Introducción a la guerra civil




Nosotros, decadentes, tenemos los nervios frágiles. Todo o casi todo nos hiere, y lo demás sólo es una causa de irritación probable, por lo cual nos prevenimos de que nunca se nos toque. Soportamos dosis de verdad cada vez más reducidas, casi nanométricas actualmente, y antes que esto preferimos largos sorbos de antídoto. Imágenes de felicidad, sensaciones plenas y bien conocidas, palabras dulces, superficies alisadas, sentimientos familiares, e interiores interiores, en pocas palabras, narcosis por kilos, y sobre todo: nada de guerra, sobre todo, nada de guerra. Respecto a lo que puede ser expresado, todo este contexto amniótico-asegurador se reduce al deseo de una antropología positiva. Tenemos necesidad de que se nos diga lo que es «un hombre», lo que «nosotros» somos, lo que nos está permitido querer y ser. En definitiva, ésta es una época fanática en muchos aspectos y muy particularmente con respecto a ese asunto del hombre, en el cual uno sublima la evidencia del Bloom. La antropología positiva, en la manera en que domina, no es tal sólo en virtud de una concepción irénica, un poco tonta y amablemente católica, de la naturaleza humana: es ante todo positiva en la medida en que presta al «Hombre» cualidades, atributos determinados, predicados sustanciales. Es por esto que incluso la antropología pesimista de los anglosajones, con su hipóstasis de los intereses, de las necesidades, del struggle for life, entra en el proyecto para tranquilizarnos, pues provee también algunas convicciones practicables acerca de la esencia del hombre.
Pero a nosotros, a nosotros que no queremos acomodarnos en ninguna clase de confort, que tenemos en efecto los nervios frágiles, pero también el proyecto para volverlos cada vez más resistentes, cada vez más inalterados, a nosotros, nos hace falta una cosa completamente distinta. Nos hace falta una antropología radicalmente negativa, nos hacen falta algunas abstracciones suficientemente vacías, suficientemente transparentes, como para impedirnos prejuzgar nada, una física que reserve a cada ser y a cada situación su disposición al milagro. Conceptos rompehielos para acceder, dar lugar, a la experiencia. Para hacerse sus receptáculos.
De los hombres, es decir, de su co-existencia, no podemos decir nada que no nos sirva ostensiblemente como tranquilizante. La imposibilidad de augurar nada acerca de esta implacable libertad nos lleva a designarla mediante un término no definido, una palabra ciega, con la cual se ha acostumbrado nombrar a aquello de lo que no se comprende nada, puesto que no se quiere comprender, comprender que el mundo nos requiere. Este vocablo es el de guerra civil. La opción es táctica; de lo que se trata es de reapropiarse preventivamente de aquello con lo cual nuestras operaciones estarán necesariamente cubiertas.


La guerra civil, las formas-de-vida


Quien en la guerra civil no tome partido será golpeado por la infamia y perderá todo derecho político.
Solón, Constitución de los atenienses


1 La unidad humana elemental no es el cuerpo — el individuo, sino la forma-de-vida.

2 La forma-de-vida no es el más allá de la nuda vida; es más bien su polarización íntima.


3 Cada cuerpo es afectado por su forma-de-vida como por un clinamen, una inclinación, una atracción, un gusto. Aquello hacia lo cual se inclina un cuerpo se inclina también hacia él. Esto vale sucesivamente para cada nueva situación. Todas las inclinaciones son recíprocas.
Glosa: A la mirada superficial puede parecer que el Bloom proporcionaría la prueba de lo contrario, el ejemplo de un cuerpo privado de inclinación, de proclividad, reticente a toda atracción. Confrontados con él, nos damos cuenta de que el Bloom no recubre tanto una ausencia de gusto como un singular gusto por la ausencia. Sólo este gusto puede dar cuenta de los esfuerzos que el Bloom libra positivamente para mantenerse dentro del Bloom, para mantenerse a distancia de aquello que se inclina hacia él y declinar toda experiencia. Parecido en esto al religioso que, al no poder oponer a «este mundo» otra mundanidad, convierte su ausencia en el mundo en crítica de la mundanidad, el Bloom busca en la huida fuera del mundo la salida de un mundo sin afuera. En toda situación, replicará con el mismo desprendimiento, con el mismo deslizamiento fuera de situación. El Bloom es por tanto ese cuerpo distintivamente afectado por una pendiente hacia la nada.


4 Este gusto y este clinamen pueden ser conjurados o asumidos. La asunción de una forma-de-vida no es solamente el saber de tal inclinación, sino el pensamiento de ésta. Llamo pensamiento a lo que convierte la forma-de-vida en fuerza, en efectividad sensible.
En cada situación se presenta una línea distinta de todas las demás, una línea de incremento de potencia. El pensamiento es la aptitud para distinguir y seguir esta línea. El hecho de que una forma-de-vida sólo pueda ser asumida siguiendo su línea de incremento de potencia lleva consigo esta consecuencia: todo pensamiento es estratégico.
Glosa: Para nuestros ojos tardíos, la conjuración de toda forma-de-vida aparece como el destino propio de Occidente. La manera dominante de esta conjuración, en una civilización que ya no podemos llamar nuestra sin consentir a nuestra propia liquidación, se ha manifestado paradójicamente como deseo de forma, como persecución de una semejanza arquetípica, de una Idea de sí situada delante, ante sí. Y no cabe duda de que dondequiera que se haya expresado con alguna amplitud, este voluntarismo de la identidad lo ha tenido muy difícil para enmascarar el nihilismo helado, la aspiración a la nada que forma su eje.
Pero la conjuración de las formas-de-vida tiene también su modo menor, más disimulado, que se llama consciencia, y en su punto culminante lucidez; «virtudes» todas que uno aprecia más en la medida en que acompañan a la impotencia de los cuerpos. Por consiguiente, se llamará «lucidez» al saber de determinada impotencia que no contenga ningún poder para escaparle.
Así, la asunción de una forma-de-vida es totalmente lo opuesto a una tensión de la consciencia o de la voluntad, a un efecto de una u otra.
La asunción es más bien un abandono, es decir, a la vez una caída y una elevación, un movimiento y un reposar-en-sí.


5 «Mi» forma-de-vida no se relaciona con lo que soy, sino con cómo soy lo que soy.
Glosa: Este enunciado opera un ligero desplazamiento. Un ligero desplazamiento en el sentido de una salida de la metafísica. Salir de la metafísica no es un imperativo filosófico, es una necesidad fisiológica. En el extremo presente de su despliegue, la metafísica se resume en una orden planetaria de ausencia. Lo que el Imperio exige de cada persona no es que se conforme a una ley común, sino a su identidad particular; pues es de la adherencia de los cuerpos a sus cualidades supuestas, a sus predicados, que depende el poder imperial de controlarlos.
«Mi» forma-de-vida no se relaciona con lo que soy, sino con cómo soy lo que soy; dicho de otra manera: entre un ser y sus «cualidades» está el abismo de su presencia, la experiencia singular que yo hago de él, en determinado momento y en determinado lugar. Para mayor desgracia del Imperio, la forma-de-vida que anima a un cuerpo no está contenida en ninguno de sus predicados —grande, blanco, loco, rico, pobre, carpintero, arrogante, mujer o francés—, sino en el cómo singular de su presencia, en el irreductible acontecimiento de su estar-en-situación. Y es en el mismo lugar en que la predicación se ejerce con la máxima violencia, en el apestoso dominio de la moral, que su fracaso es también el máximo júbilo: cuando, por ejemplo, nos encontramos ante un ser completamente abyecto pero cuyo modo de ser abyecto nos afecta hasta alcanzar en nosotros toda repulsión y nos manifiesta de este modo que la abyección misma es una cualidad.
Asumir una forma-de-vida quiere decir ser fiel a sus inclinaciones más que a sus predicados.


6 La cuestión de saber por qué tal cuerpo es afectado por tal forma-de-vida en vez de por tal otra está tan desprovista de sentido como la de saber por qué hay algo en vez de nada. Esta cuestión señala solamente el rechazo, a veces el terror, a conocer la contingencia. A fortiori, a tomar acto de ella.
Glosa α: Una cuestión más digna de interés sería la de saber cómo un cuerpo se agrega sustancia, cómo un cuerpo deviene espeso, se incorpora la experiencia. ¿Qué hace que unas veces experimentos polarizaciones pesadas, que van lejos, y otras polarizaciones débiles, superficiales? ¿Cómo extraerse de la masa dispersiva de los cuerpos bloomescos, de este movimiento browniano mundial en el que los más vivos pasan de microabandono en microabandono, de una forma-de-vida atenuada a otra, según un constante principio de prudencia: jamás llevarse más allá de cierto nivel de intensidad? ¿Cómo han podido los cuerpos volverse hasta este punto transparentes?

Glosa β: Existe toda una concepción bloomesca de la libertad como libertad de elección, como abstracción metódica de cada situación, concepción que forma el más seguro antídoto contra toda libertad real. Pues la única libertad sustancial es la de seguir la línea de incremento de potencia de nuestra forma-de-vida hasta el fin, hasta el punto en que se desvanece, liberando en nosotros un poder superior de ser afectado por otras formas-de-vida.


7 La persistencia de un cuerpo para dejarse afectar —a pesar de la variedad de las situaciones que atraviesa— por una única forma-de-vida, es función de su grieta. Cuanto más agrietado está un cuerpo, es decir, cuanto más ha ganado su grieta en extensión y profundidad, menos numerosas son las polarizaciones compatibles con su supervivencia, y más tenderá a recrear las situaciones en las que se encuentra comprometido a partir de sus polarizaciones familiares. Con la grieta de los cuerpos crecen la ausencia en el mundo y la penuria de las inclinaciones.

Glosa: Forma-de-vida, es decir: mi relación conmigo mismo es sólo una pieza de mi relación con el mundo.

8 La experiencia que una forma-de-vida hace de otra forma-de-vida no es comunicable a esta última, incluso si es traducible; y todos saben lo que se juega con las traducciones. Sólo son ostensibles unos hechos: comportamientos, actitudes, decires: chismes; las formas-de-vida no se reservan ninguna posición neutra, ningún refugio protegido para un observador universal.

Glosa: Por supuesto, no faltan candidatos para reducir las formas-de-vida al esperanto objetual de las «culturas», «estilos», «modos de vida» y otros misterios relativistas. La intención de estos desgraciados no tiene por su cuenta ningún misterio: se trata siempre de hacernos entrar en el gran juego unidimensional de las identidades y las diferencias. Así se manifiesta la más babosa hostilidad hacia toda forma-de-vida.

9 En sí mismas, las formas-de-vida no pueden ser dichas, descritas, solamente mostradas, nombradas, es decir, dentro de un contexto necesariamente singular. Su juego, en cambio, considerado localmente, obedece a estrictos determinismos significantes. Si son pensados, estos determinismos se vuelven reglas, susceptibles entonces de enmiendas. Cada secuencia de este juego está delimitada, en cada uno de sus extremos, por un acontecimiento. El acontecimiento saca al juego de sí mismo, hace un pliegue en él, suspende los determinismos pasados, augura otros, en función de los cuales exige ser interpretado. En todas las cosas, nosotros comenzamos desde en medio.

10 La guerra civil es el libre juego de las formas-de-vida, el principio de su co-existencia.

Glosa α: La distancia requerida para la descripción como tal de una forma-de-vida es propiamente la de la enemistad.

Glosa β: La idea misma de «pueblo» —de raza, de clase, de etnia o de nación— como captación masiva de una forma-de-vida siempre ha sido desmentida por el hecho de que las diferencias éticas en el seno de cada «pueblo» siempre han sido más grandes que las diferencias éticas entre los «pueblos» mismos.

11 Guerra porque, en cada juego singular entre formas-de-vida, la eventualidad del enfrentamiento bruto, del recurso a la violencia, nunca puede ser anulada.
Civil porque las formas-de-vida no se enfrentan como Estados, como coincidencias entre población y territorio, sino como partidos, en el sentido en que esta palabra se entendía hasta el advenimiento del Estado moderno, es decir, puesto que a partir de ahora hace falta precisarlo, como máquinas de guerra partisanas.
Guerra civil, en fin, porque las formas-de-vida ignoran la separación entre hombres y mujeres, existencia política y nuda vida, civiles y tropas regulares;
porque la neutralidad es aún un partido en el libre juego de las formas-de-vida;
porque este juego no tiene ni comienzo ni fin que se pueda declarar, fuera de un final físico del mundo que ya nadie podría precisamente declarar;
y sobre todo porque no conozco ningún cuerpo que no se encuentre arrastrado sin remedio en el curso excesivo y peligroso del mundo.

12 El punto de vista de la guerra civil es el punto de vista de lo político.
Glosa α: La «violencia» es una novedad histórica: nosotros, decadentes, somos los primeros en conocer esta cosa curiosa: la violencia. Las sociedades tradicionales conocían el robo, la blasfemia, el parricidio, el rapto, el sacrificio, la afrenta y la venganza; los Estados modernos ya, tras el dilema de la cualificación de los hechos, tendían a ya sólo reconocer la infracción a la Ley y la pena que venía a corregirla. Pero no ignoraban las guerras exteriores y, en el interior, la disciplinarización autoritaria de los cuerpos. Sólo los Bloom, de hecho, sólo los átomos pusilánimes de la sociedad imperial, conocen «la violencia» como mal radical y único que se presenta bajo una infinidad de máscaras, detrás de las cuales es tan vitalmente importante reconocerla para erradicarla más fácil. En realidad, la violencia existe para nosotros como aquello de lo que hemos sido desposeídos, y de lo que ahora debemos reapropiarnos.
Cuando el biopoder se pone a hablar, al respecto de los accidentes de tráfico, de «violencia en carretesra», se comprende que en la noción de violencia la sociedad imperial sólo designa su propia vocación a la muerte. Aquí, la sociedad imperial se ha forjado el concepto negativo mediante el cual rechaza todo aquello que en ella sigue siendo portador de intensidad. De manera cada vez más expresa, la sociedad imperial se vive a sí misma, en todos estos aspectos, como violencia. Y lo que se expresa, en la persecución que libra a ésta, es su propio deseo de desaparecer.

Glosa β: se detesta hablar de guerra civil. Y cuando a pesar de todo se lo hace, es para asignarle un lugar y circunscribirla en el tiempo. Así será «la guerra civil en Francia» (1871), en España (1936-1939), la guerra civil en Argelia y tal vez pronto en Europa. En ocasiones uno notará que los franceses, siguiendo su naturaleza emasculada, traducen la estadounidense «Civil War» como «Guerre de Sécession», para significar mejor su determinación a tomar incondicionalmente siempre el partido del vencedor dondequiera que sea también el del Estado. Sólo podemos desprendernos de esta costumbre de otorgar un comienzo, un fin y un límite territorial a la guerra civil, en resumen, de hacer de ella una excepción en el curso normal de las cosas antes que considerar sus infinitas metamorfosis a través del tiempo y el espacio, elucidando la maniobra que recubre. Así, recordaremos que aquellos que, en los comienzos de los años sesenta, pretendieron liquidar la guerrilla en Colombia previamente hicieron llamar «la Violencia» al episodio histórico que querían clausurar.


13 Cuando dos cuerpos afectados —en cierto lugar, en cierto momento— por la misma forma-de-vida llegan a encontrarse, hacen la experiencia de un pacto objetivo, anterior a toda decisión. Esta experiencia es la experiencia de la comunidad.
Glosa: Hay que imputar la privación de dicha experiencia a ese viejo fantasma del metafísico que atormenta todavía al imaginario occidental: el fantasma de la comunidad humana, también conocida con el nombre de Gemeinwesen por cierto público para-bordiguista. Es sin duda porque no tiene acceso a ninguna comunidad real, y por lo tanto en virtud de su extrema separación, como el intelectual occidental ha podido forjarse este pequeño fetiche distractor: la comunidad humana. Ya sea que adopte el uniforme nazihumanista de la «naturaleza humana» o los enfermizos hábitos ya colgados de la antropología, ya sea que se repliegue sobre la idea de una comunidad de la potencia cuidadosamente desencarnada o que se lance de cabeza hacia la perspectiva menos refinada del hombre total —el que totalizaría el conjunto de los predicados humanos—, es siempre el mismo terror de tener que pensar su situación singular, determinada, finita, lo que va a buscar refugio en el fantasma reconfortante de la totalidad, de la unidad terrestre. La abstracción subsecuente puede llamarse multitud, sociedad civil mundial o género humano, esto no tiene ninguna importancia: es la operación lo que cuenta. Todas las recientes burradas sobre la sociedad cibercomunista y el hombre cibertotal no toman vuelo sin una cierta oportunidad estratégica en el momento mismo en que se levanta mundialmente un movimiento con la pretensión de refutarlas. Después de todo, la sociología bien había nacido cuando aparecía en el núcleo de lo social el conflicto más irreconciliable que haya habido jamás, y justamente donde este conflicto irreconciliable —la lucha de clases— se manifestaba más violentamente, en Francia, en la segunda mitad del siglo XIX, y digámoslo así: en respuesta a esto.
En el momento en que «la sociedad» misma ya sólo es una hipótesis, y no una de las más plausibles, pretender defenderla contra el fascismo latente de toda comunidad es un ejercicio de estilo empapado de mala fe. Pues, ¿quién al día de hoy se reclama todavía de «la sociedad» sino los ciudadanos del Imperio, aquellos que hacen bloque, o más bien, aquellos que hacen montón contra la evidencia de su implosión definitiva, contra la evidencia ontológica de la guerra civil?


