Llamamiento (2003)



Proposición I

Nada le hace falta al triunfo de la civilización.
Ni el terror político ni la miseria afectiva.
Ni la esterilidad universal.
El desierto no puede crecer más: está por todas partes.
Pero aún puede profundizarse.
Ante la evidencia de la catástrofe, están los que se indignan y los que actúan en consecuencia, los que denuncian y los que se organizan.
Nosotros estamos del lado de los que se organizan.


Escolio

Esto es un llamamiento. Es decir que se dirige a los que lo escuchan. No nos tomaremos la molestia de demostrar, de argumentar, de convencer. Nosotros iremos a la evidencia.
La evidencia no es, primero que nada, una cuestión de lógica, de razonamiento.
La evidencia está del lado de lo sensible, del lado de los mundos.
Cada mundo tiene sus evidencias.
La evidencia es lo que se comparte
o lo que parte.
A partir de lo cual toda comunicación vuelve a ser posible, deja de ser postulada, está por construirse.
Y eso, esa red de evidencias que nos constituyen, se nos ha enseñado muy bien a ponerlo en duda, a esquivarlo, a silenciarlo, a guardarlo para nosotros. se nos lo ha enseñado tanto que todas las palabras nos hacen falta cuando queremos gritar.

En cuanto al orden bajo el cual vivimos, todos saben a qué atenerse: el imperio salta a la vista.
Que un régimen social agonizante no tenga ya otra justificación para su arbitrariedad que su absurda determinación —su determinación senil— a simplemente durar;
Que la policía, mundial o nacional, haya recibido un pleno uso para poner en su lugar a los que se salgan de la raya;
Que la civilización, herida en su corazón, no encuentre ya en ninguna parte, en la guerra permanente a la que se ha lanzado, otra cosa que sus propios límites;
Que esta fuga hacia adelante, ya casi centenaria, no produzca ya sino una serie ininterrumpida de desastres cada vez más próximos;
Que la masa humana se ajuste a este orden de las cosas a golpe de mentiras, de cinismo, de embrutecimiento o de pastillas,
Nadie puede pretender ignorarlo.
Y el deporte que consiste en describir interminablemente, con una complacencia variable, el desastre presente, es sólo otro modo de decir: «Es así»; el premio a la infamia le corresponde a los periodistas, a todos aquellos que, cada mañana, hacen como si descubrieran nuevamente las inmundicias que constataron el día anterior.

Pero lo que sorprende, a estas alturas, no son las arrogancias del imperio, sino más bien la debilidad del contra-ataque. Es como una colosal parálisis. Una parálisis masiva, que unas veces dice que no hay nada que hacer, al mismo tiempo que habla, y otras veces admite, con exasperación, que «hay tanto por hacer…», lo cual no se distingue en nada. Y después, al margen de esta parálisis, está el «hay que hacer algo, cualquier cosa» de los activistas.

Seattle, Praga, Génova, la lucha contra los organismos genéticamente modificados o el movimiento de los parados: nosotros tomamos nuestra parte, tomamos nuestro partido en las luchas de los últimos años;
y ciertamente no del lado de attac o de los Tute Bianche.
El folclor protestatario nos ha dejado de distraer.
En la última década, hemos visto al marxismo-leninismo retomar su aburrido monólogo en bocas todavía estudiantiles.
Hemos visto al anarquismo más puro rechazar incluso lo que no comprende.
Hemos visto al economicismo más plano —el de los amigos de Le Monde diplomatique— convertirse en la nueva religión popular. Y al negrismo imponerse como única alternativa a la derrota intelectual de la izquierda mundial.
En todos partes, el militantismo se ha arrojado nuevamente a edificar sus construcciones tambaleantes,
sus redes depresivas,
hasta el agotamiento.
Han bastado sólo tres años a los policías, sindicatos y otras burocracias informales para dar cuenta del breve «movimiento antiglobalización» Para cuadricularlo. Dividirlo en «terrenos de lucha», tan rentables como estériles.

En este momento, desde Davos hasta Porto Alegre, desde el Mouvement des Entreprises de France hasta la Confédération Nationale du Travail, el capitalismo y el anticapitalismo describen el mismo horizonte ausente. La misma perspectiva mutilada de gestionar el desastre.
Lo que se opone a la desolación dominante es meramente, en definitiva, otra desolación más, bastante menos abastecida. En todas partes la misma idea tonta de la felicidad. Los mismos juegos tetanizados de poder. La misma desarmante superficialidad. El mismo analfabetismo emocional. El mismo desierto.

Nosotros decimos que esta época es un desierto, y que este desierto se profundiza sin cesar. Esto, por ejemplo, no es poesía: es una evidencia. Una evidencia que contiene muchas otras. En particular la ruptura con todo aquello que protesta, todo aquello que denuncia y glosa sobre el desastre.
Quien denuncia, se exime.
Todo sucede como si los izquierdistas acumularan las razones para rebelarse de la misma manera en que el mánager acumula los medios para dominar. De la misma manera, es decir, con el mismo goce.
El desierto es el progresivo despoblamiento del mundo.
La costumbre que hemos adquirido de vivir como si no estuviéramos en el mundo. El desierto se encuentra tanto en la proletarización continua, masiva y programada de las poblaciones, como en el suburbio californiano, ahí donde la miseria consiste precisamente en el hecho de que nadie parece ya experimentarla.
Que el desierto de la época no sea percibido verifica aún más el desierto.

Algunos han tratado de nombrar el desierto. De designar lo que hay que combatir no como la acción de un agente ajeno y extraño, sino como un conjunto de relaciones. Han hablado de espectáculo, de biopoder, de imperio. Pero también eso se ha sumado a la confusión reinante.
El espectáculo no es una cómoda abreviación de sistema mass-mediático. El espectáculo reside de igual modo en la crueldad con la que todo nos remite sin cesar a nuestra imagen.
El biopoder no es un sinónimo de Seguridad social, de Estado benefactor o de industria farmacéutica, sino que se aloja gustosamente en el cuidado que prodigamos a nuestro cuerpo precioso, en medio de un cierto extrañamiento físico tanto de sí mismo como de los otros.
El imperio no es un tipo de entidad supraterrestre, una conspiración planetaria de gobiernos, de redes financieras, de tecnócratas y de multinacionales. El imperio está en todas partes donde no pasa nada. En todas partes donde ello funciona. Ahí donde reina la situación normal.
Ver al enemigo como un sujeto que nos hace frente —en vez de experimentarlo como una relación que nos tiene—, nos fuerza a encerrarnos en la lucha contra el encierro. Es el modo en que uno reproduce, bajo pretexto de «alternativa», la peor de las relaciones dominantes. En que uno se pone a vender la lucha contra la mercancía. En que nacen las autoridades de la lucha antiautoritaria, el feminismo con grandes cojones y las cacerías antifascistas.

Estamos tomando parte, en todo momento, de una situación. En su seno, no hay sujetos y objetos, yo y los otros, mis aspiraciones y la realidad, sino el conjunto de relaciones, el conjunto de flujos que la atraviesan.
Hay un contexto general —el capitalismo, la civilización, el imperio, como se quiera—, un contexto general que no sólo pretende controlar cada situación sino que, peor aún, busca que por lo general no haya situación. se han condicionado las calles y las viviendas, el lenguaje y los afectos, y después el tempo mundial que todo esto implica, con ese único fin. se actúa por todas partes de modo que los mundos se deslicen unos sobre otros o se ignoren. La «situación normal» es esta ausencia de situación.
Organizarse quiere decir: partir de la situación, y no recusarla. Tomar partido en su seno. Tejer en ella las solidaridades necesarias, materiales, afectivas, políticas. Es lo que hace cualquier huelga que se da en cualquier oficina, en cualquier fábrica. Es lo que hace cualquier banda. Cualquier maquis. Cualquier partido revolucionario o contrarrevolucionario.
Organizarse quiere decir: hacer consistir la situación. Volverla real, tangible.
La realidad no es capitalista.

La posición tomada en el seno de una situación determina la necesidad de aliarse y, por ello, de establecer ciertas líneas de comunicación, circulaciones más amplias. A su vez, estas nuevas ilaciones reconfiguran la situación.
A la situación que nos ha sido dada, nosotros la llamaremos «guerra civil mundial». Donde ya nada está en condiciones de limitar el enfrentamiento de las fuerzas presentes. Ni siquiera el derecho, que entra más bien en juego como otra forma del enfrentamiento generalizado.
El nosotros que se expresa aquí no es un nosotros delimitable, aislado, el nosotros de un grupo. Es el nosotros de una posición. Esta posición se afirma en esta época como una doble secesión: por un lado, secesión con el proceso de valorización capitalista, y por el otro, secesión, después, con todo lo que la simple oposición al imperio, por ejemplo la extra-parlamentaria, impone de esterilidad; secesión, por consiguiente, con la izquierda. Aquí «secesión» no indica tanto el rechazo práctico a comunicarse, sino una disposición a formas de comunicación tan intensas que arrebaten al enemigo, donde se establezcan, la mayor parte de sus fuerzas.
Para ser breves, diremos que tal posición toma de los Black Panthers la fuerza de irrupción, de la autonomía alemana los comedores colectivos, de los neoluditas ingleses las casas en los árboles y el arte del sabotaje, de los feministas radicales la elección de las palabras, de los autónomos italianos las autorreducciones masivas y del movimiento del 2 de junio la alegría armada.

Ya no hay amistad, para nosotros, que no sea política.




Proposición II

La inflación ilimitada del control responde sin promesa alguna a los previsibles desmoronamientos del sistema.
Nada de lo que se expresa en la distribución conocida de las identidades políticas está en condiciones de ir más allá del desastre.
Por esto mismo, nosotros comenzamos por desprendernos de ellas. Nosotros no nos oponemos a nada, nosotros no reivindicamos nada. Nosotros nos constituimos en fuerza, en fuerza material, en fuerza material autónoma en el seno de la guerra civil mundial.
Este llamamiento enuncia sobre qué bases.


Escolio

Aquí, se experimentan armas inéditas para dispersar a las multitudes, tipos de granadas de fragmentación pero de madera. Allá —en Oregón— se propone castigar con veinticinco años de cárcel a todo manifestante que bloquee el tráfico automovilístico. El ejército israelí se está convirtiendo en el consultor más recurrido en pacificación urbana; los expertos del mundo entero se maravillan de sus últimos hallazgos, tan temibles y tan sutiles, en materia de eliminación de subversivos. El arte de herir —herir a uno para amedrentar a cien— alcanza aquí las cumbres. Y luego está el «terrorismo», por supuesto. O sea, «toda infracción cometida intencionadamente por un individuo o un grupo contra uno o varios países, sus instituciones o sus poblaciones, y que apunte a amenazarlos y a perjudicar gravemente o a destruir las estructuras políticas, económicas o sociales de un país». Es la Comisión Europea la que habla. En los Estados Unidos, hay más presos que campesinos.

