El problema de la cabeza



La democracia reposa sobre una neutralización de antagonismos relativamente débiles y libres; excluye toda condensación explosiva. […] La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas. La dualidad o la multiplicidad de las cabezas tiende a realizar en un mismo movimiento el carácter acéfalo de la existencia, porque el mismo principio de la cabeza es reducción a la unidad, reducción del mundo a Dios.
Acéphale, n° 2-3, enero de 1937


Considero toda la gesta de las «vanguardias», en su supuesta sucesión. De ésta se desprende un mandato, un mandamiento. Un mandamiento que pide comprenderlas. Las «vanguardias» exigen ser tratadas de una cierta manera; y no creo que hayan sido nunca algo más, a final de cuentas, que esta exigencia, y la sumisión a esta exigencia.
Escucho la historia de las Brigadas Rojas, de la Internacional Situacionista, del futurismo, del bolchevismo o del surrealismo. Rechazo comprenderlas cerebralmente, y levanto mi dedo en búsqueda de un contacto: no siento nada. O más bien, sufro algo: la sensación de una intensidad vacía.
Observo el desfile de las vanguardias: nunca dejaron de agotarse en la tensión consigo mismas. Las hazañas, las purgas, las grandes fechas, las rupturas estrepitosas, los debates de orientación, las campañas de agitación y las escisiones son los puntos de referencia que llevan a su fracaso. Desgarrada entre el estado presente del mundo y su estado final hacia el cual la vanguardia debe conducir al rebaño humano, descuartizada en la sofocante tensión entre lo que es y lo que debería ser, extraviada en la autoteatrilización organizacional de sí, en la contemplación verbal de su propia potencia proyectada en el cielo de las masas y la Historia, fallando constantemente para no vivir nada, si no es por la mediación de la representación siempre-ya histórica de cada uno de sus movimientos, la vanguardia gira alrededor de la ignorancia de sí que la consume. Hasta que se colapsa, por debajo de todo nacimiento, sin siquiera haber alcanzado su propio comienzo. La pregunta más ingenua sobre las vanguardias —la de saber a la vanguardia de qué, exactamente, se considerarían— encuentra aquí su respuesta: las vanguardias están primero que nada a la vanguardia de sí mismas, persiguiéndose.
Hablo aquí como quien participa dentro del caos que se desarrolla actualmente alrededor de Tiqqun. No diré «nosotros», ya que nadie podría, sin usurpación, hablar en nombre de una aventura colectiva. Lo mejor que yo puedo hacer es hablar anónimamente, no de sino en la experiencia que hago. La vanguardia, en cualquier caso, no será tratada como un demonio exterior del cual habría siempre que cuidarse.
Existe, entonces, una comprensión vanguardista de las «vanguardias», una gesta de las «vanguardias» que no es en ningún momento distinta de la vanguardia misma. No se explicaría, sin esto, que los artículos, estudios, ensayos y hagiografías de los que siguen siendo objeto puedan invariablemente dejar la misma impresión de trabajo de segunda mano, de especulación supletoria. Se trata entonces de que se escribe sólo la historia de una historia, de que sobre aquello que se discurre es en este caso ya un discurso.
Cualquiera que haya sido seducido un día por una de las vanguardias, cualquiera que haya sido colmado por su leyenda autárquica, no ha dejado de experimentar, al contacto de este o aquel profano, este vértigo: el grado de indiferencia de la masa de los hombres con su sitio, el carácter impenetrable de esta indiferencia y por debajo de todo esa insolente felicidad que los no-iniciados osan, a pesar de todo, manifestar en su ignorancia. Así, el vértigo del que hablo no es lo que separa dos consciencias divergentes de la realidad, sino dos estructuras distintas de la presencia — una que reposa en sí misma, y otra que se encuentra como suspendida en una infinita proyección más allá de sí.
Aquí se comprende que la vanguardia es un régimen de subjetivación, y de ningún modo una realidad sustancial.
Es inútil precisar que para caracterizar este régimen de subjetivación, será necesario previamente extraerlo; y que aquel que consienta con este desvío se expone a la pérdida de un gran número de encantamientos, y raramente en ser parte de una melancolía sin retorno. Visto desde este ángulo, en efecto, el universo brillante y virtuoso de las vanguardias ofrece más bien el aspecto de una idealidad espectral, de un montón maloliente de anteformas arrugadas.
El que quiera encontrar algo aceptable en esta visión deberá entonces colocarse en una especie de calculada ingenuidad, bien hecha para disipar tan compactas brumas de nada. A esta comprensión sensible de las vanguardias responde un abrupto sentimiento de nuestra común terrenalidad.


TRES CONSIGNAS

En todos los dominios, el régimen de subjetivación vanguardista se señala por el recurso a una «consigna». La consigna es el enunciado cuyo tema es la vanguardia. «Transformar el mundo», «cambiar la vida» y «crear situaciones» forman una trinidad, la trinidad más popular de entre las consignas soltadas por la vanguardia durante más de un siglo. Se podría remarcar con cierta mala voluntad que, en el mismo intervalo, nadie más ha transformado el mundo, cambiado la vida o creado situaciones nuevas como la dominación mercantil en su devenir-imperial, es decir, el enemigo declarado de las vanguardias; y que esto, esta revolución permanente, el Imperio la ha llevado a cabo la mayoría de las veces sin rodeos; pero descansando en eso, uno se equivocaría de blanco. Lo que hay que observar es más bien el inigualable poder de inhibición de estas consignas, su terrible poder de sideración. En cada una de ellas, el efecto dinámico esperado da vueltas de acuerdo con un principio idéntico. La vanguardia exhorta al hombre-masa, al Bloom, a tomar por objeto algo que siempre-ya le comprende —la situación, la vida, el mundo—, a colocar ante sí lo que por esencia está alrededor de él, a afirmarse en cuanto sujeto frente a lo que precisamente no es ni sujeto ni objeto, sino más bien la indiscernibilidad de uno y otro. Es curioso que la vanguardia nunca haya hecho sonar el mandato de ser un sujeto tan violentamente como entre los años 10 y 70 del siglo, es decir, en el momento histórico en que las condiciones materiales de la ilusión del sujeto tendían a desaparecer lo más drásticamente. Al mismo tiempo, esto enseña bastante sobre el carácter reactivo de la vanguardia. Es así que este mandato paradójico no debía, de ningún modo, tener por efecto arrojar al hombre occidental hacia el asalto de las Bastillas difusas del Imperio, sino más bien obtener en él una escisión, un atrincheramiento, un aplastamiento esquizoide del yo en un confín del yo mismo; un confín donde el mundo, la vida y las situaciones, en resumen, su propia existencia, sería en adelante aprehendida como ajena, como puramente objetiva. Esta constitución precisa del sujeto, reducido a contemplarse él mismo en medio de lo que le rodea, puede ser caracterizada como estética, en el sentido en que el advenimiento del Bloom corresponde también a una estetización generalizada de la experiencia.