14 Sólo hay comunidad en las relaciones singulares. Nunca hay la comunidad, hay algo de comunidad, que circula.
Glosa α: La comunidad jamás designa a un conjunto de cuerpos concebidos independientemente de su mundo, sino a una cierta naturaleza de las relaciones entre esos cuerpos y de esos cuerpos con su mundo. La comunidad, desde que pretende encarnarse en un sujeto aislable, en una realidad distinta, desde que pretende materializar la separación entre un afuera y su adentro, se confronta con su propia imposibilidad. Este punto de imposibilidad es la comunión. La total presencia de sí de la comunidad, la comunión, coincide con la disipación de toda comunidad en las relaciones singulares, con su ausencia tangible.

Glosa β: Todo cuerpo está en movimiento. Incluso inmóvil, viene todavía en presencia, pone en juego el mundo que lleva consigo, avanza hacia su destino. Es por esto mismo que ciertos cuerpos avanzan juntos, tienden, se inclinan uno hacia otro: se da entre ellos algo de comunidad. Otros se evaden, no se componen, desentonan. En la comunidad de cada forma-de-vida también tienen cabida comunidades de cosas y de gestos, comunidades de hábitos y de afectos, una comunidad de pensamientos. Es indiscutible que los cuerpos privados de comunidad también están de ese modo privados de gusto: no ven que ciertas cosas van juntas, y otras no.


15 La comunidad no es nunca la comunidad de los que están ahí.

16 El encuentro de un cuerpo afectado por la misma forma-de-vida que yo, la comunidad, me pone en contacto con mi propia potencia.

17 El sentido es el elemento de lo Común, lo cual quiere decir que todo acontecimiento, en cuanto irrupción del sentido, instaura un común.
El cuerpo que dice «yo» dice, en realidad, «nosotros».
El gesto o el enunciado dotados de sentido recortan en la masa de los cuerpos una comunidad determinada, que en primer lugar será preciso asumir para poder asumir dicho gesto o enunciado.

18 Cuando llegan a encontrarse dos cuerpos animados —en cierto lugar, en cierto momento— por formas-de-vida absolutamente extrañas una para otra, hacen la experiencia de la hostilidad. Este encuentro no funda ninguna relación, más bien testimonia la no-relación previa.
El hostis fácilmente puede ser identificado y su situación conocida; él mismo no podría ser conocido, es decir, conocido como singular. La hostilidad es precisamente la imposibilidad, para unos cuerpos que de ninguna manera pueden componerse, de conocerse como singulares.
Conocida como singular, toda cosa escapa de este modo hacia la esfera de la hostilidad, deviene amiga o enemiga.

19 Para mí, el hostis es una nada que exige ser aniquilada, ya sea dejando de ser hostil o dejando de existir.

20 El hostis puede ser aniquilado, pero la hostilidad, en cuanto esfera, no puede ser reducida a nada. El humanista imperial, el que se jacta de que «nada de lo que es humano le es ajeno», nos recuerda solamente cuántos esfuerzos le fueron necesarios para volverse hasta este punto ajeno a sí mismo.

Glosa: Toda comunidad lo es a la vez en acto y en potencia, es decir que cuando se pretende puramente en acto, por ejemplo en la Movilización Total, o puramente en potencia, como en el aislamiento celeste del Bloom, no hay comunidad.

21 La hostilidad se practica de forma diversa, con resultados y métodos variables. La relación mercantil o contractual, la difamación, la violación, el insulto y la destrucción pura y simple se ordenan por sí mismas unas junto a otras: son prácticas de reducción; en última instancia, uno lo comprende. Otras formas de la hostilidad toman caminos más tortuosos y, de este modo, menos aparentes. Así el potlach, los cumplidos, la cortesía, la prudencia, la hospitalidad, que uno reconoce más raramente como otras tantas prácticas de aplastamiento; y que, sin embargo, lo son.

22 Nada de lo que se recubre habitualmente con el nombre de «indiferencia» existe. O bien una forma-de-vida me es desconocida, en el caso de que no sea nada para mí, ni siquiera indiferente. O bien me es conocida y existe para mí como si no existiera, en cuyo caso me es simplemente, y con toda evidencia, hostil.

23 La hostilidad me aleja de mi propia potencia.


Glosa: En su Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Benveniste no consigue explicarse que en latín hostis haya podido significar a la vez «extraño», «enemigo», «huésped» y «aquel que tiene los mismos derechos que el pueblo romano», o más aún, «aquel a quien me une una relación de potlach», es decir, una relación de reciprocidad forzada dentro del don. Sin embargo, es muy evidente que el derecho, las leyes de hospitalidad, el aplastamiento bajo una montaña de regalos o bajo una ofensiva armada, son otras tantas formas de borrar el hostis, de impedirle ser para mí algo singular. De esta manera, lo mantengo en su extrañeza; corresponde únicamente a nuestra debilidad para rechazar admitirlo. El tercer artículo de La paz perpetua, en el cual Kant considera las condiciones de la desintegración final de todas las comunidades particulares y de su reintegración formal en el Estado universal, enuncia no obstante sin ambigüedad: «El derecho cosmopolita debe restringirse a las condiciones de la hospitalidad universal». Más cerca de nosotros, Sebastian Roché, creador desconocido de la noción de «incivilidad», doctrinario francés de la tolerancia cero, héroe de la República imposible, ¿no ha titulado su último libro, publicado en marzo de 2000, con el nombre de su utopía: La sociedad de la hospitalidad? ¿Acaso será que Sebastian Roché lee a Kant, a Hobbes, el France-Soir o directamente los pensamientos del ministro del Interior?

24 Entre las latitudes extremas de la comunidad y de la hostilidad se extiende la esfera de la amistad y de la enemistad. La amistad y la enemistad son nociones ético-políticas. Que una y otra den lugar a intensas circulaciones de afecto es algo que prueba únicamente que las realidades afectivas son objetos de arte, que el juego de las formas-de-vida puede ser elaborado.
Glosa α: En medio de la amplia colección de medios que Occidente ha puesto en marcha contra toda comunidad, hay uno que ocupa desde alrededor del siglo XII un lugar a la vez predominante e insospechable: me refiero al concepto de amor. Es preciso reconocerle, a través de la falsa alternativa que ha terminado por imponer en todas partes («¿me amas o no me amas?»), un tipo de eficacia bastante temible en lo que se refiere a enmascarar, reprimir y pulverizar toda la gama altamente diferenciada de los afectos, todos los grados por cierto patentes de las intensidades que pueden producirse en el contacto de los cuerpos. Con esto, ha servido para reducir la extrema posibilidad de elaboración de los juegos entre formas-de-vida. La miseria ética presente, que funciona como una especie de permanente chantaje en la pareja, le debe mucho seguramente.

Glosa β: Como prueba de lo anterior, bastará con acordarse de cómo, a lo largo del proceso de «civilización», la criminalización de todas las pasiones ha ido a la par de la santificación del amor como sola y única pasión, como la pasión por excelencia.

Glosa γ: Naturalmente, esto vale para la propia noción de amor, y no para lo que, contra sus propios designios, ésta ha permitido a pesar de todo. No hablo solamente de algunas perversiones memorables, sino también del pequeño proyectil «te amo», que es siempre un acontecimiento.


25 El amigo es aquel a quien me vincula una elección, una entente, una decisión tal que el incremento de su potencia conlleve también al incremento de la mía. El enemigo es, simétricamente, aquel a quien me vincula una elección, un desacuerdo tal que el incremento de mi potencia exige que lo enfrente, que merme sus fuerzas.

26 Lo que está en juego en el enfrentamiento con el enemigo jamás es su existencia, sino su potencia.
Además de que un enemigo aniquilado ya no puede reconocer su derrota, acaba siempre por volver, como espectro primero, y más tarde, como hostis.

Glosa: Fulgurante réplica de Hannah Arendt a un sionista que, tras la publicación de Eichmann en Jerusalén, y en medio del escándalo subsecuente, le reprochaba no amar al pueblo de Israel: «Yo no amo a los pueblos. Yo sólo amo a mis amigos».

27 Toda diferencia entre formas-de-vida es una diferencia ética. Esta diferencia autoriza un juego, unos juegos. Estos juegos no son políticos en sí mismos: lo devienen a partir de un determinado grado de intensidad, es decir, por eso, a partir de un determinado grado de elaboración.

Glosa: No reprochamos a este mundo que se entregue a la guerra de manera demasiado feroz, ni que la frene por todos los medios, sino solamente que la reduzca a sus formas más nulas.

28 No voy a intentar, aquí, demostrar la permanencia de la guerra civil por medio de la celebración más o menos estupefacta de algunos bellos episodios de la guerra social, o por medio de la recensión de los momentos de expresión privilegiados del antagonismo de clase. No será cuestión de la revolución inglesa, rusa o francesa, de la Makhnovtchina, de la Comuna, de Gracchus Babeuf, de mayo del 68, ni siquiera de la guerra de España. Tendrán que agradecérmelo los historiadores: nunca roería su pastel. Siguiendo un método claramente más astuto, mostraré cómo la guerra civil se prosigue ahí mismo donde se ha dado por ausente, por provisionalmente contenida. Se tratará de exponer los medios de una empresa continua de despolitización que corre hasta nosotros partiendo desde la Edad Media, en la cual, es bien sabido, «todo es político» (Marx). En otras palabras, el conjunto no será captado a partir de la línea de cresta histórica, sino desde una suerte de línea existencial de baja altitud continua.

29 Existen dos maneras, mutuamente hostiles, de nombrar: una para conjurar y otra para asumir. El Estado moderno y luego el Imperio hablan de «guerra civil», pero hablan de ella para someter más fácilmente a la masa de aquellos que lo darían todo para conjurarla. También yo hablo de «guerra civil», e incluso como de un hecho originario. Hablo de guerra civil a fin de asumirla en dirección a sus formas más altas. Es decir: según mi gusto.

30 Llamo comunismo al movimiento real que elabora en todo lugar y en todo instante la guerra civil.

31 Mi intención propia no deberá aparecer primero, de manera explícita. Será en todas partes sensible a aquellos que están familiarizados a ella, y en todas partes ausente a aquellos que no saben nada de ella. Por lo demás, los programas sólo sirven para aplazar aquello que promueven. Kant veía el criterio de moralidad de una máxima en el hecho de que su publicidad no viniera a contradecir su ejecución. La moralidad de mi designio no podrá por tanto exceder la siguiente fórmula: propagar una cierta ética de la guerra civil, un cierto arte de las distancias.

Glosa: Así como el fin de la Edad Media está marcado por la escisión del elemento ético en dos esferas autónomas —la moral y la política—, así el acabamiento de los «Tiempos Modernos» está marcado por la reunificación en cuanto separados de estos dos dominios abstractos. Reunificación mediante la cual fue obtenido nuestro nuevo tirano: lo social.



El Estado moderno, el sujeto económico


La historia de la formación del Estado en Europa es la historia de la neutralización de los contrastes confesionales, sociales y de otro tipo en el seno del Estado.
Carl Schmitt, Neutralidad y neutralización


32 El Estado moderno no se define como un conjunto de instituciones cuyos diversos tipos de agenciamiento ofrecerían la oportunidad de un interesante pluralismo. El Estado moderno, mientras permanece, se define éticamente como el teatro de operaciones de una bífida ficción: que existiría algo así como neutralidad y centralidad, habiendo formas-de-vida.
Glosa: Las frágiles construcciones del poder son reconocibles por su pretensión incesantemente renovada a establecer como evidencias lo que son sólo ficciones. En el curso de los Tiempos Modernos, una de entre estas ficciones parece ser el decorado de todas las demás: la ficción de una neutralidad central. La Razón, el Dinero, la Justicia, la Ciencia, el Hombre, la Civilización o la Cultura: por todas partes el mismo movimiento fantasmagórico: plantear la existencia de un centro, y que este centro sería neutro, éticamente. El Estado, por tanto, como condición histórica del florecimiento de estas cursilerías.


33 El Estado moderno se dio como etimología la raíz indoeuropea st- de la fijeza, de las cosas inmutables, de lo que es. La maniobra ha engañado a más de uno. Ahora que el Estado ya sólo se encarga de sobrevivir, la conmoción se esclarece: es la guerra civil —stasis en griego— la que figura la permanencia, y el Estado moderno sólo habrá sido un proceso de reacción a esta permanencia.
Glosa α: Contrariamente a lo que se intenta acreditar, la historicidad propia a las ficciones de la «modernidad» nunca es la de una estabilidad adquirida para siempre, de un umbral al fin superado, sino precisamente la de un proceso de movilización sin fin. Bajo las fechas inaugurales de la historiografía oficial, bajo la gesta edificante del progreso lineal, no habrá dejado de acometerse todo un trabajo ininterrumpido de reagenciamiento, de corrección, de perfeccionamiento, de revoque, de desplazamiento, e incluso a veces, de reconstrucción a un alto costo. Es este trabajo, y sus fracasos repetidos, los que dieron nacimiento a toda la pacotilla nerviosa de lo nuevo. La modernidad: no un estadio donde uno estaría instalado, sino una tarea, un imperativo de modernización, de flujo tendido, crisis tras crisis, vencido únicamente por nuestra lasitud y escepticismo, finalmente.

Glosa β: «Este estado de cosas estriba en una diferencia, que no se ha recalcado lo suficiente, entre las sociedades modernas y las sociedades antiguas, en lo que se refiere a las nociones de guerra y de paz. La relación entre el estado de paz y el estado de guerra es, de antaño a hoy, exactamente inversa. La paz es para nosotros el estado normal, que una guerra viene a romper; para los antiguos, el estado normal es el estado de guerra, al que una paz viene a poner fin».
Benveniste
Vocabulario de las instituciones indoeuropeas


34 En teoría y en práctica, el Estado moderno nace para poner fin a la guerra civil, entonces llamada «de religión». Es pues, históricamente y por su propia declaración, segundo con respecto a la guerra civil.
Glosa: Los Seis Libros de la República de Bodin son publicados cuatro años después de la Matanza de San Bartolomé, y el Leviatán, de Hobbes, en 1651, esto es, once años después del comienzo del Parlamento Largo. La continuidad del Estado moderno, desde el Absolutismo hasta el Estado benefactor, será la de una guerra incesantemente inacabada librada contra la guerra civil.


35 Con la Reforma, y luego con las guerras de religión, se pierde en Occidente la unidad del mundo tradicional. El Estado moderno surge, entonces, como portador del proyecto para recomponer esta unidad, secularmente esta vez, no ya como unidad orgánica, sino como unidad mecánica, como máquina, como artificialidad consciente.
Glosa α: Lo que, durante la Reforma, había debido arruinar toda la organicidad de las mediaciones consuetudinarias, es la brecha abierta por una doctrina que profesa la estricta separación de la fe y las obras, del reino de Dios y el reino del mundo, del hombre interior y el hombre exterior. Las guerras de religión ofrecen entonces el absurdo espectáculo de un mundo que se dirige al abismo por haberlo simplemente entrevisto, de una armonía que se fragmenta bajo la presión de mil pretensiones absolutas y discordantes de unidad. Por el efecto de las querellas entre sectas, las religiones introducen así cada una contra su voluntad la idea de la pluralidad ética. Pero aquí la guerra civil es todavía concebida por esos mismos que la suscitan como algo que debía muy pronto encontrar su término, no siendo asumidas las formas-de-vida sino condenadas a la conversión según uno u otro de los patrones existentes. Los diversos levantamientos del Partido Imaginario se han encargado desde entonces de volver caduca la reflexión de Nietzsche, que escribía en 1882: «El más grande progreso de las masas ha sido hasta el día de hoy la guerra de religión, pues es la prueba de que la masa ha comenzado a tratar las ideas con respeto».

Glosa β: Alcanzado el otro extremo de su órbita histórica, el Estado moderno vuelve a encontrar a su viejo enemigo: las «sectas». Pero en esta ocasión, él no es la fuerza política ascendente.


36 El Estado moderno pone fin a la confusión que el protestantismo había traído primero al mundo, reapropiándose de la operación de éste. El fallo acusado por la Reforma entre el fuero interno y las obras externas, es aquello mediante lo cual el Estado moderno, instituyéndolo, consiguió extinguir las guerras civiles «de religión», y con ellas las religiones mismas.

37 El Estado moderno expira las religiones porque toma su relevo en la cabecera del más atávico fantasma de la metafísica el fantasma de lo Uno. De aquí en adelante, el orden del mundo que se esconde de sí mismo tendrá que ser incesantemente restablecido, conservado con todas las fuerzas. La policía y la publicidad serán los medios nada ficticios que el Estado moderno pondrá al servicio de la supervivencia artificial de la ficción de lo Uno. Toda su realidad se condensará en esos medios, con los cuales asegurará el mantenimiento del orden, pero de un orden exterior, ahora público. Es por esto que todos los argumentos que hará valer en su favor se reducirán finalmente a éste: «Fuera de mí, el desorden». Pero fuera de él no está el desorden, fuera de él una multiplicidad de órdenes.

