Esto no es un programa



¡Redefinir la conflictividad histórica!
 
No creo que las personas comunes piensen que exista el riesgo, a breve plazo, de una disociación rápida y violenta del Estado, y de una guerra civil abierta. Más bien, se abre camino la idea de una guerra civil latente, para emplear una fórmula periodística, de una guerra civil de posiciones que despojaría al Estado de cualquier legitimidad.
Terrorisme et démocratie, obra colectiva, Éditions Sociales, 1978
 
Nuevamente la experimentación, a ciegas, sin protocolos, o casi. Muy poco nos ha sido transmitido; ésta podría ser una oportunidad.
Nuevamente la acción directa, la destrucción sin rodeos, el enfrentamiento bruto, el rechazo a cualquier mediación: quienes no quieran entender no obtendrán ninguna explicación de nosotros.
Nuevamente el deseo, el plano de consistencia de todo aquello que había sido reprimido y expulsado por varias décadas de contrarrevolución.
Nuevamente todo esto, la autonomía, el punk, la orgía, el motín, pero desde una perspectiva inédita, madura, pensada, despejada de los ardides y veleidades de lo novedoso.

Con golpes de arrogancia, de operaciones de «policía internacional», de comunicados de victoria permanente, un mundo que pretendía ser el único posible, como el coronamiento de la civilización, ha logrado convertirse con plena consciencia en una cosa violentamente detestable.
Un mundo que creía haber apartado de sí mismo todo mal termina descubriéndolo en sus entrañas, entre sus hijos. Un mundo que ha celebrado un vulgar cambio de año como un cambio milenario, empieza a temer por su milenio.
Un mundo que ha querido colocarse permanentemente bajo el signo de la catástrofe y que se ha dado cuenta, a pesar suyo, de que la caída del «bloque socialista» no auguraba su triunfo, sino la inevitabilidad de su propio hundimiento. Un mundo que al son del fin de la Historia, del siglo estadounidense y del fracaso del comunismo se atiborró de júbilo, un mundo que ahora tendrá que pagar por su ligereza.

En esta coyuntura paradójica, este mundo, es decir, en el fondo, su policía, vuelve a conformarse un enemigo a la medida, un enemigo folclórico. Habla de Black Bloc, de «circo anarquista itinerante», de una vasta conspiración contra la civilización. Nos hace pensar en la Alemania que describe Von Salomon en Los réprobos, un país atormentado por el fantasma de una organización secreta, la o. c., que «se extiende como una nube de gas venenoso» y a la que uno le atribuye todas las alucinaciones de una realidad entregada a la guerra civil. «Una conciencia culpable busca conjurar las fuerzas que la amenazan. Se crea un espantapájaros contra el cual pueda echar pestes a su gusto, asegurando así su seguridad», ¿no es así?

Fuera de las elucubraciones convencionales de la policía imperial, no existe una legibilidad estratégica de los acontecimientos en curso. No existe una legibilidad estratégica de los acontecimientos en curso porque esto supondría la constitución de algo común, de algo mínimamente común entre nosotros. Y esto, algo que nos sea común, esto es algo que asusta a todo el mundo, esto es algo que hace retroceder al Bloom, que provoca el sudor y el estupor porque es algo que vuelve a situar la univocidad en el corazón de nuestras vidas suspendidas. Con todo, nos hemos acostumbrado a los contratos. Hemos huido de todo lo que parece ser un pacto, porque un pacto no se anula; se respeta o se traiciona. Y es esto, en el fondo, lo que es más difícil de entender: que el impacto de una negación depende de la positividad de algo común, que es nuestra manera de decir «yo» lo que determina la fuerza de nuestra manera de decir «no». Con frecuencia vemos con asombro la ruptura de cualquier transmisión histórica: desde hace ya cincuenta años ningún «padre» ha sido capaz de contarle su vida a «sus» hijos, de hacer de ella un relato que no sea un discontinuum repleto de anécdotas irrisorias. Lo que se ha perdido, de hecho, es la capacidad de establecer una relación comunicable entre nuestra historia y la Historia. En el fondo de todo esto se encuentra la creencia de que, renunciando a cualquier existencia singular, abdicando todo destino, ganaríamos un poco de paz. Los Bloom creyeron que bastaba con desertar el campo de batalla para que la guerra cesara. Pero en absoluto fue así. La guerra no ha cesado y quienes se negaban a asumirlo sólo se encuentran un poco más desarmados, un poco más desfigurados, hoy, que los demás. Esto explica todo el enorme magma de resentimiento que hierve hoy en las entrañas de los Bloom, y que hace irrupción como un deseo siempre insatisfecho de ver que caigan las cabezas, de encontrar a los culpables, de lograr una especie de arrepentimiento generalizado hacia toda la historia pasada. Necesitamos una redefinición de la conflictividad histórica, pero no una redefinición intelectual, sino vital.

Digo una redefinición porque una definición de la conflictividad histórica nos precede, con la cual se relacionaban, en el período preimperial, todos los destinos: la lucha de clases. Esta definición ha dejado de operar. Condena al anquilosamiento, a la mala fe y a la habladuría. Es una especie de corsé de otra época que no permite librar ninguna guerra ni vivir vida alguna. Para proseguir con la lucha, hoy en día, hay que tirar por la borda la noción de clase y con ella todo su cortejo de orígenes certificados, de sociologismos tranquilizantes, de prótesis de identidad. Actualmente, la noción de clase tan sólo sirve para administrar la pequeña dosis de neurosis, de separación y de proceso continuo con los que uno se deleita tan mórbidamente en todos los milieux de Francia desde hace tanto tiempo. La conflictividad histórica ya no contrapone entre sí a dos grandes masas molares, a dos clases, a los explotados y a los explotadores, a los dominadores y a los dominados, a los dirigentes y a los ejecutores, y tampoco posibilita distinguirlos entre sí en cada caso particular. La línea del frente ya no pasa justo por en medio de la sociedad, hoy pasa por en medio de cada uno, entre lo que hace de uno un ciudadano, sus predicados, y lo demás. Por eso mismo, en cada medio se libra la guerra entre la socialización imperial y lo que ahora mismo se le está escapando. Un proceso revolucionario se puede poner en marcha desde cualquier punto del tejido biopolítico, desde cualquier situación singular, acentuando hasta la ruptura la línea de fuga que la atraviesa. En la medida en que sobrevengan tales procesos, tales rupturas, un plano de consistencia será común a todos ellos, aquel de la subversión antiimperial. «Lo que conforma la generalidad de la lucha es el sistema mismo del poder, todas las formas de ejercicio y de aplicación del poder». Hemos llamado Partido Imaginario a este plano de consistencia, a fin de que en su nombre mismo quede expuesto el artificio de su representación nominal y a fortiori política. Al igual que cualquier plano de consistencia, el Partido Imaginario a la vez ya está ahí y está por construirse. En lo que viene, construir el Partido ya no quiere decir construir la organización total en cuyo seno todas las diferencias éticas podrían ponerse entre paréntesis, en aras de la lucha; en lo que viene, construir el Partido quiere decir establecer las formas-de-vida en su diferencia, intensificar, complejizar las relaciones entre ellas, elaborar lo más finamente posible la guerra civil entre nosotros. Considerando que el ardid más temible del Imperio consiste en amalgamar todo lo que se le opone en un gran chivo expiatorio —el de la «barbarie», de las «sectas», del «terrorismo» o incluso de los «extremismos opuestos»—, entonces la lucha contra él pasa centralmente por la acción de nunca dejar que se confundan las fracciones conservadoras del Partido Imaginario —milicianos libertarianos, anarquistas de derecha, fascistas insurreccionales, yihadistas qutbistas, guerrilleros de la civilización campesina— con sus fracciones revolucionarias-experimentales. Así pues, construir el Partido ya no se plantea en términos de organización, sino en términos de circulación. Es decir que, si todavía existiera un «problema de la organización», éste consistiría en organizar la circulación en el seno del Partido. Pues son únicamente la intensificación y la elaboración de los encuentros entre nosotros lo que nos permitirá contribuir al proceso de polarización ética, a la construcción del Partido.

