Algunas hazañas del Partido Imaginario
No un partido, sino acaso partisanos de un nuevo género que abandonarían los géneros clásicos de la agitación por medio de gestos de perturbación altamente ejemplares.
Georges Henein, Prestigio del terror
En el momento en que escribimos, la primera fase de la actividad de los metafísicos-críticos puede verse como acabada. Su rasgo dominante habrá sido la experimentación. Como regla general, no esperábamos ninguna cosa de nuestras acciones que no dependiera exclusivamente de nosotros. Se trató la mayoría de las ocasiones —por medio de la interrupción, en un punto escogido del espacio-tiempo social, del hilo previsible de los comportamientos— de crear situaciones tales que la verdad de la época se hallara forzada a mostrarse sin velo alguno. Tal intención concordaría oportunamente con nuestras tropas y capacidades; y al igual que éstas, dicha intención está en lo sucesivo cumplida. No es, por tanto, en los términos ordinarios de la eficacia práctica como conviene apreciar nuestro éxito, o nuestro fracaso. Ya que, hasta aquí, nosotros nos hemos colocado voluntariamente más acá de esa división.
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La situación de la que parten los metafísicos-críticos no es ninguna otra que la quiebra del conjunto de las prácticas políticas modernas. Desde entonces, la manifestación se ha tornado incapaz de manifestar nada que el Espectáculo no haya dicho ya y, año tras año, no ha cesado de adquirir más visiblemente el contorno de un ritual fastidioso que se ofrece como entretenimiento para la benevolencia del parloteo dominante y para los agentes especializados en contar de las diversas prefecturas. La huelga, desde hace décadas, sólo cumple ya el oficio siniestro de acentuar el curso para el estiaje de la “vida democrática” y sólo sirve ya para reanimar regularmente el hormigueo monócromo de la putrefacción sindical. El escándalo organizado, finalmente, ha sido visto en tanto se retiraba con la liquidación, por parte de la propia dominación, de toda moralidad objetiva, y su sentido y su eficacia. De esta constatación nació la hipótesis ingenua de los primeros metafísicos-críticos, quienes apostaban que, si los procedimientos más propiamente modernos pasaron a ser también los más usados, se seguía de esto, por mera lógica, que los más viejos debían necesariamente resultar los más nuevos. La primera consecuencia extraída de este argumento somero fue la decisión de poner a prueba el sermón, al cual, como sabemos, Gramsci había consagrado sus estudios durante algún ligero tiempo de su detención. Un primer “Sermón al Bloom” fue así puesto en la orden del día para el 15 de mayo de 1998 a las 15 horas en la plaza de la Sorbona. Así pues, a la hora establecida un metafísico-crítico subía, a falta de púlpito, en la estatua del lamentable Comte, y desde aquí profería su arenga. Bien prevenidos de toda la ensordecedora profundidad que ha terminado por adquirir —a pesar de tantos resbalones y caídas— el sueño humano de nuestros contemporáneos, terminamos dando a la oración un tono de invectiva durante la mayor parte de su duración. De cualquier manera, no podíamos esperar ningún efecto despertador. Y ciertamente no fue obtenido, ni siquiera remotamente. No obstante, nadie podría echarnos en cara el haber sido, en esa ocasión, excesivamente conciliadores, como puede desprenderse de estos cuantos extractos:
“[…] Lesieur les ordena sonreír, France Telecom les promete que les hará amar el año 2000, la SNCF les explica educadamente que no están en su casa cuando están sobre sus andenes, su primer ministro les ordena trabajar, y ustedes continúan sin decir una palabra dentro de este paisaje infame […] Se han equivocado cuando creyeron que estaban a salvo de todo en su retirada húmeda y glacial hacia la vida privada, cuyas paredes chorrean fango. Pues es de esta manera, aglomerados en racimos, atravesados por escalofríos, pasmados, calvos y raquíticos, como los fantasmas han podido tenerlos a su merced, a ustedes los Ateridos, los Arrodillados, los Cavernícolas, los Cobardes, los Esclavos Atemorizados. Ha llegado la hora para que salgan de sus madrigueras. Ustedes son siniestros.
“[…] Dedican ochenta años para morir con lo absurdo de una existencia en la que han acabado por confundir la vida subjetiva con la banal irrisión de sus caprichos. Ustedes trabajan, ustedes consumen, y entre estos dos polos invariables del imperio de la nada sólo anhelan que se les permita dormir. ¿Y eso les parece vivir? […] Nosotros contamos con que no se perdonen jamás el haber ignorado hasta este punto y por tan largo tiempo la verdadera vida; y contamos tanto menos con que una sociedad completa se ha jurado sólo seguir remunerando la alienación, y generosamente. Los más limitados de entre ustedes se vanagloriarán entonces de que están siendo razonables, ellos, absteniéndose bien de pronunciar la confesión humillante de que si ellos son razonables es únicamente porque se les ha hecho razonar. Algunos no dejarán de reprobar nuestra injusticia. Ya que, después de todo, ellos sufren el presente estado de cosas. Ellos sufren, ciertamente, pero su sufrimiento no conmueve a nadie y no despierta ninguna compasión, pues no son los mártires de nada, si no es que de ellos mismos, lo cual no es mucho. La desgracia que les impone su nulidad y su finitud es ella misma nula y finita; ésta no es una desgracia de hombre, sino de bestia. Los más finos de entre ustedes incriminarán a la dominación y la tiranía de un puñado de dirigentes corrompidos, y éstos guiñarán el ojo. Pero por supuesto, su sumisión es toda la realidad del mundo de la dominación. No hay ustedes y el ‘sistema’, su dictadura, sus pobres y sus suicidados. Sólo hay ustedes en el sistema, sumisos, ciegos y culpables. Nosotros les reprochamos el ser inofensivos.” La prédica se terminaba finalmente con estas palabras, cuya consecuencia inmediatamente fue arrojada: “Muéstrenos que ustedes no son los sujetos de sus actos. Pero si lo son, anhelo que revienten por su indiferencia.”
Incapaces de rechazar tan radiante ocasión para hacer de mirones, buen número de transeúntes se detuvieron, y por supuesto, hubo algunos que intentaron aplaudir el espectáculo. Pero el peso de los insultos que recibieron a cambio los disuadió de persistir en el descaro. Desafortunadamente, al no estar dotados en su mayoría de una atención suficiente como para escuchar una oración más larga que un anuncio de publicidad, pronto renunciaron a utilizarnos como pretexto para su entretenimiento y se alejaron para escuchar a un grupo cualquiera de músicos fracasados que ofrecía precisamente, a algunos metros de allí, el infinito consuelo de una atmósfera de propaganda de comida para perro. Es de notar que poco tiempo después del sermón, una manifestación de moticiclistas con el orgullo rasgado por un odioso decreto ministerial, bloqueó algunos instantes el bulevar Saint-Michel, manifestación que recibió, en comparación, una indiferencia menos persistente. Parece pues que hay en esta materia, entre nuestros contemporáneos, diversidad de grados que aquí se es más sensible al estrépito de los motores que a los llamamientos de la verdad. “La indiferencia —escribía el divino Hello— es un odio de un género aparte: odio frío y durable que se oculta en los demás y algunas veces en sí mismo tras un aire de tolerancia, pues la indiferencia jamás es real. Es el odio multiplicado por la mentira.” En El hombre agregaría más adelante: “La muerte, la indiferencia y la separación son tres palabras sinónimas.”
Unos sermoneados |
☛ Teniendo en consideración:
1 — toda la inquebrantable perseverancia que la Sociedad Francesa de Filosofía ha sabido mostrar desde el momento en que realiza estragos para la tarea de “dejar de lado los pensamientos peligrosos para el día en que sus venenos acaben evaporados” (Nizan),
2 — el meollo universal de la discrepancia que opone desde hace meses al infernal camarada Raguet y al presidente de susodicha sociedad, Bernard Bourgeois,
3 — la persona de Jean-François Raguet, artista puro de la agitación que permanecerá, por la edificación de los siglos, como el inventor de la dualéctica matemonista, y más generalmente de una Weltanschauung fundada en los principios conjugados del póquer Hi-Lo y la geometría proyectiva, quien conforma tanto la base como el Politburó de la Internacional de los Agitadores (I.A), cuyo estatuto de secretario perpetuo de la Comisión de Represión de las Actividades Anti-Filosóficas nos lleva al deber de defenderlos en buen número de circunstancias,
4 — que el susudicho camarada se encontraba entre nosotros aquel día,
5 — que un azar perfectamente objetivo quería que la S.F.F. tuviera una de sus sesiones superfluas en la universidad muy cerca de las cuatro de la tarde, el sábado en cuestión,
los metafísicos-críticos no podían tomar sin menoscabo otro partido que el de prestar mano fuerte al camarada Raguet, y secundarlo en la distribución de su panfleto ¡Hablemos ya en serio! ¡Guerra a ultranza a esos perros! (que nadie se confunda: la simpatía que podemos experimentar hacia el camarada Raguet en ningún caso prejuzga nuestra aprobación de sus determinaciones —Jean-François Raguet persiste en creer que podrá por sí solo infiltrar el Partido Comunista Francés—, o de sus tomas de posición teóricas; se dirige a un hombre que habla otro idioma). La reproducción del primer parágrafo de su volante, así como del último, da una idea bastante fiel, nos parece, de su contenido, a la vez que de su espíritu:
“¿¡Qué!? Hace treinta años y diez días, el 4 de mayo de 1968, yo era uno de los siete primeros estudiantes parisinos condenados a prisión por el régimen gaulliano, cuando Georges Pompidou era el primer ministro, y tú, Bernard Bourgeois, profesor de la Sorbona y presidente del jurado de agregación en filosofía, ¿crees poder impresionarme hoy, amenazándome con mi expulsión de la Universidad, debido a que yo te he insultado? ¡Cabrón infecto! ¡Pobre mierda! Cuenta tus despojos, cretino, ¡pues estás hecho como una rata! ¡No había ninguna necesidad de falsificar los hechos! Y dado que los has falsificado y has sido pillado con las manos en la masa, ahora necesitas aprender a redoblar en retirada sin insistir. Tú te hundes por ti solo, basura, y ruedas de manera previsible las maquinarias, engendro. Pero dime, porquería, cuando me hayas expulsado, ¿cómo me callarás después? […]
“Me encartaría pisarte el culo, pero eres demasiado bajo para esto, Bernard Bourgeois, ¡fístula viscosa con el ano de una cochinilla! Pórtate bien el mayor tiempo posible, porque eres un caso clínico sorprendente, una aberración digna de los tarros de formol del museo Dupuytren, un arquetipo del perfecto hijo de puta.” (Aclaramos que, desde entonces, las sórdidas maniobras del susodicho Bourgeois han llegado a su término, ya que Jean-François Raguet ha sido efectivamente expulsado por un año de la Universidad.)