Glosa: A partir de aquí habrá, por un lado, la conciencia moral, privada, «absolutamente libre» y, por el otro, la acción política, pública, «absolutamente sometida a la razón de Estado». Y éstas serán dos esferas distintas, e independientes. El Estado moderno se engendra a sí mismo a partir de la nada, sustrayendo del tejido ético tradicional el espacio moralmente neutro de la técnica política, de la soberanía. El gesto de esta creación es el de un autómata melancólico. Cuanto más se encuentran los hombres alejados de este momento de fundación, más se ha perdido el sentido de este gesto. La tranquila desesperanza es lo que se expresa aún en la antigua fórmula: cuius regio, eius religio.

38 El Estado moderno, que pretende poner fin a la guerra civil, es más bien la continuación de ésta por otros medios.
Glosa α: ¿Hay necesidad de abrir el Leviatán para saber que «si la mayoría ha proclamado a un soberano mediante sufragios concordes, cualquiera que estuviera en desacuerdo debe en adelante consentir con el resto, o dicho de otra manera, aceptar ratificar todas las acciones que pudiera llevar a cabo el soberano, o bien exponerse a ser eliminado por los demás. […] Y ya sea que forme parte del grupo o no, que su aprobación sea solicitada o no, debe o bien someterse a los decretos del grupo, o permanecer en el estado de guerra en que antes se encontraba, estado en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia»? La suerte de los communards, de los prisioneros de Action Directe o de los insurgentes de junio de 1848 informa ampliamente sobre el origen de la sangre con la cual se hacen las repúblicas. Aquí reside el carácter propio, y el principal escollo, del Estado moderno: éste sólo se mantiene mediante la práctica de eso mismo que pretende conjurar, mediante la actualización de eso mismo que declara como ausente. Algo de esto es sabido por los polis, quienes deben contradictoriamente aplicar un «estado de derecho» que, de hecho, reposa sobre ellos solos. Por tanto, el destino del Estado moderno era el de nacer en principio como el aparente vencedor de la guerra civil, para ser después vencido por ella. El de sólo haber sido finalmente un paréntesis y un partido en el curso paciente de la guerra civil.

Glosa β: En todas las partes en que el Estado moderno extendió su reino, se autorizó a sí mismo unos mismos argumentos, construcciones semejantes. Estas construcciones están reunidas en su más alto grado de pureza y dentro de su encadenamiento más estricto en Hobbes. He aquí por qué todos aquellos que han pretendido medirse con el Estado moderno han experimentado primero la necesidad de medirse con este singular teórico. Todavía hoy, en la cima del movimiento de liquidación del orden estato-nacional, resuenan públicamente los ecos del «hobbesianismo». Así, cuando el gobierno francés, durante el tortuoso caso de la «autonomía de Córcega», termina por ajustarse a partir del modelo de la descentralización imperial, su ministro del Interior dimitió con esta conclusión sumaria: «Francia no necesita una nueva guerra de religión».


39 El proceso que, a escala molar, toma el aspecto del Estado moderno, a escala molecular se denomina sujeto económico.
Glosa α: Nosotros nos hemos interrogado ampliamente sobre la esencia de la economía, y más específicamente sobre su carácter de «magia negra». La economía no se comprende como régimen del intercambio, y por tanto de la relación entre las formas-de-vida, fuera de una captación ética: la de la producción de un cierto tipo de formas-de-vida. La economía aparece mucho antes que las instituciones con las que usualmente se señala su emergencia —el mercado, la moneda, el préstamo con intereses, la división del trabajo— y aparece como posesión, como posesión, precisamente, mediante una economía psíquica. Es en este sentido que se trata de una verdadera magia negra, y es únicamente en este nivel que la economía es real, concreta. Es por esto que es aquí que su conexión con el Estado es empíricamente constatable. El crecimiento por rachas del Estado es aquello que, progresivamente, creó la economía en el hombre, creó al «Hombre», en calidad de criatura económica. Con cada perfeccionamiento del Estado se perfecciona la economía en cada uno de sus sujetos, y viceversa.
Sería fácil mostrar de qué modo, en el curso del siglo XVII, el Estado moderno naciente impuso la economía monetaria y todo lo que se relaciona a ella para poder extraer de ahí con qué alimentar el despegue de sus aparatos y sus incesantes campañas militares. Por lo demás, esto ya ha sido hecho. Pero tal punto de vista capta sólo superficialmente el nudo que liga Estado y economía.
Entre otras cosas, el Estado moderno designa un proceso de monopolización creciente de la violencia legítima, un proceso, por tanto, de deslegitimación de toda violencia que no sea la suya. El Estado moderno sirvió así al movimiento general de una pacificación que sólo se mantiene, desde el fin de la Edad Media, por medio de su acentuación continua. No es sólo que a lo largo de esta evolución obstaculice de modo cada vez más drástico el libre juego de las formas-de-vida; es que trabaja asiduamente en ellas mismas para destrozarlas, para desgarrarlas, para extraerles su nuda vida, extracción que es el movimiento mismo de la «civilización». Cada cuerpo, para volverse sujeto político en el seno del Estado moderno, tiene que pasar por el centro de mecanizado que lo convertirá en tal: tiene que empezar por dejar de lado sus pasiones, impresentables, sus gustos, irrisorios, sus inclinaciones, contingentes, y tiene que dotarse en lugar de todo esto de intereses, que son ciertamente más presentables, e incluso representables. Así pues, cada cuerpo, para volverse sujeto político, tiene que proceder a su autocastración como sujeto económico. Idealmente, el sujeto político se habrá entonces reducido a una pura voz/voto [voix].
La función esencial de la representación que una sociedad proporciona de sí misma es la de influir sobre el modo en que cada cuerpo se representa a sí mismo y, de este modo, sobre la estructura psíquica. El Estado moderno es pues primero que nada la constitución de cada cuerpo en Estado molecular, dotado, a modo de integridad territorial, de una integridad corporal, perfilado como entidad cerrada dentro de un Yo opuesto al «mundo exterior» así como a la sociedad tumultuosa de sus inclinaciones, las cuales hay que contener, y en fin requerido a relacionarse con sus semejantes como buen sujeto de derecho, para tener tratos con los otros cuerpos en función de las cláusulas universales de una especie de derecho internacional privado de las costumbres «civilizadas». Así, cuanto más se constituyen las sociedades en Estados, más se incorporan sus sujetos a la economía. Se auto- e inter-vigilan, controlan sus emociones, sus movimientos, sus inclinaciones, y creen poder exigir de los demás la misma contención. Se aseguran de nunca descuidarse nunca en los lugares donde podría serles fatal, y se arreglan un pequeño rincón de opacidad donde dispondrán de todo el ocio para «aflojarse». En el resguardo, atrincherados en el interior de sus fronteras, calculan, prevén, se conforman como el intermediario entre el pasado y el futuro, y atan su suerte al encadenamiento probable de uno y otro. Eso es todo: se encadenan, a sí mismos y los unos a los otros, contra cualquier desbordamiento. Fingido dominio de sí, contención, autorregulación de las pasiones, extracción de una esfera de la vergüenza y el miedo —la nuda vida—, conjuración de toda forma-de-vida, y a fortiori de todo juego elaborado entre ellas.
Así, la amenaza lúgubre y densa del Estado moderno produce primitivamente, existencialmente, la economía, a lo largo de un proceso que se puede hacer remontar al siglo XII, a la constitución de las primeras cortes territoriales. Como bien notó Elias, la curialización de los guerreros ofrece el ejemplo arquetípico de esta incorporación de la economía que tiene ubicados sus jalones desde el código de comportamiento cortés del siglo XII hasta la etiqueta de la corte de Versalles, primera realización de envergadura de una sociedad perfectamente espectacular donde todas las relaciones están mediadas por imágenes, y todo esto pasando por los manuales de civilidad, de prudencia y de saber-vivir. La violencia, y rápidamente todas las formas de abandono que fundaban la existencia del caballero medieval, se ven lentamente domesticadas, es decir, aisladas como tales, desritualizadas, excluidas de toda lógica, y finalmente reducidas mediante la mofa, el «ridículo», la vergüenza de tener miedo y el miedo de tener vergüenza. Es a través de la difusión de este autoconstreñimiento, de este terror al abandono, que el Estado logró crear al sujeto económico, contener a cada uno en su Yo, es decir, en su cuerpo, extraer algo de nuda vida de cada forma-de-vida.

Glosa β: «En cierto sentido, el campo de batalla se trasladó al fuero interno del hombre. Es ahí donde éste tendrá que resolver una parte de las tensiones y pasiones que anteriormente se exteriorizaban en el cuerpo a cuerpo en el que los hombres se enfrentaban directamente. […] Los impulsos, las emociones apasionadas, que ya no se manifiestan en la lucha entre los hombres, suelen dirigirse al interior del individuo, contra la parte “vigilada” de su Yo. Y esta lucha casi automática del hombre consigo mismo, no siempre conoce una solución feliz». (Norbert Elias, El proceso de civilización)
Tal como lo testimonió a lo largo de los «Tiempos Modernos», el individuo producido por este proceso de incorporación de la economía lleva consigo una grieta. Es a través de esta grieta que chorrea su nuda vida. Sus gestos mismos están agrietados, rotos desde el interior. Ningún abandono, ninguna asunción, puede ocurrir ahí donde se desencadena el proceso estatal de pacificación, la guerra de aniquilamiento dirigida contra la guerra civil. En lugar de las formas-de-vida, encontramos aquí, de manera casi paródica, subjetividades, una sobreproducción ramificada, una arborescente proliferación de subjetividades. En este punto converge la doble desgracia de la economía y el Estado: la guerra civil se ha refugiado en cada uno, el Estado moderno ha puesto a cada uno en guerra contra sí mismo. Es de aquí que nosotros partimos.


40 El gesto fundador del Estado moderno —es decir, no el primero, sino el que reitera sin cesar— es la institución de esa escisión ficticia entre público y privado, entre política y moral. Es de este modo que acaba agrietando los cuerpos, que tritura las formas-de-vida. Este movimiento de escisión entre libertad interior y sumisión exterior, entre interioridad moral y conducta política, corresponde a la institución como tal de la nuda vida.
Glosa: Los términos de la transacción hobbesiana entre el súbdito y el soberano son conocidos por experiencia: «yo cambio mi libertad por tu protección. En compensación por mi obediencia exterior absoluta, tú debes garantizarme la seguridad». La seguridad, que está primero planteada como puesta a resguardo del peligro de muerte que «los otros» hacen pesar sobre mí, toma a lo largo del Leviatán una extensión muy distinta. Leemos, en el capítulo XXX: «Por seguridad no entiendo aquí la mera preservación, sino también todas las demás satisfacciones de esta vida que cada uno puede adquirir por medio de una actividad legítima, sin peligro ni daño para la República».


41 La operación estatal de neutralización, según se la considere de uno u otro borde de la grieta, instituye dos monopolios quiméricos, distintos y solidarios: el monopolio de lo político y el monopolio de la crítica.
Glosa α: Por un lado, ciertamente, el Estado pretende arrogarse el monopolio de lo político, del cual el famoso «monopolio de la violencia» no es más que su huella más groseramente constatable. Pues la monopolización de lo político exige también degradar la unidad diferenciada de un mundo en una nación, y luego esta nación en una población y un territorio, desintegrar toda la organicidad de la sociedad tradicional para someter los fragmentos restantes a un principio de organización, y finalmente, tras haber reducido la sociedad a una «mera masa indistinta, a una multitud descompuesta en sus átomos» (Hegel), presentarse como el artista que va a dar forma a su materia bruta, y esto bajo el principio legible de la Ley.
Por otro lado, la escisión entre privado y público da origen a esta segunda irrealidad, que es simétrica a la irrealidad del Estado: la crítica. El lema de la crítica corresponde naturalmente a Kant formularlo en ¿Qué es la Ilustración? Curiosamente se trata también de una frase de Federico II: «Razonad tanto como queráis y sobre todo lo que queráis, ¡pero obedeced!». La crítica desprende por tanto, simétricamente al espacio político, «moralmente neutro», de la Razón de Estado, el espacio moral, «políticamente neutro», del libre uso de la Razón. Es la publicidad, primero identificada con la «República de las Letras» pero rápidamente desviada como arma estatal contra todo tejido ético rival, ya sean las inextricables solidaridades de la sociedad tradicional, la Corte de los Milagros o el uso popular de la calle. A la abstracción de una esfera estatal de la política autónoma, responderá en adelante esta otra abstracción: la esfera crítica del discurso autónomo. Y del mismo modo en que el silencio tenía que rodear los gestos de la razón de Estado, la proscripción del gesto tendrá que rodear las habladurías, las elucubraciones de la razón crítica. La crítica se pretenderá, por tanto, tanto más pura y radical cuanto más ajena sea a cualquier positividad a la que podría ligar sus fabulaciones. Recibirá así, a cambio de su renuncia a cualquier pretensión inmediatamente política, es decir, a disputar al Estado su monopolio, a cambio de esto, por tanto, recibirá el monopolio de la moral. Podrá interminablemente protestar, siempre y cuando nunca pretenda existir de otro modo. Gestos sin discurso por un lado, discursos sin gesto por el otro, a ambos el Estado y la Crítica aseguran mediante instancias propias —la policía y la publicidad— la neutralización de todas las diferencias éticas. Es así como se ha conjurado, con el juego de las formas-de-vida, lo político mismo.

Glosa β: A uno le sorprenderá muy poco, después de esto, que la crítica haya dado sus obras maestras más acabadas precisamente ahí donde los «ciudadanos» hayan sido los más perfectamente desposeídos de todo acceso a la «esfera política», y de hecho a toda práctica; donde toda existencia colectiva haya sido puesta bajo el control del Estado, quiero decir: bajo los absolutismos francés y prusiano del siglo XVIII. Que el país del Estado sea asimismo el país de la Crítica, que Francia, puesto que de ella se trata, sea en todos sus aspectos, e incluso usualmente de manera confesa, tan ferozmente dieciochesca, esto no tiene nada de sorprendente. Asumiendo la contingencia del teatro de nuestras operaciones, no nos desagrada evocar aquí la permanencia de un carácter nacional, agotado en todas las otras partes. En lugar de mostrar cómo, generación tras generación, desde hace más de dos siglos, el Estado ha hecho las críticas y las críticas, a cambio, han hecho al Estado, juzgo más instructivo reproducir las descripciones de la Francia prerrevolucionaria hechas a mediados del siglo XIX, esto es, a corta distancia de los acontecimientos, por un espíritu a la vez muy prudente y aborrecible: «La administración del Antiguo Régimen había privado por adelantado a los franceses de la posibilidad y las ganas de ayudarse mutuamente. Al sobrevenir la Revolución, en vano se habría buscado en casi toda Francia a diez hombres habituados a actuar regularmente en común, y a velar ellos mismos por su propia defensa: el poder central era el encargado de la misma.
«Francia [era] uno de los países donde toda vida política se había extinguido desde hacía mucho y por completo, donde los particulares más habían perdido la familiaridad con los asuntos públicos, el hábito de lectura de los hechos, la experiencia de los movimientos populares y casi la noción de pueblo.
«Dado que no existían ya instituciones libres ni, por consiguiente, clases políticas, ni cuerpos políticos vivos, ni partidos organizados y dirigidos, y que en ausencia de todas esas fuerzas regulares la dirección de la opinión pública, una vez que ésta renació, tocó en suerte únicamente a los filósofos, cabía esperar una Revolución hecha con la mira puesta no tanto en determinados hechos particulares cuanto en principios abstractos y en teorías muy generales.
«La condición misma de estos escritores los preparaba para disfrutar las teorías generales y abstractas en materia de gobierno, y para confiarse a ellas ciegamente. En el alejamiento casi infinito de la práctica en que ellos vivían, ninguna experiencia venía a mitigar los ardores de su condición.
«No obstante, habíamos conservado una libertad entre las ruinas de todas las demás: podíamos filosofar casi sin restricción sobre el origen de las sociedades, sobre la naturaleza esencial de los gobiernos y sobre los derechos primordiales del género humano.
«Todos aquellos a los que dañaba la práctica cotidiana de la legislación pronto se prendaron de dicha política literaria.
«Cada pasión pública se disfrazó así de filosofía; la vida política fue violentamente retrotraída a la literatura».
Y finalmente, a la salida de la Revolución: «Ustedes perciben un poder central inmenso, que ha atraído y absorbido en su unidad el conjunto de parcelas de autoridad y de influencia antaño dispersas en una muchedumbre de poderes secundarios, de órdenes, de clases, de profesiones, de familias y de individuos, y como desperdigadas en todo el cuerpo social». (Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, 1856)


42 Que ciertas tesis, como aquella de la «guerra de todos contra todos [chacun contre chacun]», se encuentren izadas al rango de máximas de gobierno, es algo que depende de las operaciones que autorizan. Así uno se preguntará, en este caso preciso, ¿cómo la «guerra de todos contra todos» pudo desencadenarse antes de que cada uno fuera producido como cada uno? Y se verá entonces de qué modo el Estado moderno presupone el estado de cosas que produce; de qué modo fija en antropología la arbitrariedad de sus propias exigencias; de qué modo la «guerra de todos contra todos» es más bien la indigente ética de la guerra civil que el Estado moderno ha impuesto por todas partes bajo el nombre de economía; y que no es más que el reino universal de la hostilidad.
Glosa α: Hobbes acostumbraba bromear sobre las circunstancias de su nacimiento, provocado por un súbito espanto de su madre: «El miedo y yo —decía— nacimos gemelos». Por mi parte, prefiero atribuir más la miseria de la antropología hobbesiana a una excesiva lectura del imbécil de Tucídides que a su carta astral. Podremos leer bajo esta luz más correcta los disparates de nuestro cobarde:
«Para hacerse una idea clara de los elementos del derecho natural y de la política, es importante conocer la naturaleza del hombre.
«La vida humana puede ser comparada con una carrera. […] Pero tenemos que suponer que en esta carrera no se tiene otro objetivo ni otra recompensa que adelantar a nuestros competidores».
Elementos de Derecho Natural y Político, 1640

«En esto se manifiesta claramente que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que mantenga a todos en respeto, se encuentran en esa condición que se llama guerra, y esta guerra es guerra de todos contra todos. Pues la guerra no consiste solamente en batallas o en combates efectivos, sino en una extensión de tiempo en la que la voluntad de enfrentarse en batallas está suficientemente patente.
«Además, los hombres no sacan placer, sino por el contrario una gran cantidad de dolor, permaneciendo en compañía donde no hay poder capaz de mantenerlos en respeto a todos».
Leviatán

Glosa β: Lo que Hobbes nos entrega aquí es la antropología del Estado moderno, antropología positiva aunque pesimista, política aunque económica, la del citadino atomizado que «cuando va a dormir, echa los cerrojos de sus puertas» y «cuando se halla en su propia casa, cierra sus cofres con llave» (Leviatán). Otros nos han mostrado cómo el Estado encontró interés político en invertir en algunos decenios, al final del siglo XVII, cualquier ética tradicional, en elevar la avaricia, la pasión económica, del rango de vicio privado al de virtud social (cf. Albert O. Hirschmann). Y así como esta ética, la ética de la equivalencia, es la más nula que los hombres nunca hayan compartido, las formas-de-vida que le corresponden, el empresario y el consumidor, se destacan por una nulidad cada vez más acusada según pasan los siglos.


