Exercices de Métaphysique Critique
Tiqqun. Órgano consciente del Partido Imaginario. Ejercicios de Metafísica Crítica (1999)
Zone d'Opacité Offensive
Tiqqun. Órgano de vinculación dentro del Partido Imaginario. Zona de Opacidad Ofensiva (2001)

¿Qué es la Metafísica Crítica?

Ya no quedaba realidad, apenas su caricatura.
Gottfried Benn
También hablábamos del universo, de su creación y de su futura destrucción.
Charles Baudelaire
No ignoramos en absoluto que «“metafísica” —al igual que “abstracto”, e incluso “pensar”— se ha convertido en una palabra ante la cual todos huyen más o menos como si se tratara de un apestado» (Hegel). Y es, sin duda, con un escalofrío de goce malsano y la inquietante certeza de meter el dedo en la llaga que devolvemos al centro mismo aquello que la frivolidad triunfante de la época creyó haber desterrado para siempre a su periferia. Con este gesto, además, tenemos el descaro de sostener que no cedemos a un capricho sofisticado, sino a una necesidad imperiosa, inscrita en la historia. La Metafísica Crítica no es una habladuría más sobre el curso del mundo ni la última especulación surgida del cráneo de alguna inteligencia particular. Es todo lo más real que contiene nuestro tiempo. La Metafísica Crítica está en todas las entrañas. Por más que se proteste al respecto, no cabe duda de que se intentará atribuirnos de una u otra forma su invención, con el fin de ocultar este hecho especialmente venenoso: que ya existía mucho antes de ser formulada, que incluso estaba en todas partes, en estado de carencia en el sufrimiento, de denegación en el entretenimiento, de impulso en el consumo o de evidencia en la angustia. Es propio de la sórdida cobardía, de la incurable trivialidad, de la repugnante insignificancia de estos tiempos llamados «modernos» haber convertido la metafísica en el pasatiempo, en apariencia inocente, de unos cuantos eruditos de cuello almidonado, y haberla emasculado hasta reducirla al único ejercicio adecuado que conviene a este tipo de insectos: la masticación platónica. Sólo por este hecho, el de no reducirse a su expresión conceptual, la Metafísica Crítica es la experiencia que desmiente de raíz la inepta «modernidad» y se regocija cada día un poco más, con los ojos bien abiertos al exceso del desastre.

ACTO PRIMERO: «Cuando lo falso se vuelve verdadero, lo verdadero no es más que un espejismo. Cuando la nada se hace realidad, la realidad a su vez se hunde en la nada».
(Inscripciones a ambos lados de la entrada al «Reino del sueño y la ilusión inmensa», según Sueño en el pabellón rojo).

La civilización occidental vive a crédito. Creyó que podría durar para siempre sin pagar nunca la deuda acumulada por sus mentiras. Pero ahora se asfixia bajo su aplastante peso muerto. Así que, antes de abordar consideraciones más sustanciales, es necesario hacer espacio y descargar a este mundo de algunas de sus ilusiones, como, por ejemplo, la ilusión de que la modernidad, como tal, haya existido. No está en nuestros planes detenernos en hechos indiscutibles. Que el término mismo «modernidad» no despierte hoy, como regla general, más que una ironía aburrida —sin importar lo que opine la senilidad progresista—, que al fin aparezca como lo que nunca ha dejado de ser: el fetiche verbal con el que la superstición de algunos cabrones y simples de espíritu ha envuelto el ascenso de las relaciones mercantiles en la hegemonía social desde el llamado «Renacimiento», conforme a intereses que entendemos demasiado bien, es algo que difícilmente amerita exégesis. Esto es un caso vulgar de estafa en el etiquetado, cuya aclaración dejamos a los sacristanes del historicismo futuro. Nuestro asunto es mucho más serio. Así como las relaciones mercantiles nunca han existido como relaciones mercantiles, sino sólo como relaciones entre seres humanos disfrazadas de relaciones entre cosas, del mismo modo, aquello que se dice, se cree o se tiene por «moderno» nunca ha existido realmente como moderno. La esencia de la economía, ese pseudónimo transparente con el que la modernidad mercantil intenta, una y otra vez, hacerse pasar por una eternidad evidente, no tiene nada de económica; de hecho, su fundamento, que le sirve también de programa, puede formularse en estos términos abruptos: negación de la metafísica, es decir, negación de que, para el ser humano, la trascendencia sea la causa eficiente de la inmanencia; en otras palabras, negación de que el mundo, para él, tenga sentido, de que lo suprasensible aparezca en lo sensible. Este hermoso proyecto se sustenta enteramente en la ilusión aberrante, pero eficaz, de que sería posible una completa separación entre lo físico y lo metafísico (una disyunción que, por lo general, adopta la forma de una hipóstasis de lo físico, elevado a modelo de toda objetividad, lo que lógicamente exige una miríada de otras escisiones locales: entre vida y sentido, sueño y razón, individuo y sociedad, medios y fines, artistas y burgueses, trabajo intelectual y trabajo material, dirigentes y ejecutantes, etc., que son, en su multitud, no menos absurdas, volviéndose cada uno de estos conceptos abstracto y perdiendo todo contenido cuando se arranca de su interacción viva con su contrario). Sin embargo, como semejante separación es realmente, es decir, humanamente, imposible, y dado que la liquidación de la humanidad ha fracasado hasta ahora, nada moderno ha podido existir jamás como tal. Lo que es moderno no es real, lo que es real no es moderno. Con todo, existe una realización de este programa, pero ahora que se acerca a su consumación, vemos que es todo lo contrario de lo que creía ser: en pocas palabras, la completa desrealización del mundo. Y toda la extensión de lo visible atestigua brutalmente, con su carácter vacilante, que la negación realizada de la metafísica no es, en última instancia, más que la realización de una metafísica de la negación. El funcionalismo y el materialismo, inherentes a la modernidad mercantil, han producido por todas partes un vacío, pero este vacío corresponde a la experiencia metafísica originaria: ahí donde las respuestas que van más allá de lo ente —y que permitirían orientarse en él— han desaparecido, brota la angustia y aflora ante todos el carácter metafísico del mundo. Nunca antes el sentimiento de extrañeza había sido tan intenso como ante las producciones abstractas de un mundo que pretendía sepultarlo bajo la inmensa opulencia incuestionable de sus mercancías acumuladas. Los lugares, las ropas, las palabras y las arquitecturas, los rostros, los gestos, las miradas y los amores no son más que las máscaras terribles que una única ausencia ha inventado para salir a nuestro encuentro. La nada ha tomado visiblemente sus cuarteles en la intimidad de las cosas y de los seres. La superficie lisa de la apariencia espectacular se resquebraja por todas partes bajo su presión. La sensación física de su proximidad ha dejado de ser la experiencia extrema reservada a unos pocos círculos de místicos; por el contrario, es la única experiencia que el mundo mercantil nos ha dejado intacta, y hasta multiplicada por la desaparición programada de todas las demás. Y, sin embargo, es también la única que se había propuesto explícitamente aniquilar. Todos los productos de esta sociedad —pensemos en la conceptualidad hueca de la Jovencita, en el urbanismo contemporáneo o en el tecno— son cosas de las que el espíritu ha huido, cosas que han sobrevivido a todo sentido y a toda razón de ser. Son signos que se intercambian en movimientos planos; no es que no signifiquen nada, como les gustaría creer a los simpáticos mocosos del posmodernismo, sino que significan la Nada. Todas las cosas de este mundo subsisten en un exilio perceptible. Son víctimas de una ligera y constante pérdida de ser. Así pues, esa modernidad que se pretendía sin misterio, que juraba liquidar la metafísica, en realidad la ha realizado. Ha producido un decorado de puros fenómenos, de puros entes que no son nada más allá del simple hecho de mantenerse ahí, en su vacía positividad, y que provocan sin cesar que el ser humano experimente «la maravilla de las maravillas: que el ente es» (Heidegger, ¿Qué es la metafísica?). Nos basta, en este vestíbulo ultramoderno de vidrio, mármol y acero al que el azar nos ha llevado, un leve relajamiento de la constricción cerebral para ver, de golpe, cómo todo lo existente se desliza y se invagina en una presencia a la vez opresiva y flotante, donde nada permanece. La experiencia de lo Totalmente Otro puede sobrevenirnos en los escenarios más comunes, incluso en panaderías recién renovadas. Un mundo se despliega ante nosotros, incapaz ya de sostener nuestra mirada. En cada encrucijada vela la angustia. Y esta experiencia desastrosa, en la que emergemos violentamente fuera de lo existente, no es otra que la de la trascendencia, junto con la de la irremediable negatividad que contenemos. Es en ella que toda la asfixiante «realidad», la misma que la gran maquinaria de la impostura social se esforzaba por establecer como evidencia, de repente, cobardemente, se desploma y deja paso a la hiancia de su nulidad. Esta experiencia no es otra cosa que el fundamento mismo de la metafísica, el punto en que ésta aparece precisamente como metafísica, en que el mundo aparece como mundo. Pero la metafísica que así regresa no es la metafísica que se expulsó, pues vuelve como verdad y negación de aquello que había vencido a la antigua; regresa como conquistadora, como metafísica crítica. Porque el proyecto de la modernidad mercantil no es nada, su realización no es más que la expansión del desierto sobre la totalidad de lo existente. Es este desierto lo que hemos venido a devastar.