Es cierto que los cuerpos incapaces de vivir el presente tienen en común la pasión por la Historia. No obstante, yo no pienso que sea inapropiado rememorar las aporías del ciclo de lucha que surgió al inicio de la década de 1960, ahora que se abre uno nuevo. En las páginas siguientes, serán hechas numerosas referencias a la Italia de la década de 1970; la elección no es arbitraria. Si no temiera alargarme demasiado, podría demostrar fácilmente cómo lo que allí estaba en juego en la forma más desnuda y más brutal sigue en gran parte vigente entre nosotros, aunque por el momento con latitudes menos extremas. Guattari escribía en 1978: «Más que considerar a Italia como un caso aparte, tan atractivo como a final de cuentas aberrante, ¿no deberíamos, de hecho, intentar aclarar las demás situaciones sociales, políticas y económicas aparentemente más estables que proceden de un poder estatal más sólido, dilucidarlas mediante la lectura de las tensiones que hoy trabajan en ese país?». La Italia de la década de 1970 sigue siendo, en todos sus aspectos, el momento insurreccional más cercano a nosotros. Es de ahí que debemos partir, no para hacer la historia de un movimiento pasado, sino para afilar las armas de la guerra en curso.

¡Escapar de la maceración francesa!

Nosotros, que provisionalmente operamos en Francia, no tenemos la vida fácil. Sería absurdo negar que las condiciones en que llevamos a cabo nuestra actividad se encuentren determinadas, suciamente determinadas incluso. Además del fanatismo de la separación que se ha impreso en los cuerpos por una educación de Estado soberano que ha convertido a la escuela en la inconfesable utopía sembrada en todos los cráneos franceses, existe esa desconfianza, esa pegajosa y asquerosa desconfianza hacia la vida, hacia todo lo que existe sin pedir disculpas. Y la retirada del mundo —en el arte, la filosofía, la amada, el hogar, la espiritualidad o la crítica— en cuanto línea de fuga exclusiva e impracticable que nutre el espeso flujo de la maceración local. Retirada umbilical que invoca la omnipresencia del Estado francés, ese amo despótico que parece gobernar incluso a su oposición de hoy en adelante «ciudadana». De ahí la gran zarabanda de los cerebros franceses, pusilánimes, anquilosados y torcidos, que ya no cesan de girar dentro de sí mismos, sintiéndose cada vez más amenazados de que algo pueda venir a sacarlos de su infelicidad complaciente.

En casi todo el mundo, los cuerpos debilitados se aferran a algún icono histórico del resentimiento, a algún orgulloso movimiento fascistoide que haya creado un nuevo blasón de la reacción. Nada de eso hay en Francia. El conservadurismo francés nunca ha tenido estilo. No lo ha tenido nunca porque es un conservadurismo burgués, un conservadurismo del estómago. Para nada importa que haya podido elevarse a la fuerza al rango de reflexividad enfermiza. No es el amor de un mundo camino a su liquidación lo que lo anima, sino el terror a la experimentación, a la vida, a la experimentación-vida. Este tipo de conservadurismo, por cuanto constituye el sustrato ético de los cuerpos específicamente franceses, domina todo tipo de posición política, todo tipo de discurso. En él se basa la continuidad existencial, tan secreta como evidente, que determina y sella la pertenencia al mismo partido, tanto la de Bové como la del burgués parisino, tanto la del pendolista de la Enciclopedia de las Nimiedades como la del caballero provinciano. Poco importa, sucesivamente, que los cuerpos en cuestión logren o no expresar sus reservas hacia el orden existente; para cualquiera es evidente que se trata de la misma pasión por las raíces, por los árboles, por la pocilga y por las aldeas lo que hoy se pronuncia contra la especulación financiera mundial, y lo que reprimirá mañana el mínimo movimiento de desterritorialización revolucionaria. Por todas partes se extiende el mismo aroma de mierda que expelen unas fauces que sólo saben hablar en nombre del estómago.

Ciertamente, Francia no sería la patria del ciudadanismo mundial —es previsible que en un futuro cercano Le Monde diplomatique se traduzca a más lenguas que El capital—, el ridículo epicentro de una contestación fóbica que pretende desafiar al Mercado en nombre del Estado, si uno no hubiera logrado impermeabilizarse tanto contra todo aquello de lo que somos políticamente contemporáneos, sobre todo la Italia de la década de 1970. Desde París hasta Porto Alegre, la expansión ahora mundial de attac da testimonio, país tras país, de ese capricho bloomesco de abandonar el mundo histórico.

¡Mayo reptante contra mayo triunfante!

El 77 no fue como el 68. El 68 fue contestatario, el 77 radicalmente alternativo. Por este motivo la versión «oficial» presenta el 68 como el bueno y el 77 como el malo; de hecho, el 68 ha sido recuperado, mientras que el 77 ha sido aniquilado. Por esta razón, el 77, a diferencia del 68, no podrá ser nunca un objeto de fácil celebración.
Nanni Balestrini y Primo Moroni, La horda de oro

La noticia de una situación insurreccional en Italia, situación que duró más de diez años y a la que sólo se pudo dar término mediante el arresto en una sola noche de más de 4000 personas, amenazó con extenderse a Francia en la década de 1970. Antes hubo las huelgas generales del Otoño Caliente (1969) que el Imperio venció con una bomba en la masacre de Piazza Fontana. Los franceses, «cuya clase obrera [no] tomó de las frágiles manos de los estudiantes la bandera roja de la revolución proletaria» más que para firmar los acuerdos de Grenelle, no pudieron entonces creer que un movimiento que había surgido en las universidades hubiera podido madurar hasta llegar a las fábricas. Con toda la amargura de su relación abstracta con la clase obrera, se sintieron timados; su Mayo había sido empañado. Por eso, a la situación italiana le dieron el nombre de «mayo reptante».

Diez años después, cuando uno ya se disponía a celebrar el recuerdo del acontecimiento primaveral y cuando sus elementos más determinados se habían integrado graciosamente a las instituciones republicanas, nuevos ecos llegaron de Italia. Esto los confundió más, a la vez porque los cerebros franceses pacificados ya no comprendían gran cosa sobre la guerra en la cual sin embargo estaban participado, y porque varios rumores contradictorios hablaban a veces de prisioneros en revuelta, a veces de contracultura armada, a veces de Brigadas Rojas (br), y también de otras cosas un tanto demasiado físicas como para que se tuviera la costumbre de comprenderlas en Francia. se prestaron oídos a la ligera, por curiosidad, para regresar luego a sus pequeñas insignificancias, diciéndose que esos italianos se mostraban realmente muy ingenuos al proseguir con las revueltas, cuando nosotros ya estábamos en la etapa de las conmemoraciones. Por lo tanto, se reanudó la denuncia del gulag, de los «crímenes del comunismo» y otras delicias de la «nueva filosofía». uno se guardó así de ver que en Italia la gente se seguía rebelando precisamente contra aquello en lo que mayo del 68 se había convertido, por ejemplo, en Francia — percatarse de que el movimiento italiano «ponía en entredicho a los profesores que se vanagloriaban de un pasado sesenta-y-ochesco porque eran en realidad los más feroces defensores de la normalización socialdemócrata» (Tutto Città 77) habría proporcionado ciertamente a los franceses un desagradable sentimiento de historia inmediata. Con el sentimiento de mantener intacto su honor, se pudo confirmar así la certeza del «mayo reptante», gracias al cual se almacenó entre los artículos de una temporada pasada ese movimiento del 77 del que sin embargo todo estaba por venir.

