a pesar de la crisis general de la presencia que aflige a cada uno de sus átomos. La hipótesis cibernética responde, por lo tanto, tanto en las ciencias naturales como en las ciencia sociales, a un deseo de orden y certeza. Como agenciamiento más eficaz de una constelación de reacciones animadas por un deseo activo de totalidad —y no sólo por una nostalgia de ella, como en las diversas variantes de romanticismo—, la hipótesis cibernética está relacionada tanto con las ideologías totalitarias como con todos los holismos, místicos, solidaristas como en Durkheim, funcionalistas o marxistas, de los que no hace sino tomar su relevo.
En cuanto posición ética, la hipótesis cibernética es complementaria, aunque estrictamente opuesta, al pathos humanista que reavivó sus fuegos ya en la década de 1940 y que no es otra cosa que un intento de hacer como si «el Hombre» pudiera creerse intacto después de Auschwitz, de restaurar la metafísica clásica del sujeto a pesar del totalitarismo. Pero mientras que la hipótesis cibernética incluye la hipótesis liberal al mismo tiempo que la supera, el humanismo sólo pretende extender la hipótesis liberal al creciente número de situaciones que se le resisten: ésta es toda la «mala fe» de la empresa de un Sartre, por ejemplo, para poner en contra su autor una de sus categorías más inoperantes. La ambigüedad constitutiva de la modernidad, considerada superficialmente ya sea como un proceso disciplinario o como un proceso liberal, ya sea como la realización del totalitarismo o como el advenimiento del liberalismo, está contenida y suprimida en, con y por la nueva gubernamentalidad que está surgiendo, inspirada por la hipótesis cibernética. Esto último no es más que el protocolo de experimentación en tamaño real del Imperio en formación. Su realización y su extensión, con devastadores efectos de verdad, ya está corroyendo todas las instituciones y las relaciones sociales basadas en el liberalismo y transformando tanto la naturaleza del capitalismo como las posibilidades de su contestación. El gesto cibernético se afirma con una denegación de todo lo que escapa a la regulación, de todas las líneas de fuga que existen en los intersticios de la norma y los dispositivos, de todas las fluctuaciones comportamentales que no siguen in fine unas leyes naturales. En la medida en que ha logrado producir sus propias veridicciones, la hipótesis cibernética es hoy el antihumanismo más consecuente, el que quiere mantener el orden general de las cosas mientras se jacta de haber superado lo humano.
Como todo discurso, la hipótesis cibernética sólo ha podido ser verificada asociando los entes o las ideas que la refuerzan, experimentándose a su contacto, doblegando el mundo a sus leyes en un proceso continuo de autovalidación. Es ahora un conjunto de dispositivos que pretende hacerse cargo de la totalidad de la existencia y lo existente. El griego kybernesis significa, en sentido propio, «acción de pilotar un barco», y, en sentido figurado, «acción de dirigir, de gobernar». En su curso de 1981-1982, Foucault insistió en el significado de esta categoría de «pilotaje» en el mundo griego y romano, sugiriendo que podría tener un alcance más contemporáneo: «La idea del pilotaje como arte, como técnica, tanto teórica como práctica, necesaria para la existencia, es una idea que creo que es importante y que merecería eventualmente ser analizada con cierto detalle, en la medida en que, como ustedes ven, hay al menos tres tipos de técnicas que se refieren muy regularmente a este modelo del pilotaje: en primer lugar, la medicina; en segundo lugar, el gobierno político; en tercer lugar, la dirección y el gobierno de sí mismo. Estas tres actividades (curar, dirigir a los demás, gobernarse a sí mismo) se refieren muy regularmente a esta imagen de pilotaje en la literatura griega, helenística y romana. Y creo que esta imagen del pilotaje resalta bastante bien un tipo de saber y prácticas entre las que los griegos y los romanos reconocían un parentesco indudable, y para las que trataron de establecer una tekhné (un arte, un sistema meditado de prácticas referidas a principios, nociones y conceptos generales): el Príncipe, en la medida en que debe gobernar a los demás, gobernarse a sí mismo, curar los males de la ciudad, los males de los ciudadanos, sus propios males; quien se gobierna a sí mismo como se gobierna una ciudad, curando sus propios males; el médico, que tiene que emitir su juicio no sólo sobre los males del cuerpo, sino sobre los males del alma de los individuos. Por último, como ustedes ven, tenemos aquí todo un paquete, todo un conjunto de nociones en las mentes de los griegos y los romanos que están, creo, basadas en el mismo tipo de saber, el mismo tipo de actividad, el mismo tipo de conocimiento conjetural. Y creo que podríamos remontar toda la historia de esta metáfora prácticamente hasta el siglo XVI, cuando precisamente la definición de un nuevo arte de gobernar, centrado en la razón de Estado, distinguía, ahora de manera radical, gobierno de sí/medicina/gobierno de los otros — no sin que, además, la imagen del pilotaje, como saben bien, quedara vinculada a la actividad, una actividad que se llama precisamente actividad de gobierno».
Lo que se supone que los oyentes de Foucault saben bien, y que él se cuida de no exponer, es que a finales del siglo XX, la imagen del pilotaje, es decir, de la gestión, se convirtió en la metáfora cardinal para describir no sólo la política sino también toda la actividad humana. La cibernética se convierte en el proyecto de una racionalización sin límites. En 1953, cuando publicó The Nerves of Government en medio del desarrollo de la hipótesis cibernética en las ciencias naturales, Karl Deutsch, un científico social estadounidense, tomó en serio las posibilidades políticas de la cibernética. Él recomienda abandonar las viejas concepciones soberanistas del poder que han sido desde hace demasiado tiempo la esencia de la política. Gobernar significará inventar una coordinación racional del flujo de informaciones y decisiones que circulan en el cuerpo social. Tres condiciones asegurarán esto, dice: instalar un conjunto de captores para no perder ninguna información que proceda de los «sujetos»; procesar la información por correlación y asociación; y estar ubicado a proximidad de cada comunidad viviente. La modernización cibernética del poder y las formas anticuadas de autoridad social promete así ser una producción visible de la «mano invisible» de Adam Smith que hasta entonces sirvió como una piedra angular mística para la experimentación liberal. El sistema de comunicación será el sistema nervioso de las sociedades, la fuente y el destino de todo poder. La hipótesis cibernética establece así, ni más ni menos, la política del «fin de la política». Representa tanto un paradigma como una técnica de gobierno. Su estudio muestra que la policía no sólo es un órgano del poder sino también una forma del pensamiento.
La cibernética es el pensamiento policial del Imperio, que está totalmente animado, histórica y metafísicamente, por una concepción ofensiva de la política. Hoy en día está completando la integración de las técnicas de individuación —o separación— y totalización que se habían desarrollado por separado: de normalización, «la anatomo-política», y de regulación, la «bio-política», para utilizar los términos de Foucault. Llamo policía de las cualidades a sus técnicas de separación. Y, siguiendo a Lukács, llamo producción social de sociedad a sus técnicas de totalización. Con la cibernética, producción de subjetividades singulares y producción de totalidades colectivas se entrelazan para replicar la Historia en forma de un falso movimiento de evolución. Lleva a cabo la fantasía de un Mismo que siempre logra integrar al Otro: como explica un cibernético, «toda integración real se basa en una diferenciación previa». A este respecto, sin duda nadie mejor que el «autómata» Abraham Moles, su ideólogo francés más celoso, ha sido capaz de expresar esta pulsión de muerte implacable que anima a la cibernética: «Concebimos que una sociedad global, un Estado, puedan encontrarse regulados de tal manera que estén protegidos contra todos los accidentes del devenir: de tal manera que en sí mismos la eternidad los cambie. Éste es el ideal de una sociedad estable traducido por mecanismos sociales objetivamente controlables». La cibernética es la guerra librada contra todo lo que vive y dura. Estudiando la formación de la hipótesis cibernética, propongo aquí una genealogía de la gubernamentalidad imperial. Y a continuación le opongo otros saberes guerreros, que borra a diario y por los que finalmente será derrotada.




II


La vida sintética es ciertamente uno de los productos posibles de la evolución del control tecnoburocrático, así como el retorno de todo el planeta al nivel inorgánico es —irónicamente— otro resultado posible de la misma revolución en la tecnología de control.
James R. Beniger, The Control Revolution, 1986


Aunque los orígenes del dispositivo Internet son ahora bien conocidos, vale la pena volver a subrayar su significado político. Internet es una máquina de guerra inventada por analogía con el sistema de autopistas — que también fue diseñado por el Ejército Estadounidense como una herramienta descentralizada para la movilización interna. Los militares estadounidenses querían un dispositivo que preservara la estructura de mando en caso de un ataque nuclear. La respuesta fue una red electrónica capaz de redirigir automáticamente la información incluso si se destruía la cuasitotalidad de los enlaces, lo que permitía a las autoridades supervivientes permanecer en comunicación entre sí y tomar decisiones. Con un dispositivo de este tipo, la autoridad militar podría mantenerse contra la peor de las catástrofes. Así pues, Internet fue el resultado de una transformación nomádica de la estrategia militar. Con tal planificación en su raíz uno puede dudar de las características supuestamente antiautoritarias de este dispositivo. Al igual que Internet, que se deriva de ella, la cibernética es un arte de la guerra cuyo objetivo es salvar la cabeza del cuerpo social en caso de catástrofe. Lo que afloró histórica y políticamente durante el periodo de entreguerras, y al que respondió la hipótesis cibernética, fue el problema metafísico de la fundación del orden a partir del desorden. El conjunto del edificio científico, en lo que se debe a las concepciones deterministas encarnadas por la física mecanicista de Newton, se derrumbó en la primera mitad del siglo. Las ciencias de esta época deben ser vistas como territorios divididos entre la restauración neopositivista y la revolución probabilista, y luego a tientas hacia un compromiso histórico para que la ley sea redefinida a partir del caos, lo cierto a partir de lo probable. La cibernética atraviesa este movimiento —que comenzó en Viena a principios del siglo, y luego se trasladó a Inglaterra y los Estados Unidos en las décadas de 1930 y 1940— que construye un Segundo Imperio de la Razón donde la idea de Sujeto hasta ahora considerada indispensable está ausente. En cuanto saber, reúne un conjunto de discursos heterogéneos que prueban conjuntamente el problema práctico de dominar la incertidumbre. Tanto es así que expresan fundamentalmente, en sus diversos campos de aplicación, el deseo de que un orden sea restaurado y, más aún, de que pueda mantenerse.
La escena fundacional de la cibernética tiene lugar entre los científicos en un contexto de guerra total. Sería inútil buscar cualquier razón maliciosa o evidencia de una conspiración: hay un mero puñado de hombres comunes y corrientes movilizados a favor de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Norbert Wiener, un científico estadounidense de origen ruso, se encarga de desarrollar con algunos colegas una máquina para predecir y controlar las posiciones de los aviones enemigos con vistas a su destrucción. En ese momento, sólo era posible predecir con certeza las correlaciones entre algunas de las posiciones del avión y algunos de sus comportamientos. Por consiguiente, la elaboración del «Predictor», la máquina de predicción encargada a Wiener, requería un método particular para procesar las posiciones del avión y comprender las interacciones del arma con su objetivo. Toda la historia de la cibernética tiene como objetivo conjurar la imposibilidad de determinar la posición y el comportamiento de un cuerpo al mismo tiempo. La intuición de Wiener es traducir el problema de la incertidumbre en un problema de información en una serie temporal en la que algunos datos ya se conocen, otros aún no se conocen, y considerar el objeto y el sujeto del conocimiento como un todo, un «sistema». La solución consiste en introducir constantemente en el juego de los datos iniciales la desviación observada entre el comportamiento deseado y el real, de manera que coincidan cuando la desviación se anule, como ilustra el mecanismo de un termostato. El descubrimiento va mucho más allá de los límites de las ciencias experimentales: el control de un sistema dependería en última instancia de la institución de un flujo de información llamado «feedback» o retroalimentación. La importancia de estos resultados para las ciencias naturales y sociales se expuso en 1948 en París, en un libro con el críptico título de Cybernetics, que para Wiener se refiere a la doctrina del «control y la comunicación en el animal y la máquina».
La cibernética surge así bajo el enfoque inofensivo de una simple teoría de la información, información sin un origen preciso, siempre-ya ahí en potencia en el entorno de cualquier situación. Afirma que el control de un sistema se obtiene mediante un grado óptimo de comunicación entre sus partes. Este objetivo requiere, en primer lugar, la extorsión continua de informaciones, un proceso de separación entre los entes y sus cualidades, de producción de diferencias. En otras palabras, el manejo de la incertidumbre requiere la representación y la memorización del pasado. La imagen espectacular, la codificación matemática binaria —la inventada por Claude Shannon en Mathematical Theory of Communication el mismo año en que se formuló la hipótesis cibernética—, por un lado, la invención de máquinas de memoria que no alteren la información y el increíble esfuerzo por su miniaturización —ésta es la función estratégica decisiva de las nanotecnologías actuales—, por el otro, conspiran para crear tales condiciones a nivel colectivo. Así formateada, la información debe volver al mundo de los entes, uniéndolos entre sí, de manera que la circulación mercantil garantice su puesta en equivalencia. La retroalimentación, la clave para regular el sistema, ahora requiere una comunicación en sentido estricto. La cibernética es el proyecto de una recreación del mundo a través del bucle infinito de estos dos momentos: la representación que separa, la comunicación que une, la primera que da la muerte, la segunda que imita la vida.
El discurso cibernético comienza devolviendo al ámbito de los falsos problemas las controversias del siglo XIX que oponían las visiones mecanicistas a las visiones vitalistas u organicistas del mundo. Postula una analogía de funcionamiento entre los organismos vivos y las máquinas, asimilados bajo la noción de «sistema». La hipótesis cibernética justifica, por lo tanto, dos tipos de experimentación científica y social. La primera tiene como objetivo hacer una mecánica de los seres vivos, para manejar, programar y determinar al hombre y la vida, a la sociedad y su «devenir». Alimenta el regreso de la eugenesia como la fantasía biónica. Busca científicamente el fin de la Historia; estamos aquí inicialmente en el terreno del control. La segunda tiene como objetivo imitar con máquinas lo viviente, primero como individuos, y esto lleva al desarrollo de robots así como de la inteligencia artificial; luego como colectivos, y esto lleva a la circulación de la información y a la constitución de «redes». Aquí estamos más bien situados en el terreno de la comunicación. Aunque socialmente se componen de poblaciones muy diversas —biólogos, médicos, informáticos, neurólogos, ingenieros, consultores, policías, publicistas, etc.— las dos corrientes de cibernéticos están, sin embargo, unidas por por la fantasía común de un Autómata Universal, análogo al que Hobbes tenía del Estado en el Leviatán, «hombre (o animal) artificial».
La unidad de las avanzadas cibernéticas proviene de un método, es decir, se ha impuesto como un método para inscribir el mundo, tanto fiebre experimental como esquematismo proliferante. Corresponde a la explosión de las matemáticas aplicadas tras la desesperanza causada por el austriaco Kurt Gödel cuando demostró que cualquier intento de fundación lógica de las matemáticas, y por tanto de unificación de las ciencias, estaba condenado a la «incompletitud». Con la ayuda de Heisenberg, más de un siglo de justificación positivista acaba de colapsar. Es Von Neumann quien expresa este abrupta sensación de aniquilación de los fundamentos en extremo. Interpreta la crisis lógica de las matemáticas como la marca de la imperfección ineludible de toda creación humana. Por lo tanto, quiere establecer una lógica que finalmente sepa ser coherente, ¡una lógica que sólo puede venir del autómata! Como matemático puro, se convierte en el agente de un mestizaje científico, de una matematización general que permitirá reconstruir desde abajo, a través de la práctica, la unidad perdida de las ciencias, de las cuales la cibernética debería ser la expresión teórica más estable. No hay demostración, ni discurso, ni libro, ni lugar que no haya sido animado desde entonces por el lenguaje universal del esquema explicativo, de la forma visual del razonamiento. La cibernética lleva el proceso de racionalización común a la burocracia y el capitalismo al nivel de la modelización total. Herbert Simon, el profeta de la Inteligencia Artificial, en la década de 1960 tomó el programa de Von Neumann para construir un autómata de pensamiento. Es una máquina dotada de un programa, llamado sistema-experto, que debe ser capaz de procesar la información para resolver los problemas que cada campo de especialización particular tiene, y, por asociación, ¡todos los problemas prácticos encontrados por la humanidad! El General Problem Solver (GPS), creado en 1972, es el modelo de esa competencia universal que resume todas las demás, el modelo de todos los modelos, el intelectualismo más aplicado, la realización práctica del adagio preferido por los pequeños maestros sin maestría según el cual «no hay problemas; sólo hay soluciones».
La hipótesis cibernética avanza indiscriminadamente como teoría y como tecnología, una siempre certificando a la otra. En 1943, Wiener conoció a John Von Neumann, a quien se le encargó la construcción de máquinas lo suficientemente rápidas y potentes para realizar los cálculos necesarios para el desarrollo del Proyecto Manhattan, en el que trabajaban 15 000 científicos e ingenieros y 300 000 técnicos y obreros bajo la dirección del físico Robert Oppenheimer: la computadora y la bomba atómica nacieron juntas. Desde el punto de vista del imaginario contemporáneo, «la utopía de la comunicación» es, pues, el mito complementario al de la invención de la energía nuclear: se trata siempre de consumar el estar-conjunto por exceso de vida o por exceso de muerte, por fusión terrestre o por suicidio cósmico. La cibernética se presenta como la respuesta más apropiada al Gran Miedo a la destrucción del mundo y de la especie humana. Von Neumann es su agente doble, el «inside outsider» por excelencia. La analogía entre las categorías de descripción de sus máquinas, de los organismos vivos y las de Wiener sella la alianza de la cibernética y la informática. La biología molecular, que fue el origen de la descodificación del ADN, tardó algunos años en utilizar la teoría de la información para explicar al hombre en cuanto individuo y en cuanto especie, confiriendo así un poder técnico inigualable a la manipulación experimental de los seres humanos en el plano genético.
El deslizamiento de la metáfora del sistema en la de la red en el discurso social entre las décadas de 1950 y 1980 apunta a la otra analogía fundamental que constituye la hipótesis cibernética. Asimismo, indica una transformación profunda de esta última. Porque si se ha hablado de «sistema», entre los cibernéticos, es en comparación con el sistema nervioso, y si hoy en día se habla en las ciencias cognitivas de «red», es que se está pensando en la red neuronal. La cibernética es la asimilación de la totalidad de los fenómenos existentes a los del cerebro. Al hacer pasar la cabeza por el alfa y el omega del mundo, la cibernética se ha asegurado de estar siempre a la vanguardia de las vanguardias, aquella detrás de la cual todas siguen corriendo. De hecho, establece en su inicio la identidad entre la vida, el pensamiento y el lenguaje. Este monismo radical se basa en una analogía entre las nociones de información y energía. Wiener la introduce injertando el discurso de la termodinámica del siglo XIX en su discurso. La operación consiste en comparar el efecto del tiempo en un sistema energético con el efecto del tiempo en un sistema de informaciones. Un sistema, en cuanto sistema, nunca es puro ni perfecto: hay degradación de la energía cuando ésta se intercambia, así como hay degradación de la información cuando ésta circula. Esto es lo que Clausius llamó entropía. La entropía, considerada una ley natural, es el Infierno del cibernético. Explica la descomposición de lo vivo, el desequilibrio en economía, la disolución del lazo social, la decadencia… Inicialmente especulativa, la cibernética pretende así fundar la base común en la que la unificación de las ciencias naturales y las ciencias humanas debería ser posible.
Lo que se llamará «segunda cibernética» será el proyecto principal de una experimentación sobre las sociedades humanas: una antropotecnia. La misión del cibernético es luchar contra la entropía general que amenaza a los seres vivos, las máquinas, las sociedades, es decir, crear las condiciones experimentales para una revitalización permanente, restaurar continuamente la integridad de la totalidad. «Lo importante no es que el hombre esté presente, sino que exista como soporte vivo de la idea técnica», dice el comentarista humanista Raymond Ruyer. Con la elaboración y el desarrollo de la cibernética, el ideal de las ciencias experimentales, ya en el origen de la economía política vía la física newtoniana, vuelve a echar una mano al capitalismo. Desde entonces, el laboratorio donde se experimenta la hipótesis cibernética se ha llamado «sociedad contemporánea». A partir de finales de la década de 1960, gracias a las técnicas que enseñó, la segunda cibernética ya no es una hipótesis de laboratorio sino una experimentación social. Su objetivo es construir lo que Giorgio Cesarano llama una sociedad animal estabilizada que «[entre las termitas, las hormigas y las abejas] tiene como presupuesto natural de su funcionamiento automático la negación del individuo; así la sociedad animal en su conjunto (el termitero, el hormiguero o la colmena) se plantea como un individuo plural, cuya unidad determina y está determinada por las particiones de los papeles y las funciones — en un marco de “composición orgánica” difícil de no ver como el modelo biológico de la teleología del capital».




