Y la guerra apenas ha comenzado (2001)
a los niños perdidos
En el gran cuerpo social del Imperio, en el gran cuerpo social del Imperio que tiene la consistencia y la inercia de una medusa varada, en el gran cuerpo social del Imperio que es como una enorme medusa varada con toda su redondez en toda la redondez de la Tierra, se han plantado electrodos, cientos, miles, cantidades apenas creíbles de electrodos tan diversos que ya ni siquiera parecen electrodos.
Está el electrodo-tele, por supuesto, pero también está el electrodo-dinero, el electrodo-farmacéutica y el electrodo-Jovencita.
Mediante estos miles, estos millones de electrodos, de naturaleza tan diversa que he renunciado a contarlos, se mantiene el encefalograma plano de la metrópoli imperial.
Por estos canales, imperceptibles en su mayoría, todo el tiempo se difunden las informaciones, las mentalidades, los afectos y los contraafectos que son susceptibles de prolongar el sueño universal. Y hay que notar que paso por encima de todos los captores que se añaden a estos electrodos, sobre todo los periodistas, sociólogos, policías, intelectuales, profesores y otros agentes a los que no sé qué incomprensible voluntariado ha delegado la tarea de orientar la actividad de los electrodos.
No es casualidad que se difunda, en tal o cual momento oportuno, tal o cual sentimiento de terror, de satisfacción o de amenaza.
Es conveniente mantener en la población un cierto nivel de angustia con el fin de preservar la disponibilidad general a la regresión, el gusto por la dependencia.
Nadie debe liberarse de esta posición infantil de pasividad total o pendenciera, de saciedad entumecida o de reivindicación quejumbrosa que provoca el desagradable murmullo de la incubadora imperial.
Se dice: «El tiempo de los héroes ha pasado», esperando enterrar con él todas las formas de heroísmo.
El sueño de la época no es el buen sueño, que proporciona el descanso, es más bien el sueño que está lleno de angustia y te deja aún más exhausto, queriendo sólo encontrarlo de nuevo para huir un poco más lejos de la irritante realidad. Es la narcosis que requiere una narcosis aún más profunda.
Aquellos que, por desgracia o por suerte, escapan del sueño prescrito nacen en este mundo como niños perdidos.
¿Dónde están las palabras? ¿Dónde está la casa? ¿Dónde están mis ancestros? ¿Dónde están mis amores? ¿Dónde están mis amigos?
No existen, mi niño. Todo está por construirse. Debes construir la lengua que habitarás. Debes construir la casa donde no vivirás solo. Debes encontrar los ancestros que te hagan más libre. Y debes construir la nueva educación sentimental mediante la cual, una vez más, amarás. Y todo esto deberás construirlo sobre la hostilidad general, porque los que han despertado son la pesadilla de los que aún duermen.
la superación siempre viene de afuera
Aquí prevalece la regla de no-actuar, que se expresa así: la fecundidad de la acción verdadera reside en el interior de sí misma. Podría decirlo de otro modo, podría decir: la acción verdadera no es un proyecto que uno realiza, sino un proceso al que uno se abandona.
Quien actúa, hoy, actúa como niño perdido.
El vagabundeo gobierna este abandono. Vagamos. Vagamos entre las ruinas de la civilización. Y precisamente porque esta civilización está en ruinas, enfrentarla no nos será dado. Es una guerra realmente curiosa, aquella en la que estamos comprometidos, y que quiere que mundos y lenguajes sean producidos, que lugares sean abiertos y ofrecidos, que hogares sean establecidos en medio del desastre.
Existe esa vieja noción, bolchevique, y ciertamente un poco frígida: la construcción del Partido. Creo que nuestra guerra ahora consiste en construir el Partido, o más bien, en dar un contenido nuevo a esa ficción despoblada.
Una sociedad que ha agotado el conjunto de sus posibilidades vitales tiene buenas razones para juzgar como «terrorista» lo que se experimente más allá de ella.