IR A LAS MASAS EN VEZ DE PARTIR DE SÍ

En junio de 1935, el surrealismo llegó a los últimos límites soportables de su proyecto de formar la vanguardia total. Después de ocho años dedicados a tratar de mantenerse bajo el servicio del Partido Comunista Francés, una lluvia demasiado gruesa de agravios le hizo tomar nota de su desacuerdo definitivo con el estalinismo. Un discurso escrito por Breton, aunque leído por Eluard en el «Congreso de los Escritores en defensa de la Cultura» debía entonces marcar el último contacto de importancia entre el surrealismo y el PCF, entre la vanguardia artística y la vanguardia política. Su conclusión ha permanecido famosa: «“Transformar el mundo”, dijo Marx; “cambiar la vida”, dijo Rimbaud: para nosotros estas dos consignas son una sola». Breton no sólo formulaba la frustrada esperanza de un acercamiento, sino que también expresaba el hecho de la íntima conexión entre el vanguardismo artístico y el vanguardismo político, su común naturaleza estética. Así, de la misma manera en que el surrealismo tendió hacia el PCF, el PCF tendió hacia el proletario. En Los militantes, escrito en 1949, Arthur Koestler proporciona un testimonio precioso de esta forma de esquizofrenia, de ventriloquia de clase, que es tan notable en el discurso surrealista, pero con menos frecuencia reconocido en el delicuescente KPD de comienzos de los años 30: «Un rasgo particular de la vida de Partido, en esta época, era el “culto al proletario” y el desprecio a los intelectuales. Ésta era la aflicción y obsesión de todos los intelectuales comunistas que provenían de las clases medias. Se nos toleraba en el Movimiento, pero en él no teníamos derechos completos: se nos convencía de esto día y noche. […] Un intelectual nunca podría convertirse en un verdadero proletario, pero su deber era serlo tanto como fuera posible. Algunos intentaban renunciar a las corbatas, vistiendo chalecos de proletario y manteniendo las uñas negras. Pero tal impostura esnob no fue oficialmente fomentada». Y añade por su propia cuenta: «Y mientras que no había hecho otra cosa que sufrir de hambre, me consideraba a mí mismo como un retoño provisionalmente desclasificado de la burguesía. Pero cuando en 1931 me aseguré finalmente una situación satisfactoria, sentí que había llegado el momento de agrandar las filas del proletariado». Si hay pues una consigna, ciertamente informulada, y que la vanguardia jamás ha conseguido, ésta es: ir a las masas en vez de partir de sí. Es también frecuente que el hombre de vanguardia, después de haber ido a las masas por una vida entera sin nunca haberlas encontrado —ahí, al menos, donde él las esperaba— consagra su vejez a ridiculizarlas. El hombre de vanguardia podrá de esta manera, avanzando en los años, tomar la pose ventajosa del hombre de Antiguo Régimen y hacer de su rencor un negocio rentable. De esta manera, vivirá bajo latitudes ideológicas en efecto cambiantes, pero siempre a la sombra de las masas que se había inventado.


PARA SER TOTALMENTE CLAROS

Nuestro tiempo es una batalla. Esto comienza a saberse. Su puesta en juego es la superación de la metafísica, o más exactamente la Verwindung1 de ésta, una superación que sería en primer lugar un permanecer-junto. El Imperio designa al conjunto de fuerzas que trabajan para conjurar esta Verwindung, para prorrogar indefinidamente la suspensión epocal. La estrategia más retorcida puesta al servicio de este proyecto, aquella de la que hay que sospechar por todos lados en que sea una cuestión de «posmodernidad», consiste en impulsar una así llamada superación estética de la metafísica. Naturalmente, el que sabe a qué metafísica aporética la lógica de la superación querría traernos, y que por tanto percibe de qué manera solapada la estética puede servir en adelante como refugio a la misma metafísica, la metafísica «moderna» de la subjetividad imaginará sin pena a qué se quiere exactamente llegar, con esta maniobra. Pero, ¿cuál es esta amenaza, esta Verwindung que el Imperio concentra tantos dispositivos para conjurar? Esta Verwindung no es otra cosa que la presunción ética de la metafísica, y por ello también de la estética, en cuanto forma última de ésta. La vanguardia sobrevive precisamente en este punto, como centro de confusión. Por un lado, la vanguardia aspira a producir la ilusión de una posible superación estética de la metafísica, pero por el otro hay siempre, en la vanguardia, algo que la excede y que es de orden ético, que tiende entonces a la configuración de un mundo, a la constitución en ethos de una vida compartida. Este elemento es lo reprimido esencial de la vanguardia, y mide toda la distancia que, en el primer surrealismo por ejemplo, separa a la rue Fontaine de la rue du Château. Es así que desde la muerte de Breton, los que no renunciaron a reivindicarse del surrealismo tienden a definirlo como una «civilización» (Bounoure) o más sobriamente como un «estilo», a la manera del barroco, el clasicismo o el romanticismo. La palabra constelación podría ser más apropiada. Y de hecho, es incontestable que el surrealismo no ha dejado de vivir, tanto que estaba vivo, de la represión de su propensión a volverse mundo, a darse una positividad.