Entronizada sin apoyo en medio de las catástrofes que se amontonan, la dominación mercantil —y por «dominación» no entendemos otra cosa que la relación simbólicamente mediada de complicidad entre dominadores y dominados, pues para nosotros no hay duda de que «el atormentador y el atormentado son uno solo, ya que el primero se engaña al creer que no participa en el tormento, y el segundo al creer que no participa en la culpa»: ¡a tu perrera, Bourdieu!— ya no se siente en casa dentro del singular estado de cosas que ella misma ha producido y del cual cada destalle la desmiente. Para convencerse de ello basta con prestar atención al paso de nuestros contemporáneos, que evocan a una banda de fugitivos corriendo tras de sí mismos, perseguidos por su propia inquietud metafísica. Para el Bloom ya es un trabajo de tiempo completo escapar de la experiencia fundamental de la nada, que arruina toda fe simple en este mundo. La irrisión de las cosas amenaza en cada instante con sumergir su consciencia. Ignorar el olvido del Ser, cuya retirada nos rodea en cada suburbio, en cada vagina, lo mismo que en cada gasolinera, requiere ahora la ingestión diaria de dosis casi letales de Prozac, de noticias y de Viagra. Pero todos estos remedios de corto alcance no eliminan la angustia; sólo la enmascaran y la arrojan a una sombra propicia para su crecimiento silencioso. Finalmente, hasta las revistas femeninas deben —para vender sus mentiras y sus enfermedades— convencer a sus lectoras de que «La verdad es buena para la salud»; las multinacionales de los cosméticos se toman la molestia de ofrecer en sus empaques «metafísica, ética y epistemología»; TF1 exige la «búsqueda de sentido» en el principio rentable de su futura programación; y Starck, ese falsificador ilustrado, le asegura a La Redoute varios años de ventaja sobre su competencia al componer para ella un «catálogo de no-productos para el uso de no-consumidores». Cuesta imaginar cuán desamparada debe estar la dominación por dentro para haber llegado a este punto. En estas condiciones, el pensamiento crítico debe dejar de esperar la constitución de un sujeto revolucionario de masas para que se revele el carácter inminente de un vuelco social. En su lugar, debe aprender a leerlo en la explosión formidable, en los últimos años, de la demanda social de entretenimiento. Este fenómeno es una señal de que la presión de las cuestiones esenciales, que durante tanto tiempo se mantuvieron en suspenso y con tanto beneficio, ha superado el umbral de lo intolerable. Pues, si uno se entretiene con tanta furia, es porque trata de escapar de algo, y porque ese algo se ha convertido en una presencia inquietante. «Si el ser humano fuera feliz, lo sería tanto más cuanto menos se entretuviera» (Pascal).
Supongamos que el objeto que propaga por todas partes un error tan notable, y cuya acción efectiva aún se podría negar mientras no fuera nombrado, sea la Metafísica Crítica (y ésta es una definición que quizás no volvamos a dar de una manera tan clara y penetrante). Los inofensivos sociólogos, naturalmente, carecen de los órganos para comprender lo que está en juego aquí, lo mismo que la pequeña casta de pobres estetas en busca de indignación, que despotrican contra la miseria de la época desde lo alto de su oficio de escritor y que no ven en el consumo más que el consumo mismo. No se trata de poner en duda la extraordinaria magnitud del desastre, sino su significado. El terror general ante el envejecimiento, la encantadora anorexia femenina, el apresamiento de lo vivo, el apocalipsis sexual, la administración industrial del entretenimiento, el triunfo de la Jovencita, la aparición de patologías inéditas y monstruosas, el aislamiento paranoico de los egos, la explosión de actos de violencia gratuita, la afirmación fanática y universal de un hedonismo de supermercado conforman una elegante letanía para los paroxistas de toda índole. Un ojo entrenado, en cambio, no ve en todo esto nada que acredite la victoria definitiva de la mercancía y su imperio de confusión, sino más bien la intensidad de la espera general, de la espera mesiánica de la catástrofe, del momento de verdad que pondrá por fin término a la irrealidad de un mundo de mentiras. Sobre este punto, como sobre muchos otros, no está de más ser sabateo.
Desde el punto de vista en que nos situamos, la inmersión resuelta de las masas en la inmanencia y su huida ininterrumpida hacia la insignificancia —cosas que bien podrían hacernos perder la esperanza en el género humano— dejan de aparecer como fenómenos positivos portadores de una verdad propia, y se comprenden más bien como movimientos puramente negativos que acompañan el éxodo forzado fuera de una esfera de la significación que el Espectáculo ha colonizado por completo, fuera de todas las figuras y formas bajo las cuales está permitido actualmente aparecer, y que nos expropian tanto el sentido de nuestros actos como de los propios actos. Pero esta huida ya no es suficiente, y es necesario vender en sobres individuales el vacío dejado por la Metafísica Crítica. El New Age, por ejemplo, corresponde a su dilución infinitesimal, a su travestimiento burlesco mediante el cual la sociedad mercantil intenta inmunizarse contra ella. La constatación de la separación generalizada (tanto entre lo sensible y lo suprasensible como entre los propios seres humanos), el proyecto de restaurar la unidad del mundo, la insistencia en la categoría de totalidad, la primacía del espíritu o la intimidad con el dolor humano, se combinan aquí de manera calculada en una nueva mercancía, en nuevas técnicas. El budismo pertenece también al conjunto de las higienes espirituales que la dominación deberá poner en práctica para salvar, bajo cualquier forma, el positivismo y el individualismo, para permanecer todavía un poco más en el nihilismo. Por si acaso, se saca incluso la raída bandera de las religiones, de las que se sabe qué útil complemento pueden resultar al reino terrenal de todas las miserias (es evidente que cuando un semanario de beatos en calzado deportivo se pregunta ingenuamente en su portada: «¿Será el siglo xxi religioso?», en realidad debe leerse: «¿Logrará el siglo xxi reprimir la Metafísica Crítica?»). Todas las «nuevas necesidades» que el capitalismo tardío se enorgullece de satisfacer, toda la agitación histérica de sus empleados, e incluso la extensión de la relación de consumo a la totalidad de la vida humana, todas esas supuestas buenas noticias que cree ofrecer sobre la perennidad de su triunfo, no hacen sino medir la profundización de su fracaso, de su sufrimiento y de su angustia. Y es precisamente ese inmenso sufrimiento, que puebla las miradas y endurece tanto las cosas, lo que debe ser puesto a trabajar, incesantemente, en una carrera jadeante, degradando en necesidades la tensión fundamental de los seres humanos hacia la realización soberana de sus virtualidades, una tensión que no deja de acrecentarse con la distancia que los separa de ellas. Pero la evasión se está agotando y su eficacia tiende a decrecer rápidamente. El consumo ya no logra absorber el exceso de lágrimas contenidas. Así, es necesario instaurar dispositivos de selección cada vez más ruinosos y drásticos para excluir de los engranajes de la dominación a aquellos que no han logrado devastar en sí mismos toda propensión a la humanidad. Ninguno de los que efectivamente participan en esta sociedad puede ignorar el precio que podría pagar por dejar ver en público su dolor auténtico. Sin embargo, a pesar de estas maquinaciones, el sufrimiento no deja de acumularse en la noche prescrita de la intimidad, donde busca a tientas, con obstinación, una vía de escape. Y como el Espectáculo no puede prohibirle eternamente manifestarse, debe concedérselo cada vez con mayor frecuencia, pero sólo a condición de disfrazar su expresión, designando para el duelo planetario uno de esos objetos vacíos, una de esas momias reales cuya confección es su secreto. Pero el sufrimiento no puede contentarse con semejantes falsificaciones. Así que espera, paciente, al acecho, la brusca suspensión del curso regular del horror, en la que los seres humanos se confesarían en un alivio sin límites: «Todo nos falta indeciblemente. Sucumbimos por nostalgia del Ser» (Bloy, Beluarios y porqueros).