Charlamos, nos besamos. Preparamos una película, una fiesta, un motín. Nos encontramos con un amigo. Compartimos una comida, una cama. Nos amamos. En otras palabras, construimos el Partido.
Las ficciones son algo serio. Necesitamos ficciones para creer en la realidad de lo que vivimos. El Partido es la ficción central, la que recapitula la guerra de la época.
En los últimos siglos del Imperio romano, todo estaba igualmente desgastado. Los cuerpos estaban cansados, los dioses muriéndose y la presencia en crisis. En los cuatro rincones de un mundo en exilio, se escuchaba la gran súplica: que se ponga fin a esto. El fin de una civilización empujaba la búsqueda de otro comienzo. El vagabundeo venía a aliviar el sentimiento de ser un extranjero en todas partes.
Había que extraerse del comercio de los civilizados.
Y mientras sectas famosas experimentaban con formas singulares de comunismo, algunos buscaban en la soledad el éxodo necesario. Se llamaban a sí mismos los monacoi, los solitarios, los únicos. Iban a establecerse solos en el desierto, a decenas de kilómetros de Alejandría. Pronto fueron tantos, aquellos solitarios, aquellos desertores, que tuvieron que inventar las reglas de una vida colectiva. Y el dominio que tenía sobre ellos el ascetismo cristiano formó con ello los primeros monasterios.
pero para el hechicero, el afuera se encuentra aquí mismo
Y se puede decir que de los primeros monasterios nació en poco tiempo una civilización aún más detestable que la que la precedió. Pero en fin, nació de allí.
Esto es para defender e ilustrar el valor estratégico de la retirada ofensiva. Es en el arte de la guerra que en ciertos momentos es mejor producir lugares y amistades que armas y escudos.
Quien se exilia, exilia. El extranjero que se va, se lleva consigo la ciudad habitable.
No puede ser más que el fin de un mundo, avanzando.
Los padres desaparecieron primero. Fueron a la fábrica, a la oficina. Luego, a su vez, las madres, fueron a la fábrica, a la oficina. Y en cada ocasión, no eran los padres o las madres quienes desaparecían, era un orden simbólico, un mundo. Primero se borró el mundo de los padres, y más tarde el de las madres: el orden simbólico de la madre, que hasta entonces nada había logrado sacudir. Y esta pérdida es tan incalculable, y es un luto tan total, que nadie está dispuesto a hacerlo.
El Imperio resume ese deseo de que un neo-matriarcado tome mecánicamente el relevo del patriarcado difunto. Y no hay revuelta más absoluta que la que desafía esa dominación benévola, ese poder cálido, esa asimiento maternal.
Los niños perdidos son los huérfanos de todos los órdenes conocidos. Bienaventurados los huérfanos, el caos del mundo les pertenece.
Lloras por todo lo que perdiste. Lo perdimos todo, en efecto. Pero mira a nuestro alrededor. Hemos ganado hermanos y hermanas, tantos hermanos, tantas hermanas. Ahora, sólo esta nostalgia nos separa, con una carga inédita.
Te vas, estás perdido. No encuentras en ningún lugar la medida de tu valor. Te vas y no sabes quién eres. Pero esta ignorancia es una bendición. Careces de valor, como el primer hombre.
Ve por los caminos.
Si no estuvieras tan perdido, no llevarías dentro de ti tal fatalidad de encuentros.
Huyamos, ya es hora. Pero te lo ruego, huyamos juntos. Mira nuestros gestos, la gracia que nace dentro de nuestros gestos. Mira este abandono, qué hermoso es que nada nos alcance. Mira nuestros cuerpos, cómo se intercambian con fluidez. Cuánto tiempo hacía que no caía tanta gratuidad sobre el mundo.
Pero tú lo sabes, todavía hay muros contra ese comunismo. Hay muros dentro de nosotros, entre nosotros, que amenazan constantemente.
No hemos dejado este mundo.