Kojève, que no tenía rival en la captación de lo vital, enterró el mayo francés con una fórmula feliz. Días antes de morir de un ataque cardiaco en una reunión de la ocde, él declaró con relación a aquellos «acontecimientos»: «No hubo muertes. No ocurrió nada». Hacía falta algo más, desde luego, para enterrar el mayo reptante italiano. Hubo de surgir otro hegeliano, que se había ganado una reputación no menor a la del primero, pero por otros medios. Éste dijo: «Escuchen, escuchen, no ocurrió nada en Italia. Tan sólo algunos desesperanzados manipulados por el Estado, quienes, para aterrorizar a la población, secuestraron a algunos políticos y asesinaron a algunos magistrados. Nada que fuera sobresaliente, como ven». De esta manera, gracias a la intervención perspicaz de Guy Debord, no se supo nunca de este lado de los Alpes que algo había tenido lugar en Italia en la década de 1970. Todas las ideas francesas sobre el tema se han reducido desde entonces a especulaciones platónicas en torno a la manipulación de las br por tal o cual servicio de inteligencia del Estado y a la masacre de Piazza Fontana. Si Debord fue un execrable encubridor de lo que la situación italiana contenía de explosivo, en cambio logró introducir en Francia el deporte favorito del periodismo italiano: la retrología. Por retrología —disciplina cuyo axioma primordial podría ser «la verdad se encuentra en otra parte»— los italianos entienden ese juego de espejos paranoico al que se entrega aquel que ya no puede creer en ningún acontecimiento, en ningún fenómeno vital, y por lo tanto, es decir, por el hecho de su enfermedad, tiene que suponer constantemente que hay alguien detrás de todo lo que sucede — la logia P2, la cia, el Mossad, o él mismo. El ganador es quien proporcione a sus pequeños camaradas las más sólidas razones para dudar de la realidad. Se comprende por qué los franceses hablan, con relación a Italia, de un «mayo reptante». Es porque ellos poseen el Mayo ilustre, público, de Estado.

Mayo del 68, en París, ha podido consolidarse como el símbolo del antagonismo político mundial de las décadas de 1960 y 1970, en la exacta medida en que la realidad de este antagonismo se encontraba en otra parte.

Sin embargo, ningún esfuerzo fue guardado para transmitir a los franceses un poco de lo que fue la insurrección italiana; hubo Mil mesetas y La revolución molecular, hubo la Autonomía y el movimiento okupa, pero nada resultó lo suficientemente armado como para perforar la muralla de mentiras del espíritu francés. Nada que no se pudiera fingir no haber visto. En su lugar, se preferirá parlotear de La República, La Escuela, El Seguro Social, La Cultura, La Modernidad y El Lazo Social, El Malestar-de-las-banlieues, La Filosofía o El Servicio Público. Y es de esto que se parlotea todavía en el momento mismo en que los servicios imperiales resucitan en Italia la «estrategia de la tensión». Sin duda alguna, hace falta soltar un elefante en esta boutique de porcelanas. Uno que aterrice un poco toscamente, y de una vez por todas, todas las evidencias sobre las cuales este mundo entero está asentado; con el riesgo de hacer ligeramente pedazos este andamiaje ideal.

Quiero dirigirme aquí, entre otros, a los «compañeros», a aquellos de los que sé que comparten el mismo partido que yo. Estoy un poco harto del confortable retraso teórico de la ultraizquierda francesa. Estoy harto de escuchar desde hace décadas los mismos falsos debates de un submarxismo retórico: la espontaneidad o la organización, el comunismo o el anarquismo, la comunidad humana o la individualidad rebelde. Existen todavía en Francia bordiguistas, maoístas y consejistas. Sin mencionar los periódicos revivals trotskistas y el folclor situacionista.

Partido Imaginario y movimiento obrero
 
Era obvio lo que estaba sucediendo en aquel momento: el sindicato y el pci te caían encima como la policía, como los fascistas. En aquel momento quedaba claro que había una ruptura irremediable entre ellos y nosotros. Quedaba claro que desde aquel momento el pci no volvería a tener derecho de palabra dentro del movimiento.
Un testigo de los enfrentamientos del 17 de febrero de 1977 afuera de la Universidad de Roma, citado en La horda de oro
 
En su último libro, Mario Tronti constata que «el movimiento obrero no fue vencido por el capitalismo; el movimiento obrero fue vencido por la democracia». Pero la democracia no venció al movimiento obrero como a una criatura que le fuera extraña o ajena: lo venció como su límite interno. La clase obrera únicamente fue de manera pasajera la sede privilegiada del proletariado, del proletariado en cuanto «clase de la sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil», en cuanto «orden que es la disolución de todos los órdenes» (Marx). Desde el período de entreguerras, el proletariado comienza a desbordar de manera franca a la clase obrera, hasta el grado de que las fracciones más avanzadas del Partido Imaginario comienzan a reconocer en ella, en su trabajismo fundamental, en sus supuestos «valores», en su satisfacción clasista de sí, en resumen: en su ser-de-clase homólogo al de la burguesía, a su más temible enemigo y al más poderoso vector de integración a la sociedad del Capital. El Partido Imaginario habría de ser a partir de entonces la forma de aparición del proletariado.

En todos los países occidentales, el 68 marca el encuentro y el choque entre el viejo movimiento obrero, fundamentalmente socialista y senescente, y las primeras fracciones constituidas del Partido Imaginario. Cuando dos cuerpos chocan entre sí, la dirección resultante de su encuentro depende de la inercia y de la masa de cada uno de ellos. Algo así sucedió entonces, en todos los países. Donde el movimiento obrero todavía era fuerte, como en Italia y en Francia, los débiles destacamentos del Partido Imaginario adoptaron sus formas apolilladas, imitando tanto su lenguaje como sus métodos. De ahí se asistió al renacimiento de algunas prácticas militantes del tipo «Tercera Internacional»; fue la histeria grupuscular y la neutralización en la abstracción política. Fue pues el breve triunfo del maoísmo y del trotskismo en Francia (gp, pc-mlf, ujc-ml, jcr, Parti des Travailleurs, etc.) de los partitini (Lotta Continua, Avanguardia Operaia, mls, Potere Operaio, Manifesto) y otros grupos extraparlamentarios en Italia. Donde el movimiento obrero desde hacía mucho tiempo había sido liquidado, como en Estados Unidos y en Alemania, hubo una transición inmediata de la revuelta estudiantil a la lucha armada, transición en que la asunción de tácticas y prácticas propias del Partido Imaginario con frecuencia se disimuló con un barniz de retórica socialista e incluso tercermundista. Fue, en Alemania, el movimiento del 2 de junio, la Rote Armee Fraktion (raf) o las Rote Zellen; y en Estados Unidos, el Black Panther Party, los Weathermen, los Diggers o la Manson Family, emblema ésta de un prodigioso movimiento de deserción interna.

En este contexto, lo propio de Italia fue que el Partido Imaginario, habiendo confluido en las estructuras de carácter socialista de los partitini, encontró aún la fuerza para hacerlas estallar. Cuatro años después de que el 68 hubiera puesto al descubierto la «crisis de hegemonía del movimiento obrero» (R. Rossandal), el proyectil cuyo disparo se había retardado terminó por partir hacia 1973, dando nacimiento al primer levantamiento de envergadura del Partido Imaginario en una zona clave del Imperio: el movimiento del 77.

El movimiento obrero fue vencido por la democracia, es decir que nada de lo que ha resultado de esta tradición está capacitado para enfrentarse a la nueva configuración de las hostilidades. Todo lo contrario. Cuando el hostis no es ya una porción de la sociedad —la burguesía—, sino la sociedad en cuanto tal, en cuanto poder, y que por lo tanto nos encontramos luchando no contra tiranías clásicas, sino contra democracias biopolíticas, sabemos que hay que reinventar todas las armas, así como todas las estrategias. El hostis se llama el Imperio, y para éste nosotros somos el Partido Imaginario.