A medida que es reagenciado y progresivamente retomado, el espacio público se cubre de cámaras. No se trata únicamente de que en lo sucesivo toda vigilancia parece posible, sino sobre todo de que parece admisible. Todo tipo de listas de «sospechosos», de las que ni siquiera se adivinan sus usos probables, circula de administración en administración. Las escuadras de todas las milicias, entre las cuales la policía desempeña el papel de garante arcaico, toman por todas partes posición reemplazando a soplones y mirones, figuras de otra época. Un exjefe de la cia, una de esas personas que, en el lado adverso, se organizan en lugar de indignarse, escribe en Le Monde: «Más que una guerra contra el terrorismo, la apuesta consiste en extender la democracia a las partes del mundo [árabe y musulmán] que amenazan a la civilización liberal, en cuya construcción y defensa hemos trabajado durante todo el siglo xx, durante la primera y después la segunda guerra mundial, seguidas de la guerra fría, o tercera guerra mundial».

En todo esto no hay nada que nos asombre, nada que nos tome desprevenidos o que altere radicalmente nuestro sentimiento de la vida. Nosotros hemos nacido en la catástrofe y hemos establecido una extraña y apacible relación de costumbre con ella. Una intimidad, casi. Hasta donde nos alcanza el recuerdo, nunca ha habido otra actualidad que la de la guerra civil mundial. Hemos sido educados como supervivientes, como máquinas de supervivencia. se nos ha formado en la idea de que la vida consistía en avanzar, avanzar hasta derrumbarse en medio de otros cuerpos que avanzan idénticamente, que tropiezan y después se derrumban, a su vez, en la indiferencia. Como mucho, la única novedad de la época presente es que nada de todo esto puede ya ocultarse, que en cierto sentido todo el mundo lo sabe. De ahí los recientes endurecimientos, tan visibles, del sistema: sus resortes están al desnudo y no serviría de nada querer escamotearlos.

Muchos se asombran de que ninguna fracción de la izquierda o de la extrema izquierda, de que ninguna de las fuerzas políticas conocidas, sea capaz de oponerse a este curso de las cosas. «Sin embargo, seguimos en democracia, ¿no?». Y pueden asombrarse para rato: nada de lo que se expresa en el marco de la política clásica podrá jamás limitar el avance del desierto,
porque la política clásica forma parte del desierto.
Cuando nosotros decimos esto, no es para preconizar alguna política extra-parlamentaria como antídoto a la democracia liberal. El famoso manifiesto «Somos la izquierda», firmado hace unos años por todo aquello que Francia cuenta como colectivos ciudadanos y «movimientos sociales», enuncia suficientemente la lógica que, desde hace treinta años, anima a la política extra-parlamentaria: no queremos tomar el poder, derribar el Estado, etc.; por tanto, queremos ser reconocidos por él como interlocutores.

Donde reina la concepción clásica de la política, reina la misma impotencia frente al desastre. Que esta impotencia sea modulada en una amplia distribución de identidades finalmente conciliables no cambia nada. El anarquista de la Fédération Anarchiste, el comunista de consejos, el trotskista de ATTAC y el diputado de la Union pour un Mouvement Populaire parten de una misma amputación. Propagan el mismo desierto.

La política, para ellos, es lo que se juega, se dice, se hace, se decide entre los hombres. La asamblea, que los reúne a todos, que reúne a todos los humanos haciendo abstracción de sus mundos respectivos, conforma la circunstancia política ideal. La economía, la esfera de la economía, deriva lógicamente de ella: como necesaria e imposible gestión de todo aquello que dejamos a la puerta de la asamblea, de todo aquello que ha sido constituido, de ese modo, como no-político y que a continuación se convierte en: familia, empresa, vida privada, ocio, pasiones, cultura, etc.
Es así como la definición clásica de la política propaga el desierto: abstrayendo a los humanos de su mundo, separándolos de la red de cosas, de costumbres, de palabras, de fetiches, de afectos, de lugares y de solidaridades que hacen su mundo. Su mundo sensible. Y que les otorga su consistencia propia.

La política clásica es la gloriosa escenificación de los cuerpos sin mundo. Tanto es así que la asamblea teatral de las individualidades políticas disimula mal el desierto que aquélla es. No hay sociedad humana separada del resto de los seres. Hay una pluralidad de mundos. De mundos que son tanto más reales en la medida en que son compartidos. Y que coexisten.
La política, en realidad, es más bien el juego entre los diferentes mundos, la alianza entre aquellos que son compatibles y el enfrentamiento entre los irreconciliables.

Por esto mismo, nosotros decimos que el hecho político central de los últimos treinta años ha pasado desapercibido. Porque se ha desenvuelto en una capa de lo real tan profunda que no puede ser denominada «política» sin ocasionar una revolución en la noción misma de política. Porque a final de cuentas, esta capa de lo real es también aquella donde se elabora la partición entre lo que se admite como real y el resto. Este hecho central es el triunfo del liberalismo existencial. El hecho de que a partir de ahora se admita como natural una relación con el mundo basada en la idea de que cada uno tiene su vida. De que ésta consiste en una serie de elecciones, buenas o malas. De que cada uno se define por un conjunto de cualidades, de propiedades, que hacen de él, por una ponderación variable, un ser único e irremplazable. De que el contrato resume adecuadamente el compromiso de los seres entre sí, y el respeto, toda virtud. De que el lenguaje no es más que un medio para hacerse entender. De que cada uno es un yo entre los otros yo. De que el mundo está en realidad compuesto, por un lado, de cosas a gestionar y, por el otro, de un océano de individuos atomizados. Que por su parte tienen, por lo demás, una enojosa tendencia a transformarse en cosas, a fuerza de dejarse gestionar.
Por supuesto, el cinismo sólo es uno de los posibles rasgos del infinito cuadro clínico del liberalismo existencial: la depresión, la apatía, la deficiencia inmunitaria —todo sistema inmunitario es de entrada colectivo—, la mala fe, el hostigamiento judicial, la insatisfacción crónica, los vínculos denegados, el aislamiento, las ilusiones ciudadanas o la pérdida de toda generosidad, también forman parte de él.

Finalmente, el liberalismo existencial ha sabido propagar tan bien su desierto que los más sinceros izquierdistas enuncian ahora sus utopías usando sus mismos términos. «Reconstruiremos una sociedad igualitaria en la que cada uno aporte su contribución y de la que cada uno reciba las satisfacciones que espera con ello. [...] En lo que se refiere a los deseos individuales, podría ser igualitario que cada uno consuma en proporción a los esfuerzos que está dispuesto a aportar. Aquí será todavía necesario redefinir el modo de evaluación del esfuerzo hecho por cada uno», escriben los organizadores de la «Ciudad alternativa, anticapitalista y antiguerra» contra el G8 de Evian, en un texto titulado ¡Cuando hayamos abolido el capitalismo y el trabajo asalariado! Aquí se halla una clave del triunfo del imperio: lograr mantener en la sombra, rodear de silencio, el terreno mismo donde éste maniobra, el plano sobre el cual libra la batalla decisiva: el de la confección de lo sensible, el del ajuste de las sensibilidades. De modo tal que paraliza preventivamente toda defensa en el mismo momento en el que opera, arruinando incluso la idea de una contra-ofensiva. La victoria se consigue cada vez que el militante, al término de una dura jornada de «trabajo político», se desploma frente a una película de acción.

Cuando ven que nos retiramos de los penosos rituales de la política clásica —la asamblea general, la reunión, la negociación, la contestación, la reivindicación—, cuando nos oyen hablar de mundo sensible antes que de trabajo, papeles, jubilaciones o libertad de circulación, los militantes nos miran con condolencia. «Los pobres —parecen decir— se están resignando al minoritarismo, se encierran en su gueto, renuncian a extenderse. No serán jamás un movimiento». Pero nosotros creemos exactamente lo contrario: son ellos los que se resignan al minoritarismo hablando su lenguaje de falsa objetividad, cuyo único peso es la repetición y la retórica. Que nadie se engañe con respecto al disimulado desprecio con el que hablan de las preocupaciones de «la gente», y que les permite ir del parado al sin papeles, del huelguista a la prostituta, sin jamás ponerse en juego, puesto que este desprecio es una evidencia sensible. Su voluntad de «extenderse» es sólo una manera de huir de los que ya están ahí, de aquellos con los que, principalmente, temerían vivir. Y finalmente, son ellos, que rehuyen a admitir la significación política de la sensibilidad, los que tienen que esperar de la sensiblería sus lamentables efectos de atracción.
En general, nosotros preferimos partir de núcleos densos y reducidos antes que de una red amplia y débil. Hemos conocido de manera suficiente esa cobardía.




Proposición III

Los que quisieran responder a la urgencia de la situación con la urgencia de su reacción no hacen más que alimentar la asfixia.
Su modo de intervenir implica el resto de su política, de su agitación.
En cuanto a nosotros, la situación de emergencia nos libera sencillamente de toda consideración de legalidad o de legitimidad, que de cualquier modo se han hecho inhabitables.
El hecho de que precisemos de una generación para construir en todo su espesor un movimiento revolucionario victorioso no nos hace retroceder. Nosotros lo afrontamos con serenidad.
Al igual que afrontamos serenamente el carácter criminal de nuestra existencia, y de nuestros gestos.


Escolio

Nosotros hemos conocido, conocemos aún, la tentación del activismo.
Las contra-cumbres, las campañas contra las expulsiones, contra las leyes seguritarias, contra la construcción de nuevas cárceles, las ocupaciones, los campamentos No Border; la sucesión de todo esto. La progresiva dispersión de los colectivos que responde a la dispersión misma de la actividad.
Correr tras los movimientos.
Uno tras otro, experimentar su potencia únicamente al precio de retornar siempre a la misma impotencia de fondo. Pagar cara cada campaña. Dejando que consuma toda nuestra energía disponible. Para después lanzarnos a la siguiente, cada vez más sofocados, más agotados, más desolados.
Y poco a poco, a fuerza de reivindicar, a fuerza de denunciar, tornarnos incapaces de simplemente percibir aquello que, sin embargo, sostiene supuestamente nuestro compromiso, la naturaleza de la urgencia que nos atraviesa.