Se comprenderá ciertamente mejor, a estas alturas, por qué recusamos para la Metafísica Crítica cualquier tipo de paternidad: nos ha bastado con abrir los ojos para verla dibujarse en negativo sobre la superficie de la época, como su centro vacío. La Metafísica Crítica se ofrece a quienquiera que se tome en serio el vivir con los ojos abiertos, lo cual no exige, en última instancia, más que una obstinación particular que normalmente se hace pasar por demencia. Porque la Metafísica Crítica es la rabia en un grado tal de acumulación que se convierte en mirada. Pero una mirada así, curada ya de todos los miserables encantamientos de la modernidad, no conoce al mundo como algo distinto de sí misma. Ve que, bajo sus formas vulgares, el materialismo y el idealismo han fenecido, que «lo infinito es tan indispensable para el ser humano como el planeta en el que vive» (Dostoievski), y que, incluso ahí donde parece que uno aflora en la inmanencia más satisfecha, la conciencia sigue estando presente como un inaudible sentimiento de desmedro, como una mala conciencia. La hipótesis kojèviana de un «fin de la Historia» en el que el ser humano permanecería «vivo como un animal en armonía con la Naturaleza y el Ser dado», en el que «los animales poshistóricos de la especie Homo Sapiens (que [vivirían] en la abundancia y en plena seguridad) [estarían] contentos en función de su comportamiento artístico, erótico y lúdico, ya que, por definición, se [contentarían] con ello», y en el que desaparecería el conocimiento discursivo del mundo y de uno mismo, resultó ser la utopía del Espectáculo, pero también se reveló, como tal, irrealizable. Es manifiesto que no existe en ninguna parte un acceso de los seres humanos a la condición animal. La nuda vida sigue siendo, para ellos, una forma de vida. El desdichado «hombre moderno» —pasemos por alto el oxímoron—, que puso tanto empeño virulento en desembarazarse de la carga de la libertad, comienza a entrever que tal cosa es imposible, que no puede renunciar a su humanidad sin renunciar también a la vida misma, que un ser humano animalizado ni siquiera es un animal. Todo, en el acabamiento de esta época, nos lleva a creer que el ser humano sólo puede sobrevivir en el elemento del sentido. Nada, como la energía que nuestros contemporáneos invierten en distraerse de ello, muestra hasta qué punto lo posible que el ser humano contiene tiende por sí mismo a su realización. Sus propios crímenes están dictados por el deseo de dar empleo a sus facultades. Así, el pensamiento no representa para él un deber, sino una necesidad esencial, cuyo incumplimiento es sufrimiento, es decir, contradicción entre sus posibilidades y su existencia. Los seres humanos se marchitan físicamente en la negación de su dimensión metafísica. Al mismo tiempo, se vuelve evidente que la alienación no es un estado en el que estarían sumidos de manera definitiva, sino la incesante actividad que se requiere desplegar para mantenerlos en él. La ausencia de conciencia no es sino su represión continua. La insignificancia aún tiene un sentido. El olvido completo del carácter metafísico de toda existencia es, sin duda, una catástrofe, pero es una catástrofe metafísica. Y es esta misma constatación, aunque tenga ya treinta años, la que sigue imponiéndose en el dominio del pensamiento: «La filosofía analítica contemporánea se empeña en exorcizar “mitos” y “fantasmas” metafísicos como la Conciencia, el Espíritu, la Voluntad, el Alma, el Ego, disolviendo la intención de estos conceptos en afirmaciones sobre operaciones, actuaciones, fuerzas, disposiciones, propensiones, habilidades, etc. particularmente identificables. El resultado muestra de manera extraña que es imposible destruir estos conceptos» (Marcuse, El hombre unidimensional). La metafísica es el espectro que persigue al hombre occidental desde hace cinco siglos, desde que intenta ahogarse en la inmanencia, y no lo consigue.

ACTO SEGUNDO: «La Verdad debe decirse, aunque el mundo estalle en pedazos» (Fichte).

Ahora bien, el gesto de reconocer el olvido del Ser, y con ello de salir del nihilismo, no es en absoluto algo que se imponga por sí solo, ni algo susceptible de fundamentación racional; se trata de una decisión moral. No moral en abstracto, sino moral concretamente: porque en el mundo de la mercancía autoritaria, donde el renunciamiento al pensamiento es la primera condición de la «integración social», la consciencia es inmediatamente un acto, y un acto por el cual se suele considerar adecuado que seas reducido al hambre, ya sea directa o indirectamente, por el amable oficio de quienes dependen de ti. Ahora que todas las instancias represivas en las que la moral se alienaba como moralidad se desmoronan, por fin se nos da a conocer en su radicalidad original, que la señala como la unidad de las costumbres de los seres humanos y de la consciencia que tienen de ellas, y, en cuanto tal, como el enemigo absoluto de este mundo. Esto podría expresarse de forma más tajante de la siguiente manera: se combate o bien a favor del Espectáculo, o bien a favor del Partido Imaginario; entre ambos no hay nada. Todos aquellos que pueden acomodarse a una sociedad que tan bien se acomoda a la inhumanidad, todos aquellos que se creen muy generosos por conceder a su propio sufrimiento, como al de sus semejantes, la limosna de su indiferencia, todos aquellos que hablan del desastre como si se tratara de un nuevo mercado con prometedores horizontes, no son nuestros hermanos. Consideramos deseable su muerte. Ciertamente no les reprochamos no entregarse a la Metafísica Crítica, cosa que podría constituir, como discurso, un objeto social determinado, sino el hecho de negarse a ver su contenido de verdad, que, al estar en todas partes, excede cualquier determinación particular. Ningún pretexto se sostiene frente a tal ceguera; la aptitud metafísica es la cosa mejor repartida del mundo: «no hace falta ser zapatero para saber si un zapato aprieta» (Hegel); negarse a ejercitarla constituye, en las condiciones presentes, un crimen permanente. Y este crimen (la negación del carácter metafísico de lo que es) ha gozado de una complicidad tan prolongada y tan general que ha llegado a ser revolucionario formular los principios a priori sobre los que se funda toda experiencia humana. Es preciso recordarlos aquí, para vergüenza de esta época.
1. Así como la enfermedad no es, manifiestamente, la suma de sus síntomas, el mundo no es, manifiestamente, la suma de sus objetos, de «lo que es el caso», o de sus fenómenos, sino más bien un carácter del propio ser humano. El mundo no existe como mundo sino para el ser humano. Inversamente, no hay ser humano sin mundo; la situación del Bloom es una abstracción transitoria. Todo el mundo se encuentra siempre-ya proyectado en un mundo que experimenta como una totalidad dinámica y del cual, por tanto, tiene necesariamente una precomprensión, por rudimentaria que sea. Su simple conservación lo exige.
2. El mundo es una metafísica, es decir, que la forma en que se da de entrada, su pretendida neutralidad objetiva, su simple estructura material, participan ya de una cierta interpretación metafísica que lo constituye. El mundo es siempre el producto de un modo de desocultamiento que hace que las cosas entren en la presencia. Algo como lo «sensible» sólo existe para el ser humano en relación con una interpretación suprasensible de lo que es. Evidentemente, esta interpretación no existe de forma separada, no se encuentra en ningún sitio fuera del mundo, ya que es ella lo que lo configura. Todo lo visible descansa en la invisibilidad de esta representación, que funda lo que se da a ver, y que, al mismo tiempo que desoculta, oculta. La esencia de lo visible, por tanto, no es nada visible. Este modo de desocultamiento, por imperceptible que sea, es mucho más concreto que todas las abstracciones coloridas que se pretende hacer pasar por «la realidad». Lo dado es siempre lo puesto, obtiene su ser de una afirmación originaria del Espíritu: «El mundo es mi representación». En su fondo, es decir, en su surgir, el ser humano y el mundo coinciden.
3. Lo sensible y lo suprasensible son fundamentalmente lo mismo, aunque de manera diferenciada. Olvidar uno de los dos términos para hipostasiar el otro tiene como consecuencia volver abstractos a ambos: «Destituir lo suprasensible elimina igualmente lo meramente sensible y, con ello, la diferencia entre ambos» (Heidegger).
4. La intuición humana primitiva no es sino la intuición de la representación y de la imaginación. La supuesta inmediatez sensible le es posterior. «Los seres humanos empiezan por ver las cosas solamente tal como se les aparecen y no tal como son; no ven en las cosas las cosas mismas, sino la idea que se hacen de ellas» (Feuerbach, Principios de la filosofía del futuro). La ideología de lo «concreto», que fetichiza bajo distintas versiones lo «real», lo «auténtico», lo «cotidiano», las «pequeñeces», lo «natural» y otras «rebanadas de vida», no es más que el grado cero de la metafísica, la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular, su orgullo espiritualista, su sanción moral, su complemento ceremonial, su motivo universal de consuelo y justificación.
5. Todas las evidencias indican que «el ser humano es un animal metafísico» (Schopenhauer). Con ello no hay que entender únicamente que es ese ser para el cual el mundo tiene sentido incluso en su insignificancia, o cuya inquietud no se deja apaciguar por nada finito, sino eminentemente que toda su experiencia está tejida en una tela que no existe. He ahí por qué los sistemas propiamente materialistas, al igual que el escepticismo absoluto, nunca han podido ejercer por sí mismos una influencia muy profunda ni muy duradera. Ciertamente, el ser humano puede, durante largos periodos, rehusarse hacer conscientemente metafísica, y es así como se las arregla regularmente, pero no puede prescindir de ella por completo. «Nada es tan portátil, si se quiere, como la metafísica. […] Y lo que sería difícil, y lo que es incluso rigurosamente imposible, sería no tenerla, sería que alguien no tuviera su metafísica o al menos algo de metafísica… Sólo que, no solamente no todos tienen la misma, lo cual es demasiado evidente, sino que no todos tienen una del mismo tipo, ni del mismo grado, ni de la misma naturaleza, ni de la misma calidad» (Péguy, Situaciones).