43 Rousseau creyó poder oponer a Hobbes el «que el estado de guerra nace del estado social». Haciendo esto, oponía al mal salvaje del inglés su Buen Salvaje, a una antropología otra antropología, optimista esta vez. Pero el error, aquí, no era el pesimismo, era la antropología; y el querer fundar sobre ella un orden social.
Glosa α: Hobbes no forma su antropología sobre la simple observación de las trastornos de su tiempo, de la Fronda, de la revolución en Inglaterra, del naciente Estado absolutista en Francia y de la diferencia entre estos últimos. Desde hacía dos siglos, circulaban relatos de viajes y testimonios de los exploradores del Nuevo Mundo. Poco propenso a asumir como hecho originario un «estado de naturaleza, es decir, de libertad absoluta, como el de hombres que no son ni soberanos ni súbditos, esto es, un estado de anarquía y de guerra», Hobbes manda la guerra civil que constata en las naciones «civilizadas» a una recaída dentro de un estado de naturaleza que hay que conjurar por todos los medios. Estado de guerra del que los salvajes de América, mencionados con horror tanto en De Cive como en el Leviatán, ofrecen un ejemplo repugnante, ellos que «a excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la concupiscencia natural, no tienen gobierno en absoluto, y viven hasta la fecha de manera cuasi-animal» (Leviatán).

Glosa β: Cuando tocamos en la llaga del pensamiento, el espacio entre una pregunta y su respuesta puede contarse en siglos. Fue pues un antropólogo quien, algunos meses antes de suicidarse, respondió a Hobbes. La época, que había cruzado el río de los «Tiempos Modernos», se encontraba entonces en la otra orilla, ya profundamente comprometida con el Imperio. El texto aparece en 1977, en el primer número de Libre, bajo el título de Arqueología de la violencia. se ha intentado comprenderlo, así como su continuación La desgracia del guerrero salvaje, independientemente del enfrentamiento que en esa misma década opuso la guerrilla urbana a las viejas estructuras del Estado burgués deteriorado, independientemente de la RAF, independientemente de las BR y de la Autonomía difusa. E incluso con esta cobarde reserva, los textos de Clastres incomodan todavía.
«¿Qué es la sociedad primitiva? Es una multiplicidad de comunidades indivisas que obedecen todas a una misma lógica centrífuga. ¿Cuál es la institución que expresa y garantiza a la vez la permanencia de esta lógica? Es la guerra, como verdad de las relaciones entre las comunidades, como principal medio sociológico de promover la fuerza centrífuga de dispersión contra la fuerza centrípeta de unificación. La máquina de guerra es el motor de la máquina social, el ser social primitivo descansa enteramente sobre la guerra, la sociedad primitiva no puede subsistir sin la guerra. Cuanto mayor es la guerra, menor es la unificación, y el mejor enemigo del Estado es la guerra. La sociedad primitiva es sociedad contra el Estado en cuanto que es sociedad-para-la-guerra. Aquí nos vemos otras vez llevados hacia el pensamiento de Hobbes. […] Él supo ver que la guerra y el Estado son términos contradictorios, que no pueden existir juntos, que cada uno implica la negación del otro: la guerra impide el Estado, el Estado impide la guerra. El error, enorme pero casi inevitable en un hombre de su tiempo, fue haber creído que la sociedad que persiste en la guerra de todos contra todos no es precisamente una sociedad; que el mundo de los Salvajes no es un mundo social; que, por consiguiente, la institución de la sociedad pasa por el fin de la guerra, por la aparición del Estado, máquina antiguerrera por excelencia. Incapaz de pensar el mundo primitivo como un mundo no-natural, Hobbes en cambio vio que no se puede pensar la guerra sin el Estado, que se debe pensarlos en una relación de exclusión».


44 La irreductibilidad de la guerra social en la ofensiva jurídico-formal del Estado no reside marginalmente en el hecho de que subsiste siempre una plebe por pacificar, sino centralmente en los medios mismos de esta pacificación. Las organizaciones que toman al Estado como modelo conocen así, bajo el nombre de «informal», aquello que en ellas depende justamente del juego de las formas-de-vida. En el Estado moderno, esta irreductibilidad se manifiesta mediante la extensión infinita de la policía, es decir, de todo aquello que tiene la carga vergonzosa de realizar las condiciones de posibilidad de un orden estatal tan vasto como impracticable.

45 En cada instante de su existencia, la policía recuerda al Estado la violencia, la trivialidad y la oscuridad de su origen.

Glosa α: Desde la creación por Luis XIV de la lugartenencia de París, la práctica de la institución policial no ha cesado de confirmar la manera en que el Estado moderno progresivamente ha creado su sociedad. La policía es la fuerza que interviene «donde algo no marcha», es decir, donde un antagonismo entre formas-de-vida, un salto de intensidad política se abre luz. Con el pretexto de preservar con su brazo policial un «tejido social» que destruye con el otro, el Estado se presenta entonces como mediación existencialmente neutra entre las partes y se impone, a través de la desmesura misma de sus medios coercitivos, como el terreno pacificado del enfrentamiento. Es así como, en función de este escenario invariable, la policía ha producido el espacio público, como espacio cuadriculado por ella; y es así como el lenguaje del Estado se ha extendido a la cuasi-totalidad de la actividad social, se ha vuelto el lenguaje social por excelencia.

Glosa β: «La vigilancia y la previsión de la policía tienen la finalidad de mediar al individuo con la posibilidad universal que está dada para alcanzar los fines individuales. Tiene que preocuparse por el alumbrado de las calles, la construcción de puentes, la taxación de las necesidades cotidianas, así como por la salud. Ahora bien, aquí prevalecen dos puntos de vista principales. Uno afirma que la vigilancia sobre todo lo demás corresponde a la policía, el otro, en esta materia, que la policía nada tiene que determinar, puesto que cada uno se rige en función de la necesidad del otro. Ciertamente, el individuo particular tiene que tener el derecho de ganarse su pan de esta o aquella manera, pero, por otra parte, también el sector público tiene el derecho de exigir que lo que es estrictamente necesario sea provisto de manera conveniente».
Hegel
Principios de la filosofía del derecho
(adición al § 236), 1833


46 El Estado moderno ha fracasado de tres maneras: como Estado absolutista primero, como Estado liberal luego, y en breve como Estado benefactor. El paso de uno a otro se comprende sólo en relación con tres formas sucesivas, y correspondientes punto por punto, de la guerra civil: la guerra de religión, la lucha de clases, el Partido Imaginario. Cabe señalar que el fracaso en cuestión no reside en absoluto en el resultado, sino que es el proceso mismo, en toda su duración.
Glosa α: Acabado el primer momento de pacificación violenta, instaurado el régimen absolutista, la figura del soberano encarnado permanecía como el símbolo inútil de una guerra pasada. En lugar de actuar en el sentido de la pacificación, éste provocaba, por el contrario, el enfrentamiento, el desafío, la revuelta. La asunción de su forma-de-vida singular —«ésta es mi voluntad»— tenía como precio, muy evidentemente, la represión de todas las demás. El Estado liberal corresponde a la superación de esta aporía, la aporía de la soberanía personal, pero a la superación de ésta sobre su propio terreno. El Estado liberal es el Estado frugal, que pretende no estar ahí más que para asegurar el libre juego de las libertades individuales y con este fin empieza por arrebatar a cada cuerpo intereses, para luego atarlo a ellos y reinar apaciblemente sobre este nuevo mundo abstracto: «la república fenoménica de los intereses» (Foucault). Dice no existir más que para el buen orden, el buen funcionamiento de la «sociedad civil» que él mismo ha creado fragmento tras fragmento.
Curiosamente, se constata que la época dorada del Estado liberal, que se extiende de 1815 a 1914, correspondió a la multiplicación de los dispositivos de control, a la puesta en vigilancia continua de la población, a la disciplinarización general de ésta, a la sumisión consumada de la sociedad a la policía y a la publicidad. «Esas famosas grandes técnicas disciplinarias que toman a su cargo el comportamiento de los individuos día por día y hasta en el más fino de los detalles son exactamente contemporáneas, en su desarrollo, en su explosión, en su diseminación a través de la sociedad, contemporáneas exactamente de la era de las libertades» (Foucault). Y es que la seguridad es la condición primordial de la «libertad individual», aquella que no es nada a fuerza de detenerse donde comienza la de los demás. El Estado que «quiere gobernar sólo lo suficiente para poder gobernar lo menos posible» debe, de hecho, saberlo todo, y desarrollar un conjunto de prácticas, de tecnologías para ello. La policía y la publicidad son las dos instancias con las cuales el Estado liberal volverá para sí transparente la opacidad fundamental de la población. Vemos aquí de qué manera insidiosa el Estado liberal impulsará a su perfección al Estado moderno, poniendo como pretexto que tiene que poder estar en todas partes para no tener que estar efectivamente en todas partes, que tiene que saber todo para poder dejar libres a sus sujetos. El principio del Estado liberal podría formularse así: «Para que el Estado no esté en todas partes, hace falta que el control y la disciplina lo estén». «Y el gobierno, limitado en principio a su función de vigilancia, sólo tendrá que intervenir cuando vea que algo no pasa como lo quiere la mecánica general de los comportamientos, de los intercambios, de la vida económica, etc. […] El Panóptico es la fórmula misma de un gobierno liberal» (Foucault, Nacimiento de la biopolítica). La «sociedad civil» es el nombre que el Estado liberal dará a continuación a aquello que será su producto y su afuera al mismo tiempo. No nos extrañaremos, por consiguiente, de que un estudio sobre los «valores» de los franceses crea poder concluir, sin tener jamás la impresión de estar enunciando una paradoja, que en 1999 «los franceses están cada vez más atados a la libertad privada y al orden público» (Le Monde, 16 noviembre de 2000). Evidentemente, entre los idiotas que aceptan responder a un sondeo, que por tanto creen todavía en la representación, exista una mayoría de enamorados infelices, emasculados del Estado liberal. En suma, la «sociedad civil francesa» no designa sino el buen funcionamiento del conjunto de las disciplinas y regímenes de subjetivación autorizados por el Estado moderno.

Glosa β: Imperialismo y totalitarismo marcan las dos maneras con las que el Estado moderno intentó saltar por encima de su propia imposibilidad, mediante la huida hacia delante en la expansión colonial más allá de sus fronteras primero, y después mediante la profundización intensiva de su penetración en el interior de sus propias fronteras. En todos los casos estas reacciones desesperadas del Estado, que pretendía tanto más ser todo a medida que tomaba consciencia de hasta qué punto ya no era nada, tuvieron su conclusión en las formas de guerra civil que él sostenía que lo habían precedido.


47 La estatización de lo social tenía que pagarse fatalmente con una socialización del Estado, y por tanto llevar a la disolución respectiva del Estado y la sociedad. se llama «Estado benefactor» a esta indistinción en la cual ha sobrevivido un tiempo, en el seno del Imperio, la forma-Estado caducada. En el desmantelamiento actual de éste, se expresa la incompatibilidad del orden estatal y de sus medios (la policía y la publicidad). Asimismo, entonces, ya no hay sociedad, en el sentido de una unidad diferenciada; ya sólo hay un amontonamiento de normas y dispositivos mediante los cuales mantienen juntos los pedazos dispersos del tejido biopolítico mundial; mediante los cuales se previene cualquier desintegración violenta de éste. El Imperio es el gestor de esta desolación, el regulador último de un proceso de implosión tibia.
Glosa α: Existe una historia oficial del Estado en la que éste aparece como el único protagonista, en la que los progresos del monopolio estatal de lo político son unas de tantas batallas ganadas sobre un enemigo invisible, imaginario, y precisamente sin historia. Existe luego una contrahistoria, hecha desde el punto de vista de la guerra civil, en la que lo que está en juego en todos esos «progresos», la dinámica del Estado moderno, se deja entrever. Esta contrahistoria muestra un monopolio de lo político constantemente amenazado por la reconstitución de mundos autónomos, de colectividades no-estatales. Todo lo que el Estado ha abandonado a la esfera «privada», a la «sociedad civil», y que ha decretado como insignificante, no-político, deja siempre suficiente espacio al libre juego de las formas-de-vida como para que el monopolio de lo político parezca, en uno u otro momento, disputado. Es así como el Estado es llevado a asediar, rastreramente o con un gesto violento, la totalidad de la actividad social, a hacerse cargo de la totalidad de la existencia de los hombres. Y es entonces que «el concepto del Estado al servicio del individuo saludable se sustituye con el concepto del individuo saludable al servicio del Estado» (Foucault). En Francia esta inversión se obtuvo ya cuando fue votada la ley del 9 de abril de 1898 que concierne a «la responsabilidad de los accidentes de los que son víctimas los obreros durante su trabajo», y a fortiori la ley del 5 de abril de 1910 sobre la jubilación de los obreros y campesinos, que establece el derecho a la vida. Tomando de esta manera el lugar, a lo largo de los siglos, de todas las mediaciones heterogéneas de la sociedad tradicional, el Estado debía obtener el resultado inverso al pretendido, y finalmente sucumbir a su propia imposibilidad. Queriendo concentrar el monopolio de lo político, lo había politizado todo; todos los aspectos de la vida se habían vuelto políticos, no en sí mismos en cuanto contenidos singulares, sino precisamente en cuanto que el Estado, tomando en ellos posición, también se había constituido aquí como un partido. O de cómo el Estado, llevando por todas partes su guerra contra la guerra civil, ha propagado sobre todo la hostilidad en su lugar.

Glosa β: El Estado benefactor, que toma primero el relevo del Estado liberal en el seno del Imperio, es el producto de la difusión masiva de las disciplinas y regímenes de subjetivación propios del Estado liberal. Sobreviene en el momento en que la concentración de esas disciplinas y regímenes —con la generalización de las prácticas de las aseguradoras, por ejemplo— alcanza tal grado en «la sociedad» que ésta ya no consigue distinguirse del Estado. Los hombres han sido socializados entonces hasta tal punto, que la existencia de un poder separado, personal, del Estado llega a ser un obstáculo para la pacificación. Los Bloom ya no son sujetos, ni económicos ni aún menos de derecho: son creaturas de la sociedad imperial; es por esto que en primer lugar deben ser tomados a cargo en cuanto seres vivos para poder a continuación seguir existiendo ficticiamente en cuanto sujetos de derecho.