III


No hace falta ser profeta para saber que las ciencias modernas que se van estableciendo, estarán dentro de poco determinadas y dirigidas por la nueva ciencia fundamental, la cibernética. Esta ciencia corresponde al destino del hombre como ser activo y social. Es en efecto la teoría que tiene por objeto dirigir la posible planificación y organización del trabajo humano.
Martin Heidegger, El final de la filosofía y la tarea del pensar, 1966

En todo caso, la cibernética se ve obligada a reconocer que hasta el momento no es posible llevar a cabo una regulación general de la existencia humana. Por ello, en el dominio universal de la ciencia cibernética, el hombre vale por ahora todavía como «factor de perturbación». Los planes y las acciones del hombre, aparentemente libres actúan de manera perturbadora. Aunque recientemente la ciencia también se ha apoderado de este campo de la existencia humana. Emprende la investigación y la planificación estrictamente metódica del posible porvenir del hombre actuante. Computa las informaciones sobre aquello que se aplica como planificable al hombre.
Martin Heidegger, La proveniencia del arte y la determinación del pensar, 1967


En 1946, se celebró una conferencia de científicos en Nueva York para extender la hipótesis cibernética a las ciencias sociales. Los participantes se reunieron en torno a una descalificación ilustrada de las filosofías filisteas de lo social que parten del individuo o de la sociedad. La sociocibernética tendrá que centrarse en los fenómenos intermedios de feedback sociales, como los que la escuela antropológica estadounidense cree descubrir entonces entre «cultura» y «personalidad» para construir una caracterología de las naciones destinada a los soldados estadounidenses. La operación consiste en reducir el pensamiento dialéctico a la observación de procesos de causalidades circulares dentro de una totalidad social invariable a priori, confundiendo contradicción e inadaptación como ocurre en la categoría central de la psicología cibernética, el double bind. En cuanto ciencia de la sociedad, la cibernética tiene por objeto inventar una regulación social que prescinda de las macroinstituciones que son el Estado y el Mercado en favor de micromecanismos de control, en favor de dispositivos. La ley fundamental de la sociocibernética es que crecimiento y control evolucionan en direcciones opuestas. Por lo tanto, es más fácil construir un orden social cibernético en pequeña escala: «El restablecimiento rápido del equilibrio requiere que se detecten las desviaciones en los mismos lugares en que se producen, y que las medidas correctivas se lleven a cabo de manera descentralizada». Bajo la influencia de Gregory Bateson —el Von Neumann de las ciencias sociales— y la tradición sociológica estadounidense obsesionada con la cuestión de la desviación (el vagabundo, el inmigrante, el criminal, el joven, yo, tú, él, etc.), la sociocibernética se dirige principalmente al estudio del individuo como un lugar de feedbacks, es decir, como un a«personalidad autodisciplinada». Bateson se convirtió en el principal educador social de la segunda mitad del siglo XX, en el origen tanto del movimiento de la terapia familiar como de la formación en técnicas de venta desarrolladas en Palo Alto. Pues la hipótesis cibernética exige una conformación radicalmente nueva del sujeto, individual o colectivo, en el sentido de un vaciamiento. Descalifica la interioridad como un mito y con ella toda la psicología del siglo XIX, incluyendo el psicoanálisis. Ya no se trata de arrancar al sujeto de los vínculos tradicionales exteriores, como lo había ordenado la hipótesis liberal, sino de reconstruir algo de vínculo social privando al sujeto de toda sustancia. Todos deben convertirse en una envoltura sin carne, el mejor conductor posible de la comunicación social, el lugar de un bucle retroactivo infinito que se lleva a cabo sin nudos. El proceso de cibernetización consuma así el «proceso de civilización», hasta la abstracción de los cuerpos y sus afectos en el régimen de los signos. «En este sentido —escribe Lyotard— el sistema se presenta como la máquina vanguardista que arrastra a la humanidad tras de sí, deshumanizándola para rehumanizarla en un nivel distinto de capacidad normativa. […] Tal es el orgullo de los decididores, tal es su ceguera. […] Incluso la permisividad con respecto a los diversos juegos se plantea bajo la condición de la performatividad. La redefinición de las normas de vida consiste en mejorar la competencia del sistema en materia de poder».
Estimulados por la Guerra Fría y la «caza de brujas», los sociocibernéticos rastrean impecablemente lo patológico detrás de lo normal, el comunista que dormita en todos. Con este fin, en la década de 1950 formaron la Federación de Salud Mental, donde se desarrolló una solución original, casi definitiva, a los problemas de la comunidad y de la época: «El objetivo último de la salud mental es ayudar a los hombres a vivir con sus semejantes dentro del mismo mundo… El concepto de salud mental es coextensivo al orden internacional y a la comunidad mundial, que deben desarrollarse para que los hombres puedan vivir en paz unos con otros». Al repensar los trastornos mentales y las patologías sociales en términos de información, la cibernética funda una nueva política de los sujetos basada en la comunicación, la transparencia hacia uno mismo y hacia los demás. Es a petición de Bateson que Wiener, a su vez, debe reflexionar sobre una sociocibernética de mayor alcance que el proyecto de un higienismo mental. Observa sin dificultad el fracaso de la experimentación liberal: en el mercado, la información es siempre impura e imperfecta a causa de las mentiras publicitarias, la concentración monopolística de los medios de comunicación y la ignorancia de los Estados que, en cuanto colectivo, contienen menos información que la sociedad civil. La ampliación de las relaciones mercantiles, al aumentar el tamaño de las comunidades y las cadenas de retroalimentación, hace que las distorsiones de la comunicación y los problemas de control social sean aún más probables. No sólo se ha destruido el lazo social por el proceso de acumulación del pasado, sino que el orden social parece cibernéticamente imposible dentro del capitalismo. La fortuna de la hipótesis cibernética se comprende, por lo tanto, a partir de las crisis con las que se encontró el capitalismo en el siglo XX, que desafían las llamadas «leyes» de la economía política clásica. Es en esta brecha que el discurso cibernético se engulle.
La historia contemporánea del discurso económico debe verse a la luz de esta aumento del problema de la información. Desde la crisis de 1929 hasta 1945, la atención de los economistas se centró en cuestiones de anticipación, de incertidumbre vinculada a la demanda, de ajuste entre la producción y el consumo, de previsión de la actividad económica. La economía clásica que surgió del trabajo de Smith se derrumbó como otros discursos científicos directamente inspirados en la física de Newton. El papel predominante que la cibernética iba a desempeñar en la economía después de 1945 puede entenderse sobre la base de la intuición de Marx de que «en la economía política, la ley está determinada por su opuesto, a saber, la ausencia de leyes. La verdadera ley de la economía política es el azar». Para demostrar que el capitalismo no es un factor de entropía y caos social, el discurso económico favoreció, a partir de la década de 1940, una redefinición cibernética de su psicología. Se basa en el modelo de la «teoría de juegos» desarrollado por Von Neumann y Oskar Morgenstern en 1944. Los primeros sociocibernéticos demostraron que el homo œconomicus sólo podía existir con la condición de una transparencia total de sus preferencias hacia sí mismo y hacia los demás. Al no poder conocer el conjunto de los comportamientos de los demás actores económicos, la idea utilitarista de una racionalidad de las elecciones microeconómicas es sólo una ficción. Bajo el impulso de Friedrich von Hayek, el paradigma utilitarista se abandona en favor de una teoría de los mecanismos de coordinación espontánea de las elecciones individuales que reconoce que cada agente sólo tiene un conocimiento limitado de los comportamientos ajenos y de los suyos propios. La respuesta es sacrificar la autonomía de la teoría económica injertándola en la promesa cibernética de equilibrado de los sistemas. El discurso híbrido resultante, que más tarde se denominó «neoliberal», confiere al mercado las virtudes de una asignación óptima de la información —y ya no de la riqueza— en la sociedad. Como tal, el mercado es el instrumento para la coordinación perfecta de los actores, gracias al cual la totalidad social encuentra un equilibrio sostenible. El capitalismo se vuelve indiscutible aquí en la medida en que se presenta como un simple medio, el mejor medio, para producir la autorregulación social.
Al igual que en 1929, el movimiento de contestación planetario de 1968 y, más aún, la crisis posterior a 1973 volvieron a plantear a la economía política el problema de la incertidumbre, esta vez en un terreno existencial y político. Nos intoxicamos con las teorías basadas en ronquidos: aquí, el viejo baboso de Edgar Morin y su «complejidad», allá Joël de Rosnay, el bobo ilustrado, y su «sociedad en tiempo real». La filosofía ecologista se nutre de esta nueva mística del Gran Todo. La totalidad, ahora, ya no es un origen a ser reencontrado sino un devenir a ser construido. El problema de la cibernética ya no es la predicción del futuro, sino la reproducción del presente. Ya no se trata de un orden estático, sino de una dinámica de autoorganización. Al individuo ya no se le atribuye ningún poder: su conocimiento del mundo es imperfecto, sus deseos le son desconocidos, es opaco para sí mismo, todo se le escapa, por lo que es espontáneamente cooperativo, naturalmente empático, fatalmente solidario. No sabe nada de todo esto, pero se sabe todo de él. Aquí se elabora la forma más avanzada del individualismo contemporáneo, sobre la que se injerta la filosofía hayekiana para la que cualquier incertidumbre, cualquier posibilidad de acontecimiento, es sólo un problema temporal de ignorancia. Convertido en una ideología, el liberalismo sirve de tapadera para un conjunto de nuevas prácticas técnicas y científicas, una «segunda cibernética» difusa que borra deliberadamente su nombre de bautismo. Desde la década de 1960, el propio término cibernética se ha fundido en términos híbridos. El estallido de las ciencias ya no permite en efecto la unificación teórica: la unidad de la cibernética se manifiesta ahora prácticamente en el mundo que cada día configura. Es la herramienta con la que el capitalismo ha ajustado su capacidad de desintegración y su búsqueda de ganancia entre sí. Una sociedad amenazada de descomposición permanente será tanto más manejable si se forma una red de información, un «sistema nervioso» autónomo, para pilotarla, escriben para el caso francés los monos estatales Simon Nora y Alain Minc en su informe de 1978. Lo que ahora se llama «Nueva Economía», que unifica bajo una misma denominación controlada de origen cibernético todas las transformaciones que han sufrido los países occidentales en los últimos treinta años, es un conjunto de nuevas sujeciones, una nueva solución al problema práctico del orden social y su porvenir, es decir, una nueva política.
Bajo la influencia de la informatización, las técnicas de ajuste de la oferta y la demanda, que se originaron en el período 1930-1970, se han depurado, acortado y descentralizado. La imagen de la «mano invisible» ya no es una ficción justificadora, sino el principio real de la producción social de sociedad, materializado en los procedimientos de la computadora. Se han automatizado las técnicas de intermediación mercantil y financiera. Internet permite conocer simultáneamente las preferencias del consumidor y condicionarlas a través de la publicidad. En un nivel distinto, toda la información sobre los comportamientos de los agentes económicos circula en forma de títulos asumidos por los mercados financieros. Cada actor de la valorización capitalista es el soporte de los bucles de retroalimentación cuasi-permanentes, en tiempo real. Tanto en los mercados reales como en los mercados virtuales, cada transacción da lugar ahora a una circulación de información sobre los sujetos y los objetos del intercambio que va más allá de la mera fijación del precio, que se ha convertido en algo secundario. Por un lado, nos hemos dado cuenta de la importancia de la información como factor de producción distinto del trabajo y el capital y decisivo para el «crecimiento» en forma de conocimientos, innovaciones técnicas y habilidades distribuidas. Por el otro, el sector especializado de la producción de información ha aumentado constantemente en tamaño. Es debido al refuerzo recíproco de estas dos tendencias que el capitalismo actual debe ser calificado como una economía de la información. La información se ha convertido en la riqueza a extraer y acumular, transformando el capitalismo en un auxiliar de la cibernética. La relación entre capitalismo y cibernética se ha invertido a lo largo del siglo: mientras que, después de la crisis de 1929, se construyó un sistema de información sobre la actividad económica al servicio de la regulación —éste era el objetivo de todas las planificaciones—, la economía posterior a la crisis de 1973 hace que el proceso de autorregulación social descanse en la valorización de la información.
Nada expresa mejor la victoria contemporánea de la cibernética que el hecho de que el valor puede ser extraído como información sobre la información. La lógica mercantil-cibernética, o «neoliberal», se extiende a toda la actividad, incluida la actividad aún-no mercantil, con el apoyo indefectible de los Estados modernos. Más en general, la precarización de los objetos y los sujetos del capitalismo tiene como corolario un aumento de la circulación de la información sobre ellos: esto es tan cierto para el trabajador-desempleado como para la vaca. La cibernética, por lo tanto, tiene como objetivo inquietar y controlar en el mismo movimiento. Se basa en el terror, que es un factor de evolución —de crecimiento económico, de progreso moral— porque proporciona una oportunidad para la producción de información. El estado de emergencia, característico de las crisis, es lo que permite relanzar la autorregulación, para que se autoconserve como movimiento perpetuo. Tanto es así que, contrariamente al esquema de la economía clásica en el que el equilibrio de la oferta y la demanda debería permitir el «crecimiento» y, con ello, el bienestar colectivo, es ahora el «crecimiento» el que constituye un camino ilimitado hacia el equilibrio. Por lo tanto, es justo criticar la modernidad occidental como un proceso de «movilización infinita», cuyo destino sería «el movimiento hacia más movimiento». Pero desde el punto de vista cibernético, la autoproducción que caracteriza al Estado y al Mercado, así como al autómata, al asalariado o al desempleado, es indiscernible del autocontrol que la templa y desacelera.