El activismo es el primer reflejo. La respuesta conforme a la urgencia de la situación presente. La movilización perpetua en nombre de la urgencia, antes de parecer un medio para combatirlos, es eso a los que nos han acostumbrado nuestros gobiernos, nuestros patrones.
Cada día desaparecen formas de vida, especies vegetales o animales, experiencias humanas, y tantas relaciones posibles entre formas vivientes y formas de vida. Pero nuestro sentimiento de la urgencia no está tan vinculado a la velocidad de estas desapariciones, sino a su irreversibilidad; más aún, está vinculado a nuestra ineptitud para repoblar el desierto.
El activista se moviliza contra la catástrofe. Pero no hace más que prolongarla. Sus prisas vienen a consumir lo poco de mundo que queda. La respuesta activista a la urgencia permanece a su vez al interior del régimen de la urgencia, sin posibilidad de sustraerse de ella o de interrumpirla.
El activista quiere estar en todas partes. Se dirige a todo lugar al que lo conduce el ritmo de los desarreglos de la máquina. Aporta en todas partes su inventividad pragmática, la energía festiva de su oposición a la catástrofe. Indiscutiblemente, el activista se moviliza. Pero nunca se da los medios para pensar cómo hacer. Cómo hacer para obstaculizar concretamente el avance del desierto, para establecer sin esperas mundos habitables.
Nosotros desertamos el activismo. Sin olvidar lo que constituye su fuerza: una cierta presencia en la situación. Una facilidad de movimiento en su seno. Un modo de aprehender la lucha, no por el ángulo moral o ideológico, sino por el ángulo técnico, táctico.

El viejo militantismo da el ejemplo opuesto. Es notable la impermeabilidad de los militantes ante las situaciones. Nos acordamos de esa escena, en Génova: medio centenar de militantes de la Ligue Communiste Révolutionnaire enarbolan banderas rojas que llevan impreso «100% a la izquierda». Están inmóviles, intemporales. Vociferan sus eslóganes calibrados, rodeados por un servicio de orden. Mientras tanto, a unos metros de allí, algunos de entre nosotros afrontan las líneas de carabineros, devolviendo los gases lacrimógenos, levantando baldosas de las aceras para convertirlas en proyectiles, preparando cocteles Molotov con botellas recuperadas de la basura y gasolina de motos volcadas. Al respecto, los militantes hablan de aventurismo, de inconsciencia. Pretextan que las condiciones no están dadas. Nosotros decimos que nada faltaba, que todo estaba ahí, salvo ellos.
Lo que nosotros desertamos del militantismo es esta ausencia ante la situación. Al igual que desertamos la inconsistencia a la que nos condena el activismo.

Los propios activistas experimentan esta inconsistencia. Y es por esto que, periódicamente, se vuelven hacia sus mayores, los militantes. Para tomarles prestadas maneras, terrenos, eslóganes. Lo que les atrae, en el militantismo, es la constancia, la estructura, la fidelidad de la que ellos carecen. Por eso, los activistas vuelven nuevamente a impugnar, a reivindicar: «papeles para todos», «libre circulación de las personas», «renta básica» o «transportes gratuitos».
El problema, con las reivindicaciones, es que, formulando necesidades en términos que las hagan audibles para los poderes, terminan por no decir nada sobre esas necesidades, sobre las transformaciones reales del mundo que requieren. Así, reivindicar la gratuidad de los transportes no dice nada sobre nuestra necesidad de viajar y no de desplazarse, sobre nuestra necesidad de lentitud.
Pero también, las reivindicaciones sólo acaban la mayoría de las veces ocultando las claves de los conflictos reales cuyos meollos enuncian. Reclamar los transportes gratuitos no hace más que aplazar, en ciertos medios, la difusión de las técnicas de fraude. Apelando a la libre circulación de las personas sólo se elude la cuestión de cómo escapar, prácticamente, al fortalecimiento del control.
Batirse luchando por la renta básica es, en el mejor de los casos, condenarse a la ilusión de que una mejora del capitalismo es necesaria para poder salir de él. Sin importar cuál sea, el callejón sin salida siempre es el mismo: los recursos subjetivos movilizados, aún revolucionarios, permanecen insertos en lo que se presenta como un programa de reforma radical. Bajo pretexto de superar la alternativa entre reforma y revolución, es en una ambigüedad oportuna donde nos instalamos.

La catástrofe presente es la de un mundo vuelto activamente inhabitable. La de una especie de estrago metódico sobre todo lo que quedaba de vivible en la relación de los humanos consigo mismos y con sus mundos. El capitalismo no habría podido triunfar a escala planetaria sin técnicas de poder, técnicas propiamente políticas (técnicas hay de muchos tipos, con o sin instrumentos, corporales o discursivos, eróticos o culinarios, hasta las disciplinas y los dispositivos de control; y frente a esto de nada sirve denunciar el «reino de la técnica»). Las técnicas políticas del capitalismo consisten, sobre todo, en destruir los lazos en los que un grupo encuentra los medios para producir, con un mismo movimiento, tanto las condiciones de su subsistencia como las de su existencia. En separar las comunidades humanas de la infinidad de cosas, piedras y metales, plantas, árboles de mil usos, dioses, yinns, animales salvajes o domésticos, medicinas y sustancias psicoactivas, amuletos, máquinas, y todo el resto de seres en compañía de los cuales los grupos humanos constituyen mundos.
Arruinar toda comunidad, separar a los grupos de sus medios de existencia y de los saberes que conllevan: ésa es la razón política que dirige la incursión de la mediación mercantil en todas las relaciones. Del mismo modo en que fue necesario eliminar a las brujas, eliminando sus saberes medicinales y la comunicación entre los reinos que ellas hacían existir, es necesario hoy que los campesinos renuncien a sembrar sus propias semillas, a fin de asegurar el dominio de las multinacionales agroalimentarias y otros organismos de gestión de las políticas agrícolas.

Las metrópolis contemporáneas son los puntos de concentración máxima de estas técnicas políticas del capitalismo. Las metrópolis son ese medio donde no queda casi nada que uno pueda, finalmente, reapropiarse. Un medio en el que todo está hecho para que lo humano se relacione solamente consigo mismo, se produzca separadamente de las otras formas de existencia, coincida con ellas o las utilice pero sin encontrarse nunca con ellas.
Sobre la base de esta separación, y para prolongarla, se ha trabajado mucho para volver criminal cualquier intento mínimo de prescindir de las relaciones mercantiles.
El campo de la legalidad se confunde desde hace mucho tiempo con el de las múltiples restricciones para hacernos la vida imposible, mediante el trabajo asalariado o la auto-empresa, el voluntariado o el militantismo.
A la vez que este campo se vuelve cada vez más inhabitable, se ha hecho de todo aquello que puede contribuir a hacer la vida posible un crimen.
Donde los activistas claman «No one is illegal», hace falta reconocer exactamente lo contrario: una existencia enteramente legal sería hoy en día una existencia enteramente sometida.
Están los fraudes al fisco y los empleos ficticios, los abusos de información privilegiada y las falsas quiebras; están las estafas a la seguridad social y las nóminas falsas, los engaños a la ayuda para la vivienda y la malversación de subvenciones, las comidas que no se pagan y saltarse las multas. Están los viajes en la bodega de un avión para franquear una frontera y los viajes sin billete en trayectos urbanos o al interior de un país. Colarse en el metro o robar en el supermercado son las prácticas cotidianas de miles de personas en las metrópolis. Y son unas prácticas ilegales de intercambio de semillas las que han permitido salvaguardar muchas especies de plantas. Hay ilegalismos más funcionales que otros en el sistema-mundo capitalista. Los hay que son tolerados, otros que son fomentados y finalmente aquellos que son castigados. Un huerto improvisado sobre un terreno baldío tendrá todas las posibilidades de verse arrasado por un bulldozer antes de la primera cosecha.
Si se considera el conjunto de las leyes de excepción y las reglamentaciones corrientes que regulan cada uno de los espacios que cualquiera atraviesa en un día, no queda ya ni una sola existencia que pueda presumir de impunidad. Las leyes, los códigos y las decisiones de jurisprudencia existente convierten cualquier existencia en algo punible; para esto bastaría con que sean aplicados a la letra.

Nosotros no somos de los que creen que donde crece el desierto, crece también lo que salva. Nada puede acontecer que no comience con una secesión con todo lo que hace crecer ese desierto.
Sabemos que construir una potencia de cierta amplitud llevará tiempo. Hay muchas cosas que ya no sabemos hacer. A decir verdad, como todos los beneficiarios de la modernización y de la educación dispensada en nuestras regiones desarrolladas, casi no sabemos hacer nada. Incluso recoger plantas para darles no un uso decorativo sino culinario, o médico, pasa hoy por arcaico, cuando no, y esto es peor aún, por algo simpático.
Constatamos algo simple: cualquiera dispone de una cierta cantidad de riquezas y de saberes que el simple hecho de habitar estas regiones del viejo mundo vuelve accesibles, y puede comunizarlas.
La cuestión no es vivir con o sin dinero, robar o comprar, trabajar o no, sino utilizar el dinero que tenemos para incrementar nuestra autonomía en relación a la esfera mercantil.
Y si preferimos robar a trabajar, y auto-producir a robar, no es por problemas de pureza. Es porque los flujos de poder que acompañan a los flujos de mercancías, y la sumisión subjetiva que condiciona el acceso a la supervivencia, se han vuelto exorbitantes.
Habría muchas maneras inapropiadas de decir lo que pretendemos: nosotros no queremos irnos al campo ni reapropiarnos de los antiguos saberes y acumularlos. Nuestro caso no pasa simplemente por una reapropiación de medios. Ni tampoco por una reapropiación de saberes. Si se juntaran todos los saberes y todas las técnicas, toda la inventividad desplegada en el campo del activismo, no se obtendría un movimiento revolucionario. Es una cuestión de temporalidad. Una cuestión de construir las condiciones en las que una ofensiva pueda alimentarse sin extinguirse, estableciendo las solidaridades materiales que nos permitan aguantar.

Nosotros creemos que no hay revolución sin constitución de una potencia material común. No ignoramos el anacronismo de esta creencia.
Sabemos que es demasiado pronto, y de igual modo, demasiado tarde, y es por eso que tenemos el tiempo.
Nosotros hemos dejado de esperar.