El Imperio, el ciudadano


Así el Santo se coloca por encima del pueblo y el pueblo no siente nada su peso; dirige al pueblo y el pueblo no siente en absoluto su mano. Por eso todo el imperio ama servirle y no se cansa de hacerlo. Como no disputa por la primer fila, no hay nadie en el imperio que pueda disputársela.
Lao-Tse
Tao Te King


48 La historia del Estado moderno es la historia de su lucha contra su propia imposibilidad, es decir, de su desbordamiento por el conjunto de los medios desplegados para conjurar ésta. El Imperio es la asunción de esa imposibilidad, y, de este modo, también de esos medios. Diremos, para mayor exactitud, que el Imperio es el recogimiento del Estado liberal.
Glosa α: Existe pues la historia oficial del Estado moderno, es el gran relato jurídico-formal de la soberanía: centralización, unificación, racionalización. Y existe su contrahistoria, que es la historia de su imposibilidad. Si se quiere una genealogía del Imperio es más bien de este lado por donde habrá que buscar: en la masa creciente de las prácticas que es necesario sancionar, de los dispositivos que es necesario ubicar, para que la ficción continúe. En otras palabras, el Imperio no empieza históricamente ahí donde acaba el Estado moderno. El Imperio es más bien lo que, a partir de cierto punto, pongamos 1914, permite el mantenimiento del Estado moderno como pura apariencia, como forma sin vida. La discontinuidad, aquí, no está en la sucesión de un orden a otro, sino que atraviesa el tiempo como dos planos de consistencia paralelos y heterogéneos, como esas dos historias a las que acabo de referirme y que son ellas mismas paralelas y heterogéneas.

Glosa β: Por recogimiento, se entenderá aquí la última posibilidad de un sistema agotado, la cual consiste en darse la vuelta para después, mecánicamente, hundirse en sí mismo. El Afuera deviene el Adentro, y el Adentro se ilimita. Lo que anteriormente estaba presente en un determinado lugar delimitable deviene posible en todas partes. Lo que está recogido no existe ya positivamente, de manera concentrada, sino que permanece fuera de la vista, suspendido. Es la artimaña final del sistema, y asimismo el momento en que es a la vez lo más vulnerable e inatacable. La operación con la cual el Estado liberal se recoge imperialmente puede ser descrita así: el Estado liberal había desarrollado dos instancias infrainstitucionales con las cuales tenía a raya y controlaba la población: por un lado la policía, entendida en el sentido original del término —«La policía vela por todo lo que concierne a la felicidad de los hombres. […] La policía vela por lo vivo» (N. de La Mare, Tratado de la policía, 1705)—, y por el otro la publicidad, como esfera de aquello que es igualmente accesible a todos, y por tanto independientemente de sus formas-de-vida. Cada una de estas instancias no designaba en realidad sino un conjunto de prácticas y de dispositivos sin continuidad real, aparte de su efecto convergente sobre la población, ejerciéndose la primera como sobre el «cuerpo» de ésta, y la otra como sobre el «alma». Bastaba entonces con controlar la definición social de la felicidad y con mantener el orden en la publicidad para asegurarse un poder sin partición. En esto, el Estado liberal podía efectivamente permitirse ser frugal. A lo largo de los siglos XVIII y XIX se desarrollan por tanto la policía y la publicidad, a la vez al servicio y fuera de las instituciones estato-nacionales. Pero es sólo con la Primera Guerra Mundial que llegan a ser el pivote del recogimiento del Estado liberal en Imperio. Asistimos entonces a esta cosa curiosa: conectándose las unas en las otras en favor de la guerra, y de manera ampliamente independiente de los Estados nacionales, estas prácticas infrainstitucionales dan origen a los dos polos suprainstitucionales del Imperio: la policía se vuelve el Biopoder, y la publicidad se transforma en Espectáculo. A partir de este punto, el Estado no desaparece, se vuelve solamente segundo respecto de un conjunto transterritorial de prácticas autónomas: las del Espectáculo y las del Biopoder.

Glosa γ: 1914 es la fecha del colapso de la hipótesis liberal, a la cual había correspondido la «Paz de los Cien Años» salida del Congreso de Viena. Y cuando en 1917, con el golpe de Estado bolchevique, cada nación se ve como cortada en dos por la lucha mundial de clases, toda ilusión de un orden inter-nacional pasó a la historia. En la guerra civil mundial, los Estados pierden su estatuto de neutralidad interior. Si un orden puede seguir siendo contemplado, tendrá por tanto que ser supranacional.

Glosa δ: En cuanto asunción de la imposibilidad del Estado moderno, el Imperio es de igual modo la asunción de la imposibilidad del imperialismo. La descolonización habrá sido un momento importante del establecimiento del Imperio, lógicamente marcado por la proliferación de Estados fantoches. La descolonización significa esto: han sido elaboradas nuevas formas de poder horizontales, infrainstitucionales, que funcionan mejor que las viejas.


49 La soberanía del Estado moderno era ficticia y personal. La soberanía imperial es pragmática e impersonal. A diferencia del Estado moderno, el Imperio puede legítimamente proclamarse democrático, siempre que no prohíba ni privilegie a priori ninguna forma-de-vida.
Y por una buena razón, ya que es lo que asegura la atenuación simultánea de todas las formas-de-vida; y su libre juego en esta atenuación.
Glosa α: Sobre los escombros de la sociedad medieval, el Estado moderno intentó recomponer la unidad alrededor del principio de la representación, es decir, del hecho de que una parte de la sociedad podría encarnar la totalidad de ésta. El término «encarnar» no es utilizado aquí a falta de otro, mejor. La doctrina del Estado moderno es explícitamente la secularización de una de las más temibles operaciones de la teología cristiana: aquella cuyo dogma es figurado por el símbolo de Nicea. Hobbes le consagra un capítulo del apéndice al Leviatán. Su teoría de la soberanía, que es una teoría de la soberanía personal, se apoya en la doctrina que hace del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tres personas de Dios «en el sentido de aquello que desempeña su propio papel o el de otro». Lo que permite definir al soberano como el actor de aquellos que han decidido «designar a un hombre, o una asamblea, para asumir su personalidad» y esto de tal manera que «cada uno se confiesa y reconoce como el autor de todo lo que habrá hecho o hecho hacer, en cuanto a las cosas que conciernen a la paz y la seguridad común, aquel que ha asumido así su personalidad» (Leviatán). Y así como en la teología iconófila de Nicea, el Cristo o el icono no manifiestan la presencia de Dios, sino por el contrario su ausencia esencial, su retirada sensible, su irrepresentabilidad, así el Estado moderno, el soberano personal, no lo es sino porque la «sociedad civil» se ha retirado, ficticiamente, de él. El Estado moderno se concibe, por tanto, como esa parte de la sociedad que no forma parte de la sociedad, y que por eso mismo está en condiciones de representarla.

Glosa β: Las diferentes revoluciones burguesas nunca han menoscabado el principio de la soberanía personal, en el sentido en que asamblea o líder elegido directa o indirectamente no rompen en absoluto con la idea de una representación posible de la totalidad social, es decir, de la sociedad como totalidad. Así, el paso del Estado absolutista al Estado liberal no hacía más que liquidar a su vez a aquel, el Rey, que había liquidado perfectamente el orden del que surgió, el mundo medieval, que debía aparecer como su último vestigio vivo. Es en cuanto obstáculo para el proceso que él mismo había iniciado que el rey fue juzgado, y su muerte fue el punto final de una frase que él mismo había escrito. Sólo el principio democrático, promovido desde el interior por el Estado moderno, había de arrastrarlo hacia su disolución. La idea democrática, que no profesa nada más que la equivalencia absoluta de todas las formas-de-vida, no es distinta de la idea imperial. Y la democracia es imperial en la medida en que la equivalencia entre las formas-de-vida no puede ser establecida más que negativamente, por el hecho de impedir por todos los medios que las diferencias éticas alcancen en su juego el punto de intensidad en el que devienen políticas. Pues entonces se introducirían en el espacio liso de la sociedad democrática algunas de esas líneas de rupturas y de esas alianzas, de esas discontinuidades mediante las cuales la equivalencia entre las formas-de-vida quedaría arruinada. Es por esto que el Imperio y la demokracia no son otra cosa, positivamente, que el libre juego de las formas-de-vida atenuadas, como se dice de los virus que son inoculados a modo de vacuna. Marx, en uno de sus únicos textos sobre el Estado, la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, defendía en estos términos la perspectiva imperial, aquela del «Estado material» que él opone al «Estado político».
«La república política es la democracia en el interior de la forma abstracta de Estado. Es por esto que la forma abstracta de Estado de la democracia es la República.
«La vida política en el sentido moderno es la escolástica de la vida del pueblo. La monarquía es la expresión acabada de esta alienación. La república es la negación de esta alienación en el interior de su propia esfera.
«Todas las formas de Estado tienen a la democracia por verdad y por consiguiente son no verdaderas en la medida en que no son la democracia.
«En la verdadera democracia el Estado político desaparecería».

Glosa γ: El Imperio no se comprende por fuera del viraje biopolítico del poder. Al igual que el Biopoder, el Imperio no corresponde a una edificación jurídica positiva, a la instauración de un nuevo orden institucional. Ambos designan más bien una resorción, la retracción de la vieja soberanía sustancial. El poder siempre ha circulado dentro de dispositivos materiales y lingüísticos, cotidianos, familiares, microfísicos, siempre ha atravesado la vida y el cuerpo de los sujetos. Pero el Biopoder, y en esto se da una novedad real, consiste en que ya sólo haya esto. El Biopoder consiste en que el poder ya no se alce delante de la «sociedad civil» como una hipóstasis soberana, como un Gran Sujeto Exterior, consiste en que no sea ya aislable de la sociedad. El Biopoder quiere solamente decir esto: el poder se adhiere a la vida y la vida al poder. Aquí asistimos por tanto, en relación a su forma clásica, a un radical cambio de estado del poder, a su paso del estado sólido al estado gaseoso, molecular. Por decirlo con una fórmula: el Biopoder es la sublimación del poder. El Imperio no se concibe por debajo de tal comprensión de la época. El Imperio no es, no podría ser, un poder separado de la sociedad; ésta no lo soportaría, de la misma forma en que aplasta con su indiferencia los últimos vestigios de la política clásica. El Imperio es inmanente a «la sociedad», es «la sociedad» en cuanto que ésta es un poder.


50 El Imperio existe positivamente sólo en la crisis, es decir, de manera todavía negativa, reaccional. Si estamos incluidos en el Imperio es por la sola imposibilidad de excluirse de él completamente.
Glosa α: El régimen imperial de pan-inclusión funciona invariablemente de acuerdo con la misma dramaturgia: algo, por una razón cualquiera, se manifiesta como extranjero o ajeno al Imperio, o como algo que intenta escapar de él, terminar con él. Este estado de cosas define una situación de crisis, a la que el Imperio responde con un estado de emergencia. Entonces solamente, en el momento efímero de estas operaciones reactivas, se puede decir: «el Imperio existe».

Glosa β: No es que la sociedad imperial haya llegado a ser una plenitud sin resto: el espacio dejado vacío por el desmedro de la soberanía personal permanece tal cual, frente a la sociedad. Este espacio, el lugar del Príncipe, está ocupado actualmente por la Nada del Principio imperial, que sólo se materializa, sólo se concentra, en la ira contra aquello que pretenda mantenerse afuera. Es por esto que el Imperio carece de gobierno, y en el fondo de emperador, porque aquí sólo hay actos de gobierno, todos igualmente negativos. Lo que, en nuestra experiencia histórica, más se aproxima a este nuevo curso es de nuevo el Terror. Donde «la libertad universal no puede producir ni una obra positiva ni una operación positiva, lo único que le queda es la operación negativa; ésta es solamente la furia de la destrucción». (Hegel)

Glosa γ: El Imperio está tanto más a la obra cuanto más la crisis está en todas partes. La crisis es el modo de existencia regular del Imperio, como el accidente es el único momento en que se precipita la existencia de una compañía de seguros. La temporalidad del Imperio es una temporalidad de la emergencia y la catástrofe.


51 El Imperio no sobreviene al término de un proceso ascendente de civilización, como su coronamiento, sino al término de un proceso involutivo de desagregación, como aquello que debe frenarlo, y si es posible congelarlo. Es por esto que el Imperio es kat-echon. «“Imperio” designa aquí el poder histórico que consigue retener el advenimiento del Anticristo y el fin del eón actual» (Carl Schmitt, El nomos de la Tierra). El Imperio se aprehende como el último bastión contra la irrupción del caos, y actúa dentro de esta perspectiva mínima.

52 El Imperio presenta en su superficie el aspecto de un recuerdo paródico de toda la historia, ahora congelada, de «la civilización». Pero a esta impresión no le hace falta cierta exactitud intuitiva: el Imperio es efectivamente la última parada de la civilización antes de su término, el extremo final de su agonía, donde todas las imágenes de la vida que se le va desfilan ante ella.


53 Con el recogimiento del Estado liberal en el Imperio, se ha pasado de un mundo parcelado por la Ley a un espacio polarizado por normas. El Partido Imaginario es la otra cara de este recogimiento.
Glosa α: ¿Qué significa el Partido Imaginario? Que el Afuera se ha trasladado al interior. El recogimiento se ha llevado a cabo sin revuelo, sin violencia, como en una noche. Exteriormente, nada ha cambiado, al menos nada notable. uno se asombra sólo con la aparición de la nueva inutilidad de tantas cosas familiares; así los viejos repartos, que han dejado de operar para llegar a ser de un solo golpe tan volumninosos.
Una pequeña neurosis persistente pretende que se siga tratando de distinguir lo justo de lo injusto, lo sano de lo enfermo, el trabajo del ocio, el criminal del inocente o lo ordinario de lo monstruoso, pero es necesario rendirse ante la evidencia: esas antiguas oposiciones han perdido todo poder de inteligibilidad.
Sin embargo, no están en absoluto suprimidas, sino que permanecen simplemente, sin consecuencias. Pues la norma no ha abolido la Ley, solamente la ha vaciado y dirigido hacia sus propios fines, la ha orientado a su inmanencia contable y gestora. Entrando en el campo de fuerza de la norma, la Ley ha tirado los oropeles de la trascendencia para ya sólo funcionar en una especie de estado de excepción indefinidamente prorrogado.
El estado de excepción es el régimen normal de la Ley.
En ninguna parte hay ya un Afuera visible —la Naturaleza pura, la Gran Locura clásica, el Gran Crimen clásico o el Gran Proletariado clásico de los obreros con su Patria realmente existente de la Justicia y la Libertad han desaparecido, pero sólo han desaparecido en la realidad porque primero habían perdido toda fuerza de atracción imaginaria—, en ninguna parte hay ya un Afuera, pues hay en todas partes, en cada punto del tejido biopolítico, algo de Afuera. La locura, el crimen o el proletariado muerto de hambre no habitan ya algún espacio delimitado y conocido, no tienen ya su mundo fuera del mundo, su gueto propio con o sin muros; se han vuelto, a lo largo de la evaporación social, una modalidad reversible, una latencia violenta, una dudosa posibilidad de cada cuerpo. Y es esta duda lo que justifica el proseguimiento del proceso de socialización de la sociedad, el perfeccionamiento de todos los micro-dispositivos de control; no que el Biopoder pretenda regir directamente sobre hombres o cosas, sino más bien sobre posibilidades y condiciones de posibilidad.
Todo lo que sobresalía en el Afuera, la ilegalidad, por tanto, pero también la miseria o la muerte, en la medida en que se consigue gestionarlas, sufren una integración, que las elimina positivamente y les permite entrar en la circulación. Es por esto que la muerte no existe, en el seno del Biopoder: porque ya sólo hay asesinato, que circula. A través de las estadísticas, es toda una red de causalidades lo que ahora incrusta a cada viviente en el conjunto de las muertes que ha exigido su supervivencia (excluidos, pequeños indonesios, accidentados en el trabajo, etíopes de todas las edades, celebridades muertas en choques, etc.). Pero es también médicamente que la muerte se ha vuelto asesinato, con la multiplicación de esos «cadáveres con corazón palpitante», de esas «muertes rosas», que habrían desaparecido desde hace mucho tiempo si no estuvieran conservados artificialmente para servir como reserva de órganos para algún inepto trasplante, si no estuvieran conservados para ser desaparecidos. La verdad es que ya no hay un margen identificable porque la liminaridad se ha vyelto la condición íntima de todo lo existente.
La Ley fija repartos, establece distinciones, delimita lo que le contravenga, toma nota de un mundo ordenado al que ella da forma y duración; la Ley nombra, no deja ya de nombrar, de enumerar lo que está fuera-de-la-ley, pronuncia su afuera. La exclusión, la exclusión de aquello que la funda —la soberanía, la violencia— es su gesto fundacional. Por el contrario, la norma ignora incluso la idea de una fundación. La norma no tiene memoria, se mantiene en una relación muy estrecha con el presente, pretende abrazar la inmanencia. Mientras que la Ley se da figura, venera la soberanía de aquello que no es incluido por ella, la norma es acéfala y se felicita cada vez que se corta la cabeza de algún soberano. No tiene hieros, lugar propio, pero actúa invisiblemente sobre la totalidad de un espacio cuadriculado y sin bordes al que ella da distribución. Aquí nadie es excluido o rechazado a una exterioridad designable; el estatuto mismo de excluido es sólo una modalidad de la inclusión general. No es ya, por tanto, sino un solo y único campo, homogéneo pero difractado en infinitos matices, un régimen de integración sin límites que trabaja conteniendi las formas-de-vida en un juego de baja intensidad. Reina en ella una inaprensible instancia de totalización que disuelve, digiere, absorbe y desactiva a priori toda alteridad. Un proceso de inmanentización omnívora se despliega a escala planetaria. La meta: hacer del mundo un tejido biopolítico continuo. Mientras tanto, la norma vela.
Bajo el régimen de la norma, nada es normal, todo está por ser normalizado. Lo que funciona es un paradigma positivo del poder. La norma produce todo lo que es, en cuanto que ella misma es, se dice, el ens realissimum. Lo que no entra en su modo de develamiento no es, y lo que no es no entra en su modo de develamiento. La negatividad jamás es reconocida aquí como tal, sino como una simple defecto con respecto de la norma, un agujero a ser remendado en el tejido biopolítico mundial. La negatividad, esa potencia cuya existencia no está considerada, se encuentra aquí lógicamente abandonada a una desaparición sin huellas. No sin razón, pues el Partido Imaginario es el Afuera de este mundo sin Afuera, la discontinuidad esencial alojada en el corazón de un mundo vuelto continuo.
El Partido Imaginario es la sede de la potencia.