¡Aplastar el socialismo!

No eres del Castillo; no eres del pueblo; no eres nada.
Franz Kafka, El castillo

El elemento revolucionario es el proletariado, la plebe. El proletariado no es una clase. Como lo sabían todavía los alemanes del siglo pasado, es gibt Pöbel in allen Ständen, hay plebe en todas las clases. «La pobreza en sí misma no hace que nadie pertenezca a la plebe; ésta no se determina en cuanto tal más que por la mentalidad asociada a la pobreza, por la revuelta interior contra los ricos, contra la sociedad, el gobierno, etc. A lo cual también se asocia el hecho de que el hombre destinado a la contingencia se convierte en un hombre ligero y rebelde con respecto al trabajo, como lo son, por ejemplo, los lazzaroni de Nápoles» (Hegel, Principios de la filosofía del derecho, adición al § 24). Siempre que ha intentado definirse como clase, el proletariado se ha vaciado de sí mismo, ha tomado como modelo a la clase dominante, la burguesía. En cuanto no-clase, el proletariado no se opone a la burguesía, sino a la pequeña burguesía. Mientras que el pequeñoburgués está convencido de que podrá salvar sus intereses del juego social, de que al fin y al cabo podrá salirse con la suya de manera individual, el proletario sabe que su propio destino pende de su cooperación con los suyos, que los necesita para perseverar en el ser, en resumen: que su existencia individual es en principio colectiva. O en otras palabras: el proletario es aquel que se experimenta como forma-de-vida. O es comunista, o no es nada.

En cada época se redefine la forma de aparición del proletariado, en función de la configuración general de las hostilidades. Al respecto, la confusión más lamentable se relaciona con la «clase obrera». En cuanto tal, la clase obrera siempre se ha mostrado hostil con el movimiento revolucionario, con el comunismo. No ha sido socialista por casualidad, lo ha sido por esencia. Si se exceptúan sus elementos plebeyos, es decir, precisamente aquello que no podía reconocer como obrero, el movimiento obrero coincidió a lo largo de su existencia con la fracción progresista del capitalismo. Desde febrero de 1848 hasta las utopías autogestivas de la década de 1970, pasando por la Comuna, jamás ha reivindicado, para sus elementos más radicales, más que el derecho de los proletarios a gestionar ellos mismos el Capital. En los hechos, jamás ha trabajado más que por la ampliación y la profundización de la base humana del Capital. Los regímenes llamados «socialistas» realizaron perfectamente su programa: la integración de todos en la relación capitalista de producción y la inserción de cada uno en el proceso de valorización. En cambio, su derrumbe no hizo otra cosa que atestiguar la imposibilidad del programa capitalista total. Es por lo tanto mediante las luchas sociales y no contra ellas como el Capital se ha instalado en el corazón de la humanidad, y que ésta se lo ha reapropiado efectivamente, hasta el punto de convertirse, en verdad, en el pueblo del Capital. Por lo tanto, el movimiento obrero fue esencialmente un movimiento social, y es como tal que ha podido sobrevivir. En mayo de 2001, un lidercillo de los Tute bianche italianos acudió a explicarles a los jóvenes imbéciles de «Socialismo desde abajo» cómo convertirse en interlocutores confiables del poder, cómo entrar por la ventana al juego sucio de la política clásica. Así explicaba él la «diligencia» de los Tute bianche: «Para nosotros, los Tute bianche simbolizan a todos los sujetos ausentes en la política institucional, a todos aquellos que no están representados en ella: los sin papeles, los jóvenes, los trabajadores precarios, los drogadictos, los desempleados, los excluidos. Lo que nosotros queremos es brindar una representación a estas personas que no la tienen». El movimiento social de hoy en día, con sus neosindicalistas, sus militantes informales, sus portavoces espectaculares, su nebuloso estalinismo y sus micropolíticos, es el heredero del movimiento obrero en este sentido: negocia con los órganos conservadores del Capital la integración de los proletarios al proceso de valorización reformado. A cambio de un reconocimiento institucional incierto —incierto en virtud de la imposibilidad lógica de representar a lo no-representable, el proletariado—, el movimiento obrero y luego social se ha comprometido a garantizarle la paz social al Capital. Cuando una de sus consejeras secretas, Susan George, denuncia después de Gotemburgo a esos «vándalos y rompevidrios» cuyos métodos «son tan antidemocráticos como las instituciones que pretenden impugnar», cuando en Génova los Tute bianche le entregan a la policía a supuestos integrantes de los inencontrables «Black Bloc» —a quienes paradójicamente difaman diciendo que son infiltrados por la misma policía—, los representantes del movimiento social siempre me han traído a la memoria la reacción del partido obrero italiano confrontado al movimiento del 77. «Las masas populares —se lee en el informe que Paolo Bufalini le entregó el 18 de abril de 1978 al Comité Central del pci—, todos los ciudadanos con sentimientos democráticos y cívicos, continúan con sus esfuerzos por aportar una preciosa contribución a las fuerzas del orden, a los agentes y a los militares comprometidos en la lucha contra el terrorismo. Su contribución más importante es el aislamiento político y moral de los brigatisti rojos, de sus simpatizantes y partidarios, a fin de despojarlos de cualquier justificación, de cualquier coartada, de cualquier colaboración externa, de cualquier punto de apoyo. Se trata de hacer el vacío en torno a ellos, de dejarlos como peces sin agua. No es un trabajo fácil, si se piensa en el gran número de participantes en empresas criminales que debe de haber». Ya que nadie tiene más interés en mantener el orden que el movimiento social, éste ha estado, está y estará a la vanguardia de la guerra librada contra el proletariado. Y en lo que viene, contra el Partido Imaginario.