6. La metafísica no es la simple negación de lo físico, sino, simétricamente, su fundamento y su superación dialéctica. El prefijo meta-, que significa tanto «con» como «más allá», no tiene el sentido de una disyunción, sino de una Aufhebung, en sentido hegeliano. Por eso la metafísica no es nada abstracto, ya que es lo que funda toda concreción; es ella la que se encuentra detrás de lo físico y lo hace posible. La metafísica «supera la naturaleza para alcanzar aquello que está oculto en ella o detrás de ella, pero no considera ese elemento oculto más que como apareciendo en la naturaleza y no independientemente de todo fenómeno» (Schopenhauer). La metafísica designa, pues, ese simple hecho de que el modo de desocultamiento y el objeto desocultado son, en cierto sentido originario, «la misma cosa». Por eso no es, en su conjunto, otra cosa que la experiencia como experiencia, y sólo es posible a partir de una fenomenología de la vida cotidiana.
7. Las derrotas sucesivas que la ciencia mecanicista no ha dejado de sufrir y reprimir, desde hace un siglo, tanto en el frente de lo infinitamente grande como en el de lo infinitamente pequeño, han condenado de forma definitiva el proyecto de establecer una física sin metafísica. Y es preciso, tras tantos desastres previsibles, reconocer una vez más, con Schopenhauer, que la explicación física que se niega a ver que «en cuanto tal, necesita de una explicación metafísica que le dé la clave de todas sus suposiciones […] acaba por toparse en todas partes con una explicación metafísica que la suprime, es decir, que le quita su carácter de explicación». «Los naturalistas se esfuerzan por mostrar que todos los fenómenos, incluso los espirituales, son físicos, y en eso tienen razón; su error consiste en no ver que todo lo físico es a la vez, por otro lado, metafísico». Y leemos estas líneas como una amarga profecía: «Cuanto mayores sean los avances de la física, más intensamente harán sentir la necesidad de una metafísica. En efecto, si por un lado un conocimiento más exacto, más extenso y más profundo de la naturaleza mina y acaba por derribar las ideas metafísicas hasta entonces dominantes, por otro lado sirve para poner más claramente y con mayor plenitud en evidencia el problema mismo de la metafísica, para despojarlo más severamente de todo elemento físico».
8. La metafísica mercantil no es una metafísica entre otras: es la metafísica que niega toda metafísica, y ante toda a sí misma como metafísica. Por eso es también, entre todas, la metafísica más nula. Aquella que querría sinceramente hacerse pasar por una simple física. La contradicción —es decir, la falsedad— constituye su rasgo más perdurable y más distintivo: ella que afirma con tanta contundencia lo que no es sino una pura negación. El nihilismo corresponde al periodo histórico de explicitación de esta metafísica, y de su nulidad. Pero dicha explicitación debe ser, a su vez, explicitada. Una vez, para todas las demás: no existe un mundo mercantil, sólo existe un punto de vista mercantil sobre el mundo.
9. El lenguaje no es un sistema de signos, sino la promesa de una reconciliación entre las palabras y las cosas. «Sus universales son los elementos primeros de la experiencia; no son tanto conceptos filosóficos como cualidades reales del mundo tal como lo enfrentamos diariamente […]. Cada universal sustancial tiende a expresar cualidades que exceden toda experiencia particular, pero que persisten en el espíritu, no como ficciones de la imaginación ni como posibilidades lógicas, sino como la sustancia, la “materia” de la que está hecho nuestro mundo». De ahí se sigue que la operación por la cual un concepto designa una realidad constituye al mismo tiempo una negación y una realización de dicho concepto. «El concepto de belleza abarca toda la belleza que aún no se ha realizado; el concepto de libertad, toda la libertad que aún no se ha alcanzado» (Marcuse, El hombre unidimensional). Los universales poseen un carácter normativo, por eso el nihilismo les ha declarado la guerra. «El ens perfectissimum es al mismo tiempo el ens realissimum. Cuanto más perfecta es una cosa, más es» (Lukács, El alma y las formas). Lo excelente es más real, más general que lo mediocre, porque realiza más plenamente su esencia: el concepto unifica, sí, una variedad, pero lo hace aristocratizándola. El pensamiento crítico es aquel que opera la salida del nihilismo a partir de la trascendencia profana del lenguaje y del mundo. Para él, lo trascendente es que el mundo es, y lo indecible que haya lenguaje. Una facultad de conflagración poco común acompaña a la conciencia que recorre su tiempo asomada al borde de tal nada. Cada vez que encontró la lengua para comunicarse, la historia conservó su marca. Lo que es esencialmente importante es concentrar los esfuerzos en esa dirección. El lenguaje constituye tanto lo que está en juego como el campo de juego de la partida decisiva. «Siempre se tratará únicamente de saber si es posible reconciliar la palabra y la vida, y cómo» (Brice Parain, Sobre la dialéctica).
10. El «imperativo categórico de trastocar todas las condiciones en las que el ser humano es un ser humillado, esclavizado, abandonado, despreciable» (Marx), sólo puede fundarse en una definición del ser humano como ser metafísico, es decir, abierto a la experiencia del sentido. Ni siquiera esa lombriz de la inteligencia que fue Hans Jonas a lo largo de toda su vida dejó de reconocerlo: «Filosóficamente, la metafísica ha caído hoy en desgracia, pero no podemos prescindir de ella; por tanto, es necesario arriesgarnos de nuevo. Porque sólo ella es capaz de decirnos por qué el ser humano debe ser, y por ello no tiene derecho a provocar su desaparición del mundo ni a permitirla por mera negligencia; y también cómo debe ser el ser humano para honrar, y no traicionar, la razón en virtud de la cual debe ser… De ahí la necesidad renovada de la metafísica, que por su visión debe armarnos contra la ceguera» (Sobre el fundamento ontológico de una ética del futuro).
11. Sea dicho de paso: la realidad es la unidad del sentido y la vida.
12. Todo lo que está separado recuerda que alguna vez estuvo unido, pero el objeto de ese recuerdo se sitúa en el futuro. «El espíritu es lo que se encuentra, y por tanto lo que se ha perdido» (Hegel).
13. La libertad del ser humano nunca ha consistido en poder ir y venir y ocuparse como le plazca —eso corresponde más bien al animal, al que significativamente se llama entonces «en libertad»—, sino en darse forma, en realizar la figura que contiene o que desea. Ser significa sostener su palabra. Toda vida humana no es más que una apuesta por la trascendencia.
En el pasado, se han tratado enunciados semejantes con ese desprecio especial y divertido que el filisteo ha reservado siempre a las consideraciones aparentemente carentes de toda efectividad. Pero entretanto, las metamorfosis de la dominación les han conferido una concreción desagradablemente cotidiana. El colapso definitivo e histórico, en 1914, del liberalismo realmente existente acorraló a la sociedad mercantil. Para sostener la ficción de su obviedad, para defenderse de los asaltos revolucionarios que en todos los países occidentales manifestaban la incapacidad del punto de vista económico para aprehender el todo del ser humano, y finalmente para asegurar la reproducción abstracta de sus relaciones, tuvo que colonizar urgentemente, y luego metódicamente, toda la esfera del sentido, todo el territorio de la apariencia y, finalmente también, todo el campo de la creación imaginaria. En una palabra, tuvo que investir la totalidad del continente metafísico con el único propósito de asegurar su hegemonía terrestre. Ciertamente, el mero hecho de que el momento mismo de su apogeo, el siglo xix, haya estado dominado no por la armonía, sino por la hostilidad absoluta —y absolutamente falsa— entre las figuras del Artista y el Burgués, constituía ya de por sí una prueba suficiente de su imposibilidad; pero sólo los grandes desastres en los que se empaparon las primeras décadas de este siglo cargaron su absurdo de suficiente dolor como para que todo el edificio de la civilización pareciera tambalearse. La dominación mercantil aprendió entonces, de aquellos que la desafiaban, que ya no podía limitarse a considerar al ser humano como un simple trabajador, como un factor de producción inerte, sino que debía, para que éste permaneciera como tal, organizar todo aquello que se extendía fuera de la esfera estricta de la producción material. Por mucha repugnancia que le causara esto, tuvo que imponer un súbito accelerando al proceso de socialización de la sociedad y hacerse cargo de todo aquello cuya existencia hasta entonces había negado, todo lo que había desdeñado con desdén como «actividad improductiva», «fantasía privada», arte o «metafísica». En el lapso de unos cuantos años, y sin resistencia notable al principio, la Publicidad pasó por entero al arbitrio del protectorado espectacular (es un hecho general que la continuación de viejas ofensivas rara vez se reconoce cuando se arman con medios totalmente nuevos). Como la interpretación mercantil del mundo había sido desmentida por los hechos como un disparate, se emprendió entonces hacerla entrar a toda costa en los hechos. La mística mercantil, que postulaba formal y exteriormente la equivalencia general de todas las cosas y la intercambiabilidad universal de todo, había sido ya puesta al descubierto como pura negación, como apresamiento mórbido: se resolvió entonces hacer que las cosas fueran realmente equivalentes, y los seres interiormente intercambiables. La liquidación sistemática de todo lo que, en la inmediatez, encerraba una trascendencia (comunidades, ethos, valores, lenguaje, historia) colocó peligrosamente a los seres humanos ante la exigencia de la libertad, y se decidió entonces producir industrialmente trascendencias de pacotilla, y traficarlas a un alto precio. Nos encontramos en el extremo opuesto de esta larga vigilia de la aberración. Pues así como fue su fracaso el que, en el pasado, sentó las bases para la expansión infinita del mundo de la economía, del mismo modo la realización contemporánea de esta expansión universal anuncia su próximo derrumbe.