Glosa β: Nada ilustra mejor la manera en que la norma ha subsumido la Ley que la manera en que los viejos Estados territoriales de Europa han «abolido» sus fronteras, en favor de los acuerdos de Schengen. La abolición de las fronteras de la que se trata aquí, es decir, la renuncia al atributo más sagrado del Estado moderno, no tiene naturalmente el sentido de su desaparición efectiva, sino que por el contrario significa la posibilidad permanente de su restauración, a merced de las circunstancias. Así las prácticas de las aduanas, cuando las fronteras son «abolidas», de ningún modo vienen a desaparecer, sino que por el contrario resultan extendidas, en potencia, a todos los lugares, a todos los instantes. Bajo el Imperio, las fronteras se han vuelto como las aduanas — móviles.


54 El Imperio no tiene, jamás tendrá, una existencia jurídica, institucional, porque no la necesita. El Imperio, a diferencia del Estado moderno, que se pretendía como un orden de la Ley y la Institución, es el garante de una proliferación reticular de normas y dispositivos. En tiempos normales, estos dispositivos son el Imperio.
Glosa α: Cada intervención del Imperio deja tras de sí normas y dispositivos gracias a los cuales el lugar donde había sobrevenido la crisis será gestionado como espacio transparente de circulación. Es así como la sociedad imperial se anuncia: como una inmensa articulación de dispositivos que inerva con una vida eléctrica la inercia fundamental del tejido biopolítico. En el cuadriculado reticular, amenazado continuamente de avería, de accidente, de bloqueo, de la sociedad imperial, el Imperio es lo que asegura la eliminación de las resistencias para la circulación, lo que liquida los obstáculos para la penetración, para el atravesamiento de todo por los flujos sociales. Y es también él quien asegura las transacciones, quien garantiza, en una palabra, la supraconductividad social. He aquí por qué el Imperio no tiene centro: porque él es lo que hace que cada nodo de su red pueda ser uno. Como mucho, podemos constatar a lo largo del ensamblaje mundial de los dispositivos locales condensaciones de fuerzas, el despliegue de esas operaciones negativas mediante las cuales progresa la transparencia imperial. El Espectáculo y el Biopoder no aseguran menos la normalización transitiva de todas las situaciones, su puesta en equivalencia, que la continuidad intensiva de los flujos.

Glosa β: Por supuesto, hay zonas de aplastamiento, zonas donde el control imperial es más denso que en otras, donde cada intersticio de lo existente paga su tributo al panoptismo general, y donde finalmente la población no se distingue ya de la policía. Inversamente, hay zonas en las que el Imperio parece ausente y hace saber que «ahí ya no se atreve siquiera a aventurarse». Sucede que el Imperio calcula, el Imperio pesa, evalúa, y luego decide estar presente aquí o allá, manifestarse o retirarse, y esto en función de consideraciones tácticas. El Imperio no está en todas partes, y no está ausente de ninguna parte. A diferencia del Estado moderno, el Imperio no pretende ser la cosa más alta, el soberano siempre visible y siempre resplandeciente, el Imperio sólo pretende ser el último resorte de cada situación. Así como un «parque natural» no tiene nada de natural en la medida en que las potencias de artificialización han juzgado preferible y decidido dejarlo intacto, así el Imperio todavía está presente donde está efectivamente ausente: por medio de su retirada misma. El Imperio es por tanto tal como puede ser en todas partes, se mantiene en cada punto del territorio, en el intervalo que hay entre la situación normal y la situación excepcional. El Imperio puede su propia impotencia.

Glosa γ: La lógica del Estado moderno es una lógica de la Institución y la Ley. La Institución y la Ley están desterritorializadas, en principio abstraídas, distinguiéndose de este modo de la costumbre, siempre local, siempre impregnada éticamente, siempre susceptible de contestación existencial, a la cual la Institución y la Ley le han arrebatado en todas partes su lugar. La Institución y la Ley se erigen frente a los hombres, verticalmente, sacando su permanencia de su propia trascendencia, de la autoproclamación inhumana de sí mismas. La Institución, al igual que la Ley, establece repartos, nombra para separar, para ordenar, para poner fin al caos del mundo, o más bien para rechazar el caos hacia un espacio delimitable, el del Crimen, de la Locura, de la Rebelión, de lo que no está autorizado. Y ambas están unidas en el hecho de que no tienen que dar explicación a nadie, sin importar de qué se trate. «La Ley es la Ley», dice el caballero.
Incluso si no le repugna servirse de ellas, como al resto, a modo de armas, el Imperio ignora la lógica abstracta de la Ley y la Institución. El Imperio no conoce más que las normas y los dispositivos. Al igual que los dispositivos, las normas son locales, están en vigor aquí y ahora tanto como esto funcione, empíricamente. Las normas no tienen guardados en sí su origen y su porqué; no es en ellas donde hay que buscarlos, sino en un conflicto, en una crisis que los ha precedido. Lo esencial ya no reside actualmente, por tanto, en una proclamación liminar de universalidad, que pretendería a continuación hacerse respetar en todas partes; la atención se dirige más bien sobre las operaciones, sobre la pragmática. Sin duda hay una totalización, aquí también, pero ésta no nace de una voluntad de universalización: se forma mediante la articulación misma de los dispositivos, mediante la continuidad de la circulación entre ellos.

Glosa δ: Bajo el Imperio se asiste a una proliferación del derecho, a una aceleración crónica de la producción jurídica. Esta proliferación del derecho, lejos de sancionar cualquier triunfo de la Ley, traduce, por el contrario, su extrema devaluación, su caducidad definitiva. La Ley, bajo el reino de la norma, es ya únicamente un modo entre tantos otros, y no menos ajustable y reversible que los demás, de retroactuar sobre la sociedad. Es una técnica de gobierno, una manera de poner término a una crisis, y nada más. La Ley, que había sido ascendida por el Estado moderno al rango de única fuente del derecho, es ya únicamente una de las expresiones de la norma social. Los jueces mismos no tienen ya la tarea subordinada de calificar los hechos y de aplicar la Ley, sino la función soberana de evaluar la oportunidad de tal o cual juicio. Por consiguiente, lo confuso de las leyes, donde encontraremos cada vez más referencias a nebulosos criterios de normalidad, no constituirá en ella un vicio agobiante, sino al contrario una condición de su duración y de su aplicabilidad a todo caso particular. La judicialización de lo social y el «gobierno de los jueces» no son más que esto: el hecho de que éstos no decretan más que en nombre de la norma. Bajo el Imperio, «un proceso antimafia» no hace otra cosa que coronar la victoria de una mafia, la que juzga, sobre otra, la que es juzgada. Aquí, el Derecho se ha vuelto un arma como cualquier otra en el despliegue universal de la hostilidad. Si los Bloom ya no consiguen, tendencialmente, relacionarse unos con otros e intertorturarse sino en el lenguaje del Derecho, el Imperio, por su parte, no afecciona particularmente este lenguaje, lo usa según la ocasión, según la oportunidad; e incluso entonces continúa, en el fondo, hablando el único lenguaje que conoce: el de la eficacia, de la eficancia para restablecer la situación normal, para producir el orden público, el buen funcionamiento general de la Máquina. Dos figuras cada vez más parecidas a esta soberanía de la eficacia se imponen entonces, en la convergencia misma de sus funciones: el poli y el médico.

Glosa ε: «La Ley debe ser utilizada simplemente como un arma más en el arsenal del gobierno, y en este caso no representa nada más que una cobertura de propaganda para desembarazarse de los miembros indeseables del sector público. Para la mejor eficacia, convendrá que las actividades de los servicios judiciales estén ligadas al esfuerzo de guerra de la manera más discreta posible».
Frank Kitson
Low intensity operations Subversion — Insurgency and Peacekeeping, 1971


55 Es ciudadano todo aquello que presente un grado de neutralización ética o una atenuación compatibles con el Imperio. Aquí, la diferencia no está absolutamente prohibida, es decir, mientras se despliegue sobre el fondo de la equivalencia general. La diferencia, de hecho, sirve incluso como unidad elemental a la gestión imperial de las identidades. Si el Estado moderno reinaba sobre la «república fenoménica de los intereses», se puede decir que el Imperio reina sobre la república fenoménica de las diferencias. Y es por esta farsa depresiva que se conjura ahora la expresión de las formas-de-vida. Así el poder imperial puede permanecer impersonal: porque él mismo es el poder personalizante; así el poder imperial es totalizante: porque es ése mismo que individualiza. Más que con individualidades o subjetividades, con lo que tenemos que tratar aquí es con individualizaciones y subjetivaciones, transitorias, desechables, modulares. El Imperio es el libre juego de los simulacros.
Glosa α: La unidad del Imperio no se obtiene a partir de algún suplemento formal a la realidad, sino a la escala más baja, al nivel molecular. La unidad del Imperio no es otra cosa que la uniformidad mundial de las formas-de-vida atenuadas que produce la conjunción del Espectáculo y el Biopoder. Uniformidad tornasolada más que abigarrada, ciertamente hecha de diferencias, pero de diferencias con respecto a la norma. De diferencias normalizadas. De desviaciones estadísticas. Nada prohíbe, bajo el Imperio, ser un poco punk, ligeramente cínico o moderadamente sadomasoquista. El Imperio tolera todas las transgresiones siempre y cuando permanezcan soft. Aquí ya no tenemos que vérnoslas con una totalización voluntarista a priori, sino con una calibración molecular de las subjetividades y los cuerpos. «A medida que el poder se vuelve más anónimo y funcional, aquellos sobre quienes se ejerce tienden a ser más fuertemente individualizados» (Foucault, Vigilar y castigar).

Glosa β: «Todo el mundo habitado se encuentra a partir de ahora en una fiesta perpetua. Ha soltado las armas que portaba antaño y se ha vuelto, despreocupado, hacia todo tipo de festividades y diversiones. Todas las rivalidades han desaparecido, y una sola forma de competición preocupa actualmente a todas las ciudades, aquella que consiste en ofrecer el mejor espectáculo de belleza y encanto. El mundo entero está repleto ahora de gimnasios, fuentes, puertas monumentales, talleres, academias. Y se puede afirmar, con una certeza científica, que un mundo que estaba agonizante se ha restablecido y ha recibido un nuevo soplo de vida. […] El mundo entero ha sido acondicionado como un parque de diversiones. El humo de las aldeas incendiadas y de las hogueras —encendidas por los amigos o los enemigos— se ha desvanecido más allá del horizonte, como si un viento poderoso lo hubiera disipado, y ha sido reemplazado por la multitud y la variedad innumerables de los espectáculos y los juegos cautivadores. […] Hasta tal punto que los únicos pueblos de los que debemos compadecernos, a causa de las buenas cosas de las que están privados, son aquellos que están fuera de tu imperio, si es que se encuentra aún alguno».
Elio Arístides
In Romam oratio, 144 d.C.


56 En lo sucesivo, ciudadano quiere decir: ciudadano del Imperio.
Glosa: Bajo Roma, ser ciudadano no era algo exclusivo de los romanos, sino de todos aquellos que, en cada provincia del Imperio, manifestaban una conformidad ética suficiente con el modelo romano. Ser ciudadano designaba un estatuto jurídico sólo en la medida en que éste correspondía primeramente a un trabajo individual de autoneutralización. Como se ve, el término ciudadano no pertenece al lenguaje de la Ley, sino al de la norma. El llamado al ciudadano es así, desde la Revolución, una práctica de emergencia; una práctica que responde a una situación de excepción («la Patria en peligro», «la República amenazada», etc.). El llamado al ciudadano nunca es entonces el llamado al sujeto de derecho, sino el mandato hecho al sujeto de derecho a que salga de sí y entregue su vida, a que se comporte ejemplarmente, a que sea más que un sujeto de derecho para que pueda seguir siéndolo.


57 La deconstrucción es el único pensamiento compatible con el Imperio, si no es que su pensamiento oficial. Los que la han festejado como «pensamiento débil» han acertado: la deconstrucción es esa práctica discursiva completamente dirigida hacia un único objetivo: disolver, descualificar toda intensidad, y en sí misma jamás producirla.
Glosa: Nietzsche, Artaud, Schmitt, Hegel, san Pablo, el romanticismo alemán, el surrealismo: parece que la deconstrucción tuviera vocación de tomar como blanco para sus fastidiosos comentarios a todo aquello que, en el pensamiento, se hizo uno u otro día portador de intensidad. Dentro de su propio dominio, esta nueva forma de policía que se hace pasar por una continuación inocente de la crítica literaria más allá de su fecha de caducidad, se revela con una eficacia bastante temible. Llegará pronto a colocar alrededor de todo aquello del pasado que continúa siendo virulento, cordones sanitarios de digresiones, de reservas, de juegos de lenguajes y de guiños, previniendo con la pesadez de sus volúmenes en prosa cualquier prolongamiento del pensamiento en el gesto, luchando, en resumen, paso a paso contra el acontecimiento. Ninguna sorpresa de que esta espesa corriente de la habladuría mundial haya nacido de una crítica de la metafísica como privilegio concedido a la presencia «simple e inmediata», a la palabra antes que a la escritura, a la vida antes que al texto y a la multiplicidad de sus significaciones. Resultaría ciertamente posible interpretar la deconstrucción como una simple reacción bloomesca. El deconstructor, que ya no consigue tener un dominio del más pequeño detalle de su mundo, que ya casi no está literalmente en el mundo, que ha hecho de la ausencia su modo permanente de ser, trata de asumir su bloomitud con una bravuconería: se encierra en el círculo cerrado de las realidades que aún le tocan porque comparten su grado de evaporación: los libros, los textos, las películas y las canciones. Deja de ver en lo que lee algo que pudiera relacionarse con su vida, y más bien ve en lo que vive un tejido de referencias a lo que ya ha leído. La presencia y el mundo en su conjunto, en la medida en que el Imperio le concede sus medios, adquieren para él un carácter de pura hipótesis. La realidad y la experiencia ya sólo son para él unos ruines argumentos de autoridad. Existe algo de militante en la deconstrucción, como un militantismo de la ausencia, una retirada ofensiva hacia el mundo cerrado pero indefinidamente recombinable de las significaciones. La deconstrucción tiene de hecho una función política precisa, bajo sus apariencias de simple fatuidad: la de hacer pasar por bárbaro todo lo que viniera a oponerse violentamente al Imperio, por místico a quienquiera que tome su presencia de sí como centro de energía de su revuelta, por fascista toda consecuencia vivida del pensamiento, todo gesto. Para estos agentes sectoriales de la contrarrevolución preventiva, de lo que se trata es solamente de prorrogar la suspensión epocal que les hace vivir. La inmediatez, como explicaba ya Hegel, es la determinación más abstracta. Y como han comprendido bien nuestros deconstructores: el porvenir de Hegel es el Imperio.


58 El Imperio no concibe la guerra civil como una afrenta hecha a su majestad, como un desafío a su omnipotencia, sino simplemente como un riesgo. Así se explica la contrarrevolución preventiva que el Imperio no ha cesado de librar contra todo aquello que podría ocasionar agujeros en el tejido biopolítico continuo. A diferencia del Estado moderno, el Imperio no niega la existencia de la guerra civil, la gestiona. De otra manera, por lo demás, tendría que privarse de ciertos medios, bastante cómodos para pilotarla o contenerla. Donde sus redes penetren todavía sólo insuficientemente, se aliará pues el tiempo que sea necesario con alguna mafia local, inclusive con tal o cual guerrilla, si éstas le garantizan mantener el orden sobre el territorio que les ha correspondido. No hay nada más extraño al Imperio que la cuestión de saber quién controla qué, con tal de que haya control. De donde se sigue que no reaccionar es todavía, aquí, una reacción.

Glosa α: Resulta agradable observar las cómicas contorsiones a las que obliga el Imperio, durante sus intervenciones, a aquellos que, aun queriendo oponerse a él, rechazan asumir la guerra civil. Así las buenas almas que no eran capaces de comprender que la operación imperial en Kosovo no estaba dirigida contra los serbios, sino contra la guerra civil misma, que comenzaba a extenderse bajo formas excesivamente visibles en los Balcanes, no tenían otra opción, en su compulsión de tomar posición, que tomar la causa de la OTAN o la de Milošević.

Glosa β: Poco después de Génova y sus escenas de represión a la chilena, un alto funcionario de la policía italiana entrega a La Repubblica esta conmovedora toma de consciencia: «Bueno, voy a decirle una cosa que me cuesta y que nunca he dicho a nadie. […] La policía no está ahí para poner orden, sino para gobernar el desorden».