La historia del mayo reptante demuestra mejor que cualquier otra cosa hasta qué punto el movimiento obrero siempre ha sido el portador de la Utopía-Capital, aquella de «la comunidad del trabajo, donde ya sólo existen productores, sin desocupados ni desempleados, la cual gestionaría sin crisis y sin desigualdades el capital, convirtiéndose así en La Sociedad» (Philippe Riviale, La ballade du temps passé). Al contrario de lo que la expresión sugiere, el mayo reptante no fue en absoluto un proceso continuo y dilatado que se extendió a lo largo de diez años, sino que fue un coro a menudo cacofónico de procesos revolucionarios locales que poseían, ciudad tras ciudad, un ritmo propio constituido por suspensiones y reanudaciones, estasis y aceleraciones, y que se respondían unos a otros. Sin embargo, sobrevino de forma manifiesta una ruptura decisiva con la adopción por el pci, en 1973, de la línea del compromiso histórico. El período precedente, de 1968 a 1973, había estado marcado por la lucha, entre el pci y los grupos extraparlamentarios, en torno a la hegemonía de la representación del nuevo antagonismo social. En otros países, se había dado el éxito efímero de la «segunda» o «nueva» izquierda. La puesta en juego de este período fue lo que se llamaba por entonces la «desembocadura política», es decir, la traducción de las luchas concretas en una gestión alternativa, amplificada, del Estado capitalista. Luchas que el pci veía al principio con agrado e incluso impulsaba aquí y allá, ya que esto contribuía a aumentar su poder contractual. Pero, a partir de 1972, el nuevo ciclo de lucha comienza a decaer a escala mundial. Para el pci se convierte en una cuestión urgente el sacar provecho cuanto antes de una capacidad social agresiva que se encuentra en caída libre. Además, la lección chilena —un partido socialista cuyo ascenso al poder se finiquita al poco tiempo mediante un golpe imperial teledirigido— tiende a disuadirlo de alcanzar por sí solo la hegemonía política. Es en ese momento cuando el pci elabora la línea del compromiso histórico. Con la adhesión del partido obrero al partido del orden y la subsecuente clausura de la esfera de la representación, se retrae cualquier mediación política. El Movimiento se queda solo consigo mismo, obligado a elaborar su propia posición más allá de un punto de vista de clase; los grupos extraparlamentarios y su fraseología son brutalmente desertados; gracias al paradójico efecto de la consigna de la «des/agregazione», el Partido Imaginario empieza a conformarse como plano de consistencia. Y, lógicamente, en cada nueva etapa del proceso revolucionario descubre en el pci al más resuelto de sus adversarios. Los enfrentamientos más brutales del movimiento del 77, ya fueran los de Bolonia o los de la Universidad de Roma entre los autónomos y los Indios Metropolitanos, por un lado, y el comité de vigilancia de Luciano Lama, el líder de la cgil, y la policía, por el otro, provocan la pugna entre el Partido Imaginario y el partido obrero; y posteriormente, serán naturalmente unos «magistrados rojos» quienes lanzarán la ofensiva judicial «antiterrorista» de 1979-1980 y su secuela de arrestos masivos. Hay que ubicar aquí el origen del discurso ciudadano que se alza por doquier perentoriamente, y en ese mismo contexto se revela su función estratégica ofensiva. «Es totalmente claro —escriben entonces unos miembros del pci— que los terroristas y los militantes de la subversión se proponen contrarrestar la marcha progresiva de los trabajadores hacia la dirección política del país, se proponen atentar contra la estrategia fundada en la extensión de la democracia y en la participación de las masas populares, se proponen poner en tela de juicio las decisiones de la clase obrera, a fin de arrastrarla a una confrontación directa, a un desgarramiento trágico del tejido democrático. […] Si se crea una gran movilización popular en el país, si las fuerzas democráticas acentúan su acción unitaria, si el gobierno sabe reformar, hacer más eficaces y dirigir adecuadamente los aparatos del Estado, el terrorismo y la subversión serán aislados y abatidos, y la democracia podrá florecer en un Estado profundamente renovado» (Terrorisme et démocratie). La perentoria consigna de denunciar a éste o a aquél como terrorista es entonces la orden de distinguirse de sí mismo en cuanto capaz de violencia, la orden de arrojar lejos de sí mismo la propia latencia guerrera y la orden de introducir en sí mismo la escisión económica que hará de nosotros un sujeto político, un ciudadano. Resultan totalmente actuales los términos con los que Giorgio Amendola, entonces funcionario dirigente del pci, atacaba en su tiempo al movimiento del 77: «Sólo aquellos que buscan la destrucción del Estado republicano tienen interés en sembrar el pánico y en predicar la deserción». En efecto es así.

¡Armar al Partido Imaginario!

Los puntos, los nodos, los focos de resistencia se hallan diseminados con más o menos densidad en el tiempo y el espacio, erigiendo a veces grupos o individuos de manera definitiva, iluminando algunos puntos del cuerpo, algunos momentos de la vida, algunos tipos de comportamiento. ¿Grandes rupturas radicales, particiones binarias y masivas? A veces. Pero más frecuentemente nos enfrentamos a puntos de resistencia móviles y transitorios, que introducen en una sociedad divisiones que se desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, surcando a los individuos mismos, recortándolos y remodelándolos, trazando en ellos, en su cuerpo y en su alma, regiones irreductibles. De la misma manera en que la red de las relaciones de poder termina por formar un espeso tejido que atraviesa los aparatos y las instituciones, sin localizarse exactamente en ellos, así el entramado de los puntos de resistencia atraviesa las estratificaciones sociales y las unidades individuales. Y es sin duda la codificación estratégica de estos puntos de resistencia lo que hace posible una revolución.
Michel Foucault, La voluntad de saber

El Imperio es ese tipo de dominación que no se reconoce ningún Afuera, que incluso ha llegado a sacrificarse en cuanto Mismo a fin de ya no tener ningún Otro. El Imperio no excluye nada, sustancialmente, tan sólo excluye cualquier cosa que se le presente como otro, cualquier cosa que se sustraiga de la equivalencia general. Por lo tanto, el Partido Imaginario no es nada, específicamente, es todo lo que obstaculiza, socava, arruina y desmiente a la equivalencia. Ya sea que hable por boca de Putin, de Bush, o de Jiang Zemin, el Imperio siempre habrá de calificar a su hostis como «criminal», «terrorista», «monstruo». En última instancia, el Imperio habrá de organizar él mismo solapadamente las acciones «terroristas» y «monstruosas» que luego habrá de adjudicar al hostis. ¿Quién no se acuerda de los inspirados y edificantes pronunciamientos de Borís Yeltsin tras los atentados perpetrados en Moscú por sus propios servicios especiales? Especialmente, de aquella arenga suya al pueblo ruso, donde el payaso llamaba a la lucha contra el terrorismo checheno, «contra un enemigo interno que no tiene ni conciencia, ni piedad, ni honor», que «no tiene rostro, nacionalidad o religión». A la inversa, sus propias operaciones militares jamás las reconocerá el Imperio como actos de guerra, sino tan sólo como operaciones de «mantenimiento de la paz», como asuntos de «policía internacional».

Antes de que la dialéctica, la dialéctica en cuanto pensamiento de la reintegración final, llegara a cacarear en favor del 68, Marcuse había intentado pensar esta curiosa configuración de las hostilidades. En una intervención que se remonta a 1966, titulada Sobre el concepto de negación en la dialéctica, Marcuse se lanza contra el reflejo hegelo-marxista que hace intervenir a la negación al interior de una totalidad antagónica, ya sea entre dos clases, entre el campo socialista y el campo capitalista o entre el Capital y el trabajo. A esto él opone una contradicción, una negación que viene de afuera. Según él, la escenificación de un antagonismo social en el seno de una totalidad, que había sido lo propio del movimiento obrero, no es más que un dispositivo con el cual se congela el acontecimiento, impidiendo la entrada desde el exterior de la verdadera negación. «El exterior que acabo de describir —escribe— no debe concebirse de manera mecánica, en términos de espacio, sino como la diferencia cualitativa que supera las oposiciones presentes al interior de totalidades parciales antagónicas y que no es reducible a estas oposiciones. […] La fuerza de la negación, lo sabemos, no se concentra hoy en ninguna clase. Constituye una oposición que continúa siendo caótica y anárquica; es política y es moral, racional e instintiva; es el rechazo a jugar el juego, es el asco hacia cualquier prosperidad, es la obligación de protestar. Es una oposición débil, una oposición inorgánica, pero que, desde mi perspectiva, descansa en resortes y apunta a fines que se encuentran en contradicción irreconciliable con la totalidad existente».

Desde el período de entreguerras, la nueva configuración de las hostilidades se había hecho presente. Por un lado, se daba la adhesión de la urss a la Sociedad de Naciones, el pacto Stalin-Laval, la estrategia del fracaso de la Komintern, la adhesión de las masas al nazismo, al fascismo y al franquismo, en resumen: la traición por parte de los obreros de su asignación a la revolución. Por el otro, se daba el desbordamiento de la subversión social fuera del movimiento obrero — en el surrealismo, el anarquismo español o con los hobos estadounidenses. La identificación del movimiento revolucionario y del movimiento obrero se derrumbaba de un día para otro, poniendo al descubierto al Partido Imaginario como exceso con respecto a este último. La consigna de «clase contra clase», que a partir de 1926 se vuelve hegemónica, sólo entrega su contenido latente cuando se observa que domina precisamente el momento de la desintegración de todas las clases por el efecto de la crisis. En realidad, «clase contra clase» significa «clases contra no-clase», traiciona la determinación de reabsorber, de liquidar ese resto cada vez más masivo, ese elemento flotante, socialmente inasignable, que amenaza con acabar con cualquier interpretación sustancialista de la sociedad, tanto la de la burguesía como la de los marxistas. De hecho, el estalinismo se interpreta en primer lugar como endurecimiento radical del movimiento obrero ante su desbordamiento efectivo por parte del Partido Imaginario.