LAS MOMIAS

Desde el comienzo de siglo, no se puede dejar de reconocer en Francia, especialmente en París, un rico terreno de estudio en materia de autosugestión vanguardista. Cada generación parece dar a luz a nuevos prestidigitadores que esperan que sus juegos de manos les hagan creer en la magia. Pero naturalmente, de generación en generación, los candidatos al papel de Gran Simulador sólo terminan empañando su reputación, cubriéndose asimismo cada temporada con nuevas capas de polvo y palidez; perseverando en imitar a los mimos. Se me ocurrió, a mí y a mis amigos, cruzar caminos con esas personas que se distinguen a sí mismas en el mercado literario como los pretendientes más risibles al vanguardismo. En verdad, ya no tratábamos con cuerpos: eran ya espectros, momias. En ese momento, estaban preparando lanzar un Manifiesto por una revolución literaria; el cual sólo fue juicioso: su cerebro —todas las vanguardias tienen su cerebro— publicaba su primera novela. La novela se titulaba Mi cabeza en libertad. Era muy mala. Comenzaba con estas palabras: «Quieren saber dónde puse mi cuerpo». Diremos que el problema de la vanguardia es el problema de la cabeza.


LAS RAZONES PARA LA OPERACIÓN Y AQUELLAS DE LA DERROTA

Con el fin de la Guerra de los Cien Años se planteó la cuestión de fundar una moderna teoría del Estado, una teoría de la conciliación de los derechos civiles y la soberanía real. Lord Fortescue fue uno de los primeros pensadores en intentar tal fundación, especialmente en su De laudibus legum anglie. El famoso capítulo XIII de este tratado discute la definición agustiniana del pueblo —populus est cetus hominum iurus consensu et utilitatis communione sociatus: un pueblo es un cuerpo hecho de hombres que reúne el consentimiento a las leyes y la comunidad de intereses—: «Tal pueblo no merece ser llamado un cuerpo ya que es acéfalo, es decir, sin cabeza. Porque, al igual que en los cuerpos naturales lo que queda después de una decapitación no es un cuerpo, sino eso que llamamos un tronco, también en los cuerpos políticos una comunidad sin cabeza no es en ningún caso un cuerpo». La cabeza, a partir de Fortescue, es el rey. El problema de la cabeza es el problema de la representación, el problema de la existencia de un cuerpo que representa a la sociedad en cuanto cuerpo, de un sujeto que representa a la sociedad en cuanto sujeto (no hay necesidad, aquí, de distinguir entre la representación existencial que lleva a cabo el monarca o el líder fascista y la representación formal del presidente electo «democráticamente»). La vanguardia, entonces, no sólo viene a resaltar la crisis artística de la representación —rechazando que «la imagen sea la apariencia de otra cosa a la que representa en su ausencia» (Juan de Torquemada), sino que ciertamente es en sí misma una cosa—, ya que viene también a precipitar la crisis de la representación política instituida, que pone en proceso en nombre de la representación instituyente, vanguardista de las masas. Al hacerlo, la vanguardia supera efectivamente la política o la estética clásicas, pero las supera sobre su propio terreno. La relación exclusiva de negación en la cual se coloca cara a cara de la representación es eso mismo que la retiene en el redil de esta última. Todas las corrientes que reclaman la democracia directa, el vanguardismo consejista especialmente, toman de ella su tropiezo esencial: oponerse a la representación y por esta oposición misma colocar en su corazón la representación, ya no como principio sino esta vez como problema. Mandato imperativo, delegados revocables en cualquier instante, asambleas autónomas, etc., hay todo un formalismo consejista que resulta del hecho de que se trata aún de la pregunta clásica del mejor gobierno que quiere responder, y de este modo al problema de la cabeza. A favor de circunstancias históricas excepcionales se podrá siempre que estas corrientes lleguen a coronar su anemia congénita; y esto será entonces para representar la salida de la representación. Después de todo, la política también tiene derecho a sus Meninas. En todas las cosas, es en la operación que realiza que se reconocerá a la vanguardia: colocando su cuerpo bien lejos, de cara a ella, para después intentar, vanamente, reunirlo. Cuando las vanguardias van a las masas o se dignan a mezclarse en los asuntos de su tiempo, es siempre teniendo el cuidado, previamente, de distinguirse de ambos. Así ha bastado que los situacionistas comenzaran a tener una apariencia de lo que llamaban «una práctica», en Estrasburgo, en el contexto estudiantil, en 1966, para que cayeran brutalmente en el obrerismo, treinta años después del derrumbamiento histórico del movimiento obrero.