59 La reducción cibernética coloca idealmente al Bloom como retransmisor transparente de la información social. Así pues, el Imperio se representará gustosamente como una red de la cual cada uno sería un nodo. La norma constituye entonces, en cada uno de estos nodos, el elemento de la conductividad social. Antes que la información, es en realidad la causalidad biopolítica la que circula aquí, con mayor o menor resistencia, según el gradiente de normalidad. Cada nodo —país, cuerpo, empresa, partido político— es considerado responsable de su resistencia. Y esto vale hasta el punto de no-conducción absoluta, o de refracción de los flujos. El nodo en cuestió será entonces decretado culpable, criminal, inhumano, y será objeto de la intervención imperial.
Glosa α: Ahora bien, como nadie está nunca demasiado despersonalizado como para conducir perfectamente los flujos sociales, cada uno está siempre-ya, y ésta es una condición misma de su supervivencia, en falta con respecto de la norma; norma que por otro lado sólo será establecida a posteriori, tras la intervención del Imperio. A este estado nosotros lo llamaremos falta blanca. Ésta es la condición moral del ciudadano bajo el Imperio, y la razón por la cual no hay, en realidad, ningún ciudadano, sino solamente pruebas de ciudadanía.

Glosa β: La red, con su informalidad, su plasticidad, su inacabamiento oportunista, ofrece el modelo de las solidaridades débiles, de los vínculos flojos con los cuales está tejida la «sociedad» imperial.

Glosa γ: Lo que aparece finalmente en la circulación planetaria de la responsabilidad, cuando el apresamiento del mundo alcanza el punto en que se busca culpables a los estragos de una «catástrofe natural», es cuán esencialmente construida es toda causalidad.

Glosa γ: El Imperio tiene la costumbre de eso que él llama «campañas de sensibilización». Éstas consisten en la elevación deliberada de la sensibilidad de los receptores sociales ante tal o cual fenómeno, es decir, en la creación de ese fenómeno en cuanto fenómeno, y en la construcción de la red de causalidades que permitirán materializarlo.


60 La extensión de las atribuciones de la policía imperial, del Biopoder, es ilimitada, porque lo que tiene misión circunscribir, detener, no es del orden de la actualidad, sino de la potencia. La arbitrariedad se llama aquí prevención, y el riesgo es esa potencia que se encuentra por todas partes en acto en cuanto potencia que funda el derecho de injerencia universal del Imperio.
Glosa α: El enemigo del Imperio es interior. Es el acontecimiento. Es todo aquello que podría suceder, y que pondría en apuros al tejido de las normas y los dispositivos. El enemigo está pues, lógicamente, por todas partes presente, bajo la forma del riesgo. Y la solicitud es la única causa reconocida de las brutales intervenciones imperiales contra el Partido Imaginario: «Observen cómo estamos listos para protegerlos, ya que, tan pronto como algo extraordinario suceda, evidentemente sin tener en cuenta esas viejas costumbres que son las leyes o las jurisprudencias, vamos a intervenir con todos los medios que sean necesarios» (Foucault).

Glosa β: No cabe duda de que existe un carácter ubuesco del poder imperial, el cual paradójicamente no parece hecho para mermar la eficiencia de la Máquina. De la misma manera, existe un aspecto barroco del edificio jurídico bajo el cual vivimos. De hecho, el mantenimiento de una cierta confusión permanente en lo que respecta a los reglamentos en vigor, a los derechos, a las autoridades y a sus competencias, parece vital para el Imperio. Pues es ella la que le permite poder hacer uso, cuando llegue el momento, de todos los medios.


61 No es adecuado distinguir entre polis y ciudadanos. Bajo el Imperio, la diferencia entre la policía y la población queda abolida. Cada ciudadano del Imperio puede, en cualquier momento, y al grado de una reversibilidad propiamente bloomesca, revelarse como un poli.
Glosa α: La idea de «que el delincuente es el enemigo de la sociedad entera» Foucault la ve aparecer en la segunda mitad del siglo XVIII. Bajo el Imperio esta idea es extendida a la totalidad del cadáver social recompuesto. Cada uno es para sí mismo y para los demás, en virtud de su estado de falta blanca, un riesgo, un hostis potencial. Esta situación esquizoide explica la renovación imperial de la delación, de la vigilancia mutua, del endo- e inter-policiaje. Pues no sólo se trata de que los ciudadanos del Imperio denuncien todo aquello que les parezca «anormal» con un frenesí tal que la policía no consigue ya seguirles la pista, se trata incluso de que a veces ellos se denuncian a sí mismos para acabar de una vez con la falta blanca, para que, cuando caiga el juicio sobre ellos, su situación indecisa, su duda en cuanto a su pertenencia al tejido biopolítico, sea liquidada. Y es por medio de este mecanismo de terror general que son repelidos con todos los medios, puestos en cuarentena y aislados espontáneamente todos los dividuos con riesgos, todos aquellos que, siendo susceptibles de una intervención imperial, podrían arrastrar en su caída, por efecto de capilaridad, las mallas adyacentes de la red.

Glosa β:
«— ¿Cómo definir a los policías?
Los policías provienen del sector público y el sector público forma parte de la policía. Los agentes de policía son aquellos que son pagados para dedicar todo su tiempo al cumplimiento de deberes, deberes que son igualmente los de todos sus conciudadanos.
—¿Cuál es el papel prioritario de la policía?
Tiene una misión amplia, centrada en la resolución de problemas (problem solving policing).
—¿Cuál es el criterio de la eficacia de la policía?
La ausencia de crimen y desorden.
—¿De qué se ocupa específicamente la policía?
De los problemas y las preocupaciones de los ciudadanos.
— ¿Qué es lo que determina la eficacia de la policía?
La cooperación del sector público.
—¿Qué es el profesionalismo policial?
Una capacidad para permanecer en contacto con la población para anticipar los problemas.
— ¿Cómo considera la policía los procedimientos judiciales?
Como un medio entre tantos otros».
Jean-Paul Brodeur, profesor de criminología en Montreal
citado en Guía práctica de la policía de proximidad, París, marzo de 2000


62 La soberanía imperial consiste en que ningún punto del espacio ni del tiempo, ni ningún elemento del tejido biopolítico, esté al resguardo de su intervención. El almacenamiento del mundo, la trazabilidad generalizada, el hecho de que los medios de producción tiendan a volverse inseparablemente medios de control, la subsunción del edificio jurídico en simple arsenal de la norma, todo esto tiende a hacer de cada uno un sospechoso.

Glosa: Un teléfono móvil se vuelve un soplón, un medio de pago una declaración de tus hábitos alimenticios, tus padres se transforman en delatores, una factura de teléfono se vuelve el expediente de tus amistades: toda la sobreproducción de información inútil de la que eres objeto se revela crucial por el simple hecho de ser en todo momento utilizable. Que ésta sea de este modo disponible hace pesar sobre cada gesto una amenaza suficiente. Y el baldío donde el Imperio abandona su movilización mide bastante exactamente el sentimiento de su propia seguridad que le habita, cuán poco en peligro se siente por ahora.

63 El Imperio es apenas pensado, y tal vez difícilmente pensable, en el seno de la tradición occidental, es decir, en los límites de la metafísica de la subjetividad. A lo sumo se ha podido pensar en ésta la superación del Estado sobre su propio terreno; y esto ha producido los irrespirables proyectos de Estado universal, las especulaciones sobre el derecho cosmopolita que vendría finalmente a instaurar la paz perpetua o, más aún, la ridícula esperanza de un Estado democrático mundial, que es la perspectiva última del negrismo.
Glosa α: Quienes no logran concebir el mundo de otra manera que dentro de las categorías que el Estado liberal les proporcionó, usualmente parecen confundir al Imperio con tal o cual organismo supranacional (el FMI, el Banco Mundial, la OMC o la ONU, y ocasionalmente la OTAN y la Comisión Europea). De contracumbre en contracumbre, los vemos cada vez más apoderados, a nuestros «antiglobalización», por la duda: ¿y si en el interior de esos pomposos edificios, detrás de esas soberbias fachadas, no hubiera nada? En el fondo, guardan la intuición de que esos grandes cascarones mundiales están vacíos, y es, por otra parte, debido a ello mismo que los asedian. Los muros de esos palacios no están hechos más que de buenas intenciones, cada uno de ellos fue edificado en su tiempo como reacción a alguna crisis mundial; y desde entonces fueron dejados ahí, deshabitados, para todos los fines inútiles. Por ejemplo, para servir de señuelo a las tropas del negrismo contestatario.

Glosa β: No es fácil saber a dónde quiere llegar alguien que, al término de una vida de palinodias, afirma en un artículo titulado El «Imperio», fase superior del imperialismo que «en el actual estadio imperial, ya no hay imperialismo», que decreta la muerte de la dialéctica para concluir que es preciso «teorizar y actuar a la vez en y contra el Imperio»; alguien que se sitúa unas veces en la posición masoquista de exigir a las instituciones que se autodisuelvan, otras en la de suplicarles que existan. Por eso no hay que partir de sus escritos, sino de su acción histórica. También para comprender un libro como Imperio —esa tipo de baturrillo teórico que opera en el pensamiento la misma reconciliación final de todas las incompatibilidades que el Imperio sueña con realizar en los hechos— resulta más instructivo observar las prácticas que se proclaman como propias. En el discurso de los burócratas espectaculares de los Tute bianche, el término de «pueblo de Seattle» ha sido así sustituido, desde hace algún tiempo, por el de «multitud». «El pueblo —recuerda Hobbes— es algo que es uno solo, teniendo una voluntad, y a lo cual se puede atribuir una acción propia; pero nada similar a esto se puede decir de la multitud. Es el pueblo quien reina en cualquier tipo de Estado: pues, incluso en las monarquías, es el pueblo quien manda, y quien decide mediante la voluntad de un único hombre. Pero son los particulares, esto es, los súbditos, quienes conforman la multitud. Paralelamente, en un Estado popular y en uno aristocrático, la masa de los habitantes es la multitud, y la corte o el consejo es el pueblo». Toda la perspectiva negrista se limita por tanto a esto: forzar al Imperio, mediante la escenificación de la emergencia de una así llamada «sociedad civil mundial», a darse las formas de un Estado universal. Viniendo de personas que siempre han aspirado a posiciones institucionales, quienes por tanto siempre han fingido creer en la ficción del Estado moderno, esta estrategia aberrante se vuelve límpida; y las contraevidencias de Imperio adquieren por sí mismas una significación histórica. Cuando Negri afirma que es la multitud la que ha engendrado al Imperio, que «la soberanía ha tomado una nueva forma, compuesta por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una lógica única de gobierno», que «el Imperio es el sujeto político que regula efectivamente los intercambios mundiales, el poder soberano que gobierna el mundo» o incluso que «este orden se expresa bajo una forma jurídica», de ningún modo da cuenta del mundo que le rodea, sino de las ambiciones que le animan. Los negristas quieren que el Imperio se dé unas formas jurídicas, quieren tener frente a ellos una soberanía personal, un sujeto institucional con el cual contratarse o que podrían hacerse suyo. La «sociedad civil mundial» de la que apelan formar parte, traiciona sólo a su deseo de un Estado mundial. No cabe duda de que adelantan algunas pruebas, o eso que al menos consideran tal, de la existencia de un orden universal en formación: tales serían las intervenciones en Kosovo, en Somalia, o en el Golfo y su legitimación espectacular a través de «valores universales». Pero aun cuando el Imperio se dotara de una fachada institucional postiza, su realidad efectiva no se quedaría menos concentrada en una policía y en una publicidad mundiales, el Biopoder y el Espectáculo respectivamente. Que las guerras imperiales se presenten como «operaciones de policía internacional» puestas en marcha a través de unas «fuerzas de intervención», que la guerra misma sea puesta fuera-de-la-ley mediante una forma de dominación que querría hacer pasar sus propias ofensivas por simples asuntos de gestión interior, por una cuestión policial y no política —asegurar «la tranquilidad, la seguridad y el orden»—, Schmitt ya lo había entrevisto hace sesenta años y no contribuye en absoluto a la elaboración progresiva de un «derecho de policía» como quiere creer Negri. El consenso espectacular momentáneo contra tal o cual «Estado canalla», contra tal o cual «dictador» o «terrorista», no funda más que la legitimidad temporal y reversible de la intervención imperial que se reivindica suyo. La reedición de los tribunales de Núremberg degenerados para cualquier cosa, la decisión unilateral mediante instancias judiciales nacionales de juzgar crímenes que han tenido lugar en países en los cuales ni siquieran son considerados como tales, no sanciona el avance de un derecho mundial naciente, sino la subordinación consumada del orden jurídico al estado de emergencia policial. En estas condiciones, no se trata de militar a favor de un Estado universal salvador, sino ciertamente de desolar al Espectáculo y al Biopoder.


64 La dominación imperial, tal como comenzamos a reconocerla, puede ser calificada como neo-taoísta, en la medida en que sólo se la encuentra pensada a fondo en el seno de esta tradición. Hace veintitrés siglos, un teórico taoísta afirmaba que: «Existen tres medios para asegurar el orden. El primero se llama interés, el segundo se llama miedo y el tercero denominaciones. El interés une el pueblo al soberano; el temor asegura el respeto de los órdenes; las denominaciones incitan a los inferiores a tomar el mismo camino que los amos. […] Esto es lo que llamo abolir el gobierno por medio del gobierno mismo, los discursos por medio del discurso mismo». Concluía sin más: «En el gobierno perfecto, los inferiores carecen de virtud». (Han Feizi, El Tao del Príncipe) Muy probablemente, el gobierno se perfecciona.

65 Todas las estrategias imperiales, es decir, tanto la polarización espectacular de los cuerpos sobre ausencias adecuadas como el terror constante que uno se empeña en mantener, tienen como propósito que el Imperio no aparezca nunca como tal, como partido. Esta clase de paz muy especial, la paz armada que caracteriza al orden imperial, se experimenta de una manera más sofocante a medida que ella misma es el resultado de una guerra total, muda y continua. Lo que está en juego en la ofensiva, aquí, no es ganar algún enfrentamiento, sino al contrario hacer que el enfrentamiento no tenga lugar, conjurar el acontecimiento desde su raíz, prevenir todo salto de intensidad en el juego de las formas-de-vida, mediante lo cual lo político advendría. El hecho de que nada suceda es ya para el Imperio una victoria masiva. Frente al «enemigo cualquiera», frente al Partido Imaginario, su estrategia consiste en «sustituir el acontecimiento que querrían que fuera decisivo, pero que sigue siendo aleatorio (la batalla), con una serie de acciones menores aunque estadísticamente eficaces, que nosotros llamaremos, por oposición, la no-batalla» (Guy Brossollet, Ensayo sobre la no-batalla, 1975).

66 El Imperio no se opone a nosotros como un sujeto que nos haría frente, sino como un medio que nos es hostil.
Glosa: Algunos han querido caracterizar la época imperial como la de los esclavos sin amos. Si bien esto no es falso, sería más adecuadamente especificada como la época del Dominio sin amos [Maîtrise sans maîtres], del soberano inexistente, como el caballero de Calvino, cuya armadura está vacía. El sitio del Príncipe permanece, invisiblemente ocupado por el principio. Aquí se da, a la vez, una ruptura absoluta con la vieja soberanía personal y una consumación de ésta: el gran desasosiego del Amo ha sido siempre el de no tener por súbditos más que esclavos. El Principio reinante realiza la paradoja ante la cual había tenido que inclinarse la soberanía sustancial: tener hombres libres por esclavos. Esta soberanía vacía no es, propiamente hablando, una novedad histórica, aunque visiblemente así lo sea para Occidente. De lo que se trata aquí es de deshacerse de la metafísica de la subjetividad. Los chinos, que se llevaron sus cuarteles fuera de la metafísica de la subjetividad entre los siglos VI y III antes de nuestra era, se forjaron entonces una teoría de la soberanía impersonal que puede ser bastante útil para comprender los resortes actuales de la dominación imperial. A la elaboración de esta teoría queda asociado el nombre de Han Feizi, principal figura de la escuela calificada, por error, como «legista», ya que desarrolla un pensamiento acerca de la norma más que de la Ley. Su doctrina, compilada hoy bajo el título de El Tao del Príncipe, dictó la fundación del primer Imperio chino verdaderamente unificado, mediante el cual fue clausurado el período llamado de los «Reinos combatientes». Una vez establecido el Imperio, el Emperador, el soberano de Qin, hizo quemar la obra de Han Fei en el 213 a.C. No fue sino hasta el siglo XX que fue exhumado el texto que había comandado toda la práctica del Imperio chino; por tanto, cuando éste se derrumbaba.
El Príncipe de Han Fei, aquel que ocupa la Posición, es Príncipe sólo a causa de su impersonalidad, de su ausencia de cualidad, de su invisibilidad, de su inactividad, es Príncipe sólo en la medida de su resorción en el Tao, en la Vía, en el curso de las cosas. No es un Príncipe en el sentido personal, es un Principio, un puro vacío, que ocupa la Posición y permanece en el no-actuar. La perspectiva del Imperio legista es la de un Estado que sería perfectamente inmanente a la sociedad civil: «La ley de un Estado donde reina el orden perfecto es obedecida tan naturalmente como cuando uno come porque tiene hambre y se cubre uno cuando tiene frío: ninguna necesidad de dar órdenes», explica Han Fei. La función del soberano consiste aquí en articular los dispositivos que lo volverán superfluo, que permitirán la autorregulación cibernética. Si, por ciertos aspectos, la doctrina de Han Fei recuerda a ciertas construcciones del pensamiento liberal, nunca tuvo la ingenuidad de este último: ella se sabe como teoría de la dominación absoluta. Han Fei prescribe al Príncipe mantenerse en la Vía de Lao Tse: «El Cielo es inhumano: trata a los hombres como perros de paja; el Santo es inhumano, trata a los hombres como perros de paja». Incluso sus más fieles ministros tienen que saber lo ínfimos que son con respecto de la Máquina Imperial; esos mismos que todavía ayer se creían sus amos deben temer que caiga sobre ellos alguna operación de «moralización de la vida pública», algún hambre voraz de transparencia. El arte de la dominación imperial consiste en absorberse en el Principio, en desvanecerse en la nada, en volverse invisible y con ello verlo todo, en volverse inaprensible y con ello tomarlo todo. La retirada del Príncipe no es aquí más que la retirada del Principio: fijar las normas en función de las cuales los seres serán juzgados y evaluados, velar por que las cosas sean nombradas del modo «que conviene», regular la medida de las gratificaciones y de los castigos, regir las identidades y atar a los hombres a éstas. Atenerse a esto y permanecer opaco. Tal es el arte de la dominación vacía y desmaterializada, de la dominación imperial de la retirada.