Proposición IV

Situamos el Punto de trastornamiento, la salida del desierto, el fin del Capital, en la intensidad del vínculo que cada uno logre establecer entre lo que vive y lo que piensa. Contra los defensores del liberalismo existencial, nosotros rechazamos ver en esto un asunto privado, un problema individual, una cuestión de carácter. Al contrario, nosotros partimos de la certeza de que este vínculo depende de la construcción de mundos compartidos, de la puesta en común de medios efectivos.


Escolio

Todos nos vemos cotidianamente obligados a admitir hasta qué punto la cuestión de la «relación entre la vida y el pensamiento» es ingenua, está superada, y atestigua en el fondo una pura y simple ausencia de cultura. Nosotros vemos en ella un síntoma. Pues esta evidencia no es más que un efecto de la redefinición liberal, tan fundamentalmente moderna, de la distinción entre lo público y lo privado. El liberalismo proclamó como principio que todo debía ser tolerado, que todo podía ser pensado, en la medida en que fuera reconocido como careciendo de consecuencias directas a nivel de la estructura de la sociedad, de sus instituciones y del poder de Estado. Cualquier idea puede ser admitida, su expresión debe incluso favorecerse, en la medida en que las reglas del juego social y estatal sean aceptadas. Dicho de otro modo, la libertad de pensamiento del individuo privado debe ser total, su libertad de expresarse debe serlo en principio también, pero no debe querer las consecuencias de su pensamiento en lo que concierne a la vida colectiva.

Tal vez el liberalismo inventó al individuo, pero lo inventó de entrada mutilado. El individuo liberal, que nunca se expresa mejor, en la actualidad, que en los movimientos pacifistas y ciudadanos, es ese ser que supuestamente preserva su libertad en la exacta medida en que esa libertad no compromete a nada, y, sobre todo, no busca imponerse a los demás. El precepto estúpido «mi libertad termina donde empieza la de los demás» es admitido hoy como una verdad insuperable. Incluso John Stuart Mill, no obstante uno de los baluartes esenciales de la conquista liberal, reconoció que de este precepto se seguía una fastidiosa consecuencia: está permitido desearlo todo, con la única condición de que no se desee demasiado intensamente, de que no se desborden los límites de lo privado, o en todo caso los de la «libre expresión».

Lo que nosotros llamamos liberalismo existencial es la adhesión a una serie de evidencias en el corazón de las cuales aparece una esencial disponibilidad del sujeto a la traición. Hemos sido acostumbrados a funcionar en esta especie de subrégimen que nos exculparía de antemano de la idea misma de traición. Este subrégimen emocional es la prenda que hemos aceptado como garantía para nuestro devenir-adulto. Con el espejismo de una autarquía afectiva como ideal insuperable, para los más recelosos. Y, sin embargo, es demasiado lo que hay que traicionar para aquellos que se decidan a preservar un vínculo con las promesas, llevadas sin duda desde la infancia, que continúan acompañándolos.

Entre las evidencias liberales, está la de comportarse, incluso en relación con las propias experiencias, como un propietario. Por eso, no conducirse como individuo liberal significa, en primer lugar, desatender las propiedades de uno. Aunque quizá haya que dar otro sentido a «propiedades»: no ya aquello que me pertenece como propio, sino lo que me ata al mundo y que en razón de eso no me está reservado, sin tener nada que ver con una propiedad privada ni con lo que supuestamente define una identidad (el «Yo soy así» y su confirmación: «¡Así eres tú!»). Si bien rechazamos la idea de propiedad individual, no tenemos nada en contra de los lazos. La exigencia de la apropiación o de la reapropiación se reduce para nosotros a la cuestión de saber lo que nos es apropiado, es decir, adecuado, en términos de uso, en términos de necesidad, en términos de relación con un lugar, con un momento de mundo.

El liberalismo existencial es la ética espontánea adecuada para la socialdemocracia considerada como ideal político. Sólo serás un mejor ciudadano cuando seas capaz de renegar una relación o un combate para asegurar tu puesto. Esto no ocurrirá siempre sin sufrimiento, pero es precisamente ahí donde el liberalismo existencial se muestra eficaz: prevé incluso los remedios a los malestares que genera. El cheque a Amnistía Internacional, el café de comercio justo, la manifestación contra la última guerra o incluso Daniel Mermet, son algunos de muchos no-actos disfrazados de gestos de salvación. Haz exactamente como de costumbre, es decir, pasea por los sitios habituales y haz tus compras, las mismas de siempre pero con un extra, con un suplemento, regalándote buena conciencia; compra No Logo, boicotea Total Fina Elf, todo esto debe bastar para persuadirte de que la acción política, en el fondo, no exige gran cosa, y que también tú eres capaz de «comprometerte». Nada nuevo en este comercio de indulgencias, pero la dificultad se hace sentir al decidirse en la confusión circundante. La cultura invocatoria del otro-mundo-es-posible o el pensamiento Max Havelaar dejan poco margen para hablar de ética sin que esto remita a etiqueta. La multiplicación de las asociaciones ecologistas, humanitarias, «de solidaridad» canaliza oportunamente el malestar generalizado y contribuye así a la perpetuación del estado de las cosas, mediante la valorización personal, el reconocimiento y su lote de subvenciones «honestamente» recibidas, mediante el culto, en suma, a la utilidad social.
Y sobre todo, nada de enemigos. A lo sumo problemas, abusos o incluso catástrofes, peligros todos ellos de los que únicamente los dispositivos del poder puedan protegernos.

Si la obsesión de los fundadores del liberalismo fue la eliminación de las sectas, fue a causa de que en ellas se reunían todos los elementos subjetivos que debían ponerse al margen como condición de existencia del Estado moderno. Para un sectario, la vida es, antes que nada, exactamente lo que puede volverse adecuado a lo que un pensamiento, reconocido como verdadero, está en condiciones de exigir — a saber, una cierta disposición con respecto de las cosas y los acontecimientos del mundo, un modo de no perder de vista lo que importa. Existe una concomitancia entre la aparición de «la sociedad» (y de su correlato: «la economía») y la redefinición liberal de lo público y lo privado. La colectividad sectaria es, por sí misma, una amenaza para lo que designa el pleonasmo «sociedad liberal». Y esto en la medida en que es una forma de organización de la secesión. Aquí residía la pesadilla de los fundadores del Estado moderno: un pedazo de colectividad se desprende del todo, arruinando así la idea de una unidad social. Dos cosas que la «sociedad» no puede soportar: que un pensamiento pueda ser incorporado, es decir, que pueda efectuarse en una existencia en términos de conducta de vida o de manera de vivir; y que esta incorporación pueda ser no solamente transmitida, sino compartida, comunizada. Nada más hacía falt para que se tomara la costumbre de descalificar como «secta» cualquier experiencia colectiva fuera de control.

La evidencia del mundo mercantil se ha filtrado por todas partes. Esta evidencia es el instrumento más operante para desconectar los objetivos y los medios, para secretar así la «vida cotidiana» como un espacio de existencia que nos compete únicamente gestionar. La vida cotidiana es aquello a lo que supuestamente siempre queremos volver, como a la aceptación de una necesaria y universal neutralización. Es la parte cada vez mayor de renuncia a la posibilidad de una alegría no diferida. Como dice un amigo: es el promedio de todos nuestros crímenes posibles.
Raras son las colectividades que pueden escapar del abismo que les espera, a saber, su aplastamiento sobre la extrema planitud de lo real, la comunidad como el colmo de la intensidad promedio, retorno de los lentos desmoronamientos torpemente rellenados con algunos banales galanteos.
La neutralización es una característica esencial de la sociedad liberal. Los focos de neutralización, donde se requiere que ninguna emoción se desborde, donde a cada persona se le exige contenerse, todo el mundo los conoce y, sobre todo, todo el mundo los vive como tales: empresas (pero, ¿qué no es, hoy en día, una «empresa»?), discotecas, lugares de actividades deportivas, centros culturales, etc. La verdadera cuestión es saber por qué, suponiendo que cada uno sabe a qué atenerse en cuanto a esos lugares, ¿por qué, pues, pueden ser a pesar de todo tan frecuentados? ¿Por qué querer preferentemente, siempre y ante todo, el «que nada pase», que en todo caso no acontezca nada susceptible de provocar estremecimientos demasiado profundos? ¿Por costumbre? ¿Por desesperación? ¿Por cinismo? O tal vez porque así uno puede experimentar la delicia de estar en alguna parte al mismo tiempo que no lo está, de estar completamente ahí estando esencialmente en otra parte; porque así aquello que somos en el fondo se preservaría hasta el punto de no tener ya que existir.

Éstas son algunas cuestiones «éticas» que deben ser planteadas ante todo, y sobre todo, son las que nosotros hallamos en el corazón mismo de la política: ¿cómo responder a la neutralización afectiva, a la neutralización de los efectos potenciales de pensamientos decisivos? Y también: ¿cómo las sociedades modernas juegan con estas neutralizaciones o, más bien, las hacen jugar como un engranaje esencial de su funcionamiento? ¿Cómo nuestras disposiciones a la atenuación actualizan en nosotros y hasta en nuestras experiencias colectivas la efectividad material del imperio?

La aceptación de estas neutralizaciones puede ir sin duda a la par con grandes intensidades de creación. Puedes experimentar hasta la locura, a condición de ser una singularidad creadora, y de producir en público la prueba de esta singularidad (las «obras»). Puedes incluso saber lo que significa el estremecimiento, pero a condición de experimentarlo a solas y, a lo sumo, de transmitirlo indirectamente. Entonces serás reconocido como artista o como pensador, y, por poco que estés «comprometido», podrás lanzar al mar todas las botellas que quieras, con la buena conciencia de quien ve más lejos y puede prevenir a los demás.

Hemos hecho, como muchos otros, la experiencia de que los afectos bloqueados en una «interioridad» enferman: pueden incluso convertirse en síntomas. La rigidez que observamos en nosotros provienen de los tabiques que cada uno se ha creído obligado a levantar para marcar los límites de su persona, y para contener en ella lo que no debe desbordarse. Cuando, por una u otra razón, estos tabiques se fisuran y se quiebran, sucede algo que puede ser espantoso, que quizá tiene incluso que ver esencialmente con el espanto, pero un espanto capaz de librarnos del miedo. Todo cuestionamiento de los límites individuales, de las fronteras trazadas por la civilización, puede revelarse salvador. Una cierta puesta en peligro de los cuerpos acompaña a la existencia de toda comunidad material: cuando los afectos y los pensamientos dejan de ser asignables a uno u otro, cuando una circulación se ha restablecido más o menos, en la que transitan, indiferentes a los individuos, afectos, ideas, impresiones y emociones. Sólo hace falta comprender bien que la comunidad como tal no es la solución: es su desaparición, en todas partes y todo el tiempo, lo que es el problema.