Este proceso crítico de realización de la indigente metafísica mercantil ha sido designado de diversas maneras por los conceptos de «Movilización Total» (Jünger), de «Gran Transformación» (Polanyi) o de «Espectáculo» (Debord). (Por ahora, recurriremos con mayor comodidad a este último concepto, que sigue siendo, sin duda alguna, en cuanto figura que penetra transversalmente todas las esferas de la actividad social y en la cual el objeto desocultado se confunde con su modo de desocultamiento, una de esas máquinas de guerra que nos place utilizar). Si la Figura no puede deducirse simplemente de sus manifestaciones, siendo ella misma lo que las funda, no deja de ser útil al menos anotar sus signos más superficiales. Así, la publicidad se propuso, ya desde los años veinte, y en los mismos términos de sus primeros ideólogos, Walter Pitkin y Edward Filene, inculcar a los Bloom una «nueva filosofía de la existencia», presentarles la sociedad de consumo como «el mundo de los hechos», con el propósito declarado de contrarrestar la ofensiva comunista. La producción calibrada de mercancías culturales y su distribución masiva —el fulgurante despliegue de la industria cinematográfica constituye aquí un ejemplo paradigmático— se encargó de estrechar con júbilo el control de los comportamientos, de difundir modos de vida adecuados a las nuevas exigencias del capitalismo y, sobre todo, de propagar la ilusión de su viabilidad. El urbanismo se dio a la tarea de edificar el entorno físico dictado por la Weltanschauung mercantil. El formidable desarrollo de los medios de comunicación y transporte de aquella época comenzó a abolir concretamente el espacio y el tiempo, que se oponían con fastidiosa resistencia a la puesta en equivalencia universal. Los medios de masas iniciaron entonces el proceso mediante el cual concentrarían poco a poco, en un monopolio autónomo, la producción de sentido. A su vez, y como en retorno, extenderían a la totalidad de lo visible un modo de desocultamiento particular, cuya esencia consiste en conferir al estado de cosas vigente una objetividad inquebrantable, y con ello, modelar a escala del género humano una relación con el mundo fundada en el asentimiento postulado a lo que es. Cabe señalar también que es en esta época precisa cuando se multiplican las primeras menciones literarias a la función represiva de la Jovencita, en Proust, Kraus o Gombrowicz. Es también en este mismo momento cuando aparece en las producciones del espíritu la figura del Bloom, tan reconocible en Valéry, Kafka, Musil, Michaux o Heidegger.
Esta fase terminal de la modernidad mercantil se presenta de manera necesariamente contradictoria, pues en ese proceso se niega al mismo tiempo que se realiza. Por un lado, cada uno de sus avances contribuye, en esta etapa, a arruinar un poco más su propio fundamento: la negación de la metafísica, es decir, la estricta disyunción entre lo sensible y lo suprasensible. Con la extensión virtualmente infinita del universo de la experiencia, «el contenido de las especulaciones […] tiende a tener un sentido cada vez más real; sobre la base de la tecnología, la metafísica tiende a volverse física» (Marcuse, El hombre unidimensional). La separación entre lo sensible y lo suprasensible se ve desmentida cada día por las nuevas realizaciones de la industria. «Lo maravilloso y lo positivo [contraen] una asombrosa alianza, y estos dos antiguos enemigos se conjuran para comprometer nuestras existencias en una carrera indefinida de transformaciones y sorpresas […] Lo real ya no está claramente delimitado. El lugar, el tiempo y la materia admiten libertades que antes ni se sospechaban. La rigurosidad engendra sueños. Los sueños cobran cuerpo… Lo fabuloso está en el comercio. La fabricación de máquinas de maravilla da de vivir a miles de personas», observaba Valéry en 1929 con la ingenuidad desarmante de una época en la que el sentido de la vida aún no se había convertido en un bien de consumo cotidiano en la canasta del ama de casa, ni en el más manido de los argumentos de venta. Incluso cuando la realización de la abstracción —en la conducta mimética del hípster, en la imagen televisiva o en la ciudad nueva— ofrece a todos la evidencia física de lo metafísico, el Biopoder, momento diferenciado del Espectáculo, confiesa con vergüenza el carácter político —y hay un «núcleo metafísico presente en toda política» (Carl Schmitt, Teología política)— de lo físico más crudo, de la «nuda vida». Bajo este respecto, se trata efectivamente de un proceso de reunificación entre lo sensible y lo suprasensible, entre el sentido y la vida, entre el modo de desocultamiento y el objeto desocultado; es decir, de la negación consumada de aquello sobre lo que se funda la sociedad mercantil. Pero al mismo tiempo, esta reunificación se opera en el terreno mismo de su separación. Por tanto, esta pseudorreconciliación no es el paso de cada uno de los términos al otro en un nivel superior, sino más bien su supresión lisa y llana, que los reúne no como unidos, sino como separados. Así, por otro lado, el Espectáculo se presenta como la realización de la metafísica mercantil, como la realización de la nada. La mercancía se convierte aquí efectivamente en la forma de aparición de todas las manifestaciones de la vida, la forma de objetividad tanto de los objetos como de los sujetos (el amor, por ejemplo, aparece hoy como un intercambio regulado de orgasmos, favores, símbolos y sentimientos, del cual cada contratante debe idealmente extraer un beneficio igual). Ya no se limita a ligar exteriormente, por la mediación monetaria, procesos que le son independientes. La mercancía, esa «cosa suprasensible aunque sensible» (Marx), se transforma en una cosa sensible aunque suprasensible. Se impone realmente como «categoría universal del ser social total» (Lukács, Historia y consciencia de clase). Poco a poco, su «objetividad fantasmal» termina por eclipsar todo lo que existe. En este punto, la interpretación mercantil del mundo, que no tiene otro contenido que la afirmación de la sustituibilidad cuantitativa de todas las cosas —es decir, la negación de toda diferencia cualitativa y de toda determinación real—, se revela como la negación del mundo. El principio según el cual «todo vale lo mismo» fue sin duda siempre el estribillo morboso del nihilismo, antes de convertirse en el himno mundial de la economía. Asimismo —y ésta es una experiencia cotidiana de la que ya nadie puede sustraerse—, hacer que esa interpretación del mundo se encarne en los hechos ha consistido exclusivamente en resecar cada cosa de toda cualidad, en purgar a cada ente de toda significación particular, en reducirlo todo a la identidad indiferenciada de la equivalencia general, es decir, ni más ni menos, a la nada. Ya no hay aquí un esto o un aquello; y de la singularidad no queda sino la ilusión. Lo que aparece, de ahora en adelante, ya no se ordena según ninguna organicidad superior, sino que se entrega en un abandono infinito al simple hecho de ser sin ser nada. Bajo el efecto de este desastre prometedor, el mundo ha terminado por asumir la forma de un caos de formas vacías. Todos los enunciados que se han podido leer más arriba, y que se consideraban desvinculados de toda efectividad, cobran cuerpo en conjuntos de una realidad tangible, abrumadora y, en suma, diabólica. En el Espectáculo, el carácter metafísico de lo existente se percibe como una evidencia central: el mundo se ha vuelto visiblemente una metafísica. Y hasta las mentes más estrechas de miras, que acostumbraban refugiarse en la confortable objetividad del clima, se ven forzados a hablar de él invocando de inmediato el declive de la sociedad industrial. Aquí, la luz se ha solidificado, el inasible modo de desocultamiento que produce todo ente se ha encarnado como tal, es decir, independientemente de todo contenido, en un sector propio y tentacular de la actividad social. Lo que hace visible se ha vuelto él mismo visible. Los fenómenos, al autonomizarse de aquello que manifiestan —es decir, al ya no manifestar sino la nada—, aparecen de inmediato como fenómenos. El entorno de existencia del ser humano, la metrópoli, se revela a su vez como «una formación lingüística, un marco constituido ante todo por discursos objetivados, códigos prestablecidos, gramáticas materializadas» (Virno, Los laberintos de la lengua). Finalmente, al volverse la «acción comunicativa» la materia misma del acto de producir, la realidad del lenguaje entra en el conjunto de las cosas que se pueden experimentar a placer. En este sentido, el Espectáculo es la última figura de la metafísica, en la que esta se objetiva como tal, se vuelve visible y se presenta al ser humano como la evidencia material de la alienación fundamental de lo Común. Es, en estas condiciones, su dimensión metafísica la que se le escapa al ser humano, se yergue frente a él y lo oprime. Pero también, mientras no se hubiera alienado por completo, no podía aprehenderla concretamente, ni, en consecuencia, proyectar su reapropiación. Los días más oscuros nos dispensan de la esperanza vulgar, precisamente porque son vísperas de victorias.