LA VANGUARDIA COMO SUJETO Y COMO REPRESENTACIÓN

Es curioso, pero en general muy natural, que aquellos que llevan a cabo la profesión de glosar sobre la vanguardia, y que nunca les falta alguna anécdota sobre el menor gesto de aquellos que, en Occidente, han vivido por ellos (y aquí me refiero al delgado puñado de vanguardistas de este siglo); es curioso, pues, que esa gente se aferre tanto al destino de la vanguardia en Rusia de entreguerras, es decir a la única realización histórica de la vanguardia. La fábula dice que después de un período de tolerancia embarazosa, en los años 20, los bolcheviques se habían metamorfoseado en terribles estalinistas, la vanguardia política había liquidado la proliferación libertaria y creativa de la vanguardia artística, y tiránicamente impuso la doctrina reaccionaria y retrógrada, a decir verdad vulgar, del «realismo socialista». Naturalmente esto es un poco corto. Así que reanudemos. En 1914 la hipótesis liberal se derrumbó en cuanto respuesta al problema de la cabeza. En cuanto a la hipótesis cibernética, será necesario esperar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial para que se imponga por completo. Este interregno, que se extiende entonces de 1914 a 1945, será la edad de oro de la vanguardia, de la vanguardia en cuanto proyecto para responder de otro modo al problema de la cabeza. Este proyecto será el de la recreación total del mundo por el artista de vanguardia; lo que se ha llamado más modestamente, a partir de entonces, la «realización del arte». Se llevará a cabo especialmente, y de una manera cada vez más mística, por las sucesivas corrientes de la vanguardia rusa de los años 20, desde el LEF2 hasta el OPOJAZ3, desde el suprematismo hasta el produccionismo, pasando por el constructivismo. Se trata entonces, por la modificación radical de las condiciones de existencia, de forjar una nueva humanidad, la «humanidad blanca» de la que habló Malévich. Pero la vanguardia, estando unida por una relación de negación de la cultura tradicional y por lo tanto al pasado, no podía realizar este programa. Como Moisés, podía llevar adelante su sueño, pero no lograrlo. El rol de «arquitecto de la nueva vida», de «ingeniero del alma humana», nunca debía regresarle, precisamente a causa de lo que le ataba, aunque sea por rechazo, al arte antiguo. Su proyecto, que sólo el Partido podía realizar y cuya vanguardia nunca dejó de reclamar que lo pusiera a trabajar, proyecto que iba a utilizar e iba a estar al servicio de la construcción de la nueva sociedad socialista. Maiakovski exigía sin malicia que «la pluma sea asimilada a la bayoneta y que el escritor sea capaz, como en cualquier otra empresa soviética, de rendir cuentas con el Partido aumentando “los cien tomos de los informes del Partido”». Nada impactante, desde entonces, que la resolución del Comité Central del Partido del 23 de abril de 1932, que pronunciaba la disolución de todas las agrupaciones artísticas, fuera saludada por una gran parte de los vanguardistas rusos. El Partido, en este primer plan quinquenal, ¿acaso no tomaba, con su consigna «transformación de toda la vida», el proyecto estético máximo de la vanguardia? Consintiendo para reprimir y así reconocer las actividades y desviaciones estéticas de la vanguardia como políticas, ¿el Partido acaso no avalaba el rol de artista colectivo, para el cual el país entero no sería en adelante más que la materia en la cual impondría la forma de su plan general de organización? En realidad, lo que uno interpreta a menudo como la liquidación autoritaria de la vanguardia, y lo que uno debería considerar más exactamente como su suicidio, fue más bien el comienzo de la realización de su programa. «La estetización de la política era sólo, para la dirección del Partido, una reacción a la politización de la estética por la vanguardia» (Boris Groys, Obra de arte total Stalin). Así, con esta resolución, el Partido se volvía explícitamente la cabeza, la cabeza que a falta de un cuerpo vendría ella misma a formarse uno nuevo, ex nihilo. La circularidad inmanente de la causalidad marxista, que quiere que las condiciones de existencia determinen la conciencia de los hombres y que los hombres formen ellos mismos, aunque inconscientemente, sus condiciones de existencia, sólo dejaba al Partido, para justificar su pretensión demiúrgica de una reconstrucción total de la realidad, el punto de vista del Creador soberano, del sujeto estético absoluto. El realismo socialista, en el cual se pretende ver un retorno a la figuración folclórica, al clasicismo en materia artística, y más generalmente a «la cultura estalinista —observa Groys— si la consideramos en la perspectiva de una reflexión teórica de la vanguardia sobre sí misma, aparece más bien como su radicalización y como su superación formal». El recurso a elementos clásicos, denostados por la vanguardia, sólo marca la soberanía de esta superación, de este gran salto en el tiempo poshistórico, donde todos los elementos estéticos del pasado pueden ser igualmente prestados, aprovechados, para el agrado de la utilidad que encuentra aquí una sociedad totalmente inédita, sin atadura, y de este modo sin odio hacia la historia pasada. Todo el vanguardismo posterior no renunciará jamás a esta perspectiva prometeica, a este proyecto de una reelaboración total del mundo; y de este modo a considerarse a sí mismo como un sujeto soberano, a la vez contemporáneo con su tiempo y alejado de él por una necesaria distancia estética. Lo cómico creciente del asunto era ciertamente que los aspirantes vanguardistas no percibían, a partir de 1945, que la hipótesis cibernética, decapitando a la hipótesis liberal, había suprimido el problema de la cabeza, y que era por tanto cada día más vano vanagloriarse por responder. Las últimas intrigas de la vanguardia fueron así igualmente golpeadas con el mismo sello de grotesca inactualidad, de fallido remake. Esto es sin duda lo que querían decir los autores de la única crítica interna de la IS que apareció en sus tiempos, El único y su propiedad, cuando escribían: «Todas las vanguardias son dependientes del viejo mundo, al que enmascaran la decrepitud bajo su ilusoria juventud. […] La Internacional Situacionista es la conjunción de las vanguardias en el vanguardismo. Ha confundido la amalgama de todas las vanguardias con la síntesis y la reanudación de todas las corrientes radicales del pasado». El folleto, publicado en Estrasburgo en 1967, tenía el subtítulo de Para una crítica del vanguardismo. Denunciaba la ideología de la coherencia, la comunicación, la democracia interna y la transparencia, por lo que un grupúsculo espectralizado se mantuvo sobreviviendo artificialmente, a fuerza de voluntarismo.