Nosotros no percibimos a los humanos aislados los unos de los otros ni del resto de seres de este mundo; los vemos vinculados por múltiples lazos, que ellos han aprendido a denegar. Esta denegación permite bloquear la circulación afectiva mediante la cual estos múltiples lazos son experimentados. A su vez, este bloqueo es necesario para que la costumbre se supedite al régimen de intensidad más neutro, más apagado, más promedio, el que puede hacer desear como un favor —es decir, como algo lo suficientemente neutro, promedio y apagado, aunque libremente decidido— las vacaciones, la hora de la cena o las veladas tranquilas. De este régimen de intensidad, ciertamente muy occidentado, se alimenta el orden imperial.

Se nos dirá: haciendo la apología de las intensidades emocionales experimentadas en común, ustedes van en contra de aquello que los seres vivos reclaman para vivir, a saber: la dulzura y la calma (hoy en día, por lo demás, vendidas, como todo bien escaso, a precios altos). Si con esto se quiere decir que nuestro punto de vista es incompatible con el ocio autorizado, incluso los fanáticos de los deportes de invierno podrían reconocer sin muchos esfuerzos que no supondría una gran pérdida ver arder todas las estaciones de esquí y devolver el espacio a las marmotas. En cambio, no tenemos nada contra la dulzura que todo viviente en cuanto viviente lleva consigo. «Bien podría ser que vivir fuera algo dulce», cualquier brizna de hierba lo sabe mejor que todos los ciudadanos del mundo.




Proposición V

Nosotros sustituimos toda preocupación moral, todo cuidado de pureza, con la elaboración colectiva de una estrategia.
Sólo es malo lo que perjudica al incremento de nuestra potencia.
Pertenece a esta resolución dejar de distinguir entre economía y política.
La perspectiva de formar bandas no nos espanta; la de ser considerados como una mafia más bien nos divierte.


Escolio

Se nos ha vendido esta mentira: lo que tendríamos de más propio sería lo que nos distingue de lo común.
Nosotros hacemos la experiencia inversa: toda singularidad se experimenta en la manera y en la intensidad con la que un ser hace existir algo común.
En el fondo, es de ahí de donde nosotros partimos, ahí
donde nos encontramos.
Lo más singular en nosotros exige un compartir.
Ahora bien, nosotros constatamos esto: lo que tenemos que compartir no sólo no es, evidentemente, compatible con el orden dominante, sino que éste asedia encarnizadamente toda forma del compartir cuyas reglas no dicte. En las metrópolis, por ejemplo, el cuartel, el hospital, la cárcel, el asilo y la casa de retiro son las únicas formas admitidas de habitación colectiva. El estado normal es el aislamiento de cada persona en su habitáculo privado. Es aquí a donde vuelve invariablemente, por más conmovedores que sean los encuentros que propicia, las repulsiones que experimenta.
Nosotros conocimos esas condiciones de existencia, y jamás volveremos a ellas. Nos debilitan demasiado. Nos vuelven demasiado vulnerables. Nos marchitan.
El aislamiento, en las «sociedades tradicionales», es la pena más dura a la que se puede condenar a un miembro de la comunidad. Hoy en día es la condición común. El resto del desastre se deduce lógicamente de aquí.
Es en virtud de la idea limitada de que cada uno se hace de «su hogar» como parece natural dejar el espacio de la calle a la policía. uno no habría podido volver el mundo tan resolublemente inhabitable ni pretender controlar toda socialidad —de los mercados a los bares, de las empresas a los backrooms— si uno no hubiera otorgado previamente a cada persona el refugio del espacio privado.

En nuestra fuga fuera de todas las condiciones de existencia que nos mutilan, hemos encontrado las okupaciones, o más bien, la escena okupa internacional. En esta constelación de lugares ocupados donde se experimentan, se diga lo que se diga, formas de agregación colectiva fuera de control, conocimos, en un primer momento, un incremento de potencia. Nos organizamos para la supervivencia elemental —recuperar comida, robo, trabajos colectivos, comidas en común, intercambio de técnicas, materiales, inclinaciones amorosas— y encontramos formas de expresión política — conciertos, manifestaciones, acción directa, sabotaje, folletos.
Luego, poco a poco, vimos cómo lo que nos rodeaba se transformaba en medio, y de medio en escena. Vimos cómo la elaboración de una estrategia era sustituida por el dictado de una moral. Vimos cómo se solidificaban normas, se construían reputaciones, se ponían a funcionar hallazgos, y todo se tornaba tan previsible. La aventura colectiva mutó en triste cohabitación. Una tolerancia hostil se apoderó de todas las relaciones. Nos adaptábamos. Y como no podía ser de otro modo, al final, lo que supuestamente debía ser un contra-mundo se vio reducido finalmente a no ser ya sino un simple reflejo del mundo dominante: los mismos juegos de valorización personal en el terreno del robo, de la pelea, de la corrección política o de la radicalidad — el mismo sórdido liberalismo en la vida afectiva, las mismas preocupaciones de territorio, de dominio, la misma escisión entre vida cotidiana y actividad política, las mismas paranoias identitarias. Y para los más afortunados, el lujo de poder escapar periódicamente de su miseria local llevándola consigo allá donde todavía puede resultar exótica.

No imputamos estas debilidades a la forma okupación. Ni la renegamos ni la desertamos. Decimos que okupar no volverá a tener un sentido para nosotros más que a condición de entenderse sobre las bases del compartir en el que estamos involucrados. En las okupaciones, como en otras partes, la confección colectiva de una estrategia es la única alternativa frente al repliegue hacia una identidad, frente a la integración o al gueto.

En materia de estrategia, nosotros mantenemos todas las lecciones de la «tradición de los vencidos».
Vienen a la memoria los inicios del movimiento obrero.
Nos son cercanos.
Porque lo que se puso en marcha en su fase inicial se relaciona directamente con lo que vivimos, con lo que hoy queremos poner en marcha.
La constitución en fuerza de lo que habría de llamarse «movimiento obrero» se apoyó en su inicio en la acción de compartir prácticas criminales. Las cajas negras de solidaridad en caso de huelga, los sabotajes, las sociedades secretas, la violencia de clase, las primeras formas de mutualización como modo de superar la supervivencia individual, se desarrollaron con toda la consciencia de su carácter ilegal, de su antagonismo.
Es en los Estados Unidos en donde la indistinción entre formas de organización obrera y criminalidad organizada fue más tangible. La potencia de los proletarios estadounidenses en los comienzos de la era industrial obedeció tanto al desarrollo, en el seno de la comunidad de los trabajadores, de una fuerza de destrucción y de represalias contra el Capital, como a la existencia de solidaridades clandestinas. La reversibilidad constante del trabajador en malhechor trajo como respuesta un control sistemático, la «moralización» de toda forma de organización autónoma. se marginalizó como gang todo lo que excedía al ideal del honesto trabajador. Hasta quedar la mafia de un lado y los sindicatos del otro, ambos producto de una recíproca amputación.

En Europa, la integración de las formas de organización obrera en el aparato de gestión estatal —fundamento de la socialdemocracia— se pagó con la renuncia a asumir la más mínima capacidad de provocar daños. Pero también aquí la emergencia del movimiento obrero fue producto de solidaridades materiales, de una urgente necesidad de comunismo. Las «casas del pueblo» fueron los últimos refugios de esta indistinción entre necesidades de comunización inmediata y necesidades estratégicas vinculadas a la puesta en marcha del proceso revolucionario. El «movimiento obrero» se desarrolló desde entonces como progresiva separación entre la corriente cooperativa —nicho económico cortado de su razón estratégica de ser— y, por otra parte, formas políticas y sindicales arrojadas al terreno del parlamentarismo, de la cogestión. Es del abandono de toda perspectiva secesionista que nace este absurdo: la izquierda. Y el punto culminante se alcanzó cuando sindicalistas denuncian el recurso a la violencia, clamando a quien quisiera oírlos que colaboraron con los policías para controlar a los vándalos, a los rompevidrios.

El endurecimiento policial de los Estados en los últimos años prueba únicamente esto: las sociedades occidentales han perdido toda fuerza de agregación. No hacen más que gestionar su ineluctable descomposición. Es decir, esencialmente, impedir toda reagregación, pulverizar todo lo que emerge.
Todo lo que deserte.
Todo lo que se salga de la raya.
Pero poco importa. El estado de ruina interior de estas sociedades permite que aparezca un número creciente de grietas. La continua restauración de las apariencias nada puede al respecto: allá, se forman mundos. Okupaciones, comunas, grupúsculos, barrios, todos intentan extraerse de la desolación capitalista. La mayoría de las veces estas tentativas abortan o mueren de autarquía, a falta de haber establecido los contactos, las solidaridades apropiadas. A falta también de percibirse como parte activa en la guerra civil mundial.
Pero todas estas reagregaciones no son apenas nada comparadas con el deseo de masa, el deseo siempre pospuesto, de dejarlo todo. De partir.
En diez años, entre dos censos, cien mil personas han desaparecido en Gran Bretaña. Han tomado un camión, un billete, unos ácidos o se han echado al monte. Se han desafiliado. Se han ido.
A nosotros nos habría encantado, en nuestra desafiliación, contar con un lugar al cual llegar, un partido que tomar, una dirección que seguir.
Muchos de los que se van se pierden.
Y no llegan jamás.

Nuestra estrategia es pues la siguiente: establecer desde ahora un conjunto de focos de deserción, de polos de secesión, de puntos de concentración. Para los fugitivos. Para los que se van. Un conjunto de lugares en los cuales sustraerse al imperio de una civilización que camina hacia el precipicio.
De lo que se trata es de darse los medios, de encontrar la escala donde puedan resolverse el conjunto de cuestiones que, planteadas a cada uno separadamente, conducen a la depresión. ¿Cómo deshacerse de las dependencias que nos debilitan? ¿Cómo organizarse para dejar de trabajar? ¿Cómo establecerse fuera de la toxicidad de las metrópolis sin, por otro lado, «irse al campo»? ¿Cómo detener las centrales nucleares? ¿Cómo hacer para no verse forzado a recurrir a la trituración psiquiátrica cuando un amigo se vuelve loco, a los medicamentos burdos de la medicina mecanicista cuando cae enfermo? ¿Cómo vivir juntos sin aplastarse mutuamente? ¿Cómo acoger la muerte de un camarada? ¿Cómo arruinar al imperio?