IV


Si las máquinas motrices constituyeron la segunda edad de la máquina técnica, las máquinas de la cibernética y la informática forman una tercera edad que recompone un régimen de subyugación generalizada: «sistemas hombres-máquina», reversibles y recurrentes, sustituyen a las antiguas relaciones de sujeción no-reversibles y no-recurrentes entre los dos elementos; la relación entre el hombre y la máquina es en términos de comunicación interna mutua, y ya no en términos de uso o acción. En la composición orgánica del capital, el capital variable define un régimen de sujeción del trabajador (plusvalía humana) que tiene como marco principal la empresa o la fábrica; pero, cuando el capital constante crece proporcionalmente cada vez más, en la automatización encontramos una nueva subyugación, a la vez que cambia el régimen del trabajo, la plusvalía se vuelve maquínica y el marco se extiende al conjunto de la sociedad. También se podría decir que un poco de subjetivación nos alejara de la subyugación máquinica, pero mucho nos lleva de vuelta a ella.
Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mil mesetas, 1980

Sólo queda un momento de clase en cuanto tal, y tiene consciencia para sí: la clase de los gestores del capital como máquina social. La consciencia que la connota es, coherentemente, la del apocalipsis, de la autodestrucción.
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975


En este sentido, la cibernética no es simplemente uno de los aspectos de la vida contemporánea, su cara neotecnológica por ejemplo, sino el punto de partida y el punto de llegada del nuevo capitalismo. Capitalismo cibernético — ¿qué significa esto? Significa que desde la década de 1970 nos enfrentamos a una formación social emergente que está tomando el relevo del capitalismo fordista y que resulta de la aplicación de la hipótesis cibernética a la economía política. El capitalismo cibernético se desarrolla para permitir que el cuerpo social devastado por el Capital se reforme y se ofrezca por un ciclo más al proceso de acumulación. Por un lado, el capitalismo debe crecer, lo que implica una destrucción. Por el otro, debe reconstruir «comunidad humana», lo que implica una circulación. «Hay —escribe Lyotard— dos usos de la riqueza, es decir, de la potencia-poder: uno reproductivo y otro saqueador. El primero es circular, global, orgánico; el segundo es parcial, mortífero, celoso. […] El capitalista es un conquistador y el conquistador es un monstruo, un centauro: su tren delantero se alimenta de reproducir el sistema regulado de las metamorfosis controladas bajo la ley de la mercancía-patrón, y su tren trasero de saquear las energías sobreexcitadas. Con una mano para apropiarse, por lo tanto para conservar, es decir, para reproducir en la equivalencia, para reinvertir; con la otra para tomar y destruir, para robar y huir, cavando otro espacio, otro tiempo». Las crisis del capitalismo, tal y como las entendía Marx, siempre provienen de una desarticulación entre el tiempo de la conquista y el tiempo de la reproducción. La función de la cibernética es evitar estas crisis asegurando la coordinación entre «el tren trasero» y el «tren delantero» del Capital. Su desarrollo es una respuesta endógena al problema planteado al capitalismo, que es desarrollarse sin desequilibrios fatales.
En la lógica del Capital, el desarrollo de la función de pilotaje, de «control», corresponde a la subordinación de la esfera de la acumulación a la esfera de la circulación. Para la crítica de la economía política, la circulación no debe ser menos sospechosa, en efecto, que la producción. Es, como Marx lo sabía, sólo un caso particular de la producción en el sentido general. La socialización de la economía —es decir, la interdependencia entre los capitalistas y los demás miembros del cuerpo social, la «comunidad humana»—, la ampliación de la base humana del Capital, hace que la extracción de la plusvalía, que es la fuente de la ganancia, ya no se centre en la relación de explotación instituida por el asalariado. El centro de gravedad de la valorización se desplaza a la esfera de la circulación. Si no se pueden reforzar las condiciones de explotación, lo que llevaría a una crisis del consumo, la acumulación capitalista puede, sin embargo, continuar a condición de que se acelere el ciclo producción-consumo, es decir, de que se acelere tanto el proceso de producción como la circulación mercantil. Lo que se ha perdido en el nivel estático de la economía puede ser compensado en el nivel dinámico. La lógica de flujos dominará la lógica del producto final. La velocidad tendrá prioridad sobre la cantidad como factor de riqueza. El lado oculto del mantenimiento de la acumulación es la aceleración de la circulación. Por consiguiente, la función de los dispositivos de control es maximizar el volumen de los flujos mercantiles reduciendo al mínimo los acontecimientos, los obstáculos, los accidentes que los frenarían. El capitalismo cibernético tiende a abolir el tiempo en sí mismo, a maximizar la circulación fluida hasta su punto máximo, la velocidad de la luz, como ya tienden a hacer ciertas transacciones financieras. Las categorías de «tiempo real» o de «justo a tiempo», son testimonio suficiente de este odio a la duración. Por esta misma razón, el tiempo es nuestro aliado.
Esta propensión del capitalismo al control no es nueva. Es posmoderna sólo en el sentido de que la posmodernidad se confunde con la modernidad en su parte final. Es por esta misma razón que la burocracia se desarrolló a finales del siglo XIX y las tecnologías informáticas después de la Segunda Guerra Mundial. La cibernetización del capitalismo comenzó a finales de la década de 1870 con el aumento del control de la producción, la distribución y el consumo. Por lo tanto, la información sobre los flujos tiene una importancia estratégica central como condición para la valorización. El historiador James Beniger cuenta que los primeros problemas de control surgieron cuando se produjeron las primeras colisiones entre trenes, poniendo en peligro tanto las mercancías como las vidas humanas. Hubo que inventar dispositivos de señalización ferroviaria, de medición de los tiempos de viaje y de transmisión de datos para evitar esas «catástrofes». El telégrafo, los relojes sincronizados, los organigramas de las grandes empresas, los sistemas de pesaje, las hojas de ruta, los procedimientos de evaluación del rendimiento, los mayoristas, la cadena de montaje, la toma centralizada de decisiones, la publicidad en los catálogos y los medios de comunicación de masas fueron parte de los dispositivos inventados durante este período para responder, en todas las esferas del circuito económico, a una crisis generalizada del control vinculada a la aceleración de la producción provocada por la revolución industrial en los Estados Unidos. Los sistemas de información y control se desarrollaron así al mismo tiempo que se ampliaba el proceso capitalista de transformación de la materia. Una clase de intermediarios, de middlemen, lo que Alfred Chandler llamó la «mano visible» del Capital, se está formando y creciendo. A partir de finales del siglo XIX, se ve que la previsibilidad se convierte en una fuente de ganancia en la medida en que es una fuente de confianza. El fordismo y el taylorismo forman parte de este movimiento, al igual que el desarrollo del control sobre la masa de consumidores y sobre la opinión pública a través de la mercadotecnia y la publicidad, encargados de extraer por la fuerza y luego de poner a trabajar las «preferencias» que, según la hipótesis de los economistas marginalistas, son la verdadera fuente del valor. La inversión en las tecnologías de planificación y control, ya sean organizativas o puramente técnicas, es cada vez más rentable. Después de 1945, la cibernética proporcionó al capitalismo una nueva infraestructura de máquinas —las computadoras— y sobre todo una tecnología intelectual que permite regular la circulación de los flujos en la sociedad, para convertidos en flujos exclusivamente mercantiles.
Que el sector económico de la información, la comunicación y el control haya adquirido una participación cada vez mayor en la economía desde la Revolución Industrial, que el «trabajo inmaterial» esté creciendo en comparación con el trabajo material, no es, por lo tanto, ni sorprendente ni nuevo. Actualmente moviliza a más de dos tercios de la fuerza de trabajo en los países industrializados. Pero esto no es suficiente para definir el capitalismo cibernético. Éste, debido a que hace que su equilibrio y su crecimiento dependan de continuo de sus capacidades de control, ha cambiado de naturaleza. La inseguridad, mucho más que la escasez, es el núcleo de la economía capitalista actual. Como predijo Wittgenstein a partir de la crisis de 1929 y Keynes en su estela —existe un vínculo muy fuerte entre el «estado de confianza» y la curva de eficiencia marginal del Capital, este último escribió en el capítulo XII de la Teoría general en febrero de 1934—, la economía se basa en definitiva en un «juego del lenguaje». Los mercados, y con ellos las mercancías y los comerciantes, la esfera de la circulación en general y, por consiguiente, la empresa, la esfera de la producción como lugar de previsión de rendimientos futuros, no existen sin convenciones, normas sociales, normas técnicas o normas de lo verdadero, un metanivel que hace que los cuerpos, las cosas existan en cuanto mercancías, incluso antes de que tengan precio. Los sectores del control y la comunicación se desarrollan porque la valorización mercantil requiere la organización de una circulación de la información en bucle, paralela a la circulación de las mercancías, la producción de una creencia colectiva que se objetiva en el valor. Para que se produzca, todo intercambio requiere «inversiones en forma» —una información sobre y una puesta en forma de lo que se intercambia—, un formateo que permita la puesta en equivalencia antes de que se produzca realmente, un condicionamiento que también es una condición para el acuerdo en el mercado. Esto es cierto para los bienes; y también para las personas. El perfeccionamiento de la circulación de información será equivalente al perfeccionamiento del mercado en cuanto instrumento universal de coordinación. Contrariamente a lo que suponía la hipótesis liberal, para sostener el capitalismo frágil, el contrato no es suficiente en sí mismo en las relaciones sociales. Después de 1929, se comprendió que todo contrato debe ir acompañado de controles. La entrada de la cibernética en el funcionamiento del capitalismo tiene por objetivo minimizar las incertidumbres, las inconmensurabilidades, los problemas de previsión que podrían interferir en cualquier transacción mercantil. Contribuye a consolidar la base sobre la que pueden tener lugar los mecanismos del capitalismo, a engrasar la máquina abstracta del Capital.
Con el capitalismo cibernético, el momento político de la economía política domina por lo tanto su momento económico. O como Joan Robinson lo entiende, desde la teoría económica, comentando a Keynes: «Una vez que se acepta la incertidumbre de las expectativas que guían el comportamiento económico, el equilibrio ya no importa y la Historia toma su lugar». El momento político, entendido aquí en el sentido amplio de lo que sujeta, lo que normaliza, lo que determina lo que pasa a través de los cuerpos y puede registrarse como valor socialmente reconocido, lo que extrae forma de las formas-de-vida, es esencial tanto para el «crecimiento» como para la reproducción del sistema: por un lado la captación de energías, su orientación, su cristalización, se convierte en la fuente primaria de valorización; por el otro la plusvalía puede provenir de cualquier punto del tejido bio-político siempre que éste se reconstituya constantemente. El hecho de que todos los gastos puedan tender a metamorfosearse en cualidades valorizables significa que el Capital penetra en todos los flujos vivientes: socialización de la economía y antropomorfosis del Capital son dos procesos interdependientes e inseparables. Para que éstos se lleven a cabo, es necesario y suficiente que cualquier acción contingente se lleve a cabo en una combinación de dispositivos de vigilancia y registro. Los primeros se inspiran en la prisión ya que ésta introduce un régimen de visibilidad panóptico, centralizado. Durante mucho tiempo fueron el monopolio del Estado moderno. Los segundos se inspiran en la tecnología informática ya que su objetivo es un régimen de cuadriculado descentralizado y en tiempo real. El horizonte común de estos dispositivos es el de una transparencia total, de una correspondencia absoluta del mapa y del territorio, de una voluntad de saber a tal grado de acumulación que se convierte en una voluntad de poder. Una de las avanzadas de la cibernética ha sido el cierre de los sistemas de vigilancia y seguimiento, asegurando que los vigilantes y los seguidores sean a su vez vigilados y/o seguidos, de acuerdo con una socialización del control que es el sello distintivo de la llamada «sociedad de la información». El sector del control se autonomiza debido a que se impone la necesidad de controlar el control, ya que los flujos mercantiles se duplican por los flujos de información cuya circulación y seguridad deben a su vez optimizarse. En la cima de este escalonamiento de los controles, el control estatal, la policía y el derecho, la violencia legítima y el poder judicial, desempeñan un papel de controladores en última instancia. Deleuze explica esta sobrepuja de vigilancia que caracteriza a las «sociedades de control» de manera sencilla: «tienen fugas por todas partes». Esto es una confirmación constante de la necesidad de control. «En las sociedades de disciplina, empezábamos una y otra vez (de la escuela al cuartel, etc.), mientras que en las sociedades de control nunca terminamos con nada».
Así que no es sorprendente ver el desarrollo del capitalismo cibernético acompañado de un desarrollo de todas las formas de represión, de un hiper-seguritarismo. La disciplina tradicional, la generalización del estado de emergencia, de la emergenza, son llevadas a crecer en todo un sistema volcado hacia el miedo a la amenaza. La contradicción aparente entre un fortalecimiento de las funciones represivas del Estado y un discurso económico neoliberal que aboga por el «menos Estado» —que permite a Loïc Wacquant, por ejemplo, embarcarse en una crítica de la ideología liberal que oculta el ascenso del «Estado penal»— sólo puede entenderse con referencia a la hipótesis cibernética. Lyotard lo explica: «En todo sistema cibernético existe una unidad de referencia que permite medir la desviación producida por la introducción de un acontecimiento en el sistema, luego, gracias a esta medición, traducir este acontecimiento en información para el sistema, y finalmente, si se trata de un conjunto regulado en homeostasis, anular esa desviación y devolver al sistema la cantidad de energía o información que antes era suya. […] Paremos aquí un momento. Vemos cómo la adopción de este punto de vista sobre la sociedad, la fantasía despótica del amo de colocarse en el supuesto lugar del cero central y así identificarse con la Nada matricial […] sólo puede obligarlo a ampliar su idea de la amenaza y por lo tanto de la defensa. Porque ¿qué acontecimiento no implicaría una amenaza, desde este punto de vista? Ninguno; todos, por el contrario, al ser perturbaciones de orden circular, que reproducen lo mismo, que requieren una movilización de energía para su apropiación y eliminación. ¿Esto es “abstracto”? ¿Hace falta un ejemplo? Es el mismo proyecto que se impregna en Francia y en las altas esferas la institución de una Defensa Operativa del Territorio, con un Centro de Operaciones del Ejército Terrestre, cuya especificidad es contrarrestar la amenaza “interna”, que nace en los oscuros pliegues del cuerpo social, del que el “estado-mayor” afirma no ser menos que la cabeza clarividente: esta clarividencia se llama archivo nacional; […] la traducción del acontecimiento en información para el sistema se llama inteligencia […]; por último, la ejecución de las órdenes reglamentarias y su inscripción en el “cuerpo social”, sobre todo cuando uno se imagina que éste es presa de alguna emoción intensa, por ejemplo en el miedo pánico que lo sacudiría en todas direcciones en caso de que se desencadenara una guerra nuclear (también se podría entender: vaya uno a saber de dónde surgiría alguna ola desconocida de protesta, contestación, deserción civil) — esta ejecución requiere la infiltración asidua y fina de los canales emisores en la “carne” social, o como un oficial superior lo expresó maravillosamente bien, la “policía de los movimientos espontáneos”». La prisión se encuentra así en la cima de una cascada de dispositivos de control, siendo en última instancia el garante de que no se produzca ningún acontecimiento perturbador en el cuerpo social que obstaculice la circulación de personas y bienes. Dado que la lógica de la cibernética es sustituir las instituciones centralizadas, las formas sedentarias de control, por dispositivos de rastreo, por formas nómadas de control, la prisión como dispositivo clásico de vigilancia está evidentemente destinada a ser ampliada por dispositivos de registro como los brazaletes electrónicos, por ejemplo. El desarrollo de las community police en el mundo anglosajón, o en el caso francés de la «policía de proximidad», responde también a una lógica cibernética de conjuración del acontecimiento, de organización de la retroalimentación. De acuerdo con esta lógica, las perturbaciones en una zona serán tanto más sofocadas cuanto sean amortiguadas por las subzonas más cercanas del sistema.
Si la represión desempeña el papel, en el capitalismo cibernético, de conjurar el acontecimiento, la previsión es su corolario, en la medida en que tiene por objeto eliminar la incertidumbre vinculada a cualquier futuro. Esto es lo que está en juego en las tecnologías estadísticas. Mientras que las del Estado benefactor se volcaban completamente hacia la anticipación de riesgos, probabilísticos o no, las del capitalismo cibernético pretenden multiplicar las áreas de responsabilidad. El discurso del riesgo es la fuerza motriz del despliegue de la hipótesis cibernética: primero se difunde y luego se interioriza. Porque los riesgos son tan más aceptados cuanto quienes se exponen a ellos sienten que han elegido tomarlos, cuando se sienten responsables de ellos, y más aún cuando sienten que pueden controlarlos y dominarlos por sí mismos. Pero, como admite un experto, el «riesgo cero» no existe: «La noción de riesgo debilita los vínculos causales, pero no los elimina. Al contrario, los multiplica. […] Considerar un peligro en términos de riesgo es admitir que nunca podremos protegernos completamente contra él: podemos gestionarlo, domesticarlo, pero nunca anularlo». Es por su permanencia en el sistema que el riesgo es una herramienta ideal para la afirmación de nuevas formas de poder que favorezcan el creciente dominio de los dispositivos sobre los colectivos y los individuos. Elimina todas las cuestiones de conflicto mediante la aglomeración obligatoria de los individuos en torno a la gestión de las amenazas que se supone que afectan a todos de la misma manera. El argumento que se querría hacernos creer es el siguiente: cuanta más seguridad hay, más inseguridad se produce concomitantemente. Y si usted piensa que la inseguridad crece mientras que la previsión es cada vez más infalible, es porque usted mismo tiene miedo a los riesgos. Y si tiene miedo a los riesgos, si no confía en que el sistema controle completamente su vida, su miedo puede ser contagioso y presentar un riesgo muy real de desconfianza en el sistema. En otras palabras, temer los riesgos ya es un riesgo para la sociedad. El imperativo de circulación mercantil en el que se basa el capitalismo cibernético se está metamorfoseando en una fobia general, en una fantasía autodestructiva. La sociedad de control es una sociedad paranoica, lo que se confirma fácilmente por la proliferación de teorías de conspiración en su seno. Cada individuo se subjetiva así en el capitalismo cibernético como un dividuo o dividido con riesgos, como el enemigo cualquiera de la sociedad equilibrada.
No debe sorprender entonces que el razonamiento de los colaboradores natos del Capital como François Ewald o Denis Kessler en Francia sea el de afirmar que el Estado benefactor, característico del modo fordista de regulación social, al reducir los riesgos sociales, ha terminado por hacer a los individuos menos responsables. El desmantelamiento de los sistemas de protección social, del que somos testigos desde el comienzo de la década de 1980, tiene por lo tanto como objetivo responsabilizar a cada uno, haciendo que todos soporten los «riesgos» a los que sólo los capitalistas someten a todo el «cuerpo social». En última instancia, el punto de vista de la reproducción de la sociedad debe ser inculcado en cada individuo, que ya no debe esperar nada de ella, sino que debe sacrificar todo a ella. Ocurre que la regulación social de las catástrofes y los imprevistos ya no puede ser gestionada, como lo fue en la Edad Media durante las epidemias de lepra, sólo por la exclusión social, la lógica de la utilización de chivos expiatorios, la restricción y el encierro. Si cada uno debe hacerse responsable del riesgo que representa para la sociedad, es porque uno ya no puede excluir nada sin privarse de una fuente potencial de ganancias. El capitalismo cibernético significa, por lo tanto, que la socialización de la economía va de la mano con el aumento del «principio-responsabilidad». Produce al ciudadano como un «dividuo con riesgos» que autoneutraliza su potencial para destruir el orden. Se trata, pues, de generalizar el autocontrol, disposición que favorece la proliferación de los dispositivos y asegura un relevo eficaz. Cualquier crisis en el capitalismo cibernético prepara el terreno para el fortalecimiento de los dispositivos. Las protestas contra los OGM, como la «crisis de las vacas locas» de los últimos años en Francia, han permitido en última instancia instituir una trazabilidad sin precedentes de los dividuos y las cosas. La mayor profesionalización del control —que se realiza con la garantía de uno de los sectores económicos cuyo crecimiento está garantizado por la lógica cibernética— no es más que la otra cara del ascenso del ciudadano como subjetividad política que ha autorreprimido totalmente el riesgo que representa objetivamente. La vigilancia ciudadana contribuye así a mejorar los dispositivos de pilotaje.
Mientras que el auge del control a finales del siglo XIX implicó una disolución de los vínculos personalizados —lo que permitió que se hable de una «desaparición de las comunidades»—, en el capitalismo cibernético implica un nuevo trenzado de vínculos sociales atravesado enteramente por el imperativo de pilotaje de sí mismo y de los otros al servicio de la unidad social: es este devenir-dispositivo del hombre lo que supone el ciudadano del Imperio. La importancia actual de estos nuevos sistemas ciudadano-dispositivo, que profundizan las viejas instituciones estatales e impulsan la nebulosa asociativo-ciudadana, demuestra que la gran máquina social que debe ser el capitalismo cibernético no puede prescindir de los hombres, aunque algunos cibernéticos incrédulos han tardado en creerlo, como lo demuestra esta consciencia disgustada de mediados de la década de 1980:
«La automatización sistemática sería, en efecto, un medio radical de superar las limitaciones físicas o mentales que están en la raíz de los errores humanos más comunes: pérdidas momentáneas del estado de alerta debidas al cansancio, el estrés o la rutina; incapacidad temporal para interpretar simultáneamente una multitud de información contradictoria y, por lo tanto, para dominar situaciones excesivamente complejas; eufemismo de riesgos bajo la presión de las circunstancias (emergencias, presiones jerárquicas…); errores de representación que llevan a sobrestimar la seguridad de sistemas que suelen ser muy fiables (un ejemplo es el caso de un piloto que se negó categóricamente a creer que uno de sus motores estaba en llamas). Sin embargo, es necesario preguntarse si el apagado del hombre, considerado como el eslabón débil de la interfaz hombre/máquina, no podría en última instancia crear nuevas vulnerabilidades, aunque sólo fuera ampliando los errores de representación y las pérdidas de vigilancia que, como hemos visto, son la contrapartida frecuente de una exagerada sensación de seguridad. En cualquier caso, el debate merece ser abierto».
En efecto, así es.