Por un reflejo bastante significativo de lo que ellos son, estos señores “filósofos”, al sufrir una dificultad para hacer valer su buen derecho a especular inocentemente, hicieron de manera natural un llamado a sus vigilantes, y después, ante la difusa impotencia de éstos, a la policía. Fue así que pudieron finalmente entregarse sin reservas a sus vanas y pretenciosas payasadas. Si ya era sospechoso el conservar la más pobre ilusión por lo que se refiere al estado de decrepitud de la Universidad, esa “gran, tierna y calurosa francmasonería de la erudición inútil” (Foucault), es ahora un hecho probado que su sueño es el de la muerte.
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Un segundo sermón debía ser pronunciado interrumpiendo en una free party el 23 de mayo de 1998, esto es, exactamente cinco siglos después del día en que el buen Savonarole fue colgado y posteriormente quemado por sus enemigos aliados, la infame Curia romana y los pequeños oligarcas florentinos. Pero es un hecho, desde ese tiempo hasta la actualidad, que la dominación raramente perdona a quienes entienden por “político” algo más que una esfera separada de la actividad social. El proyecto de un rave politizado —al igual que nosotros, diversos “colectivos” tenían que intervenir en él— no fue del gusto de los Servicios de Inteligencia, que lo juzgaron suficientemente sedicioso como para enviar a algunos de sus polizontes a mantener vigilado todo acercamiento a la cantera donde el “technival” debía desenvolverse, y esto desde la víspera anterior. Los primeros en llegar, que estaban a cargo de preparar el material y de acondicionar un camino áspero, fueron así pues democráticamente enfurgonados. En cuanto a los siguientes, el ejemplo bastó para disuadirlos. Tal episodio puede servir para marcar el punto donde las aparentes incoherencias de la dominación respecto a los rave se desvanecen finalmente. Sin lugar a dudas, no es ni la droga ni el tecno lo que ella teme, sino únicamente la constitución de un mundo infraespectacular, cualquiera que sea su forma y cualquiera que sea su contenido. No hemos considerado superfluo reproducir aquí el texto del sermón, tal como habría tenido que ser pronunciado al final de la mañana del segundo día del rave.
Sermón al Raver
¡Suficiente de convulsiones!
El mediodía se asoma, y la marea alta de la embriaguez química empieza poco a poco a retirarse. Ésta sólo nos ha dado una mayor acuidad en la percepción de la sequedad de las cosas. Toda esa conmoción sonora que hace estallar los nervios unos contra otros, todo ese torrente de rayos electrónicos que agrietan el tiempo y rayan el espacio, todas esas prodigiosas borrascas calóricas que ha liberado el agite de nuestros cuerpos, todo esto ha vuelto a su nada, ahora que el sol brilla y que nuevamente nos asedia la implacable, tranquila y triunfante prosa del mundo. Toda esa agitación ha sido incapaz de conjurarla por más de un solo día, y no ha tenido otra función que cubrir por algunas horas la inmensurable extensión de nuestra afasía, y de nuestra ineptitud para la comunidad. Una vez más, resurgimos solos, desesperados y hechos pedazos de este pandemonio de desfile. Pero sobre todo, resurgimos sordos de él. Pues son nuestras facultades auditivas las que en cada ocasión se van un poco; y está bien así, para aquellos que no quieren escuchar nada. El cataclismo de los decibeles, como el recurso a las drogas, sólo sirve para erosionar, entumecer, aletargar y devastar metódicamente todos los órganos de la percepción, para arrancarles toda la carne de la sensibilidad por medio de exfoliaciones sucesivas, para mitridatizarlos contra un mundo hecho de venenos. Y especialmente en lo que respecta a los sonidos esto es urgente, porque, si hacemos caso a Sade, “las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las más vivas”. Así, apenas salidos de la adolescencia, algunos de entre nosotros serán afectados por acúfenos, esos zumbidos estridentes en la oreja producidos por la oreja misma, que la hacen incapaz de escuchar el silencio, para siempre y hasta en la más lejana de las soledades. Y habrán conseguido entonces desembarazarse de la más física de las facultades metafísicas: la facultad de percibir la nada, y consecuentemente su nada. Más allá de este punto, el derrame del tiempo es sólo un proceso más o menos rápido de petrificación interior dentro de la dureza, el embrutecimiento y la muerte. Es así como llegamos incluso a disfrutar la violencia creciente que hace falta desplegar para conseguir emocionarnos un poco, y es en esto que somos absolutamente modernos, pues “el hombre moderno tiene los sentidos obtusos; está sometido a una trepidación perpetua; necesita estimulantes brutales, sonidos estridentes, bebidas infernales, emociones breves y bestiales” (Valéry). Así pues, vemos cómo esas noches están hechas a imagen de la resignación suicida de estos días: el rave es la forma más imponente de esa ociosidad de autocastigo, en la que cada persona comulga en la autodestrucción jubilosa de todos. Se comprende, a partir de aquí, que esto será un llamamiento a la deserción.
Toda la trágica verdad del raver queda resumida en esta sentencia: lo que busca, no lo encuentra, y lo que encuentra, no lo busca. Y así tiene que salpicarse el cerebro con las más lunáticas ilusiones, a fin de que nada le haga presentir el abismo que separa lo que él es de lo que él cree ser. En última instancia, cuenta con la droga para no morir por la verdad.
Lo que el raver persigue es en primer lugar un cierto romanticismo de la ilegalidad, una cierta aventura de la marginalidad. De hecho, se ha comprometido en la búsqueda desesperada de una exterioridad real a la organización total de la sociedad, de un lugar existente donde sus leyes estarían suspendidas, de un espacio donde pueda finalmente abandonarse a lo que él cree ser su libertad. Pero al igual que es esta sociedad quien dirige la necesidad de su revuelta fantoche, es esta sociedad quien proporciona, autoriza y agencia su propia exterioridad. Es aún la Ley quien decreta dónde y cuándo la Ley quedará suspendida. La interrupción del programa forma ella misma parte del programa. Esas free parties, que no son ni tan libres ni tan gratuitas, es la Prefectura quien, gratuitamente, las tolera, cuando no son los polis mismos quienes distribuyen los planes de acceso o, más agradablemente, auxilian las instalaciones del lodo, como sucedió recientemente en PH 4. Así pues, nada, en este ilusorio espacio de libertad, escapa a la dominación, la cual ha alcanzado innegablemente un notable nivel de sofisticación. Pero esta aberración del juicio en el raver sólo sería un cómico desatino si la realidad no fuera todo lo contrario de lo que él se imagina que es, si esta aparente exterioridad no fuera en realidad el lugar más íntimo de esta sociedad, si esta marginalidad artificial no formara, en su principio y casi invisiblemente, su corazón mismo. Pues el rave es hasta la fecha la metáfora más exacta que esta sociedad haya dado de sí misma. Tanto en uno como en otra, son muchedumbres de monigotes las que se agitan hasta el agotamiento dentro de un caos estéril, respondiendo mecánicamente a las conminaciones sonoras de un puñado de operadores invisibles y tecnófilos, que ellos creen a su servicio y que no creen nada; tanto en uno como en otra, es la igualdad absoluta de los átomos sociales que nada que sea orgánico agrega, sino la irreal y estruendosa cacofonía del mundo, que es obtenida por el sometimiento de las masas al programa; es, finalmente, tanto en uno como en otra, la mercancía y su universo alucinatorio lo que garantiza centralmente que se soportará la desecación generalizada de la afectividad, pues todas las mercancías son drogas. Si, contra toda evidencia, el raver manifiesta un apego tan demente a su obcecación, es debido a que tiene que mantener a toda costa la ilusión de una hostilidad resuelta del Poder, y del ensañamiento de la represión policial. De lo contrario, se vería obligado a abrir los ojos ante la espantosa novedad de las más recientes formas de la dominación, la cual ya no se encuentra en un afuera palpable, próximo y lejano, en la figura autoritaria de un amo tiránico, sino más bien en el corazón de todos los códigos sociales, incluso en las palabras, llevada por cada uno de nuestros gestos, por cada una de nuestras reflexiones. Sin embargo, si el raver abandonara por un instante sus quimeras, tendría sin duda que reconocer la esencia revolucionaria de su búsqueda. Porque la única exterioridad auténtica a esta sociedad es la conspiración política emprendida colectivamente bajo el designio de derribar y transfigurar la totalidad del mundo social, en dirección a una libertad sustancial. Es esto precisamente lo que la dominación ha percibido confusamente, de modo que nos flanquea con total regularidad con polis vestidos de civil.
Pero el raver persigue otra cosa, y es, por su participación tanto en la organización del rave como en el rave mismo, un cierto sentimiento de la comunidad. Todo, en su vida, traiciona la búsqueda de una comunidad perfecta e inmediata en la que los egos habrían cesado de levantarse entre los hombres como obstáculos. Y esto lo busca tan ciegamente que ha terminado por confundirlo con el fanatismo infernal de una búsqueda colectiva de despersonalización, en la que el estallido artificial y molecular de la individualidad a causa de los ácidos ha tomado el lugar de la elaboración intersubjetiva, y la negación exterior del yo a causa del pisoteo sádico de músicas maquínicas, la lenta abolición por cada uno de los límites de su singularidad. De confusión en confusión, el raver, que pretendía fugarse de la falsa comunidad de la mercancía y de la separación paranoica de los egos corporales y psíquicos, no encontrará otro medio para reducir su distancia con el Otro que reducirse él mismo a nada. Así, ciertamente, no tendrá ya ningún Otro, pero tampoco tendrá ya ningún Mismo. Se tendrá en el centro de sí mismo a lo largo del paisaje lunar de su desierto interior, el cual lo apresa, lo obsesiona y lo acorrala. Si persiste en este camino de aniquilamiento que se le ha indicado con plena consciencia para desviarlo del proyecto revolucionario de producir socialmente las condiciones de posibilidad de una comunidad auténtica, no hará más que volver aún más doloso cada destello de lucidez. Finalmente, tendrá que elegir abreviar sus sufrimientos de una u otra manera, por ejemplo mediante la ingestión regular de ketamina. El remedio, para él, no habrá resultado distinto de la enfermedad.