En la Francia de la década de 1930, un grupo que se reunía en torno a Boris Souvarine, el Cercle Communiste Démocratique, intentó redefinir la conflictividad histórica. Sólo lo logró a la mitad, pero pudo identificar los dos principales escollos del marxismo: el economicismo y la escatología. El último número de su revista, La Critique sociale, rubricaba este fracaso: «Ni la burguesía liberal ni el proletariado inconsciente se muestran capaces de absorber en sus organizaciones políticas a las fuerzas jóvenes y a los elementos desclasados cuya intervención cada vez más activa está acelerando el curso de los acontecimientos» (La Critique sociale, núm. 11, marzo de 1934). En un país donde la costumbre es disolverlo todo en la literatura, especialmente lo político, no es sorprendente que en ese último número se encuentre el primer esbozo de una teoría del Partido Imaginario bajo la pluma de Bataille. El título del artículo es La estructura psicológica del fascismo. En Bataille, el Partido Imaginario se opone a la sociedad homogénea. «La base de la homogeneidad social es la producción. La sociedad homogénea es la sociedad productiva, es decir, la sociedad útil. Todo elemento inútil queda excluido no de la sociedad total, sino de su parte homogénea. En esta parte, cada elemento debe ser útil para otro sin que la actividad homogénea pueda acceder jamás a la forma de la actividad con valor en sí. Una actividad útil siempre tiene una medida común con otra actividad útil, pero no con una actividad para sí. La medida común, fundamento de la homogeneidad social y de la actividad que de aquí se deriva, es el dinero, es decir, una equivalencia calculable de los diferentes productos de la actividad colectiva». Aquí Bataille pudo captar la constitución contemporánea del mundo como un tejido biopolítico continuo, lo único que da cuenta de la solidaridad fundamental entre los regímenes democráticos y los regímenes totalitarios, de su infinita interreversibilidad. A partir de entonces, el Partido Imaginario es todo lo que se manifiesta como heterogéneo a la formación biopolítica. «El término mismo de heterogéneo indica que se trata de elementos imposibles de asimilar, y esta imposibilidad, que concierne a lo más básico de la asimilación social, concierne al mismo tiempo a la asimilación científica. […] La violencia, la desmesura, el delirio, la locura, caracterizan en diferentes grados a los elementos heterogéneos: siendo activos, ya sea como personas o como muchedumbres, se producen rompiendo las leyes de la homogeneidad social. […] En resumen, la existencia heterogénea puede representarse en relación con la vida corriente (cotidiana) como totalmente otra, como inconmensurable, cargando estas palabras con el valor positivo que tienen en la experiencia afectiva vivida. […] Por lo demás, el proletariado así entendido, no puede limitarse a sí mismo: de hecho no es más que un punto de concentración para todos los elementos sociales disociados y arrojados a la heterogeneidad». El error de Bataille, que sucesivamente pesará en toda la empresa del Collège de Sociologie y de Acéphale, es concebir todavía al Partido Imaginario como una parte de la sociedad, reconocer todavía a ésta como un cosmos, como una totalidad representable por encima de sí misma, y considerarse a sí mismo desde este punto de vista, es decir, desde el punto de vista de la representación. Toda la ambigüedad de las posiciones de Bataille con relación al fascismo se deriva de su apego a las chatarras dialécticas, a todo aquello que le impide comprender que, bajo el Imperio, la negación viene de afuera, que interviene no como heterogeneidad con respecto a lo homogéneo, sino como heterogeneidad en sí, como inter-heterogeneidad de las formas-de-vida que juegan en su diferencia. En otros términos, el Partido Imaginario no puede jamás ser individuado como un sujeto, un cuerpo, una cosa o una sustancia, ni siquiera como un conjunto de sujetos, de cuerpos, de cosas o de sustancias, sino solamente como el acontecimiento de todo esto. El Partido Imaginario no es sustancialmente un resto de la totalidad social, sino el hecho de tal resto, el hecho de que haya un resto, de que lo representado exceda siempre a su representación, de que aquello sobre lo cual se ejerce el poder se le escape para siempre. Descanse en paz la dialéctica. Todas nuestras condolencias.

No existe ninguna «identidad revolucionaria». Bajo el Imperio, lo revolucionario es por el contrario la no-identidad, el hecho de traicionar constantemente los predicados que se nos pegan. Desde hace mucho tiempo ya no ha habido «sujetos revolucionarios» más que para el poder. Devenir cualesquiera, devenir imperceptibles, conspirar, quiere decir poder distinguir entre nuestra presencia y lo que somos para la representación, a fin de burlarla. En la medida exacta en que el Imperio se unifica, en que la nueva configuración de las hostilidades adquiere un carácter objetivo, se da una necesidad estratégica de saber lo que se es para él, pero significaría nuestra pérdida tomarnos por eso, por un «Black Bloc», por un «Partido Imaginario» o por cualquier otra cosa. Para el Imperio, el Partido Imaginario no es más que la forma de la pura singularidad. Desde el punto de vista de la representación, la singularidad como tal es la abstracción consumada, la identidad vacía del hic et nunc. Asimismo, desde el punto de vista de lo homogéneo, el Partido Imaginario será simplemente «lo heterogéneo», lo puro irrepresentable. A menos que queramos facilitarle el trabajo a la policía, hay que cuidarnos de creer que podemos hacer otra cosa que indicar al Partido Imaginario cuando sobreviene: sin describirlo, identificarlo, localizarlo en el territorio, o cernirlo como un segmento de «la sociedad». El Partido Imaginario no es uno de los términos de la contradicción social, sino el hecho de que exista contradicción, la irreabsorbible alteridad de lo determinado frente a la universalidad omnívora del Imperio. Y es solamente para el Imperio, es decir, para la representación, que el Partido Imaginario existe como tal, es decir, en cuanto negativo. Obligar a todo lo que le es hostil a vestir los hábitos de lo «negativo», de lo «contestatario» o de lo «rebelde», no es más que una táctica que utiliza el sistema de la representación para llevar hacia su plano de inconsistencia, aunque sea al precio del enfrentamiento, a la positividad que se le escapa. El error cardinal de cualquier subversión, por lo tanto, se concentrará en el fetichismo de la negatividad, en el hecho de apegarse a su potencia de negación como a su atributo más propio, cuando precisamente ésta es tributaria del Imperio, y de su reconocimiento. Tanto el militantismo como el militarismo encuentran aquí su única salida deseable: dejar de aprehender nuestra positividad, que es toda nuestra fuerza, que es todo aquello de lo que somos portadores, desde el punto de vista de la representación, es decir, como una cosa irrisoria. Y ciertamente, para el Imperio, toda determinación es una negación.