LA VANGUARDIA COMO REACCIÓN

No hay duda de que el futurismo contribuyó de manera considerable a la definición contemporánea de la vanguardia. No es entonces malo retomar la lectura hasta el punto en que la vanguardia ya no pueda ser más que un objeto de burla o nostalgia: «Nosotros dictamos nuestras primeras voluntades a todos los hombres vivos de la tierra: […] La poesía debe ser concebida como un violento asalto contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse ante el hombre. ¡Estamos sobre el promontorio extremo de los siglos!… ¿Por qué deberíamos cuidarnos las espaldas, si queremos derribar las misteriosas puertas de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Vivimos ya en lo absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente. Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo de los anarquistas, las bellas ideas por las que se muere y el desprecio de la mujer. […] Cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas del trabajo, el placer o la revuelta». Aquí no intentamos en absoluto ironizar, muchos menos moralizar, sino solamente comprender. Comprender, en este caso, que la vanguardia nació como reacción masculina al carácter inhabitable del mundo que la Máquina Imperial comienza a acondicionar, como voluntad de reapropiarse el no-mundo de la técnica autónoma. La vanguardia nació como reacción al hecho de que toda determinación ha devenido una burla en el seno de la fungibilidad mercantil universal. Para la intolerable marginalidad humana en el Espectáculo, la vanguardia responde con la proclamación, la proclamación de sí como centro; proclamación que además sólo abole ilusoriamente su carácter periférico. De allí que la concurrencia desenfrenada, el síndrome de la superación crónica y el fetichismo tragicómico de la pequeña diferencia, que agitan al minúsculo universo de las vanguardias, ofrezcan finalmente un espectáculo tan penoso; como lo son las terribles discusiones entre vagabundos, en la noche, a la hora del último metro. Que la vanguardia haya sido esencialmente un asunto de hombres debe ser comprendido en estrecha relación a esto. Ciertamente, el movimiento de la vanguardia es ampliamente negativo, es la fuga anticipada, la marcha forzada de la virilidad clásica en peligro hacia la ceguera definitiva, hacia una ignorancia de sí aún más sofisticada que aquella que por tanto tiempo había distinguido al hombre occidental. La necesidad de mediar su relación a sí con una representación —aquella de su lugar en la Historia política o del arte, en el “movimiento revolucionario”, o más comúnmente en el grupo vanguardista mismo— corresponde únicamente a la incapacidad del hombre de vanguardia de HABITAR LA DETERMINACIÓN, a su acosmismo real. En él la afirmación vacía de sí y la profesión de originalidad personal sustituyen ventajosamente a la suposición de su singularidad irrisoria. Por singularidad, entiendo aquí una presencia que no se relaciona solamente al espacio y el tiempo, sino a una constelación significante y al acontecimiento en su corazón. Y esto es así porque no encuentra en ninguna parte acceso a su propia determinación, a su cuerpo, que la vanguardia pretende tener la más exacta y magistral representación de la vida, es decir que pretende acuñar, absurdamente, su nombre en ella (así, uno tiene el derecho a interrogarse, fuera de la hipótesis gerencial de un ejercicio colectivo de autopersuasión, sobre el sentido de la observación situacionista «Nuestras ideas están en todas las cabezas»: ¿en qué medida una idea que está en todas las cabezas puede realmente estar en cualquiera? Pero afortunadamente para nosotros, el número 7 de Internacional Situacionista tiene la última palabra sobre este enigma: «Nosotros somos los representantes de la idea-fuerza de la inmensa mayoría»). Todo esto se adapta admirablemente, como sabemos, a un hegelianismo que no es más que la expresión engreída de la ineptitud para asumir su propia singularidad en su carácter cualquiera —recordaremos oportunamente, en este asunto, el comienzo de la Fenomenología del Espíritu, cuyo gesto inaugural (verdadero truco de malabarista manco) consiste en descalificar la determinidad: «Lo universal es, pues, lo verdadero de la certeza sensible; […] ya que al decir yo digo este yo singular, digo en general todos los yo». Que la implosión y la disolución de la IS coincidan exactamente con la posibilidad histórica de perderse en su tiempo, de participar en él de manera determinante, es el destino previsible de los que se apresuraron a escribir sobre el mayo de 1968: «Los situacionistas […] habían previsto muy exactamente desde hace muchos años la explosión actual y sus consecuencias. […] La teoría radical fue confirmada» (Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones). Como vemos: la utopía vanguardista nunca ha sido otra cosa que la anulación final de la vida en el discurso, de la apropiación del acontecimiento por su representación. Si, entonces, hacía falta caracterizar el régimen de subjetivación vanguardista, se podría decir que es aquel de la proclamación petrificante, aquel de la impotencia agitada.


LA «OSCURA INTIMIDAD DEL HUECO DEL ZAPATO»
(Martin Heidegger, Holzwege)

El 1 de septiembre de 1957, es decir un poco antes de la fundación de la Internacional Situacionista, Guy Debord envió una carta a Asger Jorn, su alter ego favorito en esos días, en la que afirmaba la necesidad de forjar en torno a esta agrupación una «nueva leyenda». La «vanguardia» nunca designa una determinada positividad, sino siempre el hecho que una positividad pretende: 1- mantenerse duraderamente en la negatividad, 2- otorgarse ella misma su propio carácter de negatividad, de «radicalidad», su esencia revolucionaria. De esta manera, la vanguardia nunca ha tenido un enemigo sustancial, a pesar de hacer gran alarde de enemistades diversas con respecto a esto o aquello; la vanguardia sólo se proclama el enemigo de esto o aquello. Tal es la proyección que ella opera más allá de sí misma para hacerse un lugar, el lugar que espera en el sistema de representación. Naturalmente, hace falta para esto que la vanguardia comience a espectralizarse ella misma, es decir, a representarse en todos sus aspectos, desalentando así al enemigo a hacerlo. Su modo de ser positiva es, entonces, siempre una pura negatividad paranoica, a merced de cualquier apreciación trivial sobre su cuenta, de la curiosidad del primer imbécil en llegar; de un Bourseiller, por ejemplo. Es por esto que las vanguardias dan tan a menudo ese sentimiento de un fallido encuentro, de ensamblaje inestable, torpe, de mónadas esperando a descubrir, a través de este o aquel choque, su poca afinidad, su íntimo desamparo. Y es por eso que en toda vanguardia el único momento de verdad es aquel de su disolución. Siempre hay, en el fondo de las relaciones vanguardistas, ese sustrato de recelo, de impenetrable hostilidad que caracteriza a la comunidad terrible. El suicidio de Crevel, la carta de dimisión de Vaneigem, la circular de autodisolución de Socialisme ou Barbarie, el fin de las Brigadas Rojas: siempre el mismo enredo de desgracia helada. En el mandato, en el «hay que…» escarlata, en el manifiesto, resuena idénticamente la esperanza de que una pura negación pueda dar nacimiento a una determinación, de que un discurso, milagrosamente, haga un mundo. Pero el gesto de la vanguardia no es el bueno. Nadie puede nunca tender hacia «la práctica», «la vida» o «la comunidad» por la sencilla razón de que cada una está siempre-ya, y de que sólo se trata de asumir cuál práctica, cuál vida, cuál comunidad está ahí; y de hacerse el portador de las técnicas apropiadas para modificarlas. Pero lo que está allí es precisamente, en el régimen de subjetivación vanguardista, lo inasumible.