Conocemos nuestra debilidad: hemos nacido y hemos crecido en sociedades pacificadas, como disueltas. No hemos tenido la ocasión de adquirir esa consistencia que dan los momentos de intensa confrontación colectiva. Ni los saberes a ellos asociados. Tenemos una educación política que madurar conjuntamente. Una educación teórica y práctica.
Para eso necesitamos lugares. Lugares en los cuales organizarse, en los cuales compartir y desarrollar las técnicas requeridas. En los cuales ejercitarse en el manejo de todo lo que podrá revelarse necesario. En los cuales cooperar. Si no hubiera renunciado a toda perspectiva política, la experimentación de la Bauhaus, con todo lo que contenía de materialidad y de rigor, evocaría la idea que nos hacemos de espacios-tiempos dispuestos para la transmisión de saberes y experiencias. Los Black Panthers también se dotaron de tales lugares, a los que añadieron su capacidad político-militar, las diez mil comidas gratuitas que distribuían diariamente, su prensa autónoma. Muy pronto formaron una amenaza tan tangible para el poder que se tuvo que enviar a los servicios especiales para masacrarlos.

Quienquiera que se constituya de este modo en fuerza, sabe que deviene un partido en el desenvolvimiento mundial de las hostilidades. La cuestión del recurso o de la renuncia a «la violencia» no es de las que un partido así se plantee. Y el propio pacifismo nos parece, en cualquier caso, un arma suplementaria al servicio del imperio, junto a los contingentes de antimotines y de periodistas. Las consideraciones que han de ocuparnos atañen a las condiciones del conflicto asimétrico que nos es impuesto, a los modos de aparición y desaparición adecuados a cada una de nuestras prácticas. La manifestación, la acción a rostro descubierto, la protesta indignada, son formas de lucha inadecuadas al régimen actual de dominación, incluso lo refuerzan, alimentando, con informaciones continuamente actualizadas, sus sistemas de control. Por lo demás, parecerá de buen juicio, teniendo en cuenta la friabilidad de las subjetividades contemporáneas, incluso de nuestros dirigentes, y también considerando el pathos lacrimógeno con que se ha conseguido rodear la muerte del más insignificante de los ciudadanos, atacar los dispositivos materiales más que a los hombres que les confieren un rostro. Por cuidado estratégico. Por esto mismo, es hacia las formas de operación propias de todas las guerrillas a donde debemos dirigir nuestra atención: sabotajes anónimos, acciones no reivindicadas, recurso a técnicas fácilmente apropiables, contraataques específicos.

No hay cuestión moral en el modo en que nos procuramos nuestros medios de vivir y de luchar, sino una cuestión táctica sobre los medios que nos damos y sobre el uso que hacemos de ellos.
«La manifestación del capitalismo en nuestras vidas es la tristeza», decía una amiga.
De lo que se trata es de establecer las condiciones materiales de una disponibilidad compartida a la alegría.




Proposición VI

Por un lado, queremos vivir el comunismo;
por el otro, queremos propagar la anarquía.


Escolio

la época que atravesamos es la de la más extrema separación. La normalidad depresiva de las metrópolis, sus muchedumbres solitarias, expresan la imposible utopía de una sociedad de átomos.
La más extrema separación enseña el sentido de la palabra «comunismo».
El comunismo no es un sistema político o económico. El comunismo puede arreglárselas muy bien sin Marx. El comunismo se ríe de la URSS. Y uno no podría explicarse que se pueda fingir, cada diez años y desde hace medio siglo, el descubrimiento de los crímenes de Stalin al grito de «¡Vean lo que es el comunismo!», si no se presintiera que en realidad todo nos empuja a él.

El único argumento que haya valido nunca contra el comunismo era que no se tenía necesidad de él. Y ciertamente, por limitados que sean, había aún, hasta fechas recientes, aquí y allá, cosas, lenguajes, pensamientos y lugares comunes que subsistían; suficientes en todo caso para no decaer. Había mundos, y éstos estaban poblados. El rechazo a pensar, el rechazo a plantearse la cuestión del comunismo tenía sus argumentos, argumentos prácticos. Han sido barridos. Los años 80, los años 80 tal como perduran, persisten en Francia como la marca traumática de esa última purga. Desde entonces, todas las relaciones sociales se han transformado en sufrimiento. Al punto de volver preferible toda anestesia, todo aislamiento. En cierto sentido, es el liberalismo existencial lo que nos conduce al comunismo, por el exceso mismo de su triunfo.

La cuestión comunista apunta a la elaboración de nuestra relación con el mundo, con los seres, con nosotros mismos. Apunta a la elaboración del juego entre los diferentes mundos, a la comunicación entre ellos. No a la unificación del espacio planetario, sino a la instauración de lo sensible, es decir, de la pluralidad de mundos. En ese sentido, el comunismo no es la extinción de toda conflictualidad, no describe un estado final de la sociedad tras el cual todo habría sido dicho. Pues es mediante el conflicto, también, como los mundos se comunican. «En la sociedad burguesa, donde las diferencias entre los hombres no son más que diferencias que no dependen del hombre mismo, son justamente las verdaderas diferencias, las diferencias de cualidad, las que no son retenidas. El comunista no quiere construir un alma colectiva. Quiere realizar una sociedad donde las falsas diferencias sean liquidadas. Y tras estar liquidadas estas falsas diferencias, abrir todas sus posibilidades a las diferencias verdaderas». Así hablaba un viejo amigo.

Es evidente, por ejemplo, que se ha pretendido zanjar la cuestión de lo que me es apropiado, de lo que necesito, de lo que forma parte de mi mundo, exclusivamente a través de la ficción policial de la propiedad legal, de lo que es mío. Una cosa me es propia en la medida en que entra en el dominio de mis usos, y no en virtud de algún título jurídico. La propiedad legal no tiene otra realidad, a final de cuentas, que la de las fuerzas que la protegen. Así pues, la cuestión del comunismo consiste, por un lado, en suprimir la policía y, por el otro, en elaborar entre los que viven juntos modos de compartir, usos. Es esta cuestión la que se elude cada día a lo largo de los «¡me tiene harto!», de los «¡no te pongas así!» El comunismo, ciertamente, no está dado. Está por ser pensado, está por ser hecho. Por eso, todo lo que se pronuncia en su contra se reduce la mayoría de las veces a la expresión del cansancio. «Pero jamás lo conseguirás... Eso no puede funcionar... Los hombres son como son... Y además, ya es suficientemente dura la vida como para... La energía tiene un límite, no se puede hacer todo». Pero el cansancio no es un argumento. Es un estado.

El comunismo parte, por tanto, de la experiencia del compartir. Y en primer lugar del compartir nuestras necesidades. La necesidad no es eso a lo que nos han acostumbrado los dispositivos capitalistas. La necesidad no es nunca necesidad de una cosa sin ser al mismo tiempo necesidad de mundo. Cada una de nuestras necesidades nos vincula, más allá de todo pudor, con todo lo que la experimenta. La necesidad es simplemente el nombre de la relación por la que cierto ser sensible hace existir tal o cual elemento de su mundo. Es por esto mismo que los que no tienen mundo —las subjetividades metropolitanas, por ejemplo— no tienen otra cosa que caprichos. Y es por esto que el capitalismo, que no obstante satisface como nadie la necesidad de cosas, no propaga universalmente otra cosa que la insatisfacción: porque para hacerlo, debe destruir los mundos.

Por comunismo, nosotros entendemos una cierta disciplina de la atención.

A la práctica del comunismo, tal como nosotros la vivimos, la llamamos «El Partido». Cuando conseguimos superar juntos un obstáculo o cuando alcanzamos un nivel superior de compartir, nosotros nos decimos que «construimos el Partido». Ciertamente, otros, que no conocemos aún, construyen también el Partido, en otra parte. Este llamamiento está dirigido a ellos. Ninguna experiencia del comunismo, en la época presente, puede sobrevivir sin organizarse, sin vincularse a otras, sin ponerse en crisis, sin librar la guerra. «Porque los oasis que dispensan la vida son aniquilados cuando buscamos refugio en ellos».

Tal como nosotros lo aprehendemos, el proceso de instauración del comunismo sólo puede tomar la forma de un conjunto de actos de comunización, de puesta en común de tal o cual espacio, de tal o cual artefacto, de tal o cual saber. Es decir: de la elaboración del modo de compartir que les está vinculado. La insurrección misma no es más que un acelerador, un momento decisivo en este proceso. Tal como nosotros lo entendemos, el Partido no es la organización —donde a fuerza de transparencia todo es inconsistente— ni el Partido es la familia —donde a fuerza de opacidad todo huele a estafa.
El Partido es un conjunto de lugares, de infraestructuras, de medios comunizados y los sueños, los cuerpos, los murmullos, los pensamientos, los deseos que circulan entre esos lugares, el uso de esos medios, el compartir esas infraestructuras.
La noción de Partido responde a la necesidad de una formalización mínima, que nos haga accesibles al mismo tiempo que permanecemos invisibles. Corresponde a la exigencia comunista el explicarnos a nosotros mismos, el formular los principios de nuestro compartir. A fin de que el último en llegar sea, al menos en esto, el igual del más viejo.
Visto más de cerca, el Partido podría no ser algo distinto a esto: la constitución en fuerza de una sensibilidad. El despliegue de un archipiélago de mundos. ¿Qué sería, bajo el imperio, una fuerza política que careciera de sus granjas, sus escuelas, sus armas, sus medicinas, sus casas colectivas, sus mesas de montaje, sus imprentas, sus tráileres y sus cabezas de puente en las metrópolis? Cada vez nos parece más absurdo que algunos de entre nosotros se vean todavía obligados a trabajar para el Capital — fuera de las diversas tareas de infiltración, por supuesto.
De aquí viene la potencia ofensiva del Partido, siendo también una potencia de producción, pero en su seno las relaciones no son relaciones de producción más que incidentalmente.
El capitalismo ha consistido en la reducción de todas las relaciones, en última instancia, a relaciones de producción. De la empresa a la familia, el mismo consumo aparece como otro episodio de la producción general, de la producción de sociedad.
El derrocamiento del capitalismo vendrá de aquellos que consigan crear las condiciones de otros tipos de relaciones.
En esto, el comunismo del que hablamos se opone, término a término, a lo que se ha llamado «comunismo» y que la mayoría de las veces sólo ha sido socialismo, capitalismo monopolista de Estado.
El comunismo no consiste en la elaboración de nuevas relaciones de producción, sino más bien en su abolición.
No tener con respecto a nuestro medio o entre nosotros relaciones de producción, significa no dejar nunca que la búsqueda del resultado prime sobre la atención al proceso, significa arruinar entre nosotros cualquier forma de valorización, significa cuidarnos de no desvincular afección y cooperación.
Estar atento a los mundos, a su configuración sensible, implica muy especialmente imposibilitar el aislamiento de cualquier cosa que se asemeje a «relaciones de producción».
En los lugares que nosotros abrimos, en torno a los medios que compartimos, ésta es la gracia que buscamos, que experimentamos.
Para nombrar esta experiencia, en Francia a menudo oímos de nuevo la palabra «gratuidad». Antes que de gratuidad, nosotros preferimos hablar de comunismo, porque no conseguimos olvidar lo que la práctica de la gratuidad implica de organización y, a corto plazo, de antagonismo político.