V


La ecosociedad es descentralizada, comunitaria, participativa. La responsabilidad y la iniciativa individual existen realmente. La ecosociedad se basa en el pluralismo de ideas, estilos y conductas de vida. Como resultado, la igualdad y la justicia social van en aumento. Pero también, alteraciones en los hábitos, los modos de pensar y las costumbres. Los hombres han inventado una vida diferente en una sociedad equilibrada. Se dieron cuenta de que mantener un estado de equilibrio era más delicado que mantener un estado de crecimiento continuo. Gracias a una nueva visión, a una nueva lógica de la complementariedad, a nuevos valores, los hombres de la ecosociedad inventaron una doctrina económica, una ciencia política, una sociología, una tecnología y una psicología del estado de equilibrio controlado.
Joël de Rosnay, El macroscopio, 1975

Capitalismo y socialismo representan dos organizaciones de la economía derivadas del mismo sistema básico: el de la cuantificación del valor agregado. […] Visto desde este punto de vista, el sistema llamado «socialismo» es sólo el subsistema correctivo aplicado al «capitalismo». Así pues, se puede decir que el capitalismo más escandaloso es socialista en algunos de sus aspectos, y que todo el socialismo es una «mutación» del capitalismo destinada a tratar de estabilizar el sistema mediante una redistribución — redistribución que se considera necesaria para garantizar la supervivencia de todos e incitarlos a un consumo más amplio. Llamaremos en este esquema «capitalismo social» a una organización de la economía, diseñada para establecer un equilibrio aceptable entre capitalismo y socialismo.
Yona Friedman, Utopías realizables, 1974


Los acontecimientos de mayo del 68 provocaron una reacción política en todas las sociedades occidentales, cuya magnitud apenas se recuerda hoy en día. Muy rápidamente, la reestructuración del capitalismo se organizó, como se pone en marcha un ejército. Con el Club de Roma, vimos que multinacionales como Fiat, Volkswagen o Ford pagaban a economistas, sociólogos y ecologistas para determinar las producciones a las que tenían que renunciar las empresas para que el sistema capitalista funcionara mejor y se fortaleciera. En 1972, el informe del Massachusetts Institute of Technology encargado por el llamado Club de Roma, Los límites del crecimiento, provocó un gran revuelo porque recomendaba detener el proceso de acumulación capitalista, incluso en los llamados países en desarrollo. Desde los niveles más altos de la dominación, se reivindicó el «crecimiento cero» para preservar las relaciones sociales y los recursos del planeta, se introdujeron componentes cualitativos en el análisis del desarrollo frente a las proyecciones cuantitativas centradas en el crecimiento, y se exigió en última instancia que el crecimiento se redefiniera completamente y esta presión se acentuó aún más cuando estalló la crisis de 1973. El capitalismo parecía ser autocrítico. Pero la razón por la que he hablado de la guerra y el ejército de nuevo es que el informe del MIT, escrito por el economista Dennis H. Meadows, se basó en el trabajo de Jay Forrester, a quien en 1952 el US Air Force le encargó desarrollar un sistema de alerta y defensa —el SAGE System— que coordinó por primera vez los radares y las computadoras para detectar e impedir un posible ataque en el territorio estadounidense por cohetes enemigos. Forrester había establecido infraestructuras de comunicación y control entre hombres y máquinas donde se interconectaron por primera vez en «tiempo real». Luego fue nombrado a la escuela de administración del MIT para extender sus habilidades en el análisis sistémico al mundo económico. Aplicó los mismos principios de orden y defensa a las empresas, luego fue el turno de las ciudades y finalmente de todo el planeta en su libro World Dynamics que inspiró a los relatores del MIT. Así, la «segunda cibernética» fue decisiva para establecer los principios de la reestructuración del capitalismo. Con ello, la economía política se convirtió en una ciencia de lo vivo. Analizó el mundo como un sistema abierto de transformación y circulación de flujos de energía y dinero.
En Francia, un grupo de pseudocientíficos —el iluminado De Rosnay y el baboso Morin, pero también el místico Henri Atlan, Henri Laborit, René Passet, y el advenedizo Attali— se reunieron para elaborar, siguiendo el MIT, los Diez mandamientos para una nueva economía, un «ecosocialismo» que decían, siguiendo un enfoque sistémico, es decir, cibernético, obsesionado por el «estado de equilibrio» de todo y de todos. No es inútil a posteriori, cuando se escucha a la «izquierda» de hoy y también a la «izquierda de la izquierda», recordar algunos de los principios que De Rosnay presentó en 1975:

  1. Conservar la variedad de espacios así como de culturas, la biodiversidad así como la multiculturalidad.
  2. Velar por que no se abra, por no dejar escapar, la información contenida en los bucles de regulación.
  3. Restablecer el equilibrio de todo el sistema a través de la descentralización.
  4. Diferenciar para integrar mejor, porque, como intuyó Teilhard de Chardin, el jefe ilustrado de todos los cibernéticos, «toda integración real se basa en una diferenciación previa. […] Lo homogéneo, la mezcla, el sincretismo, son la entropía. Sólo la unión en la diversidad es creativa. Aumenta la complejidad, conduce a niveles más elevados de organización».
  5. Para evolucionar: dejarse atacar.
  6. Preferir los objetivos, los proyectos, a la programación detallada.
  7. Saber utilizar la información.
  8. Saber mantener las restricciones en los elementos del sistema.

Ya no se trata, como se podía todavía pretender creer en 1972, de cuestionar el capitalismo y sus efectos devastadores, sino de «reorientar la economía para que sirva mejor a las necesidades humanas, el mantenimiento y la evolución del sistema social y la búsqueda de una auténtica cooperación con la naturaleza. La economía de equilibrio que caracteriza a la ecosociedad es, por lo tanto, una economía “regulada”, en el sentido cibernético del término». Los primeros ideólogos del capitalismo cibernético hablaban de la apertura a una gestión comunitaria del capitalismo desde abajo, a una responsabilización de cada individuo gracias a la «inteligencia colectiva» que resultará del progreso de las telecomunicaciones y la informática. Sin cuestionar la propiedad privada o estatal, se invita a la cogestión y el control de las empresas por parte de las comunidades de asalariados y usuarios. La euforia reformadora de la cibernética de principios de la década de 1970 es tal que se evocó sin más temblor, como si no se hubiera tratado más que de esto desde el siglo XIX, la idea de un «capitalismo social», tal como lo defendió por ejemplo el arquitecto ecologista y diseñador gráfico Yona Friedman. Así cristalizó lo que se conoció como «socialismo de tercera vía» y su alianza con la ecología, cuya influencia política se conoce bien hoy. Si hubo un acontecimiento en esos años en Francia que expuso la progresión tortuosa hacia esta nueva alianza entre socialismo y liberalismo, no sin la esperanza de que algo más surgiera, sería sin duda el caso LIP. Con él, todo el socialismo —incluso en sus corrientes más radicales como el «comunismo consejista»—, no logra derribar el agenciamiento liberal y, sin sufrir una derrota como tal, simplemente termina siendo absorbido por el capitalismo cibernético. La reciente adhesión del ecologista Cohn-Bendit, el amable líder de mayo del 68, a la corriente liberal-libertaria es sólo una consecuencia lógica de la anulación más profunda de las ideas «socialistas» sobre sí mismas.
El actual movimiento «antiglobalización» y la protesta ciudadana en general no presentan ninguna ruptura dentro de esta formación de enunciados desarrollada hace treinta años. Simplemente están pidiendo que se acelere su implementación. Detrás de las estruendosas contracumbres, emerge la misma visión fría de la sociedad como una totalidad amenazada de colapso, el mismo objetivo de regulación social. Se trata de restaurar la cohesión social pulverizada por la dinámica del capitalismo cibernético y, en última instancia, de garantizar la participación de todos en esta última. Por lo tanto, no es sorprendente ver el más árido economicismo que impregna de manera tan tenaz y nauseabunda las filas de los ciudadanos. El ciudadano despojado de todo se proyecta como un experto amateur en gestión social y concibe la nulidad de su vida como una sucesión ininterrumpida de «proyectos» a realizar: como observa con una ingenuidad fingida el sociólogo Luc Boltanski, «cualquier cosa puede lograr la dignidad del proyecto, incluidas las empresas hostiles al capitalismo». Así como el dispositivo «autogestión» ha sido fundamental en la reorganización del capitalismo desde hace treinta años, la protesta ciudadana no es otra cosa que el instrumento actual de la modernización de la política. Este nuevo «proceso de civilización» se basa en la crítica de la autoridad desarrollada en la década de 1970, cuando se estaba cristalizando la segunda cibernética. La crítica de la representación política como poder separado, ya recuperada por el nuevo management en la esfera de la producción económica, se reinvierte hoy en la esfera política. En todas partes, sólo la horizontalidad de las relaciones y la participación en proyectos deben sustituir a la polvorienta autoridad jerárquica y burocrática, contrapoderes y descentralizaciones que se supone que deben deshacer los monopolios y el secreto. De esta manera, las cadenas de interdependencia social, aquí hechas de vigilancia, en otros lugares de delegación, se extienden y se estrechan sin impedimentos. Integración de la sociedad civil por parte del Estado e integración del Estado por parte de la sociedad civil están cada vez más entrelazadas. Así es como se organiza la división del trabajo en la gestión de las poblaciones necesaria para la dinámica del capitalismo cibernético. La afirmación de una «ciudadanía mundial» tendrá que completarla en un futuro previsible.
A partir de la década de 1970, el socialismo se convirtió en nada más que un democratismo, ahora absolutamente necesario para la progresión de la hipótesis cibernética. El ideal de la democracia directa, de la democracia participativa, debe entenderse como un deseo de expropiación general por parte del sistema cibernético de toda la información contenida en sus partes. La demanda de transparencia, de trazabilidad, es una demanda de circulación perfecta de la información, un progresismo en la lógica de flujos que rige el capitalismo cibernético. Fue entre 1965 y 1970 cuando un joven filósofo alemán, presunto heredero de la «teoría crítica», fundó el paradigma democrático de la protesta actual al entrar con gran fanfarria en varias controversias con sus mayores. Habermas oponía al sociocibernético Niklas Luhmann, un teórico de sistemas hiperfuncionalista, la imprevisibilidad del diálogo y la argumentación, que no pueden reducirse a simples intercambios de información. Pero fue sobre todo contra Marcuse que se elaboró el proyecto de una «ética de la discusión» generalizada, que consistía en radicalizar, criticándolo, el proyecto democrático de la Ilustración. A Marcuse, que explicó, comentando las observaciones de Max Weber, que la «racionalización» significa que la razón técnica, en el principio de la industrialización y el capitalismo, es indisolublemente una razón política, Habermas responde que un conjunto de relaciones intersubjetivas inmediatas escapan a las relaciones sujeto-objeto mediatizadas por la técnica, y que en última instancia las enmarcan y orientan. En otras palabras, ante el desarrollo de la hipótesis cibernética, la política debería tener como objetivo autonomizar y ampliar esa esfera de los discursos, multiplicar los espacios democráticas, construir y buscar un consenso que, en definitiva, sería de carácter emancipador. Aparte de reducir el «mundo vivido», la «vida cotidiana», todo lo que se fuga de la máquina de control, a interacciones sociales, a discursos, Habermas ignora aún más profundamente la heterogeneidad fundamental de las formas-de-vida entre sí. Al igual que el contrato, el consenso está vinculado al objetivo de unificación y pacificación a través de la gestión de las diferencias. En el marco cibernético, cualquier fe en el «actuar comunicativo», cualquier comunicación que no asuma la posibilidad de su imposibilidad, termina sirviendo al control. Por eso la técnica y la ciencia no son simplemente, como piensa el idealista Habermas, ideologías que cubrirían el tejido concreto de las relaciones intersubjetivas. Son «ideologías materializadas», dispositivos en cascada, una gubernamentalidad concreta que atraviesa estas relaciones. Nosotros no queremos más transparencia ni más democracia. Hay suficiente. Por el contrario, queremos más opacidad y más intensidad.
Pero yo no habré terminado con el socialismo tal y como lo ha dejado sin vigencia la hipótesis cibernética hasta que haya evocado otras voces; me refiero a la crítica centrada en las relaciones hombres-máquinas que, desde la década de 1970, ataca el supuesto meollo del problema cibernético planteando la cuestión de la técnica más allá de la tecnofobia —la de un Theodore Kaczynski o el mono letrado de Oregón, John Zerzan— y la tecnofilia, y que pretende fundar una nueva ecología radical que no sea estúpidamente romántica. Ya en la crisis económica de la década de 1970, Ivan Illich fue uno de los primeros en expresar la esperanza de una refundación de las prácticas sociales no sólo mediante una nueva relación entre sujetos, como en Habermas, sino también entre sujetos y objetos, mediante una «reapropiación de las herramientas» y las instituciones, que deberían ganarse mediante una «convivialidad» general; una convivialidad que podría socavar la ley del valor. El filósofo de las técnicas Simondon incluso hace de esta reapropiación la palanca para superar a Marx y el marxismo: «El trabajo posee la inteligencia de los elementos, el capital posee la inteligencia de los conjuntos; pero no es combinando la inteligencia de los elementos y la inteligencia de los conjuntos como podemos hacer la inteligencia del ser intermediario y no mixto que es el individuo técnico. […] El diálogo entre el capital y el trabajo es falso porque está en el pasado. La colectivización de los medios de producción no puede provocar una reducción de la alienación por sí misma; sólo puede hacerlo si es la condición previa para que el individuo humano adquiera la inteligencia del objeto técnico individuado. Esta relación del individuo humano con el individuo técnico es la más delicada de formar». La solución al problema de la economía política, de la alienación capitalista, así como de la cibernética, radicaría en la invención de una nueva relación con las máquinas, de una «cultura técnica» que hasta hoy habría hecho falta a la modernidad occidental. Es una doctrina de este tipo la que ha justificado desde hace treinta años el desarrollo masivo de la enseñanza «ciudadana» en ciencias y técnicas. Dado que lo vivo, contrariamente a lo que supone la hipótesis cibernética, es esencialmente diferente de las máquinas, el hombre tendría la responsabilidad de representación de los objetos técnicos: «El hombre como testigo de las máquinas —escribe Simondon— es responsable de su relación; la máquina individual representa al hombre, pero el hombre representa a todas las máquinas, ya que no hay una máquina de todas las máquinas, mientras que puede haber un pensamiento dirigido a todas las máquinas». En su forma utópica actual, como en la vida tardía de Guattari u hoy en día en la obra de Bruno Latour, esta escuela pretenderá «hacer hablar» a los objetos, representar sus normas en la arena pública a través de un «parlamento de las cosas». Con el tiempo, los tecnócratas tendrían que dar paso a «mecanólogos» y otros «mediólogos», cuya única diferencia con los tecnócratas actuales es que estarían más familiarizados con la vida técnica, que serían ciudadanos idealmente acoplados a sus dispositivos. Lo que nuestros utopistas pretenden ignorar es que la integración de la razón técnica por parte de todos no afectaría de ninguna manera las relaciones de fuerza existentes. El reconocimiento de la hibridación hombres-máquinas en los agenciamientos sociales ciertamente sólo extendería la lucha por el reconocimiento y la tiranía de la transparencia en el mundo inanimado. En esta ecología política renovada, socialismo y cibernética alcanzan su punto óptimo de convergencia: el proyecto de una República verde, de una democracia técnica —«una renovación de la democracia podría tener como objetivo una gestión pluralista del conjunto de sus componentes maquínicos», escribe Guattari en su último texto publicado—, la visión mortal de una paz civil definitiva entre humanos y no-humanos.