LA CUESTIÓN DEL CÓMO

Desde el famoso «La poesía debe ser hecha por todos. No por uno.» de Lautréamont, hasta la interpretación que su ala «creativa» da del movimiento del 77 —la «vanguardia de masas»—, todo prueba la curiosa propensión del artista de vanguardia a reconocer en la O.S. a su semejante, su hermano, su verdadero destinatario. La constancia de esta propensión es tanto más curiosa que casi nunca ha sido pagada de vuelta. Como si esta constancia expresara sólo aquella de una mala conciencia, de la «cabeza» para su supuesto cuerpo por ejemplo. Sucede que hay efectivamente una solidaridad entre la existencia del arte en cuanto esfera separada del resto de la actividad social, y la inauguración del trabajo como destino común de la humanidad. La invención moderna del trabajo como trabajo abstracto, sin rodeo, como indeferenciación de todas las actividades bajo esta categoría, se efectúa de acuerdo a un mito: aquel del puro acto, del acto sin cómo, que desaparecería completamente en su resultado, y cuyo cumplimiento agotaría toda la significación. Aún hoy en día, allí donde el término continúa empleado, el «trabajo» designa todo lo que es vivido en la degeneración imperativa del cómo. En todas partes la cuestión del cómo de los gestos, las cosas, las palabras, es suspendido, desrealizado, desplazado, y allí es trabajo. Ahora bien, hay también una invención moderna del arte, simultánea y simétrica a la del trabajo. Una invención del arte en cuanto actividad especial, productora de obras y no de simple mercancías. Y es en este sector que se concentrará en adelante toda la atención en otra parte denegada al cómo, que será como una recolección de toda la significación perdida de los gestos productivos. El arte será esa actividad que, al contrario del trabajo, nunca se agotará en su propio cumplimiento. Esto será la esfera del gesto encantado, donde la personalidad excepcional del artista aportará al resto de los hombres, bajo forma de espectáculo, el ejemplo de las formas-de-vida, que en adelante tienen prohibido asumir. Al Arte será así confiado, a cambio de su silencio y su complicidad, el monopolio del cómo de los actos. La inauguración de una esfera autónoma donde el cómo de cada gesto es interminablemente pesado, analizado, comentado, desde entonces no ha dejado de enriquecer la proscripción en el resto de las relaciones sociales alienadas de toda evocación al cómo de la existencia. Allí, en la vida cotidiana, productiva, «normal», no debe haber más que actos puros, sin cómo, sin otra realidad que su resultado bruto. El mundo en su desolación sólo debe ser poblado por objetos que refieran sólo a sí mismos, que lleguen a la presencia sólo como productos, que no configuren otra constelación de la presencia que la del reino que les ha manufacturado. Para que el cómo de ciertos actos devenga artístico, ha hecho así falta que el cómo de todos los otros actos deje de ser real; y viceversa. La figura del artista de vanguardia y la de la O.S. son las figuras polares, así como fantasmagóricas en cuanto solidarias, de la alienación moderna. El retorno ofensivo de la cuestión del cómo las encuentra frente a sí como aquello de lo cual debe igualmente protegerse.


EL MUNDO-YA-NO-MUNDO

La parte innata del fracaso que determina una empresa colectiva como vanguardia, es su incapacidad para hacer un mundo. Todos los esplendores, todas las acciones, todos los discursos de la vanguardia incesantemente fracasan en darle cuerpo; todo sucede en la cabeza de unos pocos, donde la unidad, la organicidad del conjunto sobreviene, pero sólo para la intelección, es decir, exteriormente. Lugares comunes, armas, una temporalidad propia, una elaboración compartida de la vida cotidiana, todo tipo de cosas determinadas son necesarias para que un mundo advenga. Es por tanto justicia si todas las manifestaciones de las vanguardias terminan en el museo, porque ya estaban en uno antes de ser expuestas como tales. Su pretensión experimental no designa otra cosa: el hecho de que un conjunto de gestos, prácticas, relaciones —por más transgresores que puedan ser— no hacen un mundo; el Wiener Aktionismus lo sabía ligeramente. El museo es la forma más impresionante del mundo-ya-no-mundo. Todos lo que permanece en un museo resulta del desgarramiento de un fragmento, de un detalle en un medio orgánico. Debería sugerirlo, pero ya no es capaz —aquello en lo cual Heidegger estaba fuertemente engañado en El origen de la obra de arte al colocar la obra de arte en el origen de sí misma: ser-obra no significa «instalar un mundo», sino más bien llorar su muerte—; la obra, a diferencia de la cosa, no es más que el melancólico residuo de algo que una vez vivió. Pero el museo no tiene otra actividad que la de recoger «obras de arte» —y se ve aquí de qué manera la «obra de arte» es de golpe la muerte del arte: una cosa de golpe producida como obra lleva consigo su falta de mundo, y de este modo su insignificancia destinal—, y pretende también, a través de la historia del arte, reconstruirles una casa abstracta, hacerles un mundo apropiado para ellas, donde se encontrarían en buena compañía del mismo modo en que los nuevos ricos se encuentran en sus clubs los viernes por la noche, entre personas exitosas. Pero entre estas «obras de arte» no hay nada, nada más que el discurso pedante de la más frígida de las filosofías de la historia: la historia del arte. Digo frígida porque es en todos los aspectos idéntica a la valorización capitalista.