Por eso, la construcción del Partido, en su aspecto más visible, consiste para nosotros en la puesta en común, la comunización de aquello de lo que disponemos. Comunizar un lugar quiere decir: liberar su uso y, sobre la base de esta liberación, experimentar relaciones finas, intensificadas, complejizadas. Si la propiedad privada consiste esencialmente en el poder discrecional de privar a cualquiera que se quiera del uso de la cosa poseída, la comunización consiste en privarlo sólo a los agentes del imperio.

Desde todos los lados se nos opone el chantaje de tener que escoger entre la ofensiva y la construcción, la negatividad y la positividad, la vida y la supervivencia, la guerra y el día a día. No responderemos a esto. Observamos demasiado bien cómo estas alternativas descuartizan primero y escisionan y reescisionan después a todos los colectivos existentes. Para una fuerza que se despliega, es imposible decir si el aniquilamiento de un dispositivo que le perjudica es asunto de construcción o de ofensiva, si el hecho de conseguir una relativa autonomía alimentaria o médica constituye un acto de guerra o de sustracción. Hay circunstancias, como en un motín, donde el hecho de poder cuidarse entre camaradas aumenta considerablemente nuestra capacidad de hacer estragos. ¿Quién puede decir que armarse no participa de la constitución material de una colectividad? En los lugares en los que se consiente una estrategia común, no se da la elección entre ofensiva y construcción; se da, en cada situación, la evidencia de lo que incrementa nuestra potencia y lo que la disminuye, de lo que es oportuno y lo que no lo es. Y donde esta evidencia hace falta, se da la discusión y, en el peor de los casos, la apuesta.

De manera general, nosotros no vemos cómo algo distinto a una fuerza, a una realidad apta para sobrevivir a la dislocación total del capitalismo, podría verdaderamente atacarlo, es decir, hasta alcanzar justamente esa dislocación.
De lo que se tratará, cuando llegue el momento, es de hacer girar a nuestro favor el derrumbamiento social generalizado, de transformar un hundimiento del tipo argentino, o soviético, en situación revolucionaria. Los que pretenden separar autonomía material y sabotaje de la máquina imperial pronuncian suficientemente bien que no quieren ni una cosa ni la otra.
No es una objeción contra el comunismo el hecho de que la experimentación más grande del compartir en el período reciente haya sido el movimiento anarquista español entre 1868 y 1939.




Proposición VII

El comunismo es posible en todo momento.
Lo que llamamos «Historia» no es al día de hoy más que el conjunto de rodeos inventados por los humanos para conjurarlo. El hecho de que esta «Historia» se conduzca, desde hace más de un siglo, a una variada acumulación de desastres, y solamente a eso, dice mucho que la cuestión comunista ya no puede estar suspendida. Es esta suspensión lo que nos hace falta, a su vez, suspender.


Escolio

«Pero ¿qué quieren ustedes exactamente? ¿Qué es lo que ustedes proponen?»
Este tipo de preguntas pueden parecer inocentes. Pero lamentablemente no son preguntas. Son operaciones.
Remitir todo nosotros que se exprese a un ustedes ajeno es, de entrada, conjurar la amenaza de que ese nosotros me interpele de algún modo, de que ese nosotros me atraviese. En segundo lugar, es constituir a quien no hace otra cosa que portar un enunciado —en sí inasignable— en propietario de éste. Ahora bien, en la organización metódica de la separación por ahora dominante, a los enunciados sólo se les admite circular a condición de que puedan justificar un propietario, un autor. Sin el cual correrían el riesgo de ser un poco comunes, y sólo aquello que el se enuncia está autorizado a la difusión anónima.
Posteriormente, está esta mistificación: que, atrapados en el curso de un mundo que nos desagrada, habría propuestas que hacer, alternativas que encontrar. Que uno podría, en otros términos, extraerse de la situación que nos es dispuesta, para discutir de ella de manera desapasionada, entre gente razonable.
Ahora bien, no, no hay espacio fuera de situación. No hay afuera a la guerra civil mundial. Estamos irremediablemente ahí.
Todo lo que podemos hacer al respecto es elaborar en ella una estrategia. Compartir un análisis de la situación y elaborar en ella una estrategia. Éste es el único nosotros posiblemente revolucionario, el nosotros práctico, abierto y difuso de quien obra en el mismo sentido.

En el momento en que escribimos esto, en agosto de 2003, podemos decir que nos enfrentamos a la mayor ofensiva del Capital desde hace dos décadas. El antiterrorismo y la supresión de los últimos logros conquistados en otros tiempos por el difunto movimiento obrero dan el tono de una puesta en vereda general de la población. Jamás los gestores de la sociedad supieron tan bien como ahora de qué obstáculos se libraron y qué medios tienen a su disposición. Saben, por ejemplo, que la pequeña burguesía planetaria que puebla en lo sucesivo las metrópolis está suficientemente desarmada como para no ofrecer la menor resistencia a su aniquilamiento programado. Al igual que saben que la contrarrevolución que dirigen se encuentra en adelante inscrita en toneladas de cemento, incluyendo la arquitectura de tantas «nuevas ciudades». A largo plazo, parece que el plan del Capital consiste en apartar, a escala del globo, un conjunto de zonas segurizadas, incesantemente conectadas entre sí, y donde el proceso de valorización capitalista abrazaría con un movimiento a la vez perpetuo e ininterrumpido todas las manifestaciones de la vida. Esta zona de confort imperial, ciudadana y desterritorializada, formaría una especie de continuum policial donde reinaría un nivel de control más o menos constante, política y biométricamente. El «resto del mundo» podría entonces ser enarbolado, a medida que avanza su incompleta pacificación, como repelente y, al mismo tiempo, como gigantesco afuera que hay que civilizar. La experimentación salvaje de cohabitación zona por zona entre enclaves hostiles, tal como se muestra desde hace décadas en Israel, ofrecería el modelo de la gestión de lo social por venir. No tenemos ninguna duda de que el meollo real de todo esto sea, para el Capital, reconstituirse desde la base su propia sociedad. Sin importar cuál sea su forma, y al precio que sea necesario.
Con Argentina hemos visto que el hundimiento económico de un país entero no es, desde su punto de vista, demasiado costoso.

En este contexto, nosotros somos aquellos, todos aquellos, que experimentan la necesidad táctica de estas tres operaciones:

1. Impedir por todos los medios la recomposición de la izquierda.

2. Hacer progresar, de «catástrofe natural» en «movimiento social», el proceso de comunización, la construcción del Partido.

3. Llevar la secesión hasta los sectores vitales de la máquina imperial.

1. Periódicamente la izquierda está en desbandada. Eso nos divierte pero no nos basta. Su derrota, la queremos definitiva. Sin remedio. Que nunca más el espectro de una oposición conciliable revolotee en el espíritu de aquellos que se saben inadecuados al funcionamiento capitalista. La izquierda —y esto lo admite hoy en día todo el mundo, aunque ¿nos acordaremos todavía de ello pasado mañana?— forma parte integrante de los dispositivos de neutralización propios de la sociedad liberal. Cuanto más se confirma la implosión de lo social, más invoca la izquierda a «la sociedad civil». Cuanto más actúa impune y arbitrariamente la policía, más se declara pacifista. Cuanto más se libera el Estado de las últimas formalidades jurídicas, más ciudadana se vuelve. Cuanto más crece la urgencia de apropiarse de los medios de nuestra existencia, más nos exhorta la izquierda a esperar, a reclamar la mediación, si no es que la protección de nuestros amos. Es la izquierda lo que nos prescribe hoy, frente a gobiernos que se sitúan abiertamente sobre el terreno de la guerra social, que nos hagamos escuchar por ellos, que redactemos nuestras quejas, que formulemos reivindicaciones, que estudiemos la economía política. De Léon Blum a Lula, la izquierda nunca ha sido más que esto: el partido del hombre, del ciudadano y de la civilización. Hoy, ese programa coincide íntegramente con el programa contrarrevolucionario integral: mantener en vigor el conjunto de las ilusiones que nos paralizan. La vocación de la izquierda consiste pues en exponer el sueño de aquello cuyos medios están en posesión únicamente del imperio. La izquierda forma la vertiente idealista de la modernización imperial, la válvula necesaria para el insoportable tren del capitalismo. A uno ya no le repugna escribirlo en las propias publicaciones del ministerio francés de la Juventud, la Educación y la Investigación: «Ahora cualquiera sabe que sin la ayuda concreta de los ciudadanos, el Estado carecería de los medios y el tiempo para lograr las obras que pueden evitar la explosión de nuestra sociedad» (Ganas de actuar. La guía del compromiso).
Hoy, deshacer la izquierda, es decir, mantener constantemente abierto el canal de la desafección social, no es solamente necesario sino posible. Somos testigos, al mismo tiempo en que, por otra parte, se refuerzan a un ritmo acelerado las estructuras imperiales, del paso de la vieja izquierda trabajista, enterradora del movimiento obrero y surgida de él, a una nueva izquierda, mundial, cultural, de la que puede decirse que el negrismo forma su extremo más avanzado. Esta nueva izquierda todavía no termina de asentarse sobre la reciente neutralización del «movimiento antiglobalización». Los señuelos que adelanta pasan todavía como tales, mientras que los viejos ya no sirven.
Nuestra tarea consiste en arruinar la izquierda mundial dondequiera que se manifieste, en sabotear metódicamente, es decir, tanto en la teoría como en la práctica, cada uno de sus posibles momentos de constitución. En ese sentido, nuestro éxito en Génova residió de igual modo en los espectaculares enfrentamientos con la policía o en los daños infligidos a los órganos del Estado y del Capital, como en el hecho de que la difusión de las prácticas de confrontación propias del «Black Bloc» en todos los bloques de la manifestación haya aplastado la apoteosis anunciada de los Tute Bianche. Por eso, nuestro fracaso desde entonces se encuentra en no haber sabido elaborar nuestra posición de modo tal que esa victoria en la calle se convirtiera en algo más que en el simple espantapájaros agitado ahora de manera sistemática por todos los movimientos llamados «pacifistas».
Es el actual repliegue de esta izquierda mundial hacia los foros sociales —repliegue debido al hecho de que fue vencida en la calle— lo que nos es preciso atacar.