En el momento en que se ha encarnado, la economía debe perecer. Cae bajo la dura ley del reino mortal, y lo sabe. En el resquebrajamiento de todas las cosas, en las grietas que vemos abrirse por doquier, ya adivinamos los indicios de su naufragio próximo. De ahora en adelante, la dominación mercantil se halla comprometida en una guerra sin fin ni esperanza para impedir la necesidad de ese proceso. La cuestión ya no es si va a morir, sino únicamente cuándo va a morir. La vida bajo tal orden, que ha renunciado a toda otra ambición que no sea durar un poco más, se distingue por la tristeza extrema que se adhiere a todas sus manifestaciones. Aquí, la supervivencia de la dominación mercantil, que no es más que la prolongación de su agonía, depende enteramente de esa escasa eventualidad de que lo visible no sea visto; por eso debe ejercer sobre la totalidad de lo que es un apresamiento cada vez más brutal. Su soberanía ya sólo se despliega bajo la amenaza constante de que se explicite su carácter metafísico, de que sea reconocida por lo que es: una tiranía, y la más mediocre que haya existido jamás, la tiranía de la servidumbre. Por todas partes, los esfuerzos de la dominación por mantener una interpretación del mundo que, al haberse realizado, se encuentra a su vez sujeta a interpretación, se orientan hacia la fuerza bruta. La naturalización del modo de desocultamiento mercantil exigió sin duda, en el pasado, una dosis constante de violencia contra los seres humanos y las cosas. Fue necesario arrasar, internar, someter, encerrar, embrutecer o deportar a toda la masa de fenómenos que contrariaban el nihilismo mercantil. Para los demás, el aprendizaje del punto de vista de la reificación, de la utilidad, de la separación y de la puesta en equivalencia general se realizaba simplemente en el sufrimiento, de manera ininterrumpida a lo largo de toda la vida. Pero ahora se perfila una nueva configuración de las hostilidades. La dominación mercantil ya no puede limitarse a mantener congeladas todas sus contradicciones, a lograr que la alienación, la corrupción y el exilio de todas las cosas parezcan evidentes, ni a reprimir en el ser humano toda aspiración hacia el ser. Debe avanzar a marchas forzadas, aunque cada paso hacia su perfeccionamiento no haga sino aproximar el momento de su ruina. Debe considerarse que con el Biopoder —que, bajo el pretexto de mejorar, simplificar y alargar la «vida», la «forma» o la «salud», apunta a un control social total de los comportamientos— ha jugado su última carta: al apoyarse en la ilusión cardinal del sentido común, la inmediatez del cuerpo, ha terminado por destruirlo. Todo, desde entonces, se ha vuelto sospechoso. Su propio cuerpo aparece al Bloom como una instancia extranjera que habita contra su voluntad. Al poner su supervivencia a costa de poner a trabajar la metafísica, la dominación mercantil ha degradado ese terreno de su neutralidad, que era lo único que le garantizaba poder avanzar en él victoriosamente: ha convertido la metafísica en una fuerza material. A cada uno de sus avances deberá responder, de ahora en adelante, una rebelión sustancial que le oponga palmo a palmo su fe, y que proclame, de un modo u otro, que la humanidad «sólo puede volver a vivir a través de un acto metafísico que reanime el elemento espiritual que la creó en su existencia primitiva o que la mantiene en su forma ideal» (Lukács). Así, el orden mercantil, que hace agua por todos lados, deberá, hasta la unificación y la victoria del Partido Imaginario, exterminar uno por uno, físicamente, en nombre de la lucha contra el terrorismo, el extremismo o las sectas, a cada universo metafísico independiente que llegue a manifestarse. Todos los individuos que se nieguen a revolcarse en su inmanencia famélica, en la nada del entretenimiento; todos aquellos que tarden en renunciar a sus atributos más propiamente humanos, en particular a toda preocupación que vaya más allá del ente, serán excluidos, desterrados, hambreados. A los demás, habrá que mantenerlos en un miedo cada vez más feroz. Más que nunca, «los detentadores del poder viven en esta idea aterradora de que no sólo algunos aislados, sino masas enteras, podrían escapar del temor: eso sería su caída segura. Esta es también la verdadera razón de su furia ante toda doctrina de la trascendencia. El peligro supremo se oculta ahí: que el ser humano pierda el miedo. Hay regiones en la tierra donde la sola palabra “metafísica” es perseguida como a una herejía» (Jünger, Sobre la línea). En esta última metamorfosis de la guerra social, en la que ya no sólo se enfrentan clases, sino «castas metafísicas» (Lukács, Acerca de la pobreza de espíritu), es inevitable que seres humanos —primero unos cuantos, luego cada vez más— se reúnan en torno al proyecto explícito de politizar la metafísica. Ellos son desde hoy el anuncio de la próxima insurrección del Espíritu.

ACTO TERCERO: «Hay que mantenerse donde la destrucción no se concibe como un punto final, sino como preliminar» (Jünger, El trabajador).

En el mismo momento en que, en el Espectáculo, la dominación mercantil revela su metafísica y se revela como metafísica, su verdadera contestación, pasada y presente, es llevada a plena luz y se revela a su vez como tal. Es entonces también cuando aparece su parentesco con los movimientos mesiánicos, los milenarismos, las místicas, las herejías del pasado o incluso con los cristianos de antes del cristianismo. Todo el pensamiento revolucionario «moderno» se resuelve ante nuestros ojos en el encuentro entre el idealismo alemán y el concepto de Tiqqun, que designa, en la Cábala luriánica, el proceso de la redención, de la restauración de la unidad entre el sentido y la vida, de la reparación de todas las cosas por medio de la acción de los propios seres humanos. En cuanto a su supuesta «modernidad», no era al final sino el rechazo de su carácter fundamentalmente metafísico. De ahí la ambigüedad de la obra de un Marx o de un Lukács, por ejemplo. Es una constante que el Espectáculo —donde se ha visto a la violencia conceptual del idealismo transformarse en violencia real, incluso física— califique de «idealista» justo ese aspecto del pensamiento de aquellos a quienes no logró eliminar a tiempo. Éste es un criterio seguro para distinguir la crítica consecuente de la pseudocontestación, la cual acaba siempre por reencontrarse con esta sociedad en su afán por evacuar lo Indecible de lo políticamente decible. Los canallas se reconocen infaliblemente por la furia que ponen en no entender nada, en no ver nada, en no oír nada. Mientras vivan, la angustia, el sufrimiento, la experiencia de la nada, el sentimiento de extrañeza ante todo —así como las innumerables manifestaciones de la negatividad humana— serán remitidos, al igual que antes, a las puertas de la Publicidad, acompañados de una sonrisa o de una compañía antimotines. Mientras vivan, se los reputará nulos y sin valor. La ventanilla histórica que ahora se abre es el momento psicológico que pondrá en evidencia el contenido de verdad —es decir, la potencia devastadora— de toda crítica, pasada y presente. Dado que la dominación mercantil ha llegado a librar abiertamente la batalla en el terreno metafísico, su contestación tendrá que situarse también en ese terreno. Ésta es una necesidad que no tiene que ver ni con la buena voluntad de los militantes ni con la determinación de sus teóricos de cartón piedra: proviene de que esta sociedad misma necesita ese enfrentamiento para encontrar uso a toda la potencia técnica acumulada. Se trata nuevamente de una carrera contra el tiempo, en la que ya no podemos limitarnos a aplicar la crítica, sino que debemos ante todo comenzar por crearla. Se trata de hacer posible la crítica y nada más. La Metafísica Crítica no es, pues, un objeto que entra en el escenario del mundo en su esplendor definitivo. Es aquello que se elabora y se seguirá elaborando en la lucha contra el orden presente. La Metafísica Crítica es la negación determinada de la dominación mercantil.