Y está aquí, en el fondo, el tercer objeto de su búsqueda: un cierto pathos de la autodestrucción. Pero así como lo que él destruye carece de valor, esta autodestrucción resulta ella misma insignificante. Si ésta es una forma de suicidio, entonces es irrisoria. Este acto, que fue en otro tiempo la afirmación más deslumbrante de la soberanía, ha quedado desposeído por este mundo de toda grandeza. No obstante, se le ha encontrado una función social: sirve a la dominación. Este tipo de distracciones es exactamente lo que la sociedad posindustrial exige para enterrar bajo colores deslumbrantes los signos más flagrantes de su descomposición, y es así como produce en serie el tipo de ectoplasmas descerebrados que actualmente requiere la hipnosis productiva. Tampoco sería falso ver en este ocio una forma de horas extraordinarias en las que los hombres se someten voluntariamente a los traumatismos que los hacen más resistentes al creciente endurecimiento del mundo y del trabajo. Pero a decir verdad, nosotros tampoco creemos en esta persecución desesperada y premeditada de la muerte. Cada persona, en el rave, se comporta simplemente a imagen de esta sociedad en su totalidad: se autodestruye en la más frenética inconsciencia, confiando la reparación de los desgastes a una hipotética tecnología futura, ignorando que la redención no está incluida entre las competencias de la técnica. Porque a final de cuentas, el raver es “el más despreciable de los hombres, aquel que no sabe ya despreciarse a sí mismo”, el último hombre que se asoma sobre la superficie de una tierra que se ha tornado exigua, que empequeñece todas las cosas, y cuya raza es más indestructible que la del pulgón. “Nosotros hemos inventado la felicidad”, dice él, y guiña el ojo. “Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.” Ciertamente, continúa trabajando, pero su trabajo no es la mayoría de las veces más que una distracción. Pero procura que la distracción no debilite. “Uno ya no se hace ni pobre ni rico: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene otros sentimientos marcha de su pleno grado a la casa de los locos. ‘En otro tiempo todo el mundo estaba loco’, dice él, y guiña el ojo.” (Nietzsche). Es prudente, de hecho, y no quiere estropearse el estómago. Hay hielo en su reír.
Por último, el raver está en busca de la Fiesta. Quiere con todas sus fuerzas escapar de la desesperante mediocridad de la cotidianidad alienante, tal como la planifica el capitalismo de organización. A su manera, está comprometido, al igual que tantos otros, en la persecución del tiempo realmente vivido, y de su desgarradora intensidad. Pero en el caos aparente de su baile sólo vemos el aburrimiento imperioso de vidas idénticas, e idénticamente inhabitadas. El tiempo del rave no es menos hueco y vacío que el resto de su tiempo, el cual siempre llena sólo imperfectamente una pasividad desencadenada y consumante. Y cuando se retuerce en él, es que la ausencia lo roe desde el interior. Pero no son fiestas, es verdad: son teufs [forma verlan de fêtes]. Es decir, una multitud aditiva de seres que se reúnen en lugares donde se tendrá la bondad de hacerlos callar. En ellas, sólo hay sombras de hombres que arriban para olvidar lo que quieren olvidar, fugitivos que creen que están a salvo en los pliegues y repliegues de sus pobres sensaciones sin discurso, estériles amotinadores de la felicidad química que se comunican tontamente en su hedonismo de supermercado. Y esto es así porque la Fiesta auténtica no es otra cosa que esa revolución que contiene en sí el Drama, y la consciencia soberana de un mundo invertido. Cuando la revolución es el ser en la cumbre del ser, el rave no es sino la nada en lo más profundo de la nada. Esta negación aparente del resto de su existencia no es en realidad sino el complemento a la medida que hace soportable esa existencia al raver: la abolición quimérica del tiempo y de la consciencia, de la individualidad y del mundo. Todo esto es meramente diarrea confitada para cerdos domesticados.
Nosotros aseguramos que la energía que el rave gasta como pura pérdida debe ser perdida de otro modo, y que en este asunto lo que tratamos es el final de un mundo. Muchas cosas acaban de ser dichas. Es urgente discutirlas.
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El 21 de mayo de 1998 a las 8:05 a.m., Kipland Kinkel, de 15 años, se introducía en la cafetería de su instituto ubicado en Springfield, Oregón, vestido con un abrigo beige y un sombrero, subía a una mesa de comedor y disparaba tranquilamente a la muchedumbre de sus pequeños camaradas, concentrados allí por una ceremonia. Éstos creyeron primero que se trataba de una broma, o una pequeña distracción ofrecida por un candidato en la campaña de los delegados de clase, y no reaccionaron. “Yo pensaba que era falso. Nunca había escuchado disparar una pistola. Estábamos como en una película”, señala Stephanie Quimbie de 16 años. En el momento en que aparecen los primeros chorros de sangre, los estudiantes salieron de su entorpecimiento para gritar, abalanzarse hacia la puerta en medio de los balazos y treparse sobre las mesas. No obstante, algunos, petrificados, no consiguieron moverse, permaneciendo allí, incrédulos, para observar fijamente a su verdugo, probablemente porque “él tenía el porte tranquilo de alguien que hace algo bien normal”, como lo reportará uno de ellos. Es sólo hasta el momento en que el joven se inclinaba hacia su bolsa para extraer una pistola 9 mm, después de que su fusil semiautomático se quedó sin municiones, que hizo finalmente impacto con la tierra por un alumno lleno de bravura. Tan sólo una hora después de los hechos, que provocaron dos muertos y veintitrés heridos, Kipland Kinkel se lanzaba, con un cuchillo en la mano, sobre el oficial que procedía a su interrogatorio; cuchillo que él había escondido en la comisaría y disimulado en una bolsa interior de su pantalón. Pero no provocó esta vez ninguna víctima, y fue inmediatamente dominado. Finalmente, no se tardó en descubrir, en la casa de su familia —donde el adolescente había dispuesto, para acoger a la policía, cinco bombas artesanales de las que sólo una explotó— los cadáveres de su padre y su madre. Aguardando su décimo sexto cumpleaños, el sospechoso fue colocado en aislamiento al interior de un centro de detención para menores. Y a causa de pulsiones suicidas, todo objeto sólido fue alejado de su alcance, una cámara lo vigila continuamente, un informe acerca de su comportamiento es redactado cada cuarto de hora y únicamente le son proporcionadas ropas de papel.
Hasta la fecha, ningún elemento ha permitido elucidar la razón de este gesto. “El drama tropieza nuevamente con la investigación de explicaciones.” (Libération, 23-24 de mayo de 1998) Sus profesores consideraban a Kipland Kinkel “un estudiante estadounidense como los demás”, y el director de la escuela asegura por su cuenta que “no daba, visto desde el exterior, ninguna señal”. En cuanto a los padres del asesino, han sido unánimemente alabados por sus allegados como unos padres modelo, los cuales siempre se encargaban de que al menos uno de ellos estuviera en casa cuando su hijo se encontrara en ella, a fin de no dejarlo solo, desplegando la mayor imaginación para dar con cualquier cosa que mordiera su interés. “Sus amigos describían a los esposos Kinkel como pacientes y estrictos, devotos y amantes, atentos y entusiastas.” (Chicago Tribune, 25 de mayo de 1998) Al igual que su marido Bill, Faith Kinkel daba clases de castellano en la universidad vecina. Apasionada de su oficio, radiante y dinámica, era apreciada tanto por sus colegas como por sus alumnos. “La violencia era lo contrario de su enfoque de vida. Promovía la comprensión mutua entre las culturas a través de la educación, la comunicación y los viajes.” (Scripps Howard News Service, 26 de mayo de 1998) “El padre de Kip, tenista distinguido, había intentado implicar a su hijo en el deporte, pero éste nunca se enganchó. Era un solitario, un niño tímido, endeble y apagado que se hacía el payaso en clase para hacerse notar.” (Chicago Tribune, 25 de mayo de 1998) Ya que es ciertamente preciso reconocer que Kipland Kinkel era realmente un niño problema. No sólo porque “rechazaba toda especie de autoridad”, como lo explica Berry Kessinger, amigo y compañero de tenis de Bill Kinkel, sino sobre todo a causa de esa inexplicable fascinación por la destrucción, que le llegaba de no se sabe dónde y que no había dejado de consolidarse en él, a pesar de su tratamiento de Prozac. Así como lo confirma su amigo Aaron Keeney de 14 años, quien “se había alejado recientemente de él debido a que comenzaba a cometer actos extraños” (Associated Press, 22 de mayo de 1998), parece perfectamente que Kipland Kinkel había tenido también un lado sombrío. Sobre este punto disponemos de índices convergentes: “Se vestía de noche, se jactaba de haber descuartizado a su gato e hizo estallar una vaca. Solía colocar pequeñas bombas en buzones, se divertía arrojando adoquines sobre los coches desde lo alto de los puentes. Incluso la noche anterior había rodeado con papel higiénico la casa de los vecinos… Sus camaradas lo habían elegido como el estudiante ‘más susceptible de desencadenar la tercera guerra mundial’.” (Le Monde, 26 de mayo de 1998) Dos de sus condiscípulos, Walter Fix y Shawn Davidson, informan incluso que él les habría mostrado cierto día una lista negra de sus enemigos, que conservaba en una carpeta en el fondo de su pupitre. Así, cuando fue su turno, el trimestre precedente a los hechos, en curso de literatura, de leer un extracto de su diario personal, subía al estrado y, con un tono pausado, dio a conocer la clase su proyecto de “matar a todo el mundo”. “Todos nos echamos a reír, porque creíamos que bromeaba”, recuerda Jeffrey Anderson de 15 años. Es durante el mismo trimestre, además, que había hecho, en curso de castellano esta vez, una exposición con un registro y una seriedad destacables sobre el modo de fabricación de una bomba artesanal, ilustrándola incluso con un esquema de su mano en que se veía el aparato explosivo unido a un reloj. “En clase, pasaba la mayor parte de su tiempo hablando de armas y haciendo explotar todo”, cuenta Sarah Keeler de 18 años, su vecina. “Así, él te decía que quería matar cualquier cosa. Creo que amaba el sentimiento de matar cualquier cosa. Estaba obsesionado por las armas, las bombas y la anarquía”, comenta su amigo Jeff Anderson, a quien había ofrecido, durante la fiesta de sus 15 años, una herramienta para robar coches antes de pintar “kill” con crema chantillí en la alameda que llevaba a su casa (bromas que fueron poco apreciadas por la madre de este chico, debido a que le prohibió volver a su casa). La víspera de la matanza, Kipland Kinkel había sido expulsado del instituto por haber introducido en él un arma de fuego. Su padre contactó en ese momento a la Guardia Nacional de Oregón para pedirles alistar a su hijo en sus secciones juveniles.