¡TRATA DE ESTAR PRESENTE!

se ha acostumbrado, desde hace varios años, llevar a cabo quejas hacia la vanguardia acompañadas de una notoria complicidad con la «modernidad»; se le reprocha compartir con esta modernidad una idea un poco corta de la historicidad, un culto de lo nuevo que en el fondo sería una fe en el Progreso. Y es cierto, en efecto, que la vanguardia es, en su esencia, teleocrática (que se haya podido representar la historia sinóptica de los diferentes movimientos artísticos y la de los grupúsculos políticos radicales con el mismo tipo de gráficas, es aquí más impresionante que tal o cual absurda manía hegeliana común de la muerte del arte o del fin de la Historia). Pero es ante todo por el modo de ser sensible que determina, por la manera de vivirse como siempre-ya póstumo, que el historicismo de las vanguardias se condena él mismo. Se asiste así periódicamente a este curioso fenómeno: una vanguardia ocupa en su propio tiempo una posición más que marginal, incluso si la ocupa con la pretensión de formar el centro de la historia; su tiempo pasa, toda la actualidad de éste se retira; y es entonces que la vanguardia viene al descubierto, emerge de su época como su sustrato más puro. Y se opera entonces una especie de resurrección de la vanguardia —Debord y los situacionistas ofrecen una ilustración de esto casi demasiado ejemplar, y muy previsible—, que la hace pasar por el corazón, la llave de su época, y a veces por su propia época. En la base del régimen de subjetivación vanguardista, hay por tanto esta confusión entre la historia y la filosofía de la historia, confusión que le permite tomarse por la historia misma. En efecto, todo sucede como si la vanguardia hubiera, al suprimirse de su tiempo, invertido una suma, y se viera enseguida, poshumanamente, remunerada en términos de consideración historicista.


LA MUSEIFICACIÓN DEL MUNDO

En 1931 en El trabajador, Jünger señalaba: «Vivimos en un mundo que por un lado se parece completamente a un taller y por el otro completamente a un museo». Una docena de años más tarde, Heidegger expone en su curso sobre Nietzsche la hipótesis del acabamiento de la metafísica: «El fin de la metafísica que se trata de pensar aquí es sólo el comienzo de su «resurrección» bajo formas modificadas: éstas dejarán a la historia en sentido propio, a la historia ya pasada de las posiciones metafísicas fundamentales sólo el papel económico de proporcionar los materiales con los que, correspondientemente transformados, se construirá de nuevo el mundo del «saber». […] Lo verosímil es que se llegue a un cómputo de las diferentes posiciones metafísicas fundamentales, de sus elementos y sus conceptos doctrinales.» Nuestro tiempo es el de la recapitulación general de toda la historia pasada. El proyecto imperial que plantea terminar con la historia toma así la forma de una puesta en historia de todos los acontecimientos pasados, y de este modo los neutraliza. La institución museística no hace más que realizar sectorialmente el proyecto de una museificación general del mundo. Todos los intentos de la vanguardia se han mostrado en este teatro a la vez real e imaginario. Pero esta recapitulación es también la disipación de la ilusión historicista de la cual la vanguardia vivía, con su pretensión a la novedad, a la primera vez, a la originalidad sin réplica. En un movimiento así, en que el elemento del tiempo es absorbido en el elemento de sentido, en que toda historia pasada se reúne en una topología de posiciones entre las cuales nos hace falta aprender a orientarnos ya que no podemos penetrarlas todas, asistimos a la acreción progresiva de constelaciones. Hombres como Aby Warburg, con sus tablas de dibujo, o Georges Duthuit, en su Museo inimaginable, han comenzado a esbozar tales constelaciones, a liberar cada estética de su contenido ético. Los que en nuestros días se acercan, incluso con insolencia, al punk de algunos círculos paraexistencialistas de los años de posguerra, y luego los de la efervescencia gnóstica de los primeros siglos de nuestra era, no hacen otra cosa, ellos también. Más allá de la distancia temporal que separa los puntos de surgimiento, cada una de estas constelaciones comprende gestos, ritornelos, enunciados, usos, artes de hacer, formas-de-vida determinadas, en resumen: un Stimmung propio. Reúne por atracción todos los detalles de un mundo, que exige ser animado, ser habitado. En el contexto en que las vanguardias se encuentran afirmadas y a fortiori hoy en día, la cuestión ya no es desde hace mucho tiempo la de hacer una novedad, sino la de hacer un mundo. Cada cosa y cada ser que viene a la presencia aporta consigo una economía dada de la presencia, configura un mundo. Partiendo de ahí, se trata únicamente de habitar la determinidad de la constelación en la cual se despliega siempre-ya nuestra presencia, de seguir nuestro gusto irrisorio, contigente y finito. Toda revuelta que parte de sí, del hic et nunc en que reposa, de las inclinaciones que la atraviesan, avanza en este sentido. El movimiento del 77 en Italia sigue siendo por esto mismo un fracaso prometedor.