VI


Así como la modernización lo hizo en la era previa, la posmodernización o informatización actual marca un nuevo modo de devenir humano. En lo que a la producción del alma concierne, como diría Musil, uno debería reemplazar las técnicas tradicionales de las máquinas industriales por la inteligencia cibernética de las tecnologías de la información y la comunicación. Debemos inventar lo que Pierre Lévy llama una antropología del ciberespacio.
Michael Hardt, Toni Negri, Imperio, 2000

La comunicación es el tercero y último medio fundamental de control imperial. […] Los sistemas contemporáneos de comunicación no están subordinados a la soberanía; por el contrario, la soberanía parece estar subordinada a la comunicación. […] La comunicación es la forma de la producción capitalista con la que el capital ha logrado someter total y globalmente a la sociedad bajo su régimen, suprimiendo todo camino alternativo.
Michael Hardt, Toni Negri, Imperio, 2000


La utopía cibernética no sólo ha vampirizado el socialismo y su potencia de oposición convirtiéndose en un «democratismo de base». En la confusa década de 1970, también contaminó el marxismo más avanzado, haciendo su perspectiva insostenible e inofensiva. «En todas partes —como Lyotard escribió en 1979—, de una manera u otra, la Crítica de la economía política y la correspondiente crítica de la sociedad alienada se utilizan como elementos en la programación del sistema». Frente a la hipótesis cibernética unificadora, el axioma abstracto de un antagonismo potencialmente revolucionario —lucha de clases, «comunidad humana» (Gemeinwesen) o «social-vivo» contra Capital, general intellect contra procesos de explotación, «multitud» contra «Imperio», «creatividad» o «virtuosismo» contra trabajo, «riqueza social» contra valor mercantil, etc.— en última instancia sirve al proyecto político de una mayor integración social. La crítica de la economía política y la ecología no critican el género económico específico del capitalismo, ni la visión totalizadora y sistémica específica de la cibernética, sino que paradójicamente la convierten en el motor de sus filosofías emancipadoras de la historia. Su teleología ya no es la del proletariado o la de la naturaleza, sino la del Capital. Su perspectiva actual es profundamente la de una economía social, de una «economía solidaria», de una «transformación del modo de producción», ya no por colectivización o estatización de los medios de producción sino por colectivización de las decisiones de producción. Como demuestra Yann Moulier Boutang, por ejemplo, se trata finalmente de reconocer «el carácter social colectivo de la creación de riqueza», de valorizar la profesión de vivir como ciudadano. Este supuesto comunismo se reduce a un democratismo económico, al proyecto de reconstruir un Estado «posfordista», desde abajo. La cooperación social se plantea aquí como siempre-ya dada, sin inconmensurabilidades éticas, sin interferencias en la circulación de los afectos, sin problemas de comunidad.
El itinerario de Toni Negri dentro de la Autonomía, y luego la nebulosa de sus discípulos en Francia y en el mundo anglosajón, muestra cuánto el marxismo permitió tal deslizamiento hacia la voluntad de voluntad, la «movilización infinita», sellando su derrota ineludible, a la larga, frente a la hipótesis cibernética. Esta última no tuvo dificultad en conectarse con la metafísica de la producción, que abarca todo el marxismo y que Negri lleva a su fin considerando cada afecto, cada emoción, cada comunicación en última instancia como un trabajo. Desde este punto de vista, autopoiesis, autoproducción, autoorganización y autonomía son categorías que desempeñan un papel homólogo en las distintas formaciones discursivas en las que surgieron. Las reivindicaciones inspiradas en esta crítica de la economía política, como la del ingreso garantizado y los «papeles para todos», atacan únicamente los fundamentos de la mera esfera productiva. Si algunos de los que hoy exigen un ingreso garantizado han podido romper con la perspectiva de una puesta en trabajo de todos —es decir, la creencia en el trabajo como valor fundamental— que aún prevalecía en los movimientos de desempleados, es con la condición, paradójicamente, de que hayan conservado una definición heredada, restrictiva, del valor como «valor-trabajo». De esta manera, pueden ignorar el hecho de que, en última instancia, contribuyen a mejorar la circulación de bienes y personas.
Pero es precisamente porque la valorización no es asignable en última instancia a lo que ocurre en la mera esfera productiva, que debemos desplazar en adelante el gesto político —pienso en la huelga, por ejemplo, por no hablar de una huelga general— a las esferas de la circulación de los productos y de la información. ¿Quién puede dejar de ver que la demanda de «papeles para todos», si se satisface, sólo contribuirá a una mayor movilidad de la fuerza de trabajo a nivel mundial, como bien han entendido los pensadores liberales estadounidenses? En cuanto al salario garantizado, si se obtiene, ¿no traerá simplemente un ingreso adicional al circuito del valor? Representaría el equivalente formal de una inversión del sistema en su «capital humano», un crédito; anticiparía una producción futura. En el contexto de la reestructuración actual del capitalismo, su reivindicación podría compararse con una proposición neokeynesiana de reactivar la «demanda efectiva» que podría servir de red de seguridad para el deseado desarrollo de la «Nueva Economía». De ahí también la adhesión de varios economistas a la idea de un «ingreso universal» o «ingreso de ciudadanía». Lo que justificaría esto, en opinión de Negri y sus seguidores, es una deuda social contraída por el capitalismo hacia la «multitud». Y si dije antes que el marxismo de Negri había funcionado, como todos los demás marxismos, a partir de un axioma abstracto sobre el antagonismo social, es porque necesita concretamente la ficción de la unidad del cuerpo social. En sus días más ofensivos, como los vividos en Francia durante el movimiento de los desempleados en el invierno de 1997-1998, sus perspectivas apuntaban a fundar un nuevo contrato social, aunque se llamara comunista. Dentro de la política clásica, el negrismo ya desempeña el papel de la vanguardia de los movimientos ecologistas.
Para encontrar la coyuntura intelectual que explica esta fe ciega en lo social concebido como objeto y sujeto posible de un contrato, como conjunto de elementos equivalentes, como clase homogénea, cuerpo orgánico, hay que remontarse a finales de la década de 1950, cuando la descomposición progresiva de la clase obrera en las sociedades occidentales atormentaba a los teóricos marxistas porque trastornaba el axioma de la lucha de clases. Algunos creyeron entonces que encontraron en los Grundrisse de Marx un desfile, una prefiguración de aquello en lo que el capitalismo y su proletariado se estaban convirtiendo. En el fragmento sobre las máquinas, Marx prevé en medio de la fase de industrialización que la fuerza de trabajo individual podría dejar de ser la fuente principal de la plusvalía porque el «saber social general, el conocimiento», se convertiría en la potencia productiva inmediata. Ese capitalismo, que hoy en día se llama cognitivo, ya no sería desafiado por el proletariado que nació en las grandes manufacturas. Marx supone que lo sería por el «individuo social». Especifica la razón de ese inevitable proceso de derrocamiento: «El capital pone en movimiento todas las fuerzas de la ciencia y la naturaleza, estimula la cooperación y el comercio sociales para liberar (relativamente) la creación de la riqueza del tiempo de trabajo. […] Éstas son las condiciones materiales que harán añicos los cimientos del capital». La contradicción del sistema, su antagonismo catastrófico, vendría del hecho de que el Capital mide cualquier valor como tiempo de trabajo, mientras que es obligado a reducir este último debido a las ganancias de productividad que permite la automatización. En resumen, el capitalismo está condenado porque requiere a la vez menos y más trabajo. Las respuestas a la crisis económica de la década de 1970, el ciclo de luchas que duró más de diez años en Italia, dio un impulso inesperado a esta teleología. La utopía de un mundo en el que las máquinas trabajarán en nuestro lugar parece estar al alcance de la mano. La creatividad, el individuo social, el general intellect —juventud estudiantil, marginados cultivados, trabajadores inmateriales, etc.— separados de la relación de explotación, serían el nuevo sujeto del comunismo que viene. Para algunos, entre ellos Negri o Castoriadis, pero también los situacionistas, esto significa que el nuevo sujeto revolucionario se reapropiará su «creatividad», o su «imaginario», confiscados por la relación de trabajo, y hará del tiempo de no-trabajo una nueva fuente de emancipación de sí mismo y de la colectividad. La Autonomía como movimiento político se basará en estos análisis.
En 1973, Lyotard, que había frecuentado durante mucho tiempo a Castoriadis en el seno de Socialisme ou Barbarie, constató la indiferenciación entre este nuevo discurso marxista o posmarxista del general intellect y el discurso de la nueva economía política: «el cuerpo de las máquinas que ustedes llaman sujeto social y fuerza productiva universal del hombre no es oto que el cuerpo del Capital moderno. El saber que está en juego en él no es de ningún modo el asunto de todos los individuos, está separado, es un momento en la metamorfosis del capital, obedeciéndolo tanto como el gobernante». El problema ético que plantea la esperanza depositada en la inteligencia colectiva, que hoy encontramos en las utopías de los usos colectivos autónomos de las redes de comunicación, es el siguiente: «sólo se puede decidir que el papel principal del saber es ser un elemento indispensable para el funcionamiento de la sociedad y actuar en consecuencia hacia ella si se ha decidido que es una gran máquina. Por el contrario, sólo se puede contar con su función crítica y su desarrollo y su difusión sólo pueden dirigirse en esta dirección si se ha decidido que no forma un todo integrado y que sigue estando acechada por un principio de contestación». Al conjugar los dos términos irreconciliables de esta alternativa, todas las posiciones heterogéneas cuya matriz hemos encontrado en el discurso de Toni Negri y sus seguidores, y que representan el punto de culminación de la tradición marxista y su metafísica, están condenadas al vagabundeo político, a la ausencia de un destino distinto del que les prepara la dominación. Lo esencial aquí, y que seduce a tantos aprendices intelectuales, es que estos saberes nunca sean poderes, que el conocimiento nunca sea conocimiento de sí, que la inteligencia siempre permanezca separada de la experiencia. El objetivo político del negrismo es formalizar lo informal, hacer explícito lo implícito, patente lo tácito, en definitiva, valorizar lo que está fuera-de-valor. Y en efecto, Yann Moulier-Boutang, el perro fiel de Negri, acabó por escupir la sopa en el año 2000, en un traqueteo irreal de un cocainómano debilitado: «El capitalismo en su nueva fase, o en su última frontera, necesita el comunismo de las multitudes». El comunismo neutro de Negri, la movilización que comanda, no sólo es compatible con el capitalismo cibernético, sino que ahora es la condición de su realización.
Una vez digeridas las propuestas del Informe del MIT, los economistas del crecimiento destacaron el papel crucial de la creatividad y la innovación tecnológica —junto con los factores Capital y Trabajo— en la producción de plusvalía. Y otros expertos, igualmente bien informados, argumentaron entonces doctamente que la propensión a innovar depende del grado de educación, formación, salud, las poblaciones —siguiendo al economicista más radical, Gary Becker, se llamará a esto el «capital humano»—, la complementariedad entre los agentes económicos —complementariedad que puede promoverse mediante el establecimiento de una circulación regular de información, mediante las redes de comunicación—, así como de la complementariedad entre la actividad y el entorno, lo viviente humano y lo viviente no-humano. Lo que explicaría la crisis de la década de 1970 es que existe una base social, cognitiva y natural para el mantenimiento del capitalismo y su desarrollo que había sido descuidada hasta entonces. Más profundamente, esto significa que el tiempo de no-trabajo, el conjunto de momentos que escapan a los circuitos de la valorización mercantil —es decir, la vida cotidiana— son también un factor de crecimiento, tienen un valor en potencia en la medida en que permiten sustentar la base humana del capital. Por ello, ejércitos de expertos recomiendan a las empresas que apliquen soluciones cibernéticas a la organización de la producción: desarrollo de las telecomunicaciones, organización en redes, «management participativo» o por proyecto, paneles de consumidores, controles de calidad, contribuyen a aumentar las tasas de beneficios. Para quienes querían salir de la crisis de la década de 1970 sin poner en tela de juicio el capitalismo, «relanzar el crecimiento», en lugar de detenerlo, implicaba por tanto una profunda reorganización en la dirección de una democratización de las elecciones económicas y de un apoyo institucional al tiempo de la vida, como en la demanda de «gratuidad» por ejemplo. Sólo en este sentido es como se puede afirmar hoy que el «nuevo espíritu del capitalismo» hereda la crítica social de las décadas de 1960 y 1970: exactamente en la medida en que la hipótesis cibernética inspira el modo de regulación social que surgió en aquel momento.
Por lo tanto, no es de extrañar que la comunicación, la puesta en común de saberes impotentes que logra la cibernética, permita hoy en día a los ideólogos más avanzados hablar de «comunismo cibernético», como lo hacen Dan Sperber y Pierre Lévy (el principal cibernético del mundo francófono, el colaborador de la revista Multitudes, el autor del aforismo: «la evolución cósmica y cultural culmina hoy en el mundo virtual del ciberespacio»). «Socialistas y comunistas —escriben Hardt y Negri— han exigido desde hace mucho tiempo que el proletariado tenga acceso libre y control de las máquinas y materiales que utiliza para producir. Sin embargo, en el contexto de la producción inmaterial y biopolítica, esta demanda tradicional adquiere un nuevo aspecto. La multitud no sólo utiliza máquinas para producir, sino que ella misma se vuelve cada vez más maquínica, con los medios de producción cada vez más integrados en las mentes y cuerpos de la multitud. En este contexto, la reapropiación significa tener libre acceso y control sobre el conocimiento, la información, la comunicación y los afectos, puesto que éstos son algunos de los principales medios de la producción biopolítica». En este comunismo, se maravillan, uno no compartirá la riqueza sino la información, y todos serán tanto productores como consumidores. ¡Todo el mundo se convertirá en su propio «automedia»! ¡El comunismo será un comunismo de robots!
Ya sea que rompa sólo con los postulados individualistas de la economía o que considere la economía mercantil como un componente regional de una economía más general —que es lo que implican todos los debates sobre la noción de valor, como los del grupo alemán Krisis, y todas las apologías del don contra el intercambio inspiradas en Mauss, incluida la energética anticibernética de Bataille, así como todas las consideraciones sobre lo simbólico, ya sea en Bourdieu o Baudrillard— la crítica de la economía política sigue dependiendo in fine del economicismo. En una perspectiva de salvación por medio de la actividad, la ausencia de un movimiento de trabajadores que corresponda al proletariado revolucionario imaginado por Marx será conjurada por el trabajo militante de su organización. «El partido —escribe Lyotard— debe aportar la prueba de que el proletariado es real, y no puede hacerlo más de lo que se puede aportar la prueba de un ideal de razón. Sólo puede proporcionarse a sí mismo como prueba y hacer una política realista. El referente de su discurso sigue siendo directamente impresentable, no ostensible. La divergencia reprimida vuelve al interior del movimiento obrero, especialmente en forma de conflictos recurrentes sobre la cuestión de la organización». La búsqueda de una clase de productores en lucha hace que los marxistas más consecuentes sean los productores de una clase integrada. Sin embargo, no es indiferente, existencial y estratégicamente, oponerse políticamente en lugar de producir antagonismos sociales, ser para el sistema un contradictor o ser un regulador, crear en lugar de querer que la creatividad se libere, desear en lugar de desear el deseo, en definitiva, combatir la cibernética en lugar de ser un cibernético crítico.
Uno podría, habitado por la pasión triste del origen, buscar en el socialismo histórico las premisas de esta alianza que se ha manifestado en los últimos treinta años, ya sea en la filosofía de las redes de Saint-Simon, en la teoría del equilibrio de Fourier o en el mutualismo de Proudhon, etc. Pero lo que los socialistas tienen en común desde hace dos siglos, y lo que comparten con aquellos de ellos que se han declarado comunistas, es que luchan contra uno solo de los efectos del capitalismo: en todas sus formas, el socialismo lucha contra la separación recreando algo de lazo social entre sujetos, entre sujetos y objetos, sin luchar contra la totalización, que permite que se asimile lo social a un cuerpo y el individuo a una totalidad cerrada, un cuerpo-sujeto. Pero también hay otro terreno común, místico, en el que la transferencia de las categorías de pensamiento del socialismo y de la cibernética se pudieron combinar: el de un humanismo inconfesable, de una fe incontrolada en el genio de la humanidad. Así como es ridículo ver detrás de la construcción de una colmena a partir de las actitudes erráticas de las abejas un «alma colectiva», como hizo el escritor Maeterlinck a principios del siglo XX desde una perspectiva católica, también el mantenimiento del capitalismo no depende en absoluto de la existencia de una consciencia colectiva de la «multitud» alojada en el corazón de la producción. Bajo el disfraz del axioma de la lucha de clases, la utopía socialista histórica, la utopía de la comunidad, habrá sido en última instancia una utopía del Uno promulgada por la Cabeza sobre un cuerpo que no puede hacer nada. Todo socialismo —ya sea que reivindique más o menos explícitamente las categorías de democracia, producción, contrato social— defiende hoy el partido de la cibernética. La política no-ciudadana debe asumirse como antisocial y antiestatal, debe negarse a contribuir a la resolución de la «cuestión social», debe rechazar la configuración del mundo en forma de problemas, debe rechazar la perspectiva democrática que estructura la aceptación por parte de cada uno de las demandas de la sociedad. En cuanto a la cibernética, hoy en día es sólo el último socialismo posible.