Como esto se entiende por sí mismo, la misteriosa multiplicación de masacres sin motivo perpetradas por niños —con Kipland Kinkel era tan sólo para los Estados Unidos la quinta en un año, a tal punto que la matanza escolar ha adquirido un verdadero carácter de ritual, viniendo así a competir con la profesión de cartero que es tan reputada, del otro lado del Atlántico, por ese género de tragedias que ha dado lugar al término genérico que sirve ahora para designarlas (“going postal”)— no ha dejado de provocar un gran número de debates que se distinguen por su aspecto siempre fundamental: ¿Hace falta prohibir la portación de armas? ¿Debe reducirse aún más la edad de la responsabilidad penal? ¿Y de la pena de muerte? “¿Hemos entrado a una nueva cultura de la violencia en la que los niños no consiguen ya distinguir entre la realidad y la ficción? […] ¿Por qué somos tan reticentes a reconocer la evidencia cada vez más abrupta de que, cuando los niños matan, es la mayor de las veces consecuencia de un disfuncionamiento cerebral?” (ABC News, 9 de septiembre de 1998) ¿Cómo, en estas condiciones, no tener miedo de nuestros propios hijos? ¿Debemos cerrar con llave la puerta de nuestra habitación para acostarnos antes de dormir? ¿Qué indicios permiten a los padres detectar en su hijo a un asesino nato? ¿Qué les queda por hacer cuando los neurolépticos y las técnicas behavioristas no son ya suficientes? ¿Hace falta enjaularlos, o inyectarlos?
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Incapaces de permitir que se alegre por más tiempo la inepta habladuría de los ideólogos de la próxima modernización del capitalismo, los negristas, los metafísicos-críticos procedían, el 15 de junio de 1998, al sabotaje de su seminario mensual. Por “negristas” nosotros no entendemos aquí ese puñado de embrutecidos que vienen a París a escuchar a los intérpretes titulares de las prosopopeyas del maestro encarcelado, ni siquiera aquellos que se dicen más generalmente próximos al “pensamiento” de Toni Negri. Nosotros designamos aquí por “negrismo” a toda la nebulosa pseudo-izquierdista, post-operaísta y para-autónoma de aquellos que quieren creer —debido a que han envejecido y a que ocupan actualmente una posición un poco envidiada en el interior de la sociedad— que el capitalismo es aún revolucionario, y que les basta, en consecuencia, con ganarse bien su vida de empleado, de militante comunitario o de artista para hacer avanzar la causa comunista. Por lo demás, es en esta manera que tiene de conservar, hasta en la humillación más ordinaria y chapado en el fondo de la más notoria servidumbre, la conciencia heroica de “cabalgar el dragón” —la expresión es suya— que se reconoce al negrista. Es así que jamás se olvidará de autorizar su nulidad personal con Spinoza, Leopardi, Deleuze, Marx —el más plano de los Marx, entiéndase—, Foucault —del que sólo retiene lo que le es más accesible, y que ya no es capaz de comprender—, el Gorz de la senilidad, o bien con un hediondo situacionismo. Es bastante cierto que si descubrieran la existencia del concepto de “contradicción”, los negristas tendrían que abandonar su única ambición, que es la de criticar el capitalismo sin criticar sus categorías. Pero tal eventualidad no es de temer entre esos babosos que no pueden defenderse de una profunda fascinación por la facultad de subsunción de la mercancía — y nada emociona tanto al negrista como la “parábola de Apple”, porque ella muestra que algunas personas como él, los izquierdistas, los parásitos astutos, pueden hacerse multimillonarios, e incluso radicar en el consejo de administración de una multinacional, sin renunciar nunca a dárselas de revolucionario y campeón de la libertad. Si es permitido, en tales casos, hablar de teoría, ésta se limita a descubrir las mutaciones contemporáneas del modo de producción capitalista, todo esto mientras evacúa con religión hasta el último trazo de lo negativo. Es así como el negrista puede disertar jornadas completas sobre el “valor-afecto”, el “trabajo libre”, los “precarios hipsters”, el “empresario biopolítico inflacionista”, el “capital subjetivo”, los “cerebros-máquina”, la “ciberresistencia”, el “salario de existencia” o la “puesta en trabajo de los afectos”, y todo esto sin la más ligera ironía. El tomar partido a favor de la unilateralidad determina en el negrista una forma de discurso bastante reconocible, el cual es supuesto para compensar en lo cómico la frustración de realidad a la que le condena el rechazo de tomar en consideración lo negativo. No es raro encontrar en Negri mismo algunos ejemplos de ese galimatías denso y pedante de universitario logorreico, del que Deleuze y Guattari han dejado de entre todos los ejemplos más imperecederos. Pudimos así leer de su pluma, en el número 42 —¡ya!— de Futur Antérieur, fulgores tales como “la expansión en todas direcciones del afecto exhibe, por así decir, el momento que transvalora su concepto hasta sostener el choque de lo posmoderno”. ¡Lo que hay que ver! En cuanto a su utopía —pues estas personas son unos utopistas, ¡unos utopistas del capital!— aguarda la mejor esperanza de que cuando el mundo se haya vuelto, bajo todos sus aspectos, un gigantesco supermercado, ya no habrá más cajas. Es esta aspiración a una especie de comunismo de la mercancía lo que permite a los negristas aplaudir en coro, con todas las otras razas de cabrones, a cada nuevo progreso del capitalismo, todo esto mientras se reservan el derecho soberano de guiñar el ojo. La “ideología Benetton” ofrece un ejemplo espontáneamente repugnante de esta manera de librarse los pies y manos atados al orden de las cosas existente que toma todavía aires de inteligencia. A pesar de todos nuestros esfuerzos en este sentido, nada nos ha permitido desenredar, dentro de tantas aberraciones, la parte de ingenuidad y la parte de oportunismo. A menos que no se tratara de simple y llana estupidez. Como prueba, en efecto parece que los negristas son incapaces de concebir que uno no aspira solamente a vivir en un mundo sin cajas, sino también sin mercancías.
Ante el progreso del negrismo difundido en los medios pseudocontestatarios —especialmente en el seno de AC!—, y el próximo lanzamiento de la revista negrista de meteorología Alice, los metafísicos-críticos decidieron dar a conocer a estas larvas la suerte que aquéllos les reservaban. Un poema a cuatro voces fue entonces grabado en el que unas muy bonitas letrías, tales como un extasiado “trililí”, acompañaban el alarido de los conceptos-fetiche de nuestros hidrocéfalos, todo esto con el fondo de una voz que parloteaba como negrista. Nadie se sorprenderá de que nuestros feroces revolucionarios se reunían en la Residencia de los Estudiantes Protestantes —sin muchos cambios, definitivamente— de París, en el bello medio de un barrio notoriamente rojo, el VI distrito. Al llegar encontramos a un pequeño arribista de la susodicha revista entreteniéndolos con su defecación. Estos espectros de la teoría resultaron dignos de sí mismos en la práctica, puesto que no consiguieron ni ponerse de acuerdo para impedirnos acceder al equipo de sonido ni responder a nuestras injurias, y para terminar se dejaron paralizar por la voz de fundición enrojecida del camarada Raguet. Y así nos correspondió la insigne carga de constatar el deceso del grupúsculo negrista originario. Nos encargaremos de avisar a las familias de las víctimas.
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«Los psiquiatras no han encontrado nada que pueda explicar el gesto de Alain, joven de 23 años: el Día del Padre, abatió fríamente al suyo y disparó a su madre.
Marius Oreiller de 51 años, empleado modelo de la SNCF, nunca vio quién lo mató, el domingo 18 de junio de 1995, Día del Padre. Y el único regalo que recibió de su único hijo fue una bala de 8 mm en su nuca, disparada a quemarropa.
Alain Oreiller cuenta hoy con 25 años. Pero no le gusta hablar sobre “esa historia”. Al presidente de la corte penal de Créteil que se lo rogó, responde con una voz lánguida: “He repetido cincuenta veces la misma historia, tanto a los policías como a los juzgados. Es algo del pasado, ¡contarlo no hará volver a nadie!” Pero el presidente Yves Corneloup insiste. Visiblemente exasperado, el joven consiente a soltar un corto relato, que acompaña con un rictus de desprecio: “Había tomado ese día una píldora de éxtasis en casa de unos amigos y no había dormido mucho. Mi padre me despertó. No discutimos, nada especial. Llegué detrás de él, él veía la televisión, no me escuchó llegar. Disparé. Y luego mi padre había muerto, eso es todo.” Yves Corneloup se enfada: “Tu padre no ha muerto, ¡tú lo has matado!
—Sí, es lo mismo.
—¡No, para nada es lo mismo!
—Bueno, sí, he matado a mi padre, ¡eso es todo!”
Entonces Françoise, la madre sobreviviente, sube a relatar el desencadenamiento de odio y de violencia de su hijo.
Lo hace con una voz sin titubeos, ni rencor, ni cólera. Sólo con una inmensa tristeza.
“Alrededor de la 1 de la tarde, Marius y yo habíamos terminado de preparar la comida. Mi esposo fue a despertar a Alain que dormía todavía en su cuarto.” En esta época, esos despertares a cualquier hora constituyen un tema cotidiano de discordia. Al igual que el rechazo de Alain a trabajar. La noche anterior el chico confiaba a unos de sus amigos: ”Estoy harto, mis padres no dejan de molestar con el trabajo.” Pero, como ese 18 de junio era un día de fiesta, la pareja se abstiene de toda reflexión. En su pequeña sala atestada de muebles rústicos, Marius y Françoise abren incluso una botella de champaña. Cuando Alain entra en la habitación, descubre a sus padres sentados, con una copa a la mano. “Ah, es verdad, es el Día del Padre. ¡Buen día papá!”, soltaba. El padre le propone brindar también. Alain rechaza, se levanta, está en ayunas. Como toda la familia está presente, Françoise invita a Marius y Alain a pasar al comedor, y se dirige a la cocina a buscar los caracoles. “Cuando volví, Alain blandió un revólver en mi dirección, creí que se trataba de un juego. Luego de esto vi a mi marido desplomado sobre la mesa, la cabeza con sangre inclinada sobre la mesita rodante de servicio. Me precipité hacia él, no comprendía realmente nada. Entonces, Alain me dio un golpe de culata en la cara y caí. Yo le pregunté: ‘Hijo mío, ¿qué estás haciendo?’”