También Foucault hizo una contribución determinante a la teoría del Partido Imaginario: sus conversaciones sobre la plebe. Fue en un «Debate con los mao», en 1972, en torno al tema de la «justicia popular», que Foucault evocó por primera vez la cuestión de la plebe. Criticando la práctica maoísta de los tribunales populares, recordó que todas las revueltas populares desde la Edad Media fueron revueltas antijudiciales, que la constitución de tribunales del pueblo en la Revolución francesa se corresponde precisamente con el momento en que la burguesía reasumió su dirección, y finalmente que la forma-tribunal, al reintroducir una instancia neutra entre el pueblo y sus enemigos, reintroduce en la lucha contra el Estado los principios de éste. «Quien dice tribunal dice que la lucha entre las fuerzas en presencia se ha suspendido, ya sea por las buenas o ya sea por las malas». Según Foucault, la función de la justicia desde la época de la Edad Media ha consistido en separar a la plebe proletarizada, y por lo tanto integrada como proletariado, incluida en el modo de la exclusión, de la plebe no-proletarizada, la plebe propiamente dicha. Al aislar, en la masa de los pobres, a los «criminales», los «violentos», los «locos», los «vagabundos», los «perversos», los «holgazanes», el «hampa», no sólo se retiraba al pueblo su fracción más peligrosa para el poder, la fracción siempre y en todo momento más dispuesta a las acciones sediciosas y armadas, se obtenía también la posibilidad de volver contra el pueblo a sus elementos más ofensivos. De ahí habría de resultar el chantaje permanente de «o vas a la cárcel o ingresas en el ejército», «o vas a la cárcel o vas a las colonias africanas», «o vas a la cárcel o entras en la policía», etc. Todo el trabajo empleado por el movimiento obrero para distinguir a los honestos trabajadores eventualmente en huelga de los «provocadores», «vándalos» y demás «incontrolables», prolonga esta manera de oponer la plebe al proletariado. Hoy todavía, de acuerdo con la misma lógica, los miembros de la racaille se vuelven vigilantes: para neutralizar al Partido Imaginario haciendo que se enfrente una de sus fracciones a las demás. Foucault habría de explicitar cuatro años después la noción de la plebe. «Es indudable que no hay que concebir la “plebe” como el fondo permanente de la historia, el objetivo final de todas las sujeciones, el foco jamás totalmente apagado de todas las revueltas. Es indudable que la “plebe” no tiene ninguna realidad sociológica. Pero existe ciertamente algo, en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los individuos mismos, que de cierto modo se escapa de las relaciones de poder; algo que no es en absoluto la materia prima más o menos dócil o reacia, sino que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, la fuga. “La” plebe ciertamente no existe, pero existe “algo de plebe”. Existe algo de plebe en los cuerpos y en las almas, existe en los individuos, en el proletariado, existe en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías y unas irreductibilidades diversas. Esta parte de la plebe es menos el exterior con respecto a las relaciones de poder, que su límite, su reverso, su contraparte; es aquello que responde a toda avanzada del poder con un movimiento para extraerse de él; es pues aquello que motiva todo nuevo desarrollo de las redes de poder. […] Adoptar este punto de vista sobre la plebe, que es el del reverso y del límite con relación al poder, resulta pues indispensable para hacer el análisis de sus dispositivos».

Pero no le debemos ni a un escritor ni a un filósofo francés la contribución más decisiva a la teoría del Partido Imaginario, sino a dos militantes de las Brigadas Rojas, Renato Curcio y Alberto Franceschini. En 1982, como suplemento de Corrispondenza internazionale, apareció un pequeño volumen titulado Gotas de sol en la ciudad de los espectros. En el momento en que el diferendo entre las Brigadas Rojas de Moretti y sus «líderes históricos» encarcelados se gira a la guerra abierta, Franceschini y Curcio elaboran el programa del efímero Partido-guerrilla que fue el tercer producto de la implosión de las br, además de la columna Walter Alasia y las br-Partido Comunista Combatiente. Reconociendo en la secuela del movimiento del 77 hasta qué punto habían sido hablados por la retórica convencional, Tercera Internacional, de la revolución, ellos rompen con el paradigma clásico de la producción, sacando a ésta de la fábrica y extendiéndola a la Fábrica Total de la metrópoli, donde domina la producción semiótica, es decir, un paradigma lingüístico de la producción. «Repensada como un sistema totalizante (diferenciado en subsistemas o campos funcionales interdependientes y privados de capacidad decisional autónoma y de autorregulación), es decir, como un sistema corporativo-modular, la metrópoli informatizada aparece como una gran cadena perpetua apenas disimulada, en la cual cada conjunto social, así como cada individuo, circula en pasillos rígidamente diferenciados y regulados por el ejecutivo. Una cadena perpetua que vuelven transparente las redes informáticas y telemáticas que incesantemente la vigilan. En este modelo, el espacio-tiempo social metropolitano se reproduce como calca en el esquema de un universo previsible en precario equilibrio, sin inquietudes sobre su tranquilidad obligada, un universo parcelado en compartimentos modulares, dentro de los cuales cada ejecutante actúa encapsulado —como un pececito en su pecera— dentro de un rol colectivo preciso. Universo regulado por dispositivos de retroacción selectivos y destinados a la neutralización de cualquier perturbación del sistema de programas dispuesto por el ejecutivo. […] En este absurdo e insostenible contexto de comunicación, en el que cada uno queda fatalmente colocado en la trampa de una interacción paradójica —¡para “hablar” tiene que renunciar a comunicar, para “comunicar” tiene que renunciar a hablar!— no sorprende que se afirmen estrategias de comunicación antagónica que rehúsan los lenguajes autorizados del poder; no asombra que la producción de los significados del dominio sea rechazada y combatida oponiendo a ella producciones nuevas y descentradas. Producciones no autorizadas, ilegítimas pero conectadas orgánicamente a la producción de la vida y que, por eso mismo, constelan y componen el retículo clandestino y underground de la resistencia y de la autodefensa a la agresión informática de los idiomas dementes del Estado […] Aquí se encuentra la barricada principal que divide el campo de la revolución social del campo de sus enemigos, que acoge a los resistentes aislados, los flujos esquizo-metropolitanos, en un territorio comunicativo antagonista con respecto a aquel que generó su devastación y revuelta. […] Para la ideología del control, dividuo de riesgo es ya sinónimo de “loco terrorista potencial”, de astilla de la materia social con alta probabilidad de explosión. He aquí por qué se trata de figuras cazadas, espiadas, acechadas, que el gran ojo y la gran oreja siguen con la discreción y la continuidad infatigable de la computadora. Figuras que, por ninguna otra razón, son puestas en el centro de un intenso bombardeo semiótico e intimidatorio destinado a dar mano fuerte a los atisbos de ideología oficial. […] Y con ello la metrópoli se consuma en su cualidad específica de universo concentracionario, que, para remover de sí misma el antagonismo social incesantemente generado, integra y maniobra simultáneamente los artificios de la seducción y los fantasmas del miedo. Mecanismos y fantasmas que asumen la función central de sistema nervioso de la cultura dominante y (re)dimensionan la metrópoli como un inmenso lager-manicomio, institución total más total, conexión laberíntica de brazos de máxima seguridad, secciones de control amplio, jaulas para “locos”, contenedores para detenciones, reservas para esclavos metropolitanos, zonas bunkerizadas para fetiches dementes. […] Ejercer violencia contra los fetiches necrotróficos del capital es el acto consciente más alto de humanidad posible en la metrópoli, porque es a través de esta práctica social como el proletariado construye —apropiándose el proceso productivo vital— su saber y su memoria, es decir, su poder social. […] Producir en la transgresión revolucionaria la destrucción del viejo mundo y hacer brotar de estas destrucciones las constelaciones múltiples y sorprendentes de las nuevas relaciones sociales, son procesos simultáneos que sin embargo hablan lenguas diferentes. […] Tenemos que el personal de la creación del imaginario delira la vida real al no poderla comunicar, fabrica ángeles de la seducción y monstruos del miedo para poderlos exhibir frente a miserables audiencias en las redes y en los circuitos que transmiten la alucinación autorizada. […] Levantarse del “asiento numerado”, salir a escena y destruir la representación fetiche es la elección practicada desde el principio por la guerrilla metropolitana junto a los movimientos transgresivos. […] En la complejidad del proceso revolucionario metropolitano el partido no puede tener una forma exclusiva o eminentemente política. […] El partido no puede revestir una forma exclusivamente combatiente. El “poder de las armas” y su lenguaje no evocan, como consideran los militaristas, la potencia absoluta, porque es el saber-poder lo que reunifica las prácticas sociales, la potencia absoluta. […] Partido guerrilla quiere por lo tanto decir: partido saber-partido poder. […] El partido guerrilla es el máximo agente de la invisibilidad y exteriorización del saber-poder del proletariado. […] Esto significa que cuanto más es invisible el partido y más se externa con respecto a la contrarrevolución global imperialista, tanto más es visible y se vuelve interno al proletariado, por lo tanto, tanto más se comunica con el proletariado. […] En este sentido, el partido guerrilla es el partido de la comunicación social transgresora».