VII


La teoría es el goce sobre la inmovilización. […] Lo que les da a ustedes, teóricos, una erección, y los lanza a nuestra pandilla, es la frialdad de lo claro y lo distinto; de hecho, sólo de lo distinto, que es lo oponible, porque lo claro no es más que una redundancia sospechosa de lo distinto, traducida en filosofía del sujeto. Detengan la barra, ustedes dicen: salir del pathos, — ése es su pathos.
Jean-François Lyotard, Economía libidinal, 1973


Es costumbre cuando uno es un escritor, poeta o filósofo apostar por la potencia del Verbo para obstaculizar, frustrar o perforar los flujos informacionales del Imperio, las máquinas binarias de la enunciación. Ya han ustedes escuchado a los cantantes de la poesía como el último baluarte contra la barbarie de la comunicación. Incluso cuando identifica su posición con la de las literaturas menores, los excéntricos, los «locos literarios», cuando persigue los idiolectos que  trabajan todas las lenguas para mostrar lo que se escapa del código, para implosionar la idea misma de la comprensión, para exponer el malentendido fundamental que derrota la tiranía de la información, el autor que, además, sabe que está actuando, hablando y experimentando intensidades, está sin embargo animado delante de su página en blanco por una concepción profética del enunciado. Para el «receptor» que soy, los efectos de sideración que ciertas escrituras comenzaron a buscar conscientemente a partir de la década de 1960 no son a este respecto menos paralizantes que la vieja teoría crítica categórica y sentenciosa. Ver desde mi silla a Guyotat o Guattari venirse a cada línea, retorcerse, eructar, tirarse pedos y vomitar su devenir-delirio sólo rara vez me provoca una erección, venirme o refunfuñar, es decir, sólo cuando un deseo me lleva a las orillas del voyeurismo. Performances, seguro, pero ¿performances de qué? Performances de una alquimia de internado en la que la piedra filosofal es rastreada con chorros mezclados de tinta y esperma. La intensidad proclamada no es suficiente para generar el tránsito de intensidad. La teoría y la crítica, por su parte, permanecen enclaustradas en una policía del enunciado claro y distinto, tan transparente como debería ser el tránsito de la «falsa consciencia» a la consciencia iluminada.
Lejos de ceder a cualquier mitología del Verbo o a una esencialización del sentido, Burroughs propone, en La revolución electrónica, formas de lucha contra la circulación controlada de los enunciados, estrategias ofensivas de enunciación que conciernen a las operaciones de «manipulación mental» inspiradas en sus experimentos de «cut-up», una combinatoria de enunciados basada en el azar. Al proponer hacer de la «distorsión», scrambling, un arma revolucionaria, innegablemente sofistica las búsquedas previas de un lenguaje ofensivo. Pero al igual que la práctica situacionista de la «desviación», détournement, que nada en su modus operandi distingue de la práctica de la «recuperación» —lo que explica su espectacular fortuna—, la «distorsión» es simplemente una operación reactiva. Lo mismo ocurre con las formas de lucha contemporáneas en Internet, que se inspiran en las instrucciones de Burroughs: piratería informática, propagación de virus, spamming sólo pueden servir in fine para desestabilizar temporalmente el funcionamiento de la red de comunicaciones. Pero en lo que nos concierne aquí y ahora, Burroughs se ve obligado a estar de acuerdo, en términos ciertamente heredados de las teorías de la comunicación, que hipostasian así la relación emisor-receptor: «Más concretamente, descubrir cómo los viejos patrones de escaneo podrían alterarse de modo que el sujeto libere sus propios patrones espontáneos de escaneo». La apuesta ne cualquier enunciación no es la recepción sino el contagio. Llamo insinuación —el illapsus de la filosofía medieval— a la estrategia de seguir la sinuosidad del pensamiento, las palabras errantes que me ganan y al mismo tiempo constituyen el terreno baldío donde se establecerá su recepción. Jugando con la relación entre el signo y sus referentes, utilizando clichés en sentido contrario, como en la caricatura, dejando que el lector se acerque, la insinuación hace posible un encuentro, una presencia íntima, entre el sujeto de la enunciación y los que están conectados al enunciado. «Hay contraseñas [mots de passe, lit. palabras de paso] bajo las consignas [mots d’ordre, lit. palabras de orden] —escriben Deleuze y Guattari—. Palabras que estarían como de paso, componentes de paso, mientras que las consignas marcan paradas, composiciones estratificadas, organizadas». La insinuación es la bruma de la teoría y se ajusta a un discurso cuyo objetivo es permitir las luchas contra el culto a la transparencia ligado, desde el principio, a la hipótesis cibernética.
Que la visión cibernética del mundo es una máquina abstracta, una fábula mística, una fría elocuencia a la que escapan continuamente múltiples cuerpos, gestos, palabras, no es suficiente para concluir su ineludible fracaso. Si hay algo que falta a la cibernética a este respecto, es precisamente lo mismo que la sostiene: el placer de la racionalización ultrajante, la quemazón que provoca el «tautismo», la pasión por la reducción, el goce del aplanamiento binario. Atacar la hipótesis cibernética, es necesario repetir, no es criticarla y oponerle una visión competidora del mundo social, sino experimentar al lado de ella, llevar a cabo otros protocolos, crearlos desde cero y gozarlos. A partir de la década de 1950, la hipótesis cibernética ejerció una fascinación indiscutible sobre toda una generación «crítica», desde los situacionistas hasta Castoriadis, desde Lyotard hasta Foucault, Deleuze y Guattari. Sus respuestas se podrían cartografiar de esta manera: los primeros se opusieron a ella desarrollando un pensamiento afuera, en sobrevuelo; los segundos utilizando un pensamiento del medio, por un lado «un tipo metafísico de diferencia con el mundo, que apunta a mundos supraterrestres trascendentes o a contramundos utópicos», y por el otro «un tipo poiético de diferencia con el mundo que ve en lo real mismo el camino hacia la libertad», como lo resume Peter Sloterdijk. El éxito de cualquier experimentación revolucionaria futura se medirá esencialmente por su capacidad de hacer nula esta oposición. Comienza cuando los cuerpos cambian de escala, se sienten más espesos, son atravesados por fenómenos moleculares que escapan a los puntos de vista sistémicos, a las representaciones molares, y convierten cada uno de sus poros en una máquina de visión aferrada a los devenires en lugar de una cámara fotográfica, que enmarca, delimita, asigna a los seres. En las líneas que siguen, insinúo un protocolo de experimentación destinado a deshacer la hipótesis cibernética y el mundo que persevera en construir. Pero como en otras artes eróticas o estratégicas, su uso no puede ser decidido o impuesto. Sólo puede provenir del más puro involuntarismo, lo que ciertamente implica una cierta desenvoltura.




VIII


También carecemos de la generosidad y la indiferencia ante el destino que a falta de una gran alegría trae consigo la familiaridad con los peores errores y que el mundo que viene nos traerá.
Roger Caillois

Lo ficticio paga cada vez más caro su fuerza, cuando más allá de su pantalla resplandece lo real posible. Sin embargo, es precisamente ahora cuando la dominación de lo ficticio se ha vuelto totalitaria. Pero, de hecho, aquí está marcado su límite dialéctico y «natural». O bien en el último ardor desaparece el deseo junto con su sujeto, la corporeidad en devenir de la Gemeinwesen latente, o bien todo simulacro desaparece: se desata la lucha extrema de la especie contra los últimos gestores de la alienación, en el sangriento atardecer de todos los «soles del porvenir» finalmente amanece un porvenir posible. A los hombres sólo les falta para ser, por ahora, separarse definitivamente de cualquier «utopía concreta».
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975


No todos los individuos, los grupos, no todas las formas-de-vida, pueden ser puestos en un bucle de retroalimentación. Algunos son demasiado frágiles. Amenazando con romperse. Algunos son demasiado fuertes, amenazando con romper.
Esos devenires,
en proceso de ruptura,
suponen que en algún momento de la experiencia vivida los cuerpos pasen por la aguda sensación de que esto puede terminar abruptamente,
de un momento a otro,
que la nada,
el silencio,
la muerte están al alcance del cuerpo y el gesto.
Esto puede terminar.
La amenaza.


Para frustrar el proceso de cibernetización, para derrocar el Imperio, se requiere una apertura al pánico. Debido a que el Imperio es un conjunto de dispositivos diseñados para conjurar el acontecimiento, un proceso de control y racionalización, su caída siempre será percibida por sus agentes y aparatos de control como el más irracional de los fenómenos. Las siguientes líneas dan una idea de lo que puede ser ese punto de vista cibernético sobre el pánico y, a contrario, indican su potencia efectiva: «El pánico es, por lo tanto, un comportamiento colectivo ineficaz, porque no está adaptado al peligro (real o supuesto); se caracteriza por la regresión de las mentalidades a un nivel arcaico y gregario, conduce a reacciones primitivas de huida desesperada, agitación desordenada, violencia física y, en general, a actos de auto- o hetero-agresividad; las reacciones de pánico atañen a las características del alma colectiva con percepciones y juicios alterados, alineamiento con los comportamientos más frustrantes, sugestionabilidad, participación en la violencia sin ninguna noción de responsabilidad individual».
El pánico es lo que hace paniquearse a los cibernéticos. Representa el riesgo absoluto, la amenaza potencial permanente que supone la intensificación de las relaciones entre formas-de-vida. Por lo tanto, hay que hacerla espantosa, como intenta el mismo cibernético de turno: «El pánico es peligroso para la población a la que alcanza; aumenta el número de víctimas de un accidente debido a reacciones de fuga inapropiadas, incluso puede ser la única causa de muerte y lesiones; cada vez, son los mismos escenarios: actos de furia ciega, pisoteo, aplastamiento…». La mentira de tal descripción consiste en imaginar fenómenos de pánico exclusivamente en un ambiente cerrado: como liberación de los cuerpos, el pánico es audodestructivo porque todos intentan escapar por una salida demasiado estrecha.
Pero es posible prever, como en Génova en julio de 2001, que un pánico a una escala suficiente para frustrar las programaciones cibernéticas y atravesar varios ambientes, podría ir más allá de la fase de aniquilación, como sugiere Canetti en Masa y poder: «Si no se estuviera en un teatro, se podría huir en conjunto, como una manada de animales en peligro, y mediante movimientos sincronizados aumentar la energía de la fuga. Un miedo masivo activo de esta especie es el gran acontecimiento colectivo que experimentan todos los animales que viven en manadas y que, como buenos corredores, se salvan juntos». A este respecto, considero un hecho político de suma importancia el pánico de más de un millón de personas provocado por Orson Welles en octubre de 1938 cuando anunció en la radio la llegada inminente de los marcianos a Nueva Jersey, en una época en que la radiofonía era todavía tan virgen que sus emisiones tenían cierto valor de verdad. Porque «cuanto más luchas por tu propia vida, más evidente es que estás luchando contra otros que te obstaculizan por todos lados», el pánico también revela, junto con un gasto inaudito e incontrolable, la guerra civil en su estado desnudo: es «una desintegración de la masa en la masa».
En una situación de pánico, las comunidades se desprenden del cuerpo social concebido como una totalidad y quieren escapar de él. Pero como aún están física y socialmente cautivos de él, se ven obligadas a atacarlo. Más que cualquier otro fenómeno, el pánico manifiesta el cuerpo plural e inorgánico de la especie. Sloterdijk, ese último hombre de la filosofía, extiende esta concepción positiva del pánico: «Desde una perspectiva histórica, los alternativos son probablemente los primeros hombres en desarrollar una relación no histérica con el apocalipsis posible. […] La conciencia alternativa actual se caracteriza por algo que podría llamarse una relación pragmática con la catástrofe». A la cuestión, «la civilización, en la medida en que tiene que edificarse sobre expectativas, repeticiones, seguridades e instituciones, no depende de la ausencia o incluso de la exclusión del elemento de pánico», como lo implica la hipótesis cibernética, Sloterdijk opone que «sólo a través de la proximidad de experiencias de pánico son posibles las sociedades vivas». De esta manera, conjuran las potencialidades catastróficas de la época recuperando su familiaridad original. Ofrecen la posibilidad de convertir estas energías en «un éxtasis racional mediante el cual el individuo se abre a la intuición: “yo soy el mundo”». Lo que en el pánico rompe los diques y se coniverte en una potencial carga positiva, una intuición confusa (en la con-fusión) de su superación, es que cada uno está ahí como la fundación viva de su propia crisis en lugar de sufrirla como una fatalidad externa. La búsqueda del pánico activo —«la experiencia de pánico del mundo»— es, por lo tanto, una técnica para asumir el riesgo de desintegración que cada persona representa para la sociedad como dividuo con riesgos. Es el fin de la esperanza y de cualquier utopía concreta que toma forma de puente lanzado hacia el no esperar nada más, no tener ya nada que perder. Y es una forma de reintroducir, a través de una sensibilidad particular a las posibilidades de las situaciones vividas, a sus posibilidades de colapso, a la extrema fragilidad de su ordenamiento, una relación serena con el movimiento de huida hacia adelante del capitalismo cibernético. En el crepúsculo del nihilismo, se trata de hacer que el miedo sea tan extravagante como la esperanza.
En el marco de la hipótesis cibernética, el pánico se entiende como un cambio en el estado del sistema autorregulado. Para un cibernético, cualquier desorden sólo puede basarse en las variaciones entre comportamientos calculados y comportamientos efectivos de los elementos del sistema. Llamamos «ruido» a un comportamiento que escaparía al control mientras permanece indiferente al sistema, que por consiguiente no puede ser procesado por una máquina binaria, reducido a un 0 o a un 1. Estos ruidos son las líneas de fuga, los vagabundeos de los deseos que aún no han entrado en el circuito de valorización, lo no-inscrito. Nosotros hemos llamado Partido Imaginario al conjunto heterogéneo de esos ruidos que proliferan bajo el Imperio sin alterar su equilibrio inestable, sin modificar su estado, siendo la soledad por ejemplo la forma más extendida de estos pasajes por el lado del Partido Imaginario. Wiener, al fundar la hipótesis cibernética, imagina la existencia de sistemas —llamados «circuitos cerrados reverberantes»— donde proliferarían las desviaciones entre comportamientos deseados por el conjunto y comportamientos efectivos de los elementos. Prevé que estos ruidos podrían aumentar bruscamente en serie, como cuando las reacciones de un conductor ocasionan que derrape su vehículo después de que éste se haya metido en una carretera helada o haya golpeado una valla de la autopista. Sobreproduciendo malos feedbacks que distorsionan lo que deberían señalar, que amplifican lo que debería contener, estas situaciones indican el camino hacia una pura potencia reverberante. La práctica actual de bombardeo de información en ciertos puntos nodales de la red Internet —el spamming— tiene como objetivo producir tales situaciones. Cualquier revuelta bajo y contra el Imperio sólo puede concebirse a partir de una amplificación de esos «ruidos» capaces de constituir lo que Prigogine y Stengers —que invitan a una analogía entre mundo físico y mundo social— han llamado «puntos de bifurcación», umbrales críticos a partir de los cuales se hace posible un nuevo estado del sistema.
El error común de Marx y Bataille con sus categorías de «fuerza de trabajo» o de «gasto» habrá sido el de haber situado la potencia de derrocamiento del sistema fuera de la circulación de los flujos mercantiles, en una exterioridad presistémica, antes y después del capitalismo, en la naturaleza para el primero, en un sacrificio fundacional para el segundo, que debían ser la palanca desde la cual pensar la metamorfosis sin fin del sistema capitalista. En el primer número de Le Grand Jeu, el problema de la ruptura del equilibrio se plantea en términos más inmanentes, aunque todavía algo ambiguos: «Esta fuerza que es, no puede quedar sin empleo en un cosmos tan lleno como un huevo, en el que todo actúa y reacciona sobre todo. Sólo entonces un chasquido, una palanca desconocida, debe desviar de repente esta corriente de violencia en otra dirección. O más bien en una dirección paralela, pero gracias a un viraje brusco, en otro plano. Su revuelta debe convertirse en la Revuelta invisible». No es simplemente una «insurrección invisible de un millón de espíritus», como pensaba el celestial Trocchi. La fuerza de lo que llamamos política extática no proviene de un afuera sustancial sino de la desviación o la disparidad, de la pequeña variación, de los recovecos que, partiendo del interior del sistema, lo empujan localmente a su punto de ruptura y por lo tanto de las intensidades que todavía pasan entre formas-de-vida, a pesar de la atenuación de las intensidades que mantienen. Más precisamente, proviene del deseo que excede el flujo en la medida en que lo alimenta sin ser trazable en él, que pasa por debajo de su trazado y que a veces se fija, se instancia entre unas formas-de-vida que juegan, en situación, el papel de atractores. Está, se sabe, en la naturaleza del deseo no dejar rastros por donde pasa. Volvamos al momento en que un sistema en equilibrio puede tambalearse: «En las proximidades de los puntos de bifurcación —escriben Prigogine y Stengers—, donde el sistema tiene la “elección” entre dos regímenes de funcionamiento y no está, en sentido estricto, ni en uno ni en otro, la desviación de la ley general es total: las fluctuaciones pueden alcanzar el mismo orden de magnitud que los valores macroscópicos promedio. […] Las regiones separadas por distancias macroscópicas están correlacionadas: las velocidades de las reacciones que ocurren ahí se regulan entre sí, de modo que los acontecimientos locales tienen repercusiones en todo el sistema. Se trata realmente de un estado paradójico, que desafía todas nuestras “intuiciones” sobre el comportamiento de las poblaciones, un estado en el que las pequeñas diferencias, lejos de anularse, se suceden y se propagan sin tregua. El caos indiferente del equilibrio ha dado paso así a un caos creativo como el evocado por los antiguos, un caos fértil del que puedan surgir estructuras diferentes».
Sería ingenuo deducir directamente de esta descripción científica de los potenciales de desorden un nuevo arte político. El error de los filósofos y de todo pensamiento que se despliega sin reconocer en él, en su misma enunciación, lo que debe al deseo es situarse artificialmente por encima de los procesos que objetiva, incluso en la experiencia; de los que, además, Prigogine y Stengers no escapan. La experimentación, que no es la experiencia consumada sino su proceso de realización, se sitúa en la fluctuación, en medio del ruido, al acecho de la bifurcación. Los acontecimientos que ocurren en lo social, a un nivel lo suficientemente significativo como para influir en los destinos generales, no son la simple suma de los comportamientos individuales. Por otro lado, los comportamientos individuales no influyen más por sí mismos en los destinos generales. Sin embargo, quedan tres etapas que son todas una y que, de no representarse, serán experimentadas por los cuerpos como problemas inmediatamente políticos: me refiero a la amplificación de los actos no-conformes; la intensificación de los deseos y su acuerdo rítmico; el agenciamiento de un territorio, aunque sólo sea porque «la fluctuación no puede invadir todo el sistema de una sola vez. Primero tiene que establecerse en una región. Dependiendo de si esta región inicial es o no más pequeña que una dimensión crítica […] la fluctuación retrocede o, por el contrario, puede invadir todo el sistema». Tres problemas, por lo tanto, que requieren ejercicios para una ofensiva antiimperial: problema de fuerza, problema de ritmo, problema de impulso.
Estas cuestiones, vistas desde el punto de vista neutralizado y neutralizante del observador de laboratorio o de sala, deben ser retomadas desde el interior, probadas. Amplificar fluctuaciones, ¿qué significa eso para mí? ¿Cómo pueden las desviaciones, como las mías, causar desorden? ¿Como pasamos de las fluctuaciones dispersas y singulares, de las distorsiones de cada uno con respecto a la norma y los dispositivos, a unos devenires, a unos destinos? ¿Como puede lo que se fuga y huye del capitalismo, lo que escapa de la valorización, convertirse en una fuerza y volverse contra ella? La política clásica ha resuelto este problema a través de la movilización. Movilizar significaba sumar, agregar, reunir, sintetizar. Significaba unificar las pequeñas diferencias, las fluctuaciones, haciéndolas parecer un gran error, una injusticia irreparable que debe ser reparada. Las singularidades estarían ahí ya. Era suficiente con subsumirlas bajo un solo predicado. La energía también estaba siempre-ya ahí. Era suficiente con organizarla. Yo seré la cabeza, ellos serán el cuerpo. Así que el teórico, la vanguardia, el partido hicieron funcionar la fuerza de la misma manera que el capitalismo, mediante la  circulación y el control, para apoderarse, como en la guerra clásica, del corazón del enemigo y tomar el poder tomando su cabeza.
La revuelta invisible, el «golpe-del-mundo» del que hablaba Trocchi, juega al contrario con la potencia. Es invisible porque es impredecible a los ojos del sistema imperial. Amplificadas, las fluctuaciones en relación con los dispositivos imperiales nunca se agregan. Son tan heterogéneas como lo son los deseos y nunca pueden formar una totalidad cerrada, ni siquiera una multitud cuyo nombre es sólo un señuelo si no significa multiplicidad irreconciliable de formas-de-vida. Los deseos se fugan, hacen clinamen o no, producen intensidades o no, y, más allá de la fuga, continúan fugándose. Permanecen reacios ante cualquier forma de representación, sea en forma de cuerpo, clase, partido. Por lo tanto, debe deducirse que cualquier propagación de las fluctuaciones será también una propagación de la guerra civil. La guerra de guerrillas difusa es la forma de lucha que debe producir tal invisibilidad a los ojos del enemigo. El recurso de una fracción de la Autonomía en la Italia de la década de 1970 a la guerra de guerrillas difusa puede explicarse precisamente en virtud del carácter cibernético avanzado de la gubernamentalidad italiana. Éstos fueron los años del desarrollo del «consociativismo», que presagió el ciudadanismo actual, la asociación de partidos, sindicatos y asociaciones para la distribución y la cogestión del poder. Lo más importante aquí no es compartir sino gestionar y controlar. Este modo de gobierno va mucho más allá del Estado benefactor al crear cadenas de interdependencia más largas entre ciudadanos y dispositivos, extendiendo así los principios de control y gestión de la burocracia administrativa.