REALIZACIÓN DE LA VANGUARDIA

Uno de los libros más débiles sobre las vanguardias de la segunda mitad del siglo XX constataba, en 1980, La autodisolución de las vanguardias. El autor, René Lourau, el fundador del muy gaguesco «análisis institucional», omitía, desde luego, lo esencial: decir en qué se han disuelto las vanguardias. Los más recientes progresos de la neurosis occidental lo han confirmado desde entonces: la vanguardia se ha disuelto en la totalidad de las relaciones sociales. La caracterización, a partir de ahora banal, de nuestro tiempo como «posmoderno» no evoca otra cosa, incluso si es aún otra manera de purgar a la modernidad de toda su lentejuela para salvar el gesto fundamental: aquel de la superación —no es fortuito, en esto, que el término mismo de «posmodernismo» haya hecho su primera aparición en 1934 en los círculos vanguardistas españoles. Asimismo, la mejor definición que Debord dio al Espectáculo —«una relación social entre personas, mediatizada por imágenes»—, y que define hoy en día a la relación social dominante, sólo toma nota de la generalización del modo de ser vanguardista. El Bloom es así aquel del que todas las relaciones, tanto consigo como con los otros, están completamente mediatizadas por representaciones autónomas. Es el branché que organiza su autopromoción permanente, el cínico que amenaza a cada instante con dejarse absorber por una de sus excrecencias discursivas o con desaparecer en un abismo de ironía batomológica4. La paranoia de la vanguardia también se ha difundido, con esta forma difusa de colocarse en la excepción de sí misma en cada instante de la vida; con esa disposición general de construirse su pequeña leyenda personal telecomandada. Enzensberger estaba completamente en lo cierto al ver en el Bild-Zeitung la realización acabada de la vanguardia, tanto desde el punto de vista de la transgresión formal como de la elaboración colectiva. Una cierta dosis de situacionismo parece incluso exigida por todo el empleo decentemente remunerado, actualmente. El tono particular, propiamente agobiante, de esta intervención encuentra aquí su contenido: se trataba solamente de despejar la significación ética de la vanguardia.


EPÍLOGO

Como epílogo a todo esto, no parece superfluo evocar un punto de vuelco de la vanguardia. Acéphale, símbolo de la muchedumbre sin líder, nombra uno de estos puntos extremos. Acéphale intentó liberarse del problema del cabeza. Toda la agitación, toda la gesticulación de la vanguardia, ya sea artística o política, Acéphale quiso borrarla, borrándose, renunciando a una forma de acción «que no es más que el aplazamiento de la existencia». Acéphale quiso ser esa sociedad secreta existencial, esa comunidad electiva que concentraría a «los individuos verdaderamente decididos a emprender la lucha, en la escala ínfima que sea requerida, pero en el camino eficaz en que su tentativa corra el riesgo de devenir epidémica , [a fin de] medirse con la sociedad sobre su propio terreno y atacarla con sus propias armas, es decir, constituyéndose ellos mismos en comunidad, más aún, dejando de formar valores que defiendan la exclusividad de los rebeldes e insurgentes, considerándolos al contrario como los valores primeros de la sociedad que quieren ver que se instaure y como los más sociales de todos, siendo un poco implacables. […] A la constitución en grupo preside el deseo de combatir la sociedad en cuanto sociedad, el plan de afrontarla como la estructura más densa y sólida que intenta instalarse como un cáncer en el seno de una estructura más frágil y vil, aunque incomparablemente más voluminosa» (Caillois, “El viento de invierno”). Los papeles de Henri Dussat, miembro de Acéphale, conservan una nota fechada el 25 de marzo de 1938: «Tender a la ética, es allí la resolución de lo que reconoce, o de lo que se está mal en reconocer, a lo cristiano como valor supremo. Otra cosa es moverse en la ética». Buscando explícitamente el constituirse en mundo, Acéphale no sólo rompía con la vanguardia, sino que también recuperaba lo que, en la vanguardia, había sido otra cosa que la vanguardia, es decir, precisamente el deseo que había abortado allí: «Desde el fin del período dadá, el proyecto de una sociedad secreta encargada de dar una especie de realidad efectiva a las aspiraciones que se han definido, en parte, bajo el nombre de surrealismo, ha permanecido siempre como un objeto de preocupación, al menos en el fondo», recordó Bataille en la conferencia del 19 de marzo de 1938 en el Colegio de Sociología. Acéphale, sin embargo, no llegaría a existir más que para contaminar. A pesar de estar llena de ritos, costumbres, textos sagrados y ceremonias, la política proclamatoria que, exteriormente, había desparecido, permanecía interiormente; tanto que la consigna de comunidad, de sociedad secreta, finalmente absorbía la realidad de estos términos. Se sabía que no se pueden dar lugares comunes, ni se puede salir de una figura, clásica, de la virilidad que ignora en gran medida la dulzura de la nuda vida. Acéphale fue casi exclusivamente (y más sensiblemente, por ejemplo, que el surrealismo) un asunto de hombres. Acéphale no conocía, para colmo, la forma de prescindir de una cabeza ni cómo debía ser, de un extremo a otro, más que la comunidad de Bataille a solas: como él solo escribió la genealogía, la «revista interna», que dio a luz a Acéphale, como él solo definió los ritos de esta Orden, acabó solo, implorando a sus pálidos compañeros que lo sacrificaran al pie de su árbol sagrado. «Fue muy hermoso. Pero todos teníamos el sentimiento de estar participando en algo que sucedía en la obra de Bataille, en la cabeza de Bataille» (Klossowski).

No parece oportuno arrojar una conclusión, y mucho menos un programa, de lo que acaba de ser dicho.

Después de lo que sé, una cierta relación debe poder ser establecida con el Comité Invisible; aunque sólo sea en el sentido de una generalización de la insinuación.

Dicho sea de paso: no hay un problema de la cabeza, sólo hay una parálisis de los cuerpos, del gesto.



En junio de 2000, el museo de Bassano del Grappa (Venecia) organizaba una especie de retrospectiva histérica de todo lo que la segunda mitad del siglo XX había podido contar como vanguardismo confuso, desde la poesía nuclear hasta Luther Blissett, pasando por el letrismo y Fluxus. Un coloquio previo, sibilinamente titulado "Facticidad del arte", debía dar a esta manifiestación una manera de justificación ideológica. Una joven mujer hizo entonces noticia, leyendo anónimamente el texto aquí reproducido. En medio de la lectura, dos viejos vanguardistas italianos intentaron protestar contra tamaña insolencia lanzada en la cara del museo como en la suya, para finalmente salir con un gran alboroto, anunciando que retirarían sus obras de esta inconcebible exposición.