Que esta negación se manifieste sin traicionarse o que sus fuerzas sean una vez más desviadas para servir a la expansión medida del desastre, eso ya no obedece a ninguna necesidad, sino únicamente a la determinación melancólica de algunos elementos libres comprometidos con el uso práctico de su conciencia, es decir, en el fondo, con sembrar en el mundo del Espectáculo un Terror inverso al que actualmente reina ahí. El simple hecho, sin embargo, de que ya no pueda haber, frente a una realidad que ha adoptado una forma tan perfectamente sistemática, ninguna contestación de los detalles, no deja lugar a ambigüedad alguna sobre la terrible radicalidad de la época. La crítica ya no tiene otra opción que tomar las cosas por la raíz; ahora bien, la raíz, para el ser humano, es su esencia metafísica. Así, cuando la dominación consiste en ocupar la Publicidad, en construir de cabo a rabo un mundo de hechos, un sistema de convenciones y un modo de percepción independientes de cualquier otra relación que no sea la suya, sus enemigos se reconocen en la doble ambición de hacer estallar por todas partes el halo de familiaridad de aquello que aún pasa por «realidad» al revelarlo como construcción, y de disponer, en los pliegues de la presente tiranía semiocrática, espacios simbólicos autónomos del estado de explicitación pública, extraños a él, pero que aspiran, al igual que él, a una validez universal. El Nosotros debe, en todo lugar, hacer frente al Se. En esto trabajamos según nuestras propias inclinaciones, revelando a la Jovencita como dispositivo político de coerción, a la economía como ritual de magia negra, al Bloom como santidad criminal, al Partido Imaginario como portador de una hostilidad tan invisible como absoluta, o a la panadería de la esquina como aparición sobrenatural. Se trata, centralmente, de afectar todo lo que se dice, todo lo que se hace y todo lo que se ve con su factor natural de irrealidad. Este mundo dejará de ser monstruoso cuando deje de darse por sentado. Por lo tanto, toda nuestra teoría se inscribe en la vida cotidiana, donde debe siempre y de nuevo acudir a lo familiar que a nosotros nos toca volver inquietante. Nuestro interés maniaco por el «hecho diversamente trivial» puede entenderse desde ahí, pues en él es lo habitual mismo lo que se arranca de la costumbre cuyo barniz, de pronto, salta. La violencia ciega y diáfana de un Kipland Kinkel o de un Alain Oreiller testimonia, en dosis mortales, esa verdad negativa del ser humano que la cotidianidad planificada se aplica invariablemente a sofocar. En esta ofensiva, el lenguaje constituye, hasta cierto punto, el campo de batalla que debemos minar. Esta elección no tiene nada de arbitraria: reposa en la constatación de que la dominación, que se ha visto obligada a investirlo, jamás se ha sentido cómoda en él. Si en algunos aspectos la actual eficacia de la economía, así como su aparente perennidad, reposan en la manipulación libre de los signos y en su reducción operativa a la señal o signo-alarma, resulta igualmente claro que el éxito definitivo de esa reducción equivaldría a su muerte. Para que la dominación aún pueda manejarlos como sus vehículos, los signos deben contener algún sentido, es decir, una trascendencia que, de una forma u otra, desborde el estado de cosas actual y lo amenace de nulidad. Ahí hay una contradicción, una herida abierta que, explotada con la suficiente malevolencia, puede conducir a su perdición. De eso nos encargaremos.
En muchos aspectos, la Metafísica Crítica continúa y lleva a cabo la labor de minado que el nihilismo ha emprendido con éxito desde hace cinco siglos. La constancia con que toda fe simple en la realidad ha sido, barrio tras barrio, primero sacudida, luego minada y finalmente arruinada, no le es ajena; no siente ningún pesar por ello. La Metafísica Crítica no tiene por vocación proporcionar a los seres humanos una nueva y refinada especie de consuelo. Más bien, su consigna es: generalizar la inquietud. La Metafísica Crítica es ella misma esa inquietud que ya no puede concebirse como debilidad o vulnerabilidad, sino como aquello de donde emana toda fuerza. No está hecha para brindar seguridad a los débiles que necesitan apoyo, sino para conducirlos al combate. Es como un arma, de la que nadie puede decir a quién servirá más que quien la tome. En cada vida que se mantiene en tal contacto con el Ser hay una potencia de devastación cuya intensidad uno no puede medir. El proceso que tantos otros antes que nosotros emprendieron contra lo real está en vías de ser ganado, pero por el enemigo. Por eso, en esta vía errada, consideramos como preliminar de todo la pulverización de la última estructura tangible de aprehensión de lo existente: la forma cuantitativa abstracta de la mercancía, que se ha vuelto «para la conciencia reificada la forma de aparición de su propia inmediatez, que no trata —en cuanto conciencia reificada— de superar, sino que, por el contrario, se esfuerza en fijar y hacer eterna mediante una “profundización científica” de los sistemas de leyes aprehensibles» (Lukács, Historia y consciencia de clase). Enloquecer la sabiduría del mundo forma indiscutiblemente parte de nuestro programa, pero no es más que la primera línea. La Metafísica Crítica es más bien «ese movimiento espiritual que toma el nihilismo como campo de batalla y toma de él su configuración, como imagen reflejada en el espejo del Ser» (Jünger, La emboscadura), esa fuerza necesaria que aspira a derrocar la hegemonía mercantil al manifestarla como metafísica. Sólo que ese acto de reflejar, de manifestar la realidad como interpretación, como construcción, ese modo de mostrar que la esencia del nihilismo no es en absoluto nihilista, ya avanza más allá del nihilismo. En todas partes donde posa la mirada, la Metafísica Crítica afecta a lo ente con un signo contrario a la convención dominante.Toda realidad que se refiere a ella cambia bruscamente de sentido; las proporciones se invierten: lo que aparecía como un resto en los márgenes del Espectáculo se revela como lo más real, aquello que hasta ayer se miraba como el mundo mismo es devuelto a su miseria diminuta, lo que parecía firmemente establecido empieza a tambalear, lo que no parecía tener más consistencia que el aire adquiere una presencia basáltica. Así, la Metafísica Crítica deja ver la insignificancia a la que el Espectáculo —esa unidad falsa por abstracta entre el sentido y la vida— ha arrojado todo el ente, no como un hecho insignificante en sí, sino como una situación política de servidumbre, una forma concreta de la opresión social. Al hacerlo, confiere a esa insignificancia un coeficiente de realidad del que nada, en este mundo, puede presumir. Pero en verdad es toda la no-identidad que había sido reprimida en la penumbra del mundo infraspectacular, todo lo que no era ni decible ni admisible en el modo de desocultamiento dominante, lo que ella hace entrar en la presencia, lo que vuelve audible y, con ello, real. La Metafísica Crítica crea, a partir de la nada, una plenitud más verdadera, más densa y más sutil que la plenitud aparente del Espectáculo: la plenitud de la desolación, el absoluto del desastre. Al revelar al sufrimiento humano su significado político, lo suprime como tal y lo convierte en el presagio de un estado superior. Esto vale también para la angustia, en la que es lo existente mismo lo que conduce más allá de lo existente: una vez que esta experiencia es proyectada al corazón de la Publicidad, lo finito como tal se desvanece y reaparece como signo de lo infinito.
Pero la transfiguración de la que la Metafísica Crítica es sinónimo opera, en primer lugar, en el ser humano que se encontraba despojado de todo aquello que creía suyo: en el Bloom, que reconoce también que la nada que le queda como herencia es la única cosa que en el fondo ha poseído verdaderamente: su indestructible facultad metafísica. La noción de Partido Imaginario, finalmente, da cuerpo al residuo, al resto, a la no-coincidencia, a todo aquello que cae fuera del plano universal de la economía, del apresamiento y de la Movilización Total. Así, al mismo tiempo que es la doctrina de la trascendencia que permite por sí sola liberarse de este mundo y aniquilarlo, al mismo tiempo que redacta los prolegómenos de toda futura insurrección, al mismo tiempo, pues, que se afirma como la negación determinada de la dominación mercantil, la Metafísica Crítica contiene ya en sus manifestaciones actuales la superación positiva que conduce más allá de las zonas de destrucción. «Cada ser humano —dice— ejerce cierta actividad intelectual, adopta una visión del mundo, una línea de conducta moral deliberada, y contribuye así a defender y a hacer prevalecer una cierta visión del mundo» (Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura). En consecuencia, la Metafísica Crítica va a imponerse como una exhortación cada vez más inflexible y virulenta dirigida a cada Bloom, para que lleve a su conciencia la visión del mundo subyacente a su modo de vida y que, al rechazarla o apropiársela, reconozca a sus semejantes y a sus adversarios, es decir, en el fondo, que nazca al mundo. No dejaremos a nadie el lujo de ignorar el significado de su existencia. Todo compromete a todo. Incluso haremos que los seres humanos abandonen el gusto de consumir. La Metafísica Crítica no se contenta, por tanto, con considerar todas las cosas desde el punto de vista del Tiqqun, es decir, desde la unidad del mundo, desde la realización final de todas las cosas, desde la inmanencia del sentido a la vida; ella produce, por su carácter práctico y ejemplar, esa unidad, esa realización y esa inmanencia. Forma parte ella misma del mundo del Tiqqun. La Metafísica Crítica es, en su existencia cotidiana, el punto de vista desde el cual lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero han dejado ya de ser percibidos contradictoriamente. Porque el nihilismo no es otra cosa que «la pérdida temporal de la apertura en la que una cierta interpretación de lo ente se constituye como interpretación» (Jünger), y porque la Metafísica Crítica se presenta como un mandato general a determinarse a partir del carácter metafísico del mundo, constituye según su propio curso la consumación y la superación del nihilismo, es decir, en los términos de ese viejo cabrón de Heidegger, «la Apropiación de la metafísica», «la Apropiación del olvido del Ser». Ella determina, en un primer momento, un distanciamiento del mundo como representación y «toma en un principio la apariencia de una superación de la metafísica […]. Pero lo que se produce en la Apropiación de la metafísica, y sólo en ella, es que la verdad de la metafísica regresa expresamente, la verdad duradera de una metafísica aparentemente repudiada, que no es otra que su esencia ahora reapropiada: su Morada. Aquí acontece algo distinto a una mera restauración de la metafísica» (Heidegger, Contribución a la cuestión del ser).