IX


Ahí es donde los programas generalizados se rompen los dientes. En trozos del mundo, en pedazos de hombres que no los quieren, los programas.
Philippe Carles, Jean-Louis Comolli, «Free Jazz, hors programme, hors sujet, hors champ», 2000

Los pocos rebeldes activos deben poseer las cualidades de velocidad y resistencia, ubicuidad e independencia de las rutas de abastecimiento.
T. E. Lawrence, «Guerra de guerrillas», Encyclopædia Britannica, tomo X, 1926


A T. E. Lawrence se le atribuye la elaboración de los principios de la guerra de guerrillas a partir de su experiencia en el combate junto a los árabes contra los turcos en 1916. ¿Qué dice Lawrence? La batalla ya no es el único proceso de la guerra, así como la destrucción del corazón del enemigo ya no es su objetivo central, a fortiori si este enemigo no tiene rostro, como es el caso del poder impersonal materializado por los dispositivos cibernéticos del Imperio: «La mayoría de las guerras son guerras de contacto, en las que ambas fuerzas se esfuerzan por mantenerse cerca para evitar la sorpresa táctica. La guerra árabe, por otro lado, iba a ser una guerra de ruptura: contener al enemigo mediante la amenaza silenciosa de un vasto desierto desconocido y sólo descubrirse cuando se atacaba». Deleuze, aunque opone a la guerra de guerrillas con bastante rigidez, que plantea el problema de la individualidad, la guerra, que plantea el de la organización colectiva, especifica que se trata de abrir el espacio al máximo y de profetizar o, mejor aún, «de fabricar algo de realidad, y no de responder a ella». La revuelta invisible, la guerra de guerrillas difusa no sancionan una injusticia, crean un mundo posible. En el lenguaje de la hipótesis cibernética, la revuelta invisible, la guerra de guerrillas difusa, a nivel molecular, sé cómo crearla de dos maneras. Primer gesto, fabrico algo de realidad, desquicio y me desquicio desquiciando. Todo sabotaje comienza ahí. Lo que mi comportamiento representa en ese momento no existe para el dispositivo que se desquicia conmigo. Ni 0 ni 1, soy el tercero absoluto. Mi goce excede al dispositivo. Segundo gesto, no respondo a los bucles retroactivos humanos o maquínicos que intentan rodearme, como Bartleby «prefiero no», me mantengo al margen, no entro en el espacio de los flujos, no me conecto, me quedo y resto. Hago uso de mi pasividad como una potencia contra los dispositivos. Ni 0 ni 1, soy la nada absoluta. Primer tiempo: gozo perversamente. Segundo tiempo: me reservo. Más allá. Más acá. Cortocircuito y desconexión. En ambos casos no hay feedback, hay un detonador de línea de fuga. Línea de fuga externa en un lado que parece salir de mí; línea de fuga interna en el otro lado que me lleva a mí mismo. Todas las formas de distorsión parten de estos dos gestos, líneas de fuga externas e internas, sabotajes y retiradas, búsqueda de formas de lucha y asunción de formas-de-vida. El problema revolucionario a partir de ahora consistirá en conjugar estos dos momentos.
Lawrence dice que ésta fue también la cuestión que tuvo que ser resuelta por los árabes, con los que se alistó contra los turcos. En efecto, su táctica consistía «en proceder siempre con choques y repliegues; sin empujar ni golpear. El ejército árabe nunca buscó mantener o mejorar su ventaja, sino retirarse y atacar en otro lugar. Utilizó la menor cantidad de fuerza en el menor tiempo y en el lugar más alejado». Se favorecen los ataques a la infraestructura y especialmente a los canales de comunicación más que a las propias instituciones, como la privación de un tramo de la vía férrea de sus rieles. La revuelta se vuelve invisible sólo en la medida en que logra su objetivo, que es «privar al adversario de cualquier objetivo», nunca proporcionar blancos al enemigo. En este caso, impone al enemigo una «defensa pasiva» muy costosa en términos de materias y hombres, en energías, y en el mismo movimiento extiende su propio frente uniendo  los focos de ataque entre sí. La guerra de guerrillas, por lo tanto, desde su inicio, ha tendido hacia la guerra de guerrillas difusa. Este tipo de lucha, además, produce relaciones nuevas muy distintasde las que prevalecen en los ejércitos tradicionales: «Se buscaba la máxima irregularidad y flexibilidad. La diversidad era desorientadora para los servicios de inteligencia del enemigo. […] Todos podían irse a casa cuando no tenían convicción. El único contrato entre ellos era el honor. Como resultado, el ejército árabe no tenía disciplina en el sentido de que ésta restringe y sofoca la individualidad y es el mínimo común denominador de los hombres». Sin embargo, Lawrence no idealiza el espíritu libertario de sus tropas, como los espontaneístas en general están tentados a hacer. Lo más importante es poder contar con una población simpatizante que desempeñe el papel tanto de un potencial campo de reclutamiento como de un campo de difusión de la lucha. «Una rebelión puede ser dirigida por un dos por ciento de elementos activos y un noventa y ocho por ciento de partidarios pasivos», pero esto requiere tiempo y operaciones de propaganda. Por el contrario, todas las ofensivas de distorsión de las líneas enemigas requieren un servicio de inteligencia perfecta que «permite hacer planes con absoluta certeza» para no proporcionar nunca objetivos al enemigo. Éste es precisamente el papel que una organización podría tener ahora, en el sentido que el término tenía en la política clásica, como una función de investigación y transmisión de saberes-poderes acumulados. Por lo tanto, la espontaneidad de los guerrilleros no se opone necesariamente a cualquier organización como reserva de información estratégica.
Pero lo importante es que la práctica de la distorsión, tal como la concibió Burroughs, y después de él los hackers, es inútil si no va acompañada de una práctica organizada de investigación sobre la dominación. Esta necesidad se ve reforzada por el hecho de que el espacio en el que podría tener lugar la revuelta invisible no es el desierto del que habla Lawrence. El espacio electrónico de Internet tampoco es el espacio liso y neutral del que hablan los ideólogos de la era de la información. De hecho, los estudios más recientes confirman que Internet está a merced de un ataque dirigido y coordinado. Su conexión se concibió de tal manera que la red siguiera funcionando después de que el 99 % de los 10 millones de «routers» —los nodos de la red de comunicación donde se concentra la información— fueran destruidos de forma aleatoria, como se pretendía originalmente por los militares estadounidenses. Por otra parte, un ataque selectivo basado en una investigación precisa sobr el tráfico, dirigido a 5 % de los nodos más estratégicos —los nodos de las redes de banda ancha de los principales operadores, los puntos de entrada de las líneas transatlánticas— bastaría para provocar un colapso del sistema. Virtuales o reales, los espacios del Imperio están estructurados en territorios, estriados por las cascadas de dispositivos que dibujan las fronteras y luego las borran cuando se vuelven inútiles, en un escaneo constante que es el motor mismo de los flujos de circulación. Y en un espacio tan estructurado, territorializado y desterritorializado, la línea del frente con el enemigo no puede ser tan clara como en el desierto de Lawrence. El carácter flotante del poder, la dimensión nómada de la dominación, requiere por lo tanto una mayor actividad de investigación, lo que significa organizar la circulación de los saberes-poderes. Éste debería ser el papel de la Sociedad para el Avance de la Ciencia Criminal (SASC).
En Cibernética y sociedad, aunque intuyó demasiado tarde que el uso político de la cibernética tiende a reforzar el ejercicio de la dominación, Wiener se hace una pregunta similar, antes de la crisis mística en la que terminará su vida: «Toda la técnica del secreto, la interferencia de mensajes y el engaño es para asegurar que una parte pueda hacer un uso más efectivo de las fuerzas y operaciones de comunicación que la otra. En este uso combativo de la información, es tan importante mantener abiertos los canales de información propios como obstruir los canales disponibles para el adversario. Una política global de secreto casi siempre implica la consideración de muchas más cosas que el secreto en sí mismo». El problema de la fuerza reformulado como el problema de la invisibilidad se convierte así en un problema de modulación de apertura y cierre. Requiere tanto organización como espontaneidad. O para decirlo de otra manera, la guerra de guerrillas difusa de hoy en día requiere la constitución de dos planos de consistencia distintos, aunque entrelazados, uno en el que se organiza la apertura, la transformación del juego de las formas-de-vida en información, otro donde se organiza el cierre, la resistencia de las formas-de-vida a su puesta en información. Curcio: «El partido guerrilla es el máximo agente de la invisibilidad y la exteriorización del saber-poder del proletariado. Invisibilidad con respecto al enemigo y exteriorización contra el enemigo, conviven en él en el más alto nivel de síntesis». Se objetará que esto es, después de todo, sólo otra forma de máquina binaria, ni mejor ni peor que las de la cibernética. Se estará equivocado porque es no ver que en el principio de estos dos gestos hay una distancia fundamental con los flujos regulados, una distancia que es la condición misma de la experiencia dentro de un mundo de dispositivos, una distancia que es una potencia que puedo convertir en espesor y en devenir. Pero se estará equivocado sobre todo porque no se entiende que la alternancia entre soberanía e impoder no puede programarse, que la carrera que dibujan estas posturas es del orden de la errancia, que los lugares que salen de ellas elegidos, en el cuerpo, en la fábrica, en los no-lugares urbanos y periurbanos, son imprevisibles.




X


La revolución es el movimiento, pero el movimiento no es la revolución.
Paul Virilio, Velocidad y política, 1977

En un mundo de escenarios perfectamente arreglados, programas meticulosamente calculados, partituras impecables, opciones y acciones bien colocadas, ¿qué se interpone, qué se retrasa, qué cojea?
La cojera indica el cuerpo.
Algo de cuerpo.
La cojera indica al hombre con el talón frágil.
Un Dios lo tenía así. Era Dios por el talón. Los Dioses cojean cuando no son irregulares.
El desarreglo es el cuerpo. Lo que cojea, duele, se mantiene enfermo, el agotamiento de la respiración y el milagro del equilibrio. La música no puede mantenerse en pie más que el hombre.
Los cuerpos todavía no están bien regulados por la ley de la mercancía.
No funcionan. Sufren. Se desgastan. Se equivocan. Se escapan.
Demasiado calientes, demasiado fríos, demasiado cerca, demasiado lejos, demasiado rápidos, demasiado lentos.
Philippe Carles, Jean-Louis Comolli, «Free Jazz, hors programme, hors sujet, hors champ», 2000


A menudo se ha subrayado —y T. E. Lawrence no es una excepción— la dimensión cinética de la política y la guerra como contrapunto estratégico a una concepción cuantitativa de las relaciones de fuerza. Ésta es típicamente la perspectiva de la guerra de guerrillas en oposición a la guerra tradicional. Se ha dicho que si no es masivo, un movimiento debe ser rápido, más rápido que la dominación. Así es como la Internacional Situacionista formuló su programa en 1957, por ejemplo: «Debe entenderse que vamos a asistir y participar en una carrera de velocidad entre los artistas libres y la policía para experimentar y desarrollar nuevas técnicas de condicionamiento. En esta carrera la policía ya tiene una ventaja considerable. Sin embargo, el resultado de la carrera determinará si conducirá a entornos excitantes y liberadores o si reforzará —científicamente controlable e ininterrumpido— el entorno del viejo mundo de opresión y horror. […] Si el control de estos nuevos medios no es totalmente revolucionario, podemos ser atraídos hacia el ideal policial de una sociedad de abejas». Frente a esta última imagen, evocación explícita pero estática de la cibernética consumada tal y como el Imperio le da figura, la revolución debería consistir en una reapropiación de las herramientas tecnológicas más modernas, una reapropiación que debería permitir desafiar a la policía en su propio terreno, creando un contramundo con los mismos medios que utiliza. La velocidad se concibe aquí como una de las cualidades importantes para el arte político revolucionario. Pero esta estrategia implica atacar a las fuerzas sedentarias. Bajo el Imperio éstas tienden a desmoronarse mientras que el poder impersonal de los dispositivos se vuelve nómada y cruza, haciendo que implosionen, todas las instituciones.
Por el contrario, es la lentitud la que ha informado otra cara de las luchas contra el Capital. El sabotaje ludista no debe interpretarse desde una perspectiva marxista tradicional como una simple rebelión primitiva contra el proletariado organizado, como una protesta de los artesanos reaccionarios contra la expropiación progresiva de los medios de producción causada por la industrialización. Es un acto deliberado de ralentización o desaceleración de los flujos de mercancías y personas, que anticipa la característica central del capitalismo cibernético como movimiento hacia el movimiento, voluntad de poder, aceleración generalizada. Taylor también concibió la Organización Científica del Trabajo como una técnica para combatir el «frenado obrero» que representa un obstáculo efectivo para la producción. En el orden físico, las mutaciones del sistema dependen también de una cierta lentitud, como señalan Prigogine y Stengers: «Cuanto más rápida es la comunicación en el sistema, mayor es la proporción de fluctuaciones insignificantes, incapaces de transformar el estado del sistema, más estable es este estado». Las tácticas de desaceleración, por lo tanto, conllevan una potencia adicional en la lucha contra el capitalismo cibernético porque lo atacan no sólo en su ser sino en su proceso. Pero hay más: la lentitud también es necesaria para una vinculación entre formas-de-vida que no puede reducirse a un simple intercambio de información. Expresa la resistencia de la relación a la interacción.
Más acá o más allá de la velocidad y la lentitud de la comunicación, existe el espacio del encuentro que permite trazar un límite absoluto a la analogía entre el mundo social y el mundo físico. En efecto, debido a que dos partículas nunca se encontrarán, los fenómenos de ruptura no pueden deducirse de las observaciones de laboratorio. El encuentro es ese instante duradero en el que se manifiestan intensidades entre las formas-de-vida en presencia en cada uno. Es, más acá de lo social y la comunicación, el territorio que actualiza las potencias de los cuerpos y se actualiza en las diferencias de intensidad que éstos desprenden, que son. El encuentro se sitúa más acá del lenguaje, más allá de las palabras, en las tierras vírgenes de lo no-dicho, en el nivel de una puesta en suspenso, de esta potencia del mundo que es también su negación, su «poder-no-ser». ¿Quién es el otro? «Otro mundo posible», dice Deleuze. Lo otro encarna la posibilidad que tiene el mundo de no ser, o ser otro. Por eso en las sociedades llamadas «primitivas» la guerra tiene la importancia primordial de aniquilar cualquier otro mundo posible. Sin embargo, no tiene sentido pensar en el conflicto sin pensar en el goce, pensar en la guerra sin pensar en el amor. En cada tumultuoso nacimiento del amor, renace el deseo fundamental de transformarse a sí mismo transformando el mundo. El odio y la sospecha que los amantes despiertan a su alrededor son la respuesta automática y defensiva a la guerra que libran, simplemente porque se aman, a un mundo en el que toda pasión debe ser ignorada y morir.
La violencia es, en efecto, la primera regla del juego del encuentro. Y es la violencia la que polariza los diversos vagabundeos del deseo, cuya libertad soberana invoca Lyotard en su Economía libidinal. Pero como se niega a ver que los goces se sintonizan en un territorio que los precede y en el que las formas-de-vida se frecuentan, porque se niega a comprender que la neutralización de toda intensidad es en sí misma una intensificación, nada menos que la del Imperio, porque no puede deducir de ello que, siendo inseparables, pulsiones de muerte y pulsiones de vida no son neutrales frente a otro singular, Lyotard no puede finalmente superar el hedonismo más compatible con la cibernetización: ¡suéltense, abandónense, dejen que los deseos pasen! ¡Gocen, gocen, siempre quedará algo! No hay duda de que la conducción, el abandono, la movilidad en general pueden aumentar la amplificación de los desviaciones de la norma, siempre y cuando reconozcamos lo que, en el corazón mismo de la circulación, interrumpe los flujos. Frente a la aceleración causada por la cibernética, la velocidad, el nomadismo sólo pueden representar elaboraciones secundarias en relación con las políticas de desaceleración.
La velocidad eleva las instituciones. La lentitud corta los flujos. El problema propiamente cinético de la política no es por lo tanto elegir entre dos tipos de revuelta, sino abandonarse a una pulsación, explorar otras intensificaciones que las comandadas por la temporalidad de la emergencia. El poder de los cibernéticos ha sido dar un ritmo al cuerpo social que tiende a impedir cualquier respiración. El ritmo, como propone Canetti en su génesis antropológica, se asocia precisamente con el correr: «El ritmo es originalmente un ritmo de los pies. Todo hombre camina, y como camina sobre dos piernas y con sus pies golpea alternadamente sobre el suelo, ya que sólo avanza si cada vez hace ese mismo movimiento de pies, se produce, sea o no su intención, un ruido rítmico». Pero este correr no es tan previsible como el de un robot: «Los dos pies nunca pisan con la misma intensidad. La diferencia entre ambos puede ser mayor o menor, según las disposiciones y el ánimo personales. Pero uno también puede marchar más rápido o más despacio, uno puede correr, detenerse de golpe, saltar». Esto significa que el ritmo es lo opuesto a un programa, que depende de las formas-de-vida y que los problemas de velocidad pueden reducirse a cuestiones de ritmo. Todo cuerpo, en la medida en que cojea, lleva consigo un ritmo que manifiesta que está en su naturaleza mantener posiciones insostenibles. Este ritmo, que proviene del cojeo de los cuerpos, del movimiento de los pies, Canetti añade además que está en el origen de la escritura, es decir, de la Historia, como huellas del andar de los animales. El acontecimiento no es otra cosa que la aparición de tales huellas, y hacer la Historia es, por lo tanto, improvisar en busca de un ritmo. Cualquiera que sea el crédito que se dé a las demostraciones de Canetti, indican, al igual que las ficciones verdaderas, que la cinética política se entenderá mejor como política del ritmo. Como mínimo, esto significa que al ritmo binario y techno impuesto por la cibernética deben oponerse otros ritmos.
Pero también significa que estos otros ritmos, como manifestaciones de una cojera ontológica, siempre han tenido una función política creativa. Canetti, de nuevo, dice que por un lado «la repetición rápida por la que los pasos se suman a los pasos da la ilusión de un número mayor de seres. No se mueven del lugar, continúan el baile siempre en el mismo sitio. El sonido de sus pasos no muere, se repiten y mantienen el mismo sonido y la misma vivacidad durante mucho tiempo. Reemplazan el número que les hace falta por su intensidad». Por otro lado, «cuando su pisoteo se hace más fuerte, es como si pidieran refuerzos. Ejercen una fuerza de atracción sobre todos los hombres cercanos que no cesa hasta que abandonen el baile». Por lo tanto, la búsqueda del buen ritmo abre una intensificación de la experiencia así como un incremento numérico. Es un instrumento de agregación, así como una acción ejemplar a imitar. Tanto a escala del individuo como a escala de la sociedad, los propios cuerpos pierden su sentido de unidad para multiplicarse como armas potenciales: «La equivalencia de los participantes se ramifica en la equivalencia de sus miembros. Todo lo que un cuerpo humano puede tener de móvil adquiere vida propia, cada pierna y cada brazo vive como para sí mismo». La política del ritmo es, por lo tanto, la búsqueda de una reverberación, de otro estado comparable al trance del cuerpo social, a través de la ramificación de cada cuerpo. Porque existen dos regímenes posibles del ritmo en el Imperio cibernetizado. El primero, al que se refiere Simondon, es el del técnico que «asegura la función de integración y prolonga la autorregulación fuera de cada mónada de automatismo», técnicos cuya «vida está hecha del ritmo de las máquinas que lo rodean y que él conecta entre sí». El segundo ritmo tiene como objetivo socavar esa función de interconexión: se desintegra profundamente sin ser simplemente ruidoso. Es un ritmo de la desconexión. La conquista colectiva de ese tempo justo disonante requiere un abandono previo a la improvisación.