«El Príncipe está en lo invisible,
el Uso en lo imprevisible.
Vacío y tranquilo, carece de ocupación.
Escondido, desenmascara las taras.
Ve sin ser visto,
escucha sin ser escuchado.
conoce sin ser percibido.
Comprende a dónde quieren llevarle los discursos;
no se altera ni se mueve.
Examina y confronta;
cada quien está en su sitio.
No se comunican;
todo está en orden.
Oculta sus huellas,
revuelve sus rastros;
nadie lo alcanza.
Prohíbe la inteligencia;
abandona todo talento;
se halla fuera del alcance de sus súbditos.
Escondo mis intenciones,
examino y confronto.
Les tomo por las manos;
les aprieto sólidamente.
les impido esperar;
abolo incluso el pensamiento;
suprimo hasta el deseo. […]
La Vía del Amo: hacer de la retirada una obra maestra, reconocer a los hombres competentes sin ocuparse de tareas; hacer las buenas elecciones sin planearlo. Es así como uno le responde sin que él pregunte, como uno acaba con la labor sin que él lo exija».
La Vía del Amo

«No devela sus resortes.
Constantemente inactivo.
Cosas suceden en las cuatro esquinas del mundo.
Lo importante: tomar el centro.
El sabio capta lo importante.
Los cuatro orientes responden.
Tranquilo, inactivo, espera
que uno llegue a servirle.
Todos los seres que el universo encubre
se anuncian por su claridad en su oscuridad. […]
No cambia ni muta,
moviéndose con los Dioses
sin tener nunca descanso.
Seguir la razón de las cosas:
cada ser tiene un sitio,
todo objeto un uso.
Todo está donde se debe.
De arriba hacia abajo, el no-actuar.
Que el gallo vele en la noche,
que el gato atrape los ratones,
cada quien tiene su empleo;
y el Amo carece de emociones.
El método para tomar al Uno:
partir de los Nombres.
A nombres correctos, cosas seguras. […]
El Amo obra por el Nombre. […]
Sin actuar, gobierna. […]
El amo de sus súbditos
tala el árbol constantemente
para que no prolifere».
Manifiesto doctrinal





Una ética de la guerra civil


Nueva forma de comunidad: afirmarse guerreramente. De lo contrario el espíritu se debilita. Nada de «jardines», «alejarse de las masas» no basta. ¡Guerra (¡pero sin pólvora!) entre pensamientos diversos! ¡Y entre sus ejércitos!
Nietzsche
Fragmentos póstumos


67 Todos aquellos que no pueden o no quieren conjurar las forma-de-vida que los mueven han de rendirse a esta evidencia: son, somos, los parias del Imperio. Existe, anclado en alguna parte de nosotros, un punto de opacidad sin retorno similar a la marca de Caín y que llena a los ciudadanos de terror cuando no de odio. Maniqueísmo del Imperio: de un lado, la nueva humanidad radiante, cuidadosamente reformateada, transparente a todos los rayos del poder, idealmente desprovista de experiencia, ausente de sí incluso en el cáncer: son los ciudadanos, los ciudadanos del Imperio. Y luego hay nosotros. Nosotros no es ni un sujeto ni una entidad formada, ni tampoco una multitud. Nosotros es una masa de mundos, de mundos infraespectaculares, intersticiales, con existencia inconfesable, tejidos de solidaridades y de disensiones impenetrables al poder; y luego son también los extraviados, los pobres, los prisioneros, los ladrones, los criminales, los locos, los perversos, los corrompidos, los demasiado-vivos, los desbordantes, las corporeidades rebeldes. En resumen: todos aquellos que, siguiendo su línea de fuga, no se encuentran a gusto en la tibieza climatizada del paraíso imperial. Nosotros es todo el plano de consistencia fragmentado del Partido Imaginario.

68 En la medida en que nos mantenemos en contacto con nuestra propia potencia, aunque sólo fuera pensando nuestra experiencia, nosotros representamos, en el seno de las metrópolis del Imperio, un peligro. Nosotros somos el enemigo cualquiera. Aquel contra el cual todos los dispositivos y las normas imperiales son agenciados. Inversamente, el hombre del resentimiento, el intelectual, el inmunodeficiente, el humanista, el injertado o el neurótico ofrecen el modelo del ciudadano del Imperio. De ellos se puede estar seguro de que no hay nada que temer. Debido a su estado, están ancados a condiciones de existencia de una artificialidad tal que únicamente el Imperio puede asegurárselas; y toda modificación brutal de éstas significaría su muerte. Ellos son los colaboradores-natos. No es solamente el poder, es la policía quien pasa a través de sus cuerpos. La vida mutilada no aparece solamente como una consecuencia del avance del Imperio, es en primer lugar una condición suya. La ecuación ciudadano = poli se prolonga en la extremada grieta de los cuerpos.

69 Todo lo que el Imperio tolera es para nosotros semejantemente exiguo: los espacios, las palabras, los amores, las cabezas y los corazones: otras tantos instrumentos de tortura. Dondequiera que vayamos se forman casi espontáneamente alrededor de nosotros unos de esos cordones sanitarios tetanizados, tan reconocibles en las miradas y en los gestos. Basta con bien poco para ser identificado por los ciudadanos anémicos del Imperio como un sospechoso, como un dividuo con riesgos. Una negociación permanente tiene lugar para que nosotros renunciemos a esa intimidad con nosotros mismos que tanto se nos ha reprochado. Y en efecto, no siempre aguantaremos así, en esta posición desgarrada de desertor interior, de extranjero apátrida, de hostis muy cuidadosamente enmascarado.

70 Nosotros no tenemos nada que decir a los ciudadanos del Imperio: para esto haría falta que tuviéramos algo en común. Para ellos, la regla es simple: o desertan, se lanzan al devenir y se unen a nosotros, o permanecen donde están y serán entonces tratados de acuerdo con los principios bien conocidos de la hostilidad: reducción y aplastamiento.

71 La hostilidad que, dentro del Imperio, rige tanto la no-relación consigo mismo como la no-relación global de los cuerpos entre ellos, es para nosotros el hostis. Todo lo que quiere arrebatárnoslo tiene que ser aniquilado. Quiero decir que es la esfera misma de la hostilidad lo que debemos reducir.

72 La esfera de la hostilidad sólo puede ser reducida extendiendo el dominio ético-político de la amistad y la enemistad; es por esto que el Imperio no consigue reducirla, a pesar de todas sus protestas a favor de la paz. El devenir-real del Partido Imaginario no es más que la formación por contagio del plano de consistencia donde amistades y enemistades se despliegan libremente y se vuelven legibles a sí mismas

73 El agente del Partido Imaginario es aquel que, partiendo de donde se encuentra, de su posición, desencadena o prosigue el proceso de polarización ética, de asunción diferencial de las formas-de-vida. Este proceso no es otro que el tiqqun.

74 El tiqqun es el devenir-real, el devenir-práctico del mundo; el proceso de revelación de toda cosa como práctica, es decir, como tomando lugar dentro de sus límites, dentro de su significación inmanente. El tiqqun es que cada acto, cada conducta, cada enunciado dotados de sentido, es decir, en cuanto acontecimiento, se inscribe por sí mismo en su metafísica propia, en su comunidad, en su partido. La guerra civil quiere solamente decir: el mundo es práctico; la vida, heroica, en todos sus detalles.

75 El movimiento revolucionario no fue derrotado, como lamentan los estalinistas de siempre, debido a su insuficiente unidad, sino a causa del nivel demasiado débil de elaboración de la guerra civil en su seno. A este respecto, la confusión sistemática entre hostis y enemigo ha tenido el efecto debilitante que conocemos, desde lo trágico soviético hasta lo cómico grupuscular.
Entendámonos: el Imperio no es el enemigo con el cual tendríamos que medirnos, y, de igual modo, las otras tendencias del Partido Imaginario no alcanzan para nosotros el grado suficiente de hostis para ser liquidadas, sino todo lo contrario.


76 Toda forma-de-vida tiende a constituirse en comunidad, y de comunidad en mundo. Cada mundo, cuando se piensa a sí mismo, es decir, cuando se capta estratégicamente en su juego con los otros mundos, se descubre como configurado por una metafísica particular, que es, más que un sistema, una lengua, su lengua. Y es entonces, cuando se ha pensado así mismo, que este mundo deviene contaminante: ya que sabe de qué ethos es portador, ha pasado a ser amo en un determinado sector del arte de las distancias.

77 El principio de la serenidad más intensa consiste, para cada cuerpo, en ir hasta el final de su forma-de-vida presente, hasta el punto en que la línea de incremento de potencia se desvanece. Cada cuerpo quiere agotar su forma-de-vida, dejarla muerta tras de sí. Después pasa a otra más. Ha ganado en espesor: su experiencia le ha alimentado. Y ha ganado en soltura: ha sabido desprenderse de una figura de sí.

78 Donde estaba la nuda vida tiene que advenir la forma-de-vida. La enfermedad y la debilidad no son afecciones de la nuda vida, genérica, sin ser en primer lugar afecciones que tocan singularmente a ciertas formas-de-vida, orquestadas por los imperativos contradictorios de la pacificación imperial. Repatriando así sobre el terreno de las formas-de-vida todo aquello que es exiliado al lenguaje pleno de confusiones de la nuda vida, volcamos la biopolítica en política de la singularidad radical. Una medicina está por ser reinventada, una medicina política que partirá de las formas-de-vida.

79 En las condiciones presentes, bajo el Imperio, toda agregación ética sólo puede constituirse como máquina de guerra. Una máquina de guerra no tiene la guerra por objeto; al contrario: sólo puede «hacer la guerra a condición de que cree otra cosa al mismo tiempo, aunque sólo sean nuevas relaciones sociales no-orgánicas» (Deleuze-Guattari, Mil mesetas). A diferencia tanto de un ejército como de cualquier organización revolucionaria, la máquina de guerra sólo tiene una relación de suplemento con la guerra. Es capaz de tretas ofensivas, está en condiciones de librar batallas, de tener un recurso sutil a la violencia, pero no lo necesita para llevar una existencia plena.

80 Aquí se plantea la cuestión de la reapropiación de la violencia, de la cual hemos sido tan perfectamente desposeídos, con todas las expresiones intensas de la vida, por las democracias biopolíticas. Comencemos por acabar con la vieja concepción de una muerte que sobrevendría al término, como punto final de la vida. La muerte es cotidiana, es ese empequeñecimiento continuo de nuestra presencia bajo el efecto de la imposibilidad de abandonarse a nuestras inclinaciones. Cada una de nuestras arrugas, cada una de nuestras enfermedades, es un gusto al que no hemos sido fieles, el producto de una traición hacia una forma-de-vida que nos anima. Ésta es la muerte real a la que estamos sometidos, y cuya causa principal es nuestra falta de fuerza, el aislamiento que nos impide devolverle al poder cada uno de sus golpes, abandonarnos sin la seguridad de que tendremos que pagarlo. He aquí por qué nuestros cuerpos experimentan la necesidad de agregarse como máquinas de guerra, pues sólo esto nos vuelve igualmente capaces de vivir y de luchar.

81 De lo que precede se deducirá sin esfuerzos esta evidencia biopolítica: no hay muerte «natural», todas las muertes son muertes violentas. Esto vale existencial e históricamente. Bajo las democracias biopolíticas del Imperio, todo ha sido socializado; cada muerte entra en una red compleja de causalidades que hacen de ella una muerte social, un asesinato; ya sólo hay asesinato, que unas veces es condenado, otras amnistiado, y la mayor parte de ellas ignorado. En este punto, la cuestión que se plantea ya no es la del hecho del asesinato, sino la de su cómo.

82 El hecho no es nada, el cómo es todo. Que no exista ningún hecho que no sea previamente calificado lo prueba de manera suficiente. El golpe maestro del Espectáculo consiste en haberse hecho del monopolio de la calificación, de la denominación; y, a partir de esta posición, en traficar su metafísica de contrabando, entregando como hechos el producto de sus interpretaciones fraudulentas. Una acción de guerra social es un «acto de terrorismo», mientras que una intervención mayor de la OTAN, decidida de la manera más arbitraria, es una «operación de pacificación»; un envenenamiento masivo es una epidemia, y se denomina «Cárcel de Alta Seguridad» la práctica legal de la tortura en las prisiones democráticas. Frente a esto, el tiqqun es por el contrario la acción de devolver a cada hecho su propio cómo, de tomarlo incluso por únicamente real. La muerte en duelo, un hermoso asesinato premeditado, una última frase genial pronunciada con pathos, bastan para borrar la sangre, para humanizar lo que se considera lo más inhumano: el asesinato. Pues en la muerte más que en otra parte, el cómo reabsorbe al hecho. Entre enemigos, por ejemplo, el arma de fuego será excluida.

83 Este mundo está atrapado entre dos tendencias, una a su libanización, otra a su helvetización; tendencias que pueden, zona por zona, cohabitar. Y en efecto, éstas son aquí dos maneras singularmente reversibles, aunque aparentemente divergentes, de conjurar la guerra civil. Líbano, antes de 1974, ¿no era apodado la «Suiza del Medio Oriente»?

84 En el curso del devenir-real del Partido Imaginario, nos encontraremos sin duda con estas sanguijuelas lívidas: los revolucionarios profesionales. Contra la evidencia de que los únicos momentos bellos del siglo fueron despreciativamente llamados «guerras civiles», correrán todavía a denunciar en nosotros «la conspiración de la clase dominante para aplastar la revolución mediante una guerra civil» (Marx, La guerra civil en Francia). Nosotros no creemos en la revolución, ahora más en unas «revoluciones moleculares», y sin reservas en asunciones diferenciadas de la guerra civil. En un primer momento, los revolucionarios profesionales, cuyos desastres repetidos apenas se han enfriado, nos difamarán como diletantes, como traidores a la Causa. Querrán hacernos creer que el Imperio es el enemigo. Nosotros objetaremos a Su Tontería que el Imperio no es el enemigo, sino el hostis. Que no se trata de vencerlo, sino de aniquilarlo, y que, a las malas, podemos prescindir de su Partido, siguiendo en esto los consejos de Clausewitz acerca de la guerra popular: «La guerra popular, al igual que algo vaporoso y fluido, no debe condensarse en ninguna parte ni formar un cuerpo sólido; de otro modo, el enemigo envía una fuerza adecuada contra su núcleo, lo aplasta y toma numerosos prisioneros; entonces desaparece el coraje, todos piensan que la cuestión principal está decidida, que cualquier esfuerzo ulterior sería inútil y las armas caen de las manos del pueblo. Sin embargo, es preciso que este vapor se condense en algunos puntos, forme masas más compactas, nubes amenazadoras desde las cuales de vez en cuando se produzca un relámpago formidable. Estos puntos se situarán principalmente en los flancos del teatro de guerra del enemigo. […] No se trata de destrozar el núcleo, sino solamente de corroer la superficie y los bordes» (De la guerra).

85 Los enunciados que preceden quieren introducir a una época amenazada de forma cada vez más tangible por el rompimiento en bloque de la realidad. La ética de la guerra civil que se ha expresado aquí recibió un día el nombre de «Comité Invisible». Es la firma de una fracción determinada del Partido Imaginario, su polo revolucionario-experimental. Con estas líneas, esperamos desbaratar las ineptitudes más vulgares que puedan ser proferidas acerca de nuestras actividades, así como sobre el período que se abre. Todo esta previsible habladuría, ¿cómo no lo intuiríamos, ya, en la fama que el shogunato Tokugawa se hizo al final de la era Muromachi, y de la cual uno de nuestros enemigos observaba correctamente: «A través de su propia agitación, en el alza de pretensiones ilegítimas, esta época de guerras civiles se revelaría como la más libre que haya conocido Japón. Una manada de personas de todos los tipos se dejaba deslumbrar. Es por esto que se insistirá tanto sobre el hecho de que solamente fue la más violenta»?



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