Para la comunidad de los metafísicos-críticos, no hay ya nada más concreto que esta Apropiación y esta Morada, aun si se presentan todavía provisionalmente bajo la forma de problemas por resolver más que de soluciones inmediatamente dadas. En la medida en que persisten las constricciones que esta sociedad les impone, no hay duda de que están construyendo algo en los rincones de la metrópoli: un ethos realmente, es decir, colectivamente practicado, donde «la Metafísica [forma] parte del ejercicio cotidiano de la vida» (Artaud). Sería un error denunciar en ello una alternativa cómoda a la ofensiva armada. Contrario a lo que ciertos izquierdistas apresurados querrían hacernos creer, en las condiciones actuales la puesta en juego inmediata de la práctica revolucionaria no es la lucha frontal contra la dominación mercantil, pues ésta se desmorona inexorablemente, y «lo que se desmorona, se desmorona, pero no puede ser destruido» (Kafka). Por lo tanto, hay que dejar que la ramera siga su insípida descomposición y prepararse para asestarle, en su momento, el golpe fatal del que no podrá recuperarse; lo que supone nada menos que realizar, por todos los medios, la unidad de las fuerzas particulares que actualmente se enfrentan a la hegemonía mercantil; es decir, en otros términos, realizar el Partido Imaginario. Por esta sola razón —que «en un mundo de mentira, la mentira no puede ser vencida por su contrario, sino únicamente por un mundo de verdad» (Kafka)—, incluso aquellos cuya única vocación sea destruir, no tienen otra opción que trabajar por la formación, en el espacio infraespectacular, de esos «mundos de verdad», si es que quieren llegar a ser algo más que profesionales con patente de corso de la contestación social. La elaboración positiva, en medio de las ruinas, de formas de vida, de comunidad y de afectividad independientes y superiores a las aguas heladas de la moral espectacular es un acto de sabotaje cuya capacidad de fracaso sobre el imperium de la abstracción actúa sin hacerse visible. Constituye también, en la situación presente, la condición sine qua non de cualquier contestación eficaz, porque, a menos que se reagrupen en familias mentales, quienes se oponen a esta sociedad no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir. Nada, sin embargo, impedirá que los metafísicos-críticos se adhieran a toda agitación que ataque explícitamente la dominación mercantil, y que ellos mismos fomenten algunas. No renunciaremos a perturbar, a ningún precio, la ceremonia tediosa del mundo. Pero tales hechos de nuestra parte serían mal comprendidos si se ignorara que sólo adquieren sentido en la construcción más vasta de un modo de vida en el que la guerra tenga su lugar. La coexistencia pacífica de todas las burlas, que hace de esta época un vomitivo tan potente, es una de esas cosas a las que pensamos poner fin sangriento. No es tolerable que la verdad y el error sigan conviviendo en paz. La connivencia mutua de tantas metafísicas visceralmente irreconciliables en el cubículo barroco del Espectáculo forma parte de los medios que emplea el enemigo para quebrar a los más vivos. Los seres humanos deben ponerse de acuerdo sobre la enunciación de sus desacuerdos, trazar fronteras claras entre las distintas patrias metafísicas y así poner fin al mundo de la confusión, donde ya nadie logra reconocer ni a sus hermanos ni a sus enemigos. Las interminables disputas entre teólogos constituyen, a todas luces, un modelo de vida social. La utopía de Tlön no nos disgusta. No valoramos el amor de aquellos que no supieron odiar, ni la paz de quienes nunca combatieron. Así, en nuestro desafío de hacer que «el rechazo utópico del mundo de la convención se objetive en una realidad igualmente existente y que el rechazo polémico obtenga así la forma de una estructuración» (Lukács, Teoría de la novela), la búsqueda de ocasiones para la querella con quienes sostienen una metafísica objetivamente adversa a la nuestra tiene no menos importancia que la búsqueda de nuestros hermanos dispersos en el Exilio. El objeto de la comunidad auténtica no puede ser otra cosa que la construcción consciente de lo común mismo, es decir, la creación del mundo, o para ser más exactos, la creación de un mundo. Por eso los metafísicos-críticos ponen tanto cuidado en componer juntos el alfabeto verdadero cuya aplicación confiere a las cosas, a los seres y a los discursos una significación; es decir, en reconstituir en la realidad un orden oculto tal que lo existente deje de abrumarlos y se presente, por fin, bajo la forma familiar de figuras, más que de fachas, en el sentido de Gombrowicz. Se trata, en efecto, de elevar la afinidad electiva hasta la construcción libre de un modo de desocultamiento común de la realidad. Es preciso hacer de nuestras percepciones individuales y de nuestros sentimientos morales una obra colectiva. Tal es la tarea. Pero ya hemos reencontrado, con la sensación objetiva del mal, el estremecimiento inexorable del vicio: ese de coger con una Jovencita o de hacer las compras en un supermercado. En cada uno de nuestros enemigos —el posmoderno, la Jovencita, el sociólogo, el gerente, el burócrata, el artista o el intelectual, todos ellos taras que bien pueden coexistir en un mismo cabrón—, ya no vemos más que su metafísica. Nuestro «poder de alucinación voluntaria» ha superado ese grado de coherencia donde, desde ahora, todo nos habla de lo que hacemos — los tiempos mesiánicos no son otra cosa: la reabsorción del elemento del tiempo en el elemento del sentido. Quienes crean que es posible edificar un mundo nuevo sin construir un lenguaje nuevo, se equivocan: todo ese mundo está contenido en su lenguaje. El nuestro no oculta más que los otros su vocación imperialista: toda poesía, todo pensamiento, todo imaginario que no logre pasar a la efectividad cuando eso ya es posible, se queda incluso por debajo del rango irrisorio de la cursilería. Roger Gilbert-Lecomte expresó este diagnóstico de un modo que no tenemos necesidad de modificar: «El nacimiento del pensamiento concreto (metafísico experimental), al hacer salir la visión de su expresión artística, transformará su saber en poder». También observó que «el metafísico experimental apuesta por su desequilibrio, que le da tantos puntos de vista diferentes sobre la realidad». Dijo la verdad. La empresa que nos absorbe, en suma, es la realización de la utopía concreta de un mundo en el que cada una de las grandes metafísicas, cada uno de los grandes «lenguajes de la creación» —entre los cuales no hay «ni superación ni duplicación» (Péguy)— pueda, por fin y en el sentido pleno del término, habitar el mundo, disponer de un reino y perderse sin reservas en inagotables guerras santas, cismas, sectas y herejías; un mundo en el que la inmanencia del sentido a la vida se recupere, donde el lenguaje se aproxime al Ser y el Ser al lenguaje, donde la metafísica ya no sea un discurso, sino el tejido fértil de la existencia, donde cada comunidad sea un repliegue dentro de lo Común reapropiado, donde el ser humano, renunciando a encubrir su insoluble relación con el mundo bajo la mentira burda y estúpida de la propiedad privada, se abra verdaderamente a la experiencia de la angustia, del éxtasis y del abandono. Que la vida no ame la conciencia que se tiene de ella, y que la forma siga siendo experimentada en el sufrimiento, denuncia un tiempo al que la duración se niega. Por nuestra parte, anunciamos un mundo en el que el ser humano abrazará su destino como el juego trágico de su libertad. No hay vida más propiamente humana que ésa. Sin duda alguna, los metafísicos-críticos llevan en su desvarío ese día después del desastre. Y aunque debiéramos sucumbir ante las potencias que este mundo habrá desatado contra nosotros, habremos al menos presagiado esos tiempos felices en los que ya no habrá metafísica, porque todos los seres humanos serán metafísicos, portadores vivos del Absoluto. Entonces se comprenderá que, hasta ahora, no ha pasado nada.