«Levantando el telón de las palabras, la improvisación se convierte en gesto,
un acto aún no dicho,
una forma aún no nombrada, normada, honrada.
Abandonarse a la improvisación
para liberarse ya —por muy hermosos que sean—
de los relatos musicales ya existentes en el mundo.
Ya existentes, ya hermosos, ya relatos, ya mundo.
Deshacer, oh Penélope, las tiras musicales que forman
nuestro capullo sonoro,
que no es el mundo sino el hábito ritual de mundo.

Abandonada, se ofrece a lo que flota alrededor del sentido,
alrededor de las palabras,
alrededor de las codificaciones,
se ofrece a las intensidades,
a las restricciones, a los impulsos, a las energías,
en definitiva, a lo poco nombrable.
[…] La improvisación acoge la amenaza y la supera,
la despoja de sí misma, la registra, potencia y riesgo».




XI


La bruma, la bruma solar, la que llenará el espacio. La rebelión en sí misma es un gas, un vapor. La bruma es el primer estado de la percepción naciente y hace el espejismo en el que las cosas suben y bajan, como bajo la acción de un pistón, y los hombres levitan, suspendidos de una cuerda. Ver brumoso, ver turbio: un esbozo de percepción alucinatoria, un gris cósmico. ¿Es el gris que se divide en dos, y da el negro cuando la sombra gana o cuando la luz desaparece, pero también el blanco cuando lo luminoso se vuelve opaco?
Gilles Deleuze, «La vergüenza y la gloria: T. E. Lawrence», Crítica y clínica, 1993

Nada ni nadie regala aventuras alternativas: la única aventura posible es conquistar un destino. La única forma posible de hacerlo es conquistarlo a partir del sitio espacio-temporal donde «tus» cosas te imprimen como una de ellas.
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975


Desde la perspectiva cibernética, la amenaza no puede ser bienvenida, y mucho menos superada. Tiene que ser absorbida, eliminada. Ya he dicho que la imposibilidad infinitamente renovable de esta aniquilación del acontecimiento es la última certeza en la que basar prácticas de oposición al mundo gobernado por los dispositivos. La amenaza, y su generalización en forma de pánico, plantea problemas energéticos irresolubles para promotores de la hipótesis cibernética. Simondon explica que las máquinas que tienen una alta eficiencia de información, que controlan con precisión su entorno, tienen un baja eficiencia energética. Por el contrario, las máquinas que requieren poca energía para llevar a cabo su misión cibernética producen una mala renderización de la realidad. La transformación de las formas en información contiene de hecho dos imperativos opuestos: «La información es, en cierto sentido, lo que aporta una serie de estados imprevisibles y nuevos que no forman parte de ninguna secuencia predefinida; es, por tanto, lo que requiere que el canal de información esté absolutamente disponible con respecto a todos los aspectos de la modulación que lleva consigo; el canal de información en sí mismo no debe aportar ninguna forma predeterminada, no debe ser selectivo. […] En sentido contrario, la información se distingue del ruido porque se le puede asignar un cierto código, una uniformización relativa; en todos los casos en que el ruido no se puede bajar directamente por debajo de un cierto nivel, se reduce el margen de indeterminación e imprevisibilidad de las señales de información». En otras palabras, para que un sistema físico, biológico o social tenga suficiente energía para asegurar su reproducción, sus dispositivos de control deben atravesar la masa de lo desconocido, cortando la gama de posibilidades entre lo que es puramente aleatorio y se excluye automáticamente del control y lo que puede entrar en él como un riesgo, que por lo tanto está sujeto a un cálculo de probabilidad. De ello se desprende que para cualquier dispositivo, como en el caso específico del equipo de grabación de sonido, «debe adoptarse un compromiso que conserve un rendimiento de información suficiente para fines prácticos y un rendimiento energético lo suficientemente elevado como para mantener el ruido de fondo a un nivel que no perturbe el nivel de la señal». En el caso de la policía, por ejemplo, se tratará de encontrar el equilibrio entre la represión (que tiene la función de reducir el ruido de fondo social) y los servicios de inteligencia (que informa sobre el estado y los movimientos de lo social a partir de las señales que emite).
Por lo tanto, provocar pánico significará en primer lugar extender la niebla de fondo que se superpone al desencadenamiento de los bucles retroactivos y que hace que sea costoso para el aparataje cibernético las desviaciones de comportamiento. El pensamiento estratégico prontó captó el alcance ofensivo de esta niebla. Cuando Clausewitz se dio cuenta, por ejemplo, de que la «resistencia popular no es obviamente apta para dar grandes golpes» pero que, «como algo vaporoso y fluido, no debe condensarse en ninguna parte». O cuando Lawrence contrasta los ejércitos tradicionales que «parecen plantas inmóviles» con las guerrillas, lo que es comparable a «una influencia, una idea, una especie de entidad intangible e invulnerable, sin frente ni retaguardia, que se extiende por todas partes como un gas». La niebla es el vector privilegiado de la revuelta. Transplantada al mundo cibernético, la metáfora también se refiere a la resistencia a la tiranía de la transparencia impuesta por el control. La bruma altera todas las coordenadas habituales de la percepción. Provoca la indiscernibilidad de lo visible y lo invisible, de la información y el acontecimiento. Por eso representa una condición de posibilidad de este último. La niebla hace posible la revuelta. En un cuento corto titulado «El amor es ciego», Boris Vian imagina cuáles serían los efectos de una niebla real en las relaciones existentes. Los habitantes de una metrópoli se despiertan una mañana invadidos por una «marejada opaca» que cambia gradualmente todos los comportamientos. Las necesidades impuestas por las apariencias se vuelven rápidamente obsoletas y la ciudad se deja ganar a la experimentación colectiva. Los amores se hacen libres, facilitados por la desnudez permanente de todos los cuerpos. Las orgías se extienden. La piel, las manos, las carnes, recuperan sus prerrogativas porque «el reino de lo posible se extiende cuando no se tiene miedo de que la luz se encienda». Incapaces de hacer que perdure una niebla que no han ayudado a formar, los habitantes se ven por lo tanto desamparados cuando «la radio informa que los científicos observan una regresión constante del fenómeno». Así que todos deciden sacarse los ojos para que la vida pueda seguir felizmente. Paso al destino: la niebla de la que habla Vian se conquista. Se conquista con una reapropiación de la violencia, una reapropiación que puede llegar hasta la mutilación. Esa violencia, que no quiere educar ni construir nada, no es el terror político objeto de tantas glosas de almas buenas. Esa violencia consiste enteramente en el despeje de las defensas, en la apertura de caminos, sentidos, espíritus. «¿Alguna vez es pura?», pregunta Lyotard. «¿Es cierto un baile? Se puede decir, siempre. Pero ésa no es su potencia». Decir que la revuelta debe convertirse en niebla significa que debe ser tanto diseminación como disimulación. Así como la ofensiva debe volverse opaca para tener éxito, así la opacidad debe volverse ofensiva para durar: tal es la cifra de la revuelta invisible.
Pero también indica que su primer objetivo será resistir cualquier intento de reducción por la demanda de representación. La niebla es una respuesta vital al imperativo de la claridad, de la transparencia, que es la primera impronta del poder imperial en los cuerpos. Devenir niebla significa que finalmente asumo la parte de sombra que me comanda y me impide creer en todas las ficciones de la democracia directa como quisieran ritualizar una transparencia de cada uno a sus propios intereses y de todos ante los intereses de todos. Devenir tan opaco como la niebla es reconocer que uno no representa nada, que no es identificable, asumir el carácter intotalizable del cuerpo físico así como del cuerpo político, abrirse a posibilidades aún desconocidas. Significa resistir con todas las fuerzas cualquier lucha por el reconocimiento. Lyotard: «Lo que ustedes nos exigen, teóricos, es que nos constituyamos como identidades, como responsables. Pero si de algo estamos seguros es que esta operación (de exclusión) es una farsa, que las incandescencias no son la obra de nadie y no pertenecen a nadie». Así pues, no se tratará de reformar algunas sociedades secretas o algunas conspiraciones de conquista como fue el caso de la francmasonería, el carbonarismo y como las vanguardias del último siglo —pienso especialmente en el Collége de Sociologie— todavía fantaseaban con ello. Constituir una zona de opacidad en la que circular y experimentar libremente sin conducir los flujos de información del Imperio equivale a producir «singularidades anónimas», recrear las condiciones de una experiencia posible, una experiencia que no es aplanada de inmediato por una máquina binaria que le asigne un sentido, una experiencia densa que transforma los deseos y sus instanciaciones en algo más allá de los deseos, en un relato, en un cuerpo espesado. Por eso cuando Toni Negri pregunta a Deleuze sobre el comunismo, éste se cuida de no equipararlo con una comunicación realizada y transparente: «Usted se pregunta si las sociedades de control o de comunicación no darán lugar a formas de resistencia capaces de devolver las oportunidades a un comunismo concebido como una “organización transversal de individuos libres”. No lo sé, tal vez. Pero no sería hasta el punto de que las minorías pudieran tomar la palabra. Tal vez la palabra, la comunicación, estén podridas. Están completamente penetradas por el dinero: no por accidente, sino por naturaleza. Tiene que haber una desviación de la palabra. Crear siempre ha sido algo más que comunicar. Tal vez lo importante sea crear vacuolas de no-comunicación, interruptores para escapar del control». Sí, lo importante para nosotros son esas zonas de opacidad, la apertura de cavidades, intervalos vacíos, bloques negros en la malla cibernética del poder. La guerra irregular con el Imperio, a escala de un lugar, una lucha, un motín, comienza ahora con la construcción de zonas opacas y ofensivas. Cada una de estas zonas será a la vez un núcleo desde el que experimentar sin ser captado y una nube propagadora del pánico por todo el sistema imperial, una máquina de guerra coordinada y una subversión espontánea a todos los niveles. La proliferación de estas zonas de opacidad ofensiva (ZOO), la intensificación de sus relaciones, provocará un desequilibrio irreversible.
Para indicar bajo qué condiciones se puede «crear opacidad», como arma y como interruptor de los flujos, es necesario recurrir por última vez a la crítica interna del paradigma cibernético. Provocar el cambio de estado en un sistema físico o social requiere que el desorden, las desviaciones de la norma, se concentren en un espacio, real o virtual. Para que las fluctuaciones de comportamiento sean contagiosas, deben alcanzar primero un «tamaño crítico», cuya naturaleza especifican Prigogine y Stengers: «Resulta del hecho de que el “mundo exterior”, el entorno de la región fluctuante, siempre tiende a amortiguar la fluctuación. El tamaño crítico mide la relación entre el volumen, donde tienen lugar las reacciones, y la superficie de contacto, donde tiene lugar el acoplamiento. Así pues, el tamaño crítico se determina por una competencia entre la “potencia de integración” del sistema y los mecanismos químicos que amplifican la fluctuación dentro de la subregión fluctuante». Esto significa que cualquier despliegue de fluctuaciones en un sistema está condenado al fracaso si no tiene primero un anclaje local, un lugar del cual las desviaciones reveladas ahí podrían contaminar todo el sistema. Lawrence confirma, una vez más: «La rebelión debe tener una base inatacable, un lugar protegido no sólo de los ataques sino del miedo a los ataques». Para que tal lugar exista, necesita «independencia de las rutas de abastecimiento», sin la cual no es posible una guerra. Si la cuestión de la base es central en cualquier revuelta, también se debe a los propios principios de equilibrado de sistemas. En el caso de la cibernética, la posibilidad de un contagio que provoque el vuelco del sistema debe ser amortiguada por el entorno más inmediato de la zona de autonomía donde se producen las fluctuaciones. Esto significa que los efectos de control son más fuertes en la periferia más cercana a la zona de opacidad ofensiva que se crea, alrededor de la región fluctuante. Por lo tanto, el tamaño de la base deberá ser mayor cuanto más se apoye el control de proximidad.
Estas bases deben estar tanto en el espacio como en las mentes: «La revuelta árabe —explica Lawrence— existía en los puertos del mar Rojo, en el desierto o en las mentes de los hombres que la suscribieron». Son territorios tanto como mentalidades. Llamémoslas planos de consistencia. Para que las zonas de opacidad ofensiva se formen y se fortalezcan, primero deben existir tales planos, que conecten las desviaciones entre ellas, que hagan palanca, que hagan retroceder el miedo. La Autonomía histórica —la de la Italia de la década de 1970, por ejemplo—, así como la Autonomía posible, no es otra cosa que el continuo movimiento de perseverancia de los planos de consistencia que se constituyen en espacios irrepresentables, en bases de secesión de la sociedad. La reapropiación por parte de los cibernéticos críticos de la categoría de autonomía —con sus nociones derivadas: autoorganización, autopoiesis, autorreferencia, autoproducción, autovalorización, etc.— es, desde este punto de vista, la maniobra ideológica central de los últimos veinte años. A través del prisma cibernético, darse las propias leyes, producir subjetividades no contradice la producción del sistema y su regulación. Al hacer un llamamiento hace diez años para la multiplicación de las Zonas de Autonomía Temporal (TAZ) en el mundo virtual como en el mundo real, Hakim Bey siguió siendo víctima del idealismo de aquellos que quieren abolir lo político sin haberlo pensado primero. Se vio obligado a separar en la TAZ el lugar de prácticas hedonistas, de expresión «libertaria» de las formas-de-vida, del lugar de la resistencia política, de la forma de lucha. Si aquí la autonomía se piensa como algo temporal, es porque pensar en su duración requiriría concebir una lucha que se articule con la vida, concebir, por ejemplo, la transmisión de saberes guerreros. Los liberales-libertarios del tipo Bey ignoran el campo de las intensidades en el que se despliega su soberanía y su proyecto de un contrato social sin Estado postula básicamente la identidad de todos los seres, ya que se trata, en definitiva, de maximizar sus placeres en paz, hasta el final de los tiempos. Por un lado, las TAZ se definen como «enclaves libres», lugares que tienen como ley la libertad, las cosas buenas, lo Maravilloso. Por el otro, la secesión del mundo del que proceden, los «pliegues» en los que se alojan entre lo real y su codificación, sólo deben constituirse después de una sucesión de «rechazos». Esa «ideología californiana», al plantear la autonomía como un atributo de sujetos individuales o colectivos, confunde deliberadamente dos planos inconmensurables: la «autorrealización» de las personas y la «autoorganización» de lo social. Debido a que la autonomía es, en la historia de la filosofía, una noción ambigua que expresa tanto la liberación de toda coacción y la sumisión a leyes naturales superiores, puede servir para alimentar los discursos híbridos y reestructurantes de los cyborgs «anarcocapitalistas».
La autonomía de la que yo hablo no es temporal o simplemente defensiva. No es una cualidad sustancial de los seres sino la condición misma de su devenir. No parte de la supuesta unidad del Sujeto sino que engendra multiplicidades. No ataca sólo las formas sedentarias del poder, como el Estado, para luego surfear en sus formas circulantes, «móviles», «flexibles». Se da a sí misma los medios para durar así como para desplazarse, para retirarse así como para atacar, para abrirse así como para cerrarse, para conectar los cuerpos mudos así como las voces sin cuerpos. Piensa que esta alternancia es el resultado de una experimentación sin fin. «Autonomía» significa que hacemos crecer los mundos que somos. El Imperio, armado con la cibernética, reivindica la autonomía para sí mismo, la autonomía como un sistema unitario de la totalidad: se ve obligado así a aniquilar toda autonomía en lo que le es heterogéneo. Nosotros decimos que la autonomía es de todos y que la lucha por la autonomía debe ser amplificada. La forma actual de la guerra civil es, en primer lugar, la de una lucha contra el monopolio de la autonomía. Esta experimentación será el «caos fecundo», el comunismo, el fin
de la hipótesis cibernética.