La respuesta la paraliza de miedo: “Ya no hay ningún hijo. Tú vas a agonizar, ¡yo ya no cometo nada bajo sentimientos!”
Después de esto Alain Oreiller dispara a su madre. Pero el arma, una pistola de granallas traficada, rehúsa funcionar. Aprieta el gatillo una decena de veces, sin resultado. Abre el barrilete, apunta de nuevo. “Coloqué la mano — frente a mis ojos y después un tiro fue soltado. Todo se volvió negro, sentía que moriría y estaba llena de rabia porque no podía ayudar a mi marido.” La bala que acaba de tirar Alain atraviesa la mano de su madre antes de alojarse en el hueso frontal. Cuando ella abrió los ojos, Alain había puesto música y se sirvió una copa de Veuve Clicquot. “Las cosas van a cambiar. ¡A partir de ahora yo soy el patrón!” Françoise intenta ponerse de pie. “Yo pensaba que estaba soñando. Pero él me dijo: ‘¿Qué? ¿Quieres otra?’, y tiró nuevamente.” Esa bala únicamente rozó a Françoise. Entonces Alain se levantó, con las manos en los bolsillos y el torso encorvado: “Tú comprendes, yo quiero una chica, ¡así que tú vas a ser mi chica!”
Una vez hecha esta declaración, Alain salió, dando a su madre por muerta. Durante dos días vaga en la zona de Vitry-sur-Seine, luego baja al bosque de Vinceness; “Pensaba encontrarme una prostituta”. Algunos pasos adelante será arrestado por la policía. Ni los dos días llenos de debates ni los informes de los expertos fueron capaces de comprender el gesto de Alain Oreiller. Los psiquiatras han hablado bastante de Edipo, pero ninguno ha podido explicar el paso al acto. “Un enigma”, ha reconocido uno de ellos, mientras que otro evocaba a un niño “demasiado mimado”, un clima “sofocante”, un ambiente “estrecho”, una educación “autoritaria”. Al igual que Marius el ferroviario, Françoise, hija de un policía, contadora en la misma empresa desde 1972, soñaba con un hijo que compartiera la misma fe por sus valores fundamentales: la honestidad y el trabajo. Pero ya entonces, Alain, “el hijo adorable y muy bien educado”, miraba con envidia desde su ventana a sus compañeros jugar en el patio, abajo del inmueble. “Yo tenía bastantes juguetes, pero siempre permanecía encerrado.”
Más tarde, a pesar de las escuelas privadas, la moto y el coche nuevo ofrecidos por su madre, Alain el adolescente salió de tales rieles demasiado rectos. “A los 9 años tenía el sueño de que, sin mis padres, iría a conquistar el mundo”, escribe en un texto de la adolescencia. Salvo que nunca tendrá el coraje suficiente para abandonar el práctico capullo familiar. ¿Acepta presentar un examen para ser conductor del sistema de trenes nacional? Es recibido de entre 500 candidatos. “¡Estábamos en el paraíso!”, dice Françoise. Sin embargo, trabajo y autoridad no son sino “trucos complicados”. Al cabo de cinco días de entrenamiento, abandona. Y el drama ocurrió poco tiempo después. Desde hace tres años, Françoise realiza visitas en la prisión cada dos meses. Le aporta dinero y ropa. Comenzó sus visitas desde que pudo desplazarse nuevamente. “No puedo ni siquiera abandonarlo, sigue siendo mi hijo”, explica a la corte. Madre e hijo se escriben largas cartas. Las de Françoise cuentan con una gran belleza, son simples y desgarradoras. Intenta explicarle, sin el menor énfasis, su calvario, cómo su marido, el hombre que ella amaba, le hace falta. Ella querría que Alain comprendiera que sigue y seguirá siendo siempre el hijo del padre que mató. Alain responde que piensa que, cuando sea libre, volverá a vivir con ella, en el pequeño apartamento de Vitry-sur-Seine. “No es necesario que nos separemos, somos una familia.” Françoise tiembla de miedo con esta idea. Cuando Maurice Papon fue liberado, al comienzo del proceso de Burdeos, enloquecida telefoneó inmediatamente a su abogado: “¿Alain corre el riesgo de recibir el mismo trato?”
Sin embargo, los tres psiquiatras están de acuerdo en este punto: no han encontrado ningún trazo de enfermedad mental en Alain Oreiller. Ni siquiera la menor sospecha de “episodio psicótico” en el momento de los hechos. Uno de ellos enunció, porque le hacía falta encontrar algo, “el estado hipnopómpico” del acusado, o en otros términos, una “vigilia incompleta en estado crepuscular”, lo cual recibió únicamente un escepticismo pulido de los magistrados.
El 1° de junio, la abogada general Marie-Dominique Trabet solicitó veinte años de reclusión para este “pequeño obstinado muy egocéntrico, este gran narcisista que no soporta que se le resista”. Los jurados la siguieron, después de tres horas de debate.» (Libération, jueves 18 de junio de 1998)
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El 19 de junio de 1998, un puñado de metafísicos-críticos humillaba públicamente al “joven y burbujeante Laurent Gutmann”, quien se había atrevido a transformar, por medio de su puesta en escena complaciente, la obra maestra metafísica de Calderón La vida es sueño en comedia hipster de bulevar. El hecho de que su pigmalión llegó a ser corregido y de que él y sus semejantes fueron advertidos de que un día serían colgados “por falta de profundidad”, no impidió al actor principal de esta bufonada darnos la razón y reconocer que se había dejado engañar. Las putas de todos los sexos que parloteaban allí —perteneciendo la mayor parte al “medio cultural”— hicieron en esta ocasión, por primera vez en sus vidas, la experiencia del silencio verdadero. Y es mejor que se tranquilicen, pues otras ocasiones les serán provistas.
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El domingo 12 de julio, al margen de la Cumbre Internacional de los Metafísicos-Críticos en Arcachón (CIMCA), la moción aprobada fue “politizar la playa”. Frente a este propósito era así elaborada una manta, en la cual se podía leer “Ustedes van a morir — y sus pobres vacaciones no pueden hacer nada al respecto”. En la tarde del mismo día, a la hora de mayor afluencia, los metafísicos-críticos desfilaron algunos cientos de metros, a lo largo de la playa llamada “Pereire”, detrás de la manta ya mencionada. Si el sol puede ser ahora, gracias a los progresos de la industria óptica, algo que podemos enfrentar, parece bien que ése no es siempre el caso con la muerte, de acuerdo con lo que pudimos establecer a partir de las reacciones de los bañistas. La operación fue un completo éxito, pues despertó toda la insospechable inquietud que yace en lo profundo de las carnes balnearias. Un primer veraneante vino así a preguntarnos “por qué” iba a morir, mientras que otro más venía a informarse con nosotros para saber “de qué” iba a morir. Un tercero, ciertamente más familiarizado con los consultorios de videntes que con el primer Heidegger, intentó incluso que le dijéramos “cuándo” iría a morir. Un último, evidentemente entregado a la ilusión de que nosotros seríamos sus semejantes, empujó su clarividencia hasta advertir: “Ah, ¡ustedes son positivos, no cabe duda, en la vida!” A pesar de todo, el niño de ocho años que respondía a su hermano menor traumatizado por esta singular manifestación “¡olvídalo, están locos!”, o el viejo pescador barbudo que interrogaba con una voz muy alta y un acento gascón conscientemente exagerado “Eh, ¿crees que ellos sean de por aquí?”, daban al menos testimonio de un menor grado de negligencia.