Todavía hay los celos, la estupidez, el deseo de ser alguien, de ser reconocido, la necesidad de valer algo y, peor aún, la necesidad de autoridad. Éstas son las ruinas que el viejo mundo ha dejado en nosotros, y no las hemos dejado. A la luz de ciertos proyectores, nuestra caída a veces se siente como una decadencia.
¿A dónde vamos?
Están los cátaros, que odian a los maridos más que a los amantes. Están los gnósticos, que encuentran más encanto en las orgías que en el apareamiento solitario. Está ese obispo del siglo xv en Italia, que sostiene hasta la excomunión que una mujer que rechaza su cuerpo a un hombre que se lo pide por caridad comete un pecado. Están los begardos y las beguinas, que viven en casas colectivas y cuya extrema desocupación se pasa visitando a los demás. Están los espirituales, que aseguran que para los perfectos no existe ya el pecado. Se llaman hermanos y hermanas, y San Valentín no es todavía la celebración de la pareja, sino el día en que la dama casada puede ir con quien le plazca.
Pues bien, ahora están las metrópolis: apropiarse de lo inapropiable, fingir que ignoramos cualquier perdición, jugar al hombre, a la mujer, al marido, al amante, jugar a la pareja, ocuparse. Establecerse en el más doloroso de los infantilismos con la mayor seriedad del mundo. Olvidar, en un desenfreno de sentimientos, el cinismo al que condena la vida en las metrópolis. Y hablar de amor, una y otra vez, después de tantas rupturas.
Quienes dicen que otro mundo es posible, y no se hacen portadores de otra educación sentimental que la de las novelas y las películas de televisión, merecen que se les escupa en sus caras.
¡¡¡attac al estercolero!!!
No se me ocurre un estado más abyecto que el estado amoroso. Entre amar y estar enamorado hay toda la diferencia entre un destino que se asume y una condición que se padece.
La cuestión es saber si el comunismo es la propiedad colectiva o la ausencia de propiedad. Y luego saber qué es la ausencia de propiedad. Nosotros, la manera en que nosotros practicamos el comunismo, es la puesta en común, el libre uso. Decidimos el libre uso de un cierto número de cosas que poseemos.
Lo que hacemos es llenar la forma exterior de la propiedad con un contenido que la sabotea. Quiero decir, la compartición absoluta entre los seres. Lo importante aquí no es el objeto de la compartición, sino su modo contingente, que siempre está por construirse.
La orgía prueba solamente esto: que la sexualidad no es nada, nada más que un cierto punto de la distancia entre los cuerpos
la atención como contenido terrestre de la idea de amor.
Si tuviera que definir el viejo mundo, diría que el viejo mundo es una cierta manera de vincular los afectos con los gestos, los afectos con las palabras. Es una cierta educación sentimental, y de verdad aquélla ya no la queremos.
Si tuviera que definir la orgía, diría que la orgía se da cada vez que uno u otro comienza a romper el vínculo que hay entre los afectos y los gestos, entre los afectos y las palabras. Y que otros lo siguen.
No hay «transición hacia el comunismo», la transición es la categoría del comunismo, del comunismo en cuanto experimentación.
Tratamos de extraer del amor toda posesión, toda identificación, para finalmente ser capaces de amar.
En cualquier situación, hay una cierta distancia que se da entre los cuerpos. Esa distancia no es una distancia espacial, sino una distancia ética. Es la diferencia entre las formas-de-vida. La noción de amor, la intimidad, todo eso, ha sido inventado para que ya que no podamos asumirla, para que ya no podamos jugar con ella, para impedir que los cuerpos bailen y elaboren un arte de las distancias. Porque toda distancia es una proximidad, y toda proximidad sigue siendo una distancia.
Una cierta idea del juego, combinada con la certeza de construir el Partido, nos mantiene a igual distancia de la pareja y del sórdido liberalismo.
Ya ves, el Partido son cuerpos, son lugares, son cuerpos que circulan.
Recuerda: es en el fondo de la separación donde hemos encontrado el comunismo. Ya no podríamos compartir nada que no quisiéramos compartir.
Si quieres, me gustaría mucho construir el Partido contigo, en fin, si estás libre…