2. Cada año se incrementa la presión para que todo funcione. A medida que progresa la cibernetización de lo social, la situación normal se vuelve más imperiosa. Y es de manera enteramente lógica como se multiplican, desde entonces, las situaciones de crisis, los disfuncionamientos. Un fallo eléctrico, un verano demasiado caluroso o un movimiento social no difieren en nada, desde el punto de vista del imperio. Son perturbaciones. Hay que gestionarlas. Por ahora, es decir, a causa de nuestra debilidad, estas situaciones de interrupción se presentan como unos de tantos momentos en los que el imperio sobreviene, se inscribe en la materialidad de los mundos, experimenta nuevos procedimientos. Es ahí, sobre todo, donde él se anexa con más fuerza las poblaciones que pretende socorrer. El imperio se presenta por todas partes como el agente del retorno a la situación normal. Nuestra tarea, por el contrario, consiste en volver habitable la situación de excepción. Sólo conseguiremos «bloquear la sociedad-empresa» verdaderamente a condición de poblar ese bloqueo con otros deseos distintos al del retorno a la normalidad.
En cierto sentido, lo que se produce en una huelga o en una «catástrofe natural» se parece mucho. Una suspensión interviene en la regulación organizada de nuestras dependencias. Entonces se muestra desnudo, en cada uno de nosotros, el ser de necesidad, el ser comunista, lo que nos vincula esencialmente y lo que esencialmente nos separa. Cae el velo de vergüenza con el que quedaba cubierto habitualmente todo esto. La disponibilidad al encuentro, a la experimentación de otras relaciones con el mundo, con los otros, con uno mismo, tal como entonces se manifiesta, basta para barrer cualquier duda con respecto a la posibilidad del comunismo. Y también en cuanto a la necesidad de comunismo. Lo que es entonces requerido es nuestra capacidad de autoorganización, nuestra capacidad, organizándonos desde el principio sobre la base de nuestras necesidades, de hacer durar, de propagar, de hacer efectiva la situación de excepción, esa misma sobre cuyo terror descansa el poder imperial. Esto es particularmente sorprendente en los «movimientos sociales». La expresión misma «movimiento social» estar ahí para sugerir que lo que importa realmente, entonces, es eso hacia lo que uno va, y no lo que ocurre ahí. Existe en todos los movimientos sociales, hasta este día, un partido tomado que involucra no tomar en consideración aquello que está en ellos, lo cual explica el hecho de que se sucedan los unos a los otros sin nunca agregarse, pareciendo más bien que se expulsaran. De ahí la textura particular, tan volátil, de la socialidad de movimiento, donde cualquier compromiso parece tan fácilmente revocable. De ahí, también, su invariable dramaturgia: un rápido auge debido a la resonancia mediática y después, partiendo de esta agregación temprana, el lento aunque inevitable deterioro; finalmente, agotado el movimiento, la última parcela de irreductibles que se afilia a tal o cual sindicato, funda tal o cual asociación, esperando con ello encontrar una continuidad organizacional para su compromiso. Pero no es ésa la continuidad que nosotros buscamos: el hecho de disponer de locales en los que eventualmente reunirse y una fotocopiadora para panfletos. La continuidad que nosotros buscamos es la que nos permita, tras haber luchado durante meses, no volver a trabajar, no retomar el trabajo como antes, continuar causando daños. Y esa continuidad sólo podemos construirla durante los movimientos. Es una cuestión de puesta en común inmediata, material, de construcción de una verdadera máquina de guerra revolucionaria, de construcción del Partido.
De lo que se trata, tal como nosotros decimos, es de organizarse sobre la base de nuestras necesidades —de conseguir responder progresivamente a la cuestión colectiva de comer, de dormir, de pensar, de amarse, de crear formas, de coordinar nuestras fuerzas— y de concebir todo esto como un momento de la guerra contra el imperio.
Solamente así, habitando las perturbaciones mismas del programa, podremos enfrentarnos a ese «liberalismo económico» que no es sino la estricta consecuencia, la puesta en marcha lógica, del liberalismo existencial que es por todas partes aceptado, practicado, y al que todos están unidos como a su derecho más elemental, incluidos aquellos que querrían desafiar el «neoliberalismo». Es así como se construirá el Partido, como una estela de lugares habitables dejados tras de sí por cada una de las situaciones de excepción que encuentre el imperio. Nadie podrá, entonces, dejar de constatar cómo las subjetividades y los colectivos revolucionarios devienen menos friables, a medida que se dan un mundo.

3. El imperio es manifiestamente contemporáneo de la constitución de dos monopolios: por un lado, el monopolio científico de las descripciones «objetivas» del mundo y de las técnicas de experimentación sobre éste; por el otro, el monopolio religioso de las técnicas de sí, de los métodos por los cuales se elaboran subjetividades, monopolio del que depende directamente la práctica psicoanalítica. Por un lado una relación con el mundo depurada de toda relación con uno mismo —con uno mismo como fragmento del mundo—, por el otro una relación con uno mismo depurada de toda relación con el mundo — con el mundo en cuanto que me atraviesa. Por consiguiente, todo sucede como si las ciencias y las religiones, en su desmembramiento mismo, configuraran el espacio ideal donde el imperio es libre de moverse.
Ciertamente, estos monopolios están distribuidos de manera diversa en función de las zonas del imperio. En las regiones llamadas desarrolladas, las ciencias constituyen un discurso de verdad al que se le reconoce el poder de dar forma a la existencia misma de la colectividad, precisamente donde el discurso religioso ha perdido dicha capacidad. Es ahí, por tanto, a donde debemos llevar la secesión para comenzar.
Llevar la secesión a las ciencias no significa abalanzarse sobre ellas como si se trataran de una fortaleza a conquistar o a arrasar, sino destacar las líneas de fractura que las recorren, tomar el partido de aquellos que acentúan estas líneas y que, por esto mismo, comienzan por no enmascararlas. Pues, así como existen grietas que trabajan de manera permanente la falsa compacidad de lo social, así cada rama de las ciencias forma un campo de batalla saturado de estrategias. Por mucho tiempo, la comunidad científica logró construir en torno a sí misma la imagen de una gran familia unida, consensual en lo esencial y muy respetuosa de las reglas de cortesía. Ésa fue de hecho la mayor operación política ligada a la existencia de las ciencias: velar los desgarros internos y ejercer, a partir de esta imagen alisada, efectos de terror sin igual. Terror hacia afuera, como privación del estatuto de discurso de verdad para todo aquello que no es reconocido como científico. Terror hacia adentro, como descalificación refinada, feroz, de las potenciales herejías. «Estimado colega...»

Cada ciencia pone en marcha un conjunto de hipótesis; estas hipótesis son unas de tantas decisiones en cuanto a la construcción de lo real. Al día de hoy esto está ampliamente aceptado. Lo que es denegado es la significación ética de cada una de estas decisiones, cómo cada una de ellas implica una cierta forma de vida, un cierto modo de percibir el mundo (por ejemplo, experimentar el tiempo de la existencia como desenvolvimiento de un «programa genético» o la alegría como un asunto de serotonina).

Así, los juegos de lenguaje científicos no parecen llevados a cabo para establecer una comunicación entre aquellos que los usan, sino para excluir a quienes los ignoran. Los agenciamientos materiales, estancos, en los que se inserta la actividad científica —laboratorios, coloquios, etc.— llevan en sí mismos el divorcio entre las experimentaciones y los mundos que éstas podrían configurar. No basta con describir de qué modo las investigaciones llamadas «fundamentales» están siempre conectadas de algún modo con los flujos militaro-mercantiles, y de qué modo, recíprocamente, éstos contribuyen a definir los contenidos y las propias orientaciones de la investigación. La manera que tienen las ciencias para participar en la pacificación imperial pasa sobre todo por llevar a cabo únicamente las experimentaciones y testear únicamente las hipótesis que son compatibles con el mantenimiento del orden dominante. Por el contrario, nuestro modo de arruinar el orden imperial tiene que pasar por la apertura de espacios disponibles para las experimentaciones antagonistas. De la existencia de tales lugares de desprendimiento depende que las experimentaciones puedan dar a luz sus mundos conexos, así como depende de la pluralidad de estos mundos que se exprese la conflictualidad oculta de las prácticas científicas.

De lo que se trata es de que los practicantes de la vieja medicina mecanicista y pasteuriana se unan a los que practican las medicinas «tradicionales», prescindiendo de cualquier extravío new age. De que se deje de confundir el compromiso hacia la investigación con la defensa judicial de la integridad de los laboratorios. De que las prácticas agrícolas no productivistas se desarrollen al margen del prado cerrado de las etiquetas «orgánico». De que sean cada vez más numerosos los que experimenten el carácter irrespirable de las contradicciones de «la educación nacional», entre defensa de la República y taller de auto-empresariado difuso. De que la «cultura» no pueda ya enorgullecerse de la colaboración de un solo inventor de formas.

Alianzas son posibles en todas partes.
La perspectiva de destrozar los circuitos capitalistas exige, para devenir efectiva, que las secesiones se multipliquen,
y que se agreguen.

se nos dirá: ustedes están presos en una alternativa que, de uno u otro modo, los condena: o bien logran constituir una amenaza para el imperio y, en ese caso, serán rápidamente eliminados; o bien no logran constituir tal amenaza y, una vez más, se habrán destruido a ustedes mismos. Queda apostar por la existencia de otro término, una delgada línea de cresta que sea suficiente como para que podamos caminar por ella, suficiente como para que todos aquellos que escuchan puedan caminar y vivir en ella.






«Cada día, la juventud espera su oportunidad como la esperan los obreros, incluso los viejos. Esperan, todos aquellos que están descontentos y que reflexionan. Esperan que se levante una fuerza, algo de lo cual formar parte, una suerte de internacional nueva, que no cometa nuevamente los errores de las viejas — una posibilidad de acabar de una vez por todas con el pasado. Y de que comience algo nuevo.

Nosotros hemos comenzado».