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“Los casos de envenenamientos se multiplican en Japón TOKIO. Un japonés de cincuenta y ocho años murió, el lunes 31 de agosto, después de haber bebido el mismo día una lata de té que contenía veneno, indicó el jueves 3 de septiembre un portavoz de la policía. Este deceso indica así que los casos de envenenamientos se multiplican en Japón. Este martes el gerente de un supermercado de Suzuka, en el centro del país, escupió, por su sabor amargo, el té enlatado en que posteriormente la policía encontró trazos de cianuro. Este miércoles, un chofer de taxi fue ahora quien bebió de una lata que contenía un pesticida en Koryo (oeste). Cuatro personas fallecieron en julio luego de comer un platillo con curry que tenía arsénico, y, a finales de agosto, un desconocido envió por el correo algunas botellas de desinfectante a veintitrés adolescentes de una escuela, presentándolas como un producto adelgazante.” (Le Monde, viernes 3 de septiembre de 1998)
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Ante el espectáculo de tantas amargas calumnias, de tantas previsibles maquinaciones, de tantos malentendidos cultivados deliberadamente, nos ha parecido necesario el hacer pública la primera crítica honesta de la impostura bourdivina. La ocasión nos fue dada cuando uno de los metafísicos-críticos fue invitado, con un desprecio casi total, a intervenir en el congreso Marx Internacional II que trataba el tema completamente impertinente de “atreverse a investigar de manera crítica”. Evidentemente, él no habría consentido jamás a tan grotesco compromiso —todo el mundo conoce el papel que toma el Partido Comunista en la organización de este género de bufonadas—, si el resto de los guiñoles invitados a pontificar allí en su compañía no hubieran sido dos redactores de El “diciembre” de los intelectuales franceses, publicado en la colección Liber-Raisons d’agir, bajo el ojo protuberante del venerado Bourdieu. La decisión tomada fue entonces a favor de que aceptara la invitación para el jueves 1° de octubre de 1998, en las instalaciones de la universidad de Nanterre, edificio L, a las 14 horas, pero el tema de la ponencia no estaba precisado. Cuando llegó el día, un asalto de cortesía permitió al metafísico-crítico que dejara primero a los dos lúgubres doctores en sociología enumerar sus quejas cifradas hacia la Universidad, que trata tan desdeñosamente a los “investigadores críticos” y, paralelamente, frena los progresos de la Ciencia Sociológica, cuya objetividad marmórea se halla sacrificada en un escándalo puro a fútiles “lógicas políticas”, etc. Luego, cuando su turno llegó, entregó, luego de tantas consternantes trivialidades, su contribución al debate. Ésta comenzaba así: “Hay que situar dentro de la masa de las manifestaciones más singulares de la figura actual de la dominación el hecho de que, bajo los auspicios de un partido en el poder, un puñado de asalariados del Estado se reúnan públicamente en torno a la sana preocupación de ‘atreverse a investigar de manera crítica’. En otros tiempos, esto habría podido pasar como una provocación, o por lo menos como algo ingenioso, pero desde entonces la dominación se ha adjudicado efectivamente el monopolio de la crítica, es decir, el derecho imprescriptible de denunciar sus defectos y de “ponerse en crisis”; porque la crisis es precisamente el estado permanente de emergencia que necesita para forzar el asentimiento general a la multiplicación de sus dictados. Actualmente es considerado una manifestación de la peor grosería el no solicitar a una organización social carcomida su autorización para demolerla. Pero la insolencia extrema con la que esta sociedad habla de sus vicios no es para nada señal de su omnipotencia, sino que corresponde más bien a la fase final de su descomposición”. Uno de los primeros parágrafos establecía el acta de defunción de la Universidad: “Que el derecho de criticar sea un privilegio que sólo cae bien a los poderosos, es algo tan cierto en la Universidad como lo es en el resto de esta sociedad. Pero aquí resulta un escándalo que importa poco. No es menos absurdo el querer reformar la Universidad que el pretender destruirla […] porque no hay, en el seno del nihilismo, ninguna enseñanza verdadera, ni siquiera técnica en última instancia, que siga siendo posible.” Se concluía así: “Con todo, la ruina de la Universidad y la desaparición del sujeto estudiante no son más que detalles ínfimos en el seno de un proceso mucho más colosal: me refiero a la descomposición de la sociedad mercantil.” Un segundo parágrafo daba, a partir de rasgos bastante reconocibles, un análisis de la función de Bourdieu y sus semejantes en la economía del desastre: “Hay que estimar a partir de proporciones exactamente inversas el rol del intelectual en el seno de este movimiento, movimiento que la dominación trata de congelar. Nadie podría exagerar la importancia estratégica que el intelectual tiene aquí, y esto es, singularmente, aún más verdad cuando es un crítico. El intelectual tiene ciertamente una función social represiva, por esencia. Nosotros convenimos fácilmente que, en la medida en que haya intelectuales, es decir, en la medida en que el cuestionamiento, el pensamiento y el conocimiento sean concebidos como actividades especializadas y no genéricas del hombre, no habrá inteligencia en ninguna parte. […] Y cuando finalmente la supervivencia artificial de un orden malo y caducado está completamente despojada de su capacidad para volver invisible su gangrena, es decir, para conservar en una realidad nueva la apariencia de la vieja, el intelectual acaba por tener, incluso en su impotencia que consiente, un poder que muchos ya le envidian, y es así como se inscriben en un doctorado de sociología. La monstruosa inflación mediática tiene que ser idénticamente incorporada en la necesidad absoluta de mantener, más allá de la refutación que le impone la experiencia cotidiana, el modo de develamiento mercantil y todas las categorías que dirige: la utilidad, el trabajo, la propiedad, el valor, el intercambio, el interés, etc. Todos estos conceptos remendados que se han vuelto tan manifiestamente impropios para captar todo aquello que sea a partir de ahora vivido por cualquiera, que no hacen más que volverlo ininteligible, deben ser, cueste lo que cueste, mantenidos, conservados y reciclados por los intelectuales, naturalmente al precio de una terminología cada vez más aberrante, que conduce a los más escrupulosos a hablar, por ejemplo, de ‘cálculo de desinterés’; lo que ciertamente no es poco.” […] “El intelectual crítico asegura la producción calibrada de la buena conciencia. También lo vemos periódicamente recordar, mediante su simple existencia verbosa, la necesidad del análisis científico, de la reforma razonable de todo, y el imperativo categórico del diálogo, es decir, el deber que es asignado a cada persona de expresarse en el único lenguaje que la dominación entiende: el suyo. De ninguna manera resulta paradójico que el intelectual crítico sea el aliado objetivo más útil para la dominación justo donde él es, precisamente, el más crítico, pues es atacando el ‘periodismo de mercado’ como mantiene de la manera más eficaz la ilusión de que podría existir un buen periodista, y estigmatizando la ‘nobleza de Estado’ aquella de que es posible hablar del Estado sin tener que pensar inmediatamente en la ecuación de todo avasallamiento. […] Incluso cuando no hay otra crítica verdadera en el ‘universo del discurso cerrado’ que la crítica práctica, que la violencia más nuda, incluso cuando ya no puede ser cuestión de otra cosa que de una hostilidad y una extrañeza absolutas hacia el mundo de la mercancía, el intelectual crítico hace valer sus taciturnas consideraciones sobre la dominación simbólica. Y es en este punto que infaliblemente se une a esta sociedad: en el ensañamiento que dedica para evacuar lo Indecible de lo políticamente decible. Ya que lo Infinito no pertenece a su campo de estudio, que comprende únicamente lo determinado. De acuerdo con él, no existe. Y habiendo dicho esto, considera haberlo dicho todo. La angustia, la pasión, el sufrimiento, la libertad, la destrucción y, más generalmente, todas las manifestaciones de la negatividad humana, están en la masa de esas cosas que se esmera conscienzudamente en rechazar hacia las puertas de la Publicidad. Al igual que los dominadores de Jünger, las ciencias sociales ‘viven siempre con la terrorífica idea de que pudieran escaparse del miedo no sólo personas aisladas, sino masas completas: esto significaría su caída definitiva. Aquí reside también la verdadera razón para su irritación contra toda doctrina de trascendencia. Aquí dormita el máximo peligro: que el hombre pierda el miedo’. Hay regiones en la Universidad en las que la sola palabra de metafísica es perseguida como una herejía. Y así, las ciencias sociales se esmeran asiduamente en mantener al hombre en el horizonte quebrado de su finitud, de su entendimiento separado, de sus restos mortales y de sus miserables limitaciones. ‘Es imposible imaginar una institución cuya simple preservación pueda representar algún valor’, escribía Lukács, pero es esta sociedad en su conjunto la que ya no puede vanagloriarse de ningún otro título que el simple hecho de existir, quizá con la excepción de su vocación a ser descrita en todas sus perversiones. Su nada apela, cada día de manera más clara, a su destrucción. Es por esto que el investigador crítico tiene que investigar, porque aquello que es necesario criticar, en el sentido de pulverizar, es de una evidencia tan irrefutable que indudablemente hacen falta muchos años de estudio para aprender a no verla.” Hasta este punto, el auditorio sólo había reaccionado al contenido de la intervención y a su tono un tanto marcial, con una extrema tensión atmosférica; después de todo, existían pocas posibilidades de que un único futuro metafísico-crítico se encontrara extraviado entre tantos cerebros tan prestos a la indulgencia en relación al Partido Comunista Francés. Pero fue el final de la lectura lo que llevó esta tensión a su cúspide, señalada en algunos con una risita histérica-hipante muy reconocible. Y de hecho, la conclusión del texto no podía dejar que rondaran muchas dudas acerca de nuestras intenciones: “Pero por ahora, la crítica sólo ha conseguido doctores en sociología, y tanto en un campo como en otro, todo el mundo concuerda en dejarlos morir de hambre en medio de las ubres caídas de su Ciencia. Pues son poetas y teólogos lo que la crítica necesita de ahora en adelante, y no funcionarios concienzudos de la inteligencia social. […] No tiene un enemigo más inmediato que ese sociólogo pleno de razón que trabaja para hacer familiar lo inquietante, con toda la increíble paciencia de la que la mediocridad puede hacerse capaz. Y es así como nos es preciso abandonar al investigador crítico a sus miserables lamentaciones acerca de la precariedad de su estatuto, y la escasez de los medios que el adversario le asigna para disertar acerca de él. Todos aquellos que no pueden decidirse a abandonar el navío cuando éste se hunde ya tan visiblemente, con motivo de que estiman más sus carreras dentro del hundimiento que la libertad peligrosa del partisano, atan su destino a un mundo que se macha. Su pobre indignación argumentada sólo suscita el desprecio por doquier. Nadie está dispuesto a seguirlos, y nadie está dispuesto a amarlos. Porque ellos critican la dominación en los términos que ella misma no detesta emplear, es incluso posible que terminen en el mismo pelotón de ejecución que aquellos de los que fueron hasta el final sus cómplices criticones. Pase lo que pase, ya no están a la altura de los tiempos. La sociología ha muerto. No tendremos ningún buen recuerdo de ella.” Finalmente era recordado como codicilo que “a pesar de lo que uno podría concluir de manera apresurada de las actas de este congreso, Marx fue el hombre que escribió que ‘para asegurar el perdón de sus pecados, la humanidad sólo tiene que reconocerlos como tales’”. Devuelto a su nada originaria, e incapaz de citar para su defensa ningún libro del maestro, ni nada de su propia colección —nosotros no esperamos ninguna expresión del resentimiento del drolático Bourdieu hacia la Metafísica-Crítica antes del 2002—, el más doctor en sociología de los dos doctores en sociología quiso creer que se trataba de “una broma”. Pero tuvo que darse cuenta rápidamente de que ciertamente no era una broma, en el momento en que la sala, habiendo aplaudido nerviosamente a la intervención, lo atacó sin la menor consideración. Una cruel ironía quiso que él fuera un confusionista posmarxista hablando bajo perfusión de Monde diplomatique, y fue obligado por la virulencia de su cargo a vaciar los lugares antes del final de la conferencia. Acabada la lectura de su texto, el metafísico-crítico permaneció, mientras tanto, silencioso.
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La ilusión no sólo forma parte de todas aquellas cosas de las que procuramos cotidianamente protegernos, también se incluye entre las marcas con las que reconocemos a aquellos que nos es preciso aniquilar. No por capricho, menos aún por una delegación expresa del Weltgeist, sino simplemente porque la ilusión se hace cómplice de todo, y porque no estamos dispuestos a perdonar a esta sociedad una sola de sus cobardías. Si existe un “medio” que, entre todos, se ha otorgado de manera más particular el cargo de conserje oficial de todas las ilusiones, incluso también de la ilusión en cuanto tal, ése es ciertamente el infame, sofocante y mefítico “medio cultural”. Por lo demás, podemos prever que en los años por venir la dominación tendrá que autorizar más y más a los ucases del “arte”, a los cuales ella ya es incapaz de decorar con alguna referencia a la verdad sin hacer el ridículo. Ésta es una salida que tenemos urgentemente que minar, antes de que ella se enganche a ella demasiado cómodamente. Si se trata de una de las más condenables indiferencias que uno puede legítimamente alimentar hacia la actual producción de mercancías culturales, ésta no sigue siendo menos uno de los mayores peligros, y el enemigo el más solapado tras sus aires de insignificancia.
Por repugnante y profundamente absurda que pueda ahora parecer la idea de otorgar tan sólo un segundo de atención al caso de un hombre que sigue pretendiendo aportar algo en “el arte”, e incluso en la “literatura”, a los metafísicos-críticos les pareció inadmisible dejar que subsistiera cualquier equívoco con respecto del fabricante de copias para-budista Michel Houellebecq. Ciertamente, este engendro definitivo no carece de títulos especiales para nuestra enemistad; que figure como uno de los primeros ejemplares del perfecto Bloom al reivindicarse públicamente como tal, y esto más allá de todo amor a sí mismo, habría podido ya valerle un buen lugar en nuestra lista negra. A esto también contribuye, por otra parte, el empleo recurrente, en su meato bucal putrefacto, del adjetivo “metafísico”, cuando sin embargo es únicamente un sinónimo inusitado de “profundo” o “espiritual”, términos ambos que formulan un excelente argumento comercial en el mercado del consumo new age. Pero la experiencia nos ha enseñado de manera suficiente cuán vano resulta el querer combatir gusanos, que a lo sumo es posible aplastar. Por eso, no guardamos ninguna queja en particular contra la persona de Michel Houellebecq, ya que no existe tal persona. “Michel Houellebecq” es meramente un pseudónimo de la nada. Convino en cambio al Tiqqun mismo captar la atención, así como los metafísicos-críticos se emplearon aquí, sobre el brutal arrebato del lenguaje de la adulación que ha desencadenado en el “medio cultural” la aparición del houellebecq en la superficie de la Publicidad. El hecho de que hayamos podido ver, en este caso, a los periodistas que “hacen la opinión” denunciar la dictadura de la “biempensancia”, a una gran casa editorial calificar a uno de sus empleados-escritores como víctima de los “comerciantes”, y de que el empleado en cuestión, además de ser unánimemente alabado por una crítica a las órdenes, se haya quejado de ser perseguido, sólo representa a final de cuentas una diferencia de grado en relación al confusionismo interesado de la industria editorial. Lo que resulta en cambio más insólito, es la consciencia con la que todo el mundo ha sabido desempeñar su rol hasta el final, y, tanto defensores como detractores, fingir pasión. El aire de falso absoluto en el que los diferentes actos del “suceso literario de la rentrée” —fue así como los diversos organismos de prensa lo anunciaron, conforme a las instrucciones de Flammarion— se mostraron, exigía con toda objetividad que alguien llegara a perturbar su curso, teniendo cuidado de nunca caer en la trampa de dejarse lanzar al escenario. Cuando el Espectáculo tiene la impudencia suficiente de estrechar manos con la muchedumbre, se encuentra expuesto a semejantes intrigas. No fue prudente para ellos intentar la promoción de su baratija en un lugar “público” como puede serlo una FNAC, un sábado por la tarde del 24 de octubre de 1998. Sobre todo teniendo en cuenta que sigue siendo un asunto delicado explicar a sus consumidores que, ciertamente, existen embaucamientos en su mercancía, y que de nada sirve reclamar. Y no fue, por otro lado, sin dificultades como Michel Houellebecq se las arregló, ese día, para confesar su punto de vista: es cierto, dijo él en resumen, el libro es vendido y comprado con el pretexto de que “apunta un juicio sobre una sociedad y una civilización”, esto es, por su carácter político, por el elemento crítico que contiene; pero todo esto no compromete a su autor, quien sólo es, después de todo, un productor de mercancías culturales como los demás, aun cuando él hubiera decidido aprovechar la desembocadura prometedora que la “muerte de las ideologías” —es con este eufemismo que se designa a la hostilidad conservada hacia el pensamiento— dejó a las carroñas. Insuficientemente entrenados en el lenguaje de la adulación, los estudiantes que se encontraba allí observaron, sin embargo, una burda inconveniencia, pues no entendían por qué habría que llamar “literatura” al hecho de no arrojar las consecuencias de aquello que uno escribe, y juzgaron bueno, mientras partían, hacerle saber, a aquel que acababa de reconocer delante de ellos que era “una larva”, que lo tenían más bien por un “bufón”. En pocas palabras, el houellebecq no consigue hacer que su pena sea menos penosa entregándola a la Publicidad — al menos para los que allí estaban. Por su lado, los metafísicos-críticos comenzaron a distribuir un panfleto, que reproducimos a continuación.
• Michel Houellebecq, reseña biográfica
(extraída de la Enciclopedia de las Redenciones, 24a edición entregada hasta el día de hoy, 2074, París; traducida del latín futuro)
Autor y erudito a medias nacido en 1958 en la isla de la Reunión, entonces provincia de Francia. Se ignora casi todo de lo que hizo y fue, pues los periódicos —que eran el género literario de la época— desaparecieron en el curso de los grandes conflictos que los historiadores locales de hoy se dedican a inventariar. Ninguna de sus obras nos ha llegado, ni siquiera en fragmentos. No disponemos de ningún testimonio directo sobre su persona, pero fácilmente parece ser que ninguno de aquellos a los que él llamaba sus “amigos” —en el sentido bastante curioso en que tal época entendía dicha palabra— lo haya estimado demasiado como para juzgar bueno rendirle un homenaje. A lo sumo, nos ha sido reportada la ola efímera de insultos —en los años 2004-2005— que aludían de una manera transparente o simplemente verosímil a este oscuro personaje, entre las cuales se encuentran: “cara de houellebecq”, “naturalista de supermercado”, “perro visionario” o también “tu madre es Houellebecq”. No obstante, parece que disfrutó durante varios años de una notoriedad que hoy tenemos dificultad para explicarnos, años que también atestiguan un sinnúmero de polémicas. Por lo demás, es una de entre ellas la que nos brinda la mayoría de las noticias que tenemos a nuestra disposición sobre su persona, y sus ideas. Encontramos así en los archivos del Partido Imaginario, en el documento H.492-B-58, una octavilla titulada Michel Houellebecq, reseña biográfica, y un texto extraído del número 2 de la histórica revista Tiqqun bajo el título: “Función del houellebecq”.
De estos documentos destaca un gran número de elementos cuya comprensión exige un conocimiento profundo del siniestro Período Antracita que abarca los años 1990-2005. No hay que olvidar que la época de Houellebecq conformó el teatro de una formidable regresión social dentro de todos los territorios que se decían entonces “desarrollados”, y dentro de todos los dominios. Un cronista de esos tiempos nos reporta así que la confusión llegaba incluso hasta la formación de un partido “revolucionario” de corte cientificista y pro-estatal, dirigido por un misterioso Jean-Paul Bourdieu. Desde hacía mucho tiempo la sociedad mercantil había lanzado sus últimas luces, y no sobrevivía sino al precio de una tiranía más grosera, feroz y convulsiva. Al ser ya incapaz de diferir la constatación general de su quiebra, ese orden agotado de justificación tenía que elaborar un tipo de lenguaje tal que el reconocimiento del sufrimiento humano que él mismo engendraba nunca implicaba el proyecto de liberarse de él, condenándolo simplemente y siendo incluso capaz de ponerlo al servicio de una nueva modernización de la dominación. Fuentes concurridas nos indican que en ese entonces existía, en todas esas sociedades “desarrolladas”, un cierto “medio cultural” —pues en ese entonces los hombres creían, fuera de broma, en la existencia de un fantasmagórico “medio cultural”, algunos de los cuales sufrían de suficiente demencia como para pretender “formar parte” de él— que servía para contribuir a la difusión de ese lenguaje de la adulación, del que el muy venerable Hegel nos enseñó que “sabe el ser-para-sí separado del ser-en-sí, o aquello que se supone y aquello a que se aspira separados de la verdad”; es decir, en el fondo, para proporcionar su impotencia como un ejemplo. En Francia se distingue el rol singularmente prosélito que tenía cierto órgano de prensa llamado “Les Inrockuptibles”, que puede ser descrito como un ejemplo de esta estética del desastre, o más precisamente, de esta estetización del mismo.
Parece ser que el susodicho “medio cultural” fue especialmente designado, en su totalidad, para ejercer tal oficio de baja represión. La puesta en trabajo concreta del lenguaje, los signos y el pensamiento dentro de los modos de producción de ese momento en efecto redujo la literatura, y más generalmente el arte, a una forma tristemente ridícula, ostentaria y veleidosa de actividad social, que, además, se vanagloriaba de permanecer al margen de toda efectividad. La consecuencia más destacable de este estado de cosas fue la proletarización masiva de toda la franja infatuada de aquellos que detestaban proporcionar al mercado su cuota de tranquilizantes espirituales, de temas de conversación mundana y de curiosidades diversas, tales como exigía la necesidad universal de Entretenimiento de ese tiempo. De este modo se mezclaba siempre con las producciones de esa cultura neutralizada, pues estaba separada de todo, un irreprimible acento de resentimiento cara a su propio decline. Pues no se trataba únicamente de que el conjunto de la sociedad sólo alimentara una indiferencia bondadosa con respecto de la miserable agitación del medio llamado “cultural” y de sus preocupaciones fútiles, sino sobre todo de que ella lo había desintegrado, desplazado, dejado ahí y para decirlo todo, reducido al hambre. Se comprende, en estas condiciones, que haya sido tan fácil encontrar aquí algunos secuaces sin alma, algunas ratas sobresalientes que ambicionaban hacer carrera en el nihilismo, y protegerlo tanto como se pudiera. Con toda probabilidad, Michel Houellebecq fue sólo uno más de ellos.
En el seno de esa época de absolutas tinieblas, la función de los houellebecqs —y no evocamos aquí a la persona singular del ya mencionado Michel, del que por lo demás no sabemos sino pocas cosas, si bien, no obstante, parece haber sido algo repugnante, viscoso, flácido e insignificante, al menos de acuerdo con nuestras fuentes— consistió en elevar el estado de sometimiento en el que el hombre se encontraba entonces, al rango de philosophia perennis. Contribuyeron pues a integrar al discurso dominante una crítica fragmentaria del consumo, del Entretenimiento y de la mercancía, pero esto con el único designio de dar esta miseria por ontológica, es decir, de excluir de toda reflexión la idea de una práctica que haría estallar esa maldición, y excluir de ella si es posible la Idea misma. Criticaron la alienación no en el sentido de su supresión, sino en el sentido de la depresión, que alimentaba en ese tiempo trozos enteros de la industria. Su ocupación fue en todos los puntos semejante a aquella del lamentable Huxley (que sin duda habríamos olvidado si no hubiera sido tan soberbiamente puesto en su lugar por el Super-esencial Theodor Wiesengrund Adorno): eternizar todas las antinomias reificadas, todas las disyunciones arbitrarias propias del pensamiento burgués. Así, lo esencial no es que en el seno de la alternativa capciosa entre la plenitud de las sociedades tradicionales y el mejor de los mundos cibernéticos ellos hayan tomado partido por el segundo término, sino la alternativa misma, y su falsedad; tal como la historia de nuestro siglo lo ha demostrado de manera tan evidente. Idénticamente, lo importante no fue lo que ellos declararon —y todo indica que no decían a final de cuentas nada consistente—, sino el lenguaje con el que consiguieron hacerse escuchar. Así pues, el houellebecq se elegía quimeras como enemigos, ficciones típicas de la aberración burguesa (el individuo, el liberalismo, la sexualidad, etc.) de las cuales importaba en sumo grado, sin embargo, que se añadiera fe a su existencia. Haciendo esto, el houllebecq ofrecía a la “Buena Conciencia de Izquierda” —de la que hoy nada nos permite imaginar toda su impresionante hipocresía— la oportunidad soñada de una de esas disputas ofuscadas, hondas y plenas de aburrimiento —no el buen Aburrimiento que nosotros conocemos en nuestros días, sino el aburrimiento de ese tiempo, espantoso— del que ella se alimentaba con tanta satisfacción, pues la mentira se mantenía intacta. Daba así a los lugares comunes más trillados de la vieja inmundicia burguesa una forma sofisticada, y una especie de segunda juventud. Como tantos otros de sus contemporáneos, era incapaz de concebir a un hombre que no se redujera ni al sistema colectivo apremiante ni al individuo contingente, y rechazaba imaginar cualquier sentido que no se opusiera a la vida, cualquier consciencia que no se opusiera a la felicidad. Se trataba en realidad, a un lado de la cabecera de la dominación agonizante, de dar una versión no-problemática de la realidad y una descripción de la sociedad en la que la contradicción quedaría evacuada, la cual se debía simplemente a una situación provisional de retraso tecnológico. Michel Houellebecq y sus semejantes no hicieron más que aplazar un poco el inexorable proceso del Tiqqun. En cuanto a nosotros, sabemos desde hace mucho tiempo que “la humanidad no tiene que elegir entre el Estado Universal totalitario y el individualismo” (el S.T.W. Adorno).
No obstante, siendo demasiado débil para vencer una naturaleza profundamente innoble, Michel Houellebecq no consiguió hacer amar duraderamente su abyección. Y así pasó, desde los primeros años de nuestro siglo, a las mazmorras de la Historia. Juzgando sin la menor duda que la Nada no se deja aniquilar, sino que más bien contamina a sus adversarios, sus enemigos verdaderos se cuidaban de atacarla directamente, y la abandonaron a su insípida descomposición. De acuerdo con una leyenda (cf. Los cuentos crueles de la Época Antracita XCVI, 25), Houellebecq murió en algún momento de los años 2017-2019, defenestrado de un burdel de Pat Pong por una auténtica virgen tailandesa. También se asegura que el fétido montón de sus vísceras gangrenadas y de su esqueleto hecho pedazos habría sido dado como comida a los famosos perros errantes de ese barrio, y que no se lo quisieron comer. Éste es, de manera apenas creíble ciertamente, el final que le predecía la octavilla del Partido Imaginario titulada Michel Houellebecq, reseña biográfica, fechada el 24 de octubre de 1998.
Una fracción consciente del Partido Imaginario, 24 de octubre de 1998.
Los metafísicos críticos no tuvieron necesidad de dejar parlotear al houellebecq por mucho tiempo para darse cuenta de que un enano como él no estaba a su altura, incluso encaramado sobre los hombros de su batracio de editor. Se limitaron, pues, en un primer momento, a verificar si aún sostenía lo que había declarado a los Inrockuptibles —particularmente, que le gustaba mucho Stalin “porque mató bastantes anarquistas (risas)”, declaración que podríamos tener como una vulgar provocación promocional, destinada a excitar a algunos izquierdistas impenitentes—, y lo que escribió en el posfacio al Scum manifesto de Valérie Solanas — “a plena mitad de los años sesenta, en medio de un burdel ideológico sin precedentes, y a pesar de algunos resbalones nazis, Valéry Solanas tuvo así, siendo prácticamente la única de su generación, el coraje de mantener una actitud progresista y razonada, conforme a las más nobles aspiraciones del proyecto occidental: establecer un control tecnológico del hombre sobre la naturaleza, incluida su naturaleza biológica y su evolución. Esto con el objetivo a largo plazo de reconstruir una nueva naturaleza sobre bases conformes a la ley moral, es decir, de establecer el reino universal del amor, punto final.” Por otra parte, nosotros encontramos un público compuesto por una centena de personas postradas allí, para chupar las palabras de un histrión bilioso que decía tenerlas después de la libertad, el hombre, el sentido y el lenguaje, y que le hacía valer, desde el fondo de su nihilismo sofisticado, las ventajas de un futuro de rebaño en una dictadura tecnológica integral, un poco más a nuestra medida. Pero este montón de agonizantes apenas tuvo tiempo para reaccionar con imperceptibles vibraciones gelatinosas cuando experimentó el marchitar con el calificativo de “amorfo”. Después de que nosotros le mostramos la pesadilla, al mismo tiempo que la imposibilidad, de un fin cualquiera de la historia, y preguntado si era esto lo que él quería, el silencio se hizo, un silencio viscoso con odio contenido. Finalmente, se elevó en respuesta una voz linfática de una especie de homúnculo tapido en medio de la sala, que arriesgaba con un tono de resignación abombada: “Bien, ¡de cualquier manera eso es lo que va a pasar!” Al oír esto, el público, viendo cuestionado su derecho al sueño, se apresuraba a exigir que se hablara del libro y sólo del libro. Finalmente, el privilegio de concluir correspondió a una repulsiva ama de casa de unos sesenta años, vieja piel devoradora de novelas en los insomnios de su nulidad en jubilación: “Desconozco si yo soy amorfa, pero quisiera darle las gracias a Michel Houellebecq. Acabo de descubrir su primera novela. Me importa un bledo la política. Leo novelas de extrema derecha, leo novelas de extrema izquierda. No tengo nada que ver con la ideología. Durante veinte años, se me impidió leer a a Raymond Abellio. Lo que a mí me importa es el placer de leer, de dejarme llevar por la historia, por el estilo, etc.” Como se ve, Michel Houellebecq puede enorgullecerse de haber encontrado algunos lectores de una especie por lo menos tan rampante como la suya. Pero por grande que sea su número, por fanáticamente resignados que se declaren, los houellebecqs nunca dejarán de contar como nada sobre la balanza del destino, pues ellos pertenecen, incluso en sus entusiasmos, a la pendiente muerta de esta civilización.
Muy evidentemente no faltaron, después de esto, algunas mujerzuelas del medio literario para sacar partido del incidente, y atiborrar algunas páginas en Le Monde repletas de babosadas, balidos y mala fe. Y esto es después de todo cosa bien comprensible: está tan raramente dado a la crítica, de nuestros días, el dar a hablar un poco sobre ella. Fue así cuestión de un “proceso Houellebecq” —como si fuera una persona, y no precisamente su función, lo que fue atacado aquí—, cultivado por no se sabe qué diabolica autoridad invisible, y sin duda por ese “grupo de jóvenes metódicamente repartidos en la sala” de conferencias de la FNAC, el 24 de octubre de 1998 (Le Monde, domingo 8-lunes 9 de noviembre de 1998). Se relató entonces con todo detalle, por supuesto sin resistir al reflejo de falsificar un mínimo, los propósitos y los hechos, pero se guardó bien el mencionar la existencia de un panfleto, que habría permitido pensar que los hombres del Partido Imaginario disponían de un discurso bastante articulado para hacer volar en pedazos “el viejo edificio pleno de fisuras”. Otras crónicas siguieron, todas ellas vertidas en la misma resina galante e histérica, que tomaban invariablemente la defensa de Houellebecq contra sus supuestos enemigos, pero nunca nombrados, como es regla en el Espectáculo. Todas las crónicas apelaban a la urgencia de salvar el “arte” y la “literatura” de los “constreñimientos ideológico-políticos” (Le Monde, 11 de noviembre de 1998), cuando es tan evidente que es por el contrario el arte lo que, sin ser ya nada por sí mismo, se encuentra forzado, para salvarse por sí mismo, a ensuciarse sus repugnantes dedos en lo “ideológico-político”. Es en el interior del orden como el pequeño medio literario descompuesto ha escogido el momento preciso en que la producción de mercancías culturales se revela como el modelo mismo de la producción “ideológico-política”, para ponerse a dar gritos de indignación, y apelar al derecho imprescriptible de la literatura a la insignificancia. ¡Eterna apatía del arte! Basta decir que nosotros no hemos estado sino poco sorprendidos de recibir, en los días posteriores al incidente, diversas insinuaciones viniendo precisamente de ese medio, y de las cuales la más estrafalaria no fue esa oferta para publicarnos. Si el hecho de que para hacer un poco de ruido tuvo que remitirse a Houellebecq no fue algo suficiente para establecer su estado de naufragio, esto podría constituir por sí solo la prueba de su debacle. Pero nosotros no pactamos con las defuntas burocracias del espíritu. Antes bien, nosotros proclamos un nuevo reino. Ya, las alimañas se ponen a temblar, porque saben que será bien necesario, tarde o temprano, emprender la inmensa tarea de limpieza. Y saben también que forman parte de los escombros.