¡Autonomía vencerá!

Y es a causa de tales propensiones, más que por su violencia, que los jóvenes del 77 se volvieron indescifrables para la tradición del movimiento obrero.
Paulo Virno, Do you remember counterrevolution?

Rayahs de cuerpos enmascarados asolan Génova, una nueva okupa es abierta, los obreros de Cellatex amenazan con hacer saltar su fábrica, un barrio de las afueras estalla y se lanza a atacar las estaciones de policía y los ejes de comunicación más cercanos, una manifestación termina en batalla campal, un campo de maíz transgénico es devastado durante la noche. Sin importar cuál sea el discurso, marxista-leninista, reivindicativo, islamista, anarquista, socialista, ecologista o estúpidamente crítico que cubra tales actos, todos son acontecimientos del Partido Imaginario. Poco importa que estos discursos queden ceñidos, desde la primera letra mayúscula hasta el punto final, en el cuadriculado significante de la metafísica occidental: porque estos actos hablan de entrada otro lenguaje.

Para nosotros, de lo que se trata es de duplicar el acontecimiento en el orden del gesto del acontecimiento en el orden del lenguaje. La Autonomía italiana había logrado realizar este tipo de conjunción en el curso de la década de 1970. La Autonomía jamás fue un movimiento, aun cuando se la designaba como «el Movimiento» en esa época. El área de la Autonomía fue el plano de consistencia donde confluyeron, se cruzaron, se agregaron y se des/agregaron, un gran número de devenires singulares. La unificación de estos devenires bajo el término de «Autonomía» es un puro artificio significante, una convención engañosa. El gran malentendido, en este caso, consiste en que la autonomía no era el atributo reivindicado por unos sujetos —vaya tontería sosa y democrática hubiera sido esto, que se hubiera tratado de reivindicar su autonomía en cuanto sujeto—, sino por unos devenires. La Autonomía posee así innumerables fechas de nacimiento, no es más que una sucesión de actos de nacimiento al igual que muchos actos de secesión. Es, por lo tanto, la autonomía de los obreros, la autonomía de la base con respecto a los sindicatos, de la base que desde 1962, en Turín, destroza la sede de un sindicato moderado en Piazza Statuto. Pero es también la autonomía de los obreros con respecto a su rol de obreros: rechazo al trabajo, sabotaje, huelga salvaje, ausentismo, extrañamiento proclamado con respecto a las condiciones de su explotación, con respecto a la totalidad capitalista. Es la autonomía de las mujeres: rechazo al trabajo doméstico, rechazo a reproducir en el silencio y en la sumisión la fuerza de trabajo masculina, autoconsciencia, toma de palabra, sabotaje de los comercios afectivos mediocres; autonomía, pues, de las mujeres con respecto a su rol de mujer y con respecto a la civilización patriarcal. Es la autonomía de los jóvenes, de los desempleados y de los marginados que rechazan su rol de excluidos, que ya no quieren callarse, que ingresan por propia voluntad en la escena política, que exigen el salario social garantizado, que construyen una relación de fuerza militar para exigir ser pagados por no hacer un carajo. Pero es también la autonomía de los militantes con respecto a la figura del militante, con respecto a los partitini y a la lógica grupuscular, con respecto a una concepción de la acción que pospone la existencia para después. Al contrario de lo que permitirá entender la majadería sociologizante, siempre ávida de reducciones rentables, el hecho significativo no es en estos casos la afirmación de los jóvenes, de las mujeres, de los desempleados o de los homosexuales como «nuevos sujetos», políticos, sociales o productivos, sino, por el contrario, su desubjetivación violenta, práctica, en acto, el rechazo y la traición al rol que les es asignado en cuanto sujetos. Lo que tienen en común los diferentes devenires de la Autonomía es la reivindicación de un movimiento de separación con respecto a la sociedad, con respecto a la totalidad. Esta secesión no es afirmación de una diferencia estática, de una alteridad esencial, nueva celda en el panal de las identidades cuya gestión resguarda el Imperio, sino fuga, línea de fuga. Separación se escribía entonces Separ/azione.

Este movimiento de deserción interna, de sustracción brutal, de fuga incesantemente renovada, esta irreductibilidad crónica al mundo de la dominación, es lo que el Imperio más teme. «La única forma de construir nuestra cultura y de vivir nuestra vida, hasta donde podamos saberlo, radica en estar ausentes», decía el fanzine mao-dadaísta Zut en su número de octubre de 1976. El hecho de que devengamos ausentes a sus provocaciones, indiferentes a sus valores, de que no respondamos a sus estímulos, es la pesadilla permanente de la dominación cibernética; «aquello a lo que el poder responde mediante la criminalización de todo comportamiento de extrañamiento y de rechazo al capital» (Vogliamo tutto, núm. 10, verano de 1976). Por lo tanto, Autonomía quiere decir: deserción, deserción de la familia, deserción de la oficina, deserción de la escuela y de todas las tutelas, deserción del rol de hombre, de mujer y de ciudadano, deserción de todas las relaciones de mierda a las cuales se nos cree sujetados, deserción sin fin. Lo esencial es, en cada nueva dirección que le demos a nuestro movimiento, incrementar nuestra potencia, seguir siempre la línea de incremento de potencia, a fin de ganar en fuerza de desterritorialización, a fin de estar seguros de que no se nos parará de un día para otro. En esta vía, a lo que más tenemos que temer, a lo que más tenemos que traicionar, es a todos los que nos acechan, que siguen nuestros rastros, que nos siguen desde lejos, pensando en la manera de capitalizar de una manera u otra el gasto energético de nuestra fuga: todos los gestores, todos los maniáticos de la reterritorialización. Ellos obviamente se encuentran del lado del Imperio, son los que hacen la moda con el cadáver de nuestras invenciones, los capitalistas hipsters y demás canallas siniestros. Pero también los hay de nuestro lado. En la Italia de la década de 1970, fueron los operaístas, los grandes unificadores de la Autonomía Organizada, quienes lograron «burocratizar el concepto mismo de “autonomía”» (Neg/azione, 1976). Ellos intentarán siempre convertir nuestros movimientos en un movimiento, a fin de poder hablar en su nombre sucesivamente, de poder entregarse a su juego preferido: la ventriloquía política. En las décadas de 1960 y 1970, todo el trabajo de los operaístas consistió así en repatriar en los términos y en las maneras del movimiento obrero aquello que, por todas partes, lo desbordaba. Partiendo del extrañamiento ético hacia el trabajo que se manifestaba masivamente entre los obreros recientemente emigrados del sur de Italia, teorizaron así —en contra de los sindicatos y de los burócratas del movimiento obrero clásico— la autonomía obrera, en cuyos metaburócratas espontáneos ellos esperaban convertirse; sin haber tenido que escalar los peldaños jerárquicos de un sindicato clásico: metasindicalismo. De ahí se derivó su modo de tratar a los elementos plebeyos de la clase obrera, rechazando que los obreros pudieran devenir algo más que obreros, de ahí su sordera ante el hecho de que la autonomía que así se afirmaba no era una autonomía obrera, sino más bien autonomía con respecto a la identidad de obrero. Modo de tratar que sucesivamente extendieron a las «mujeres», a los «desempleados», a los «jóvenes», a los «marginados», en resumen: a los «autónomos». Incapaces de establecer cualquier tipo de intimidad tanto consigo mismos como con algún mundo, buscaron desesperadamente hacer de un plano de consistencia, el área de la Autonomía, una organización, si fuera posible combatiente, que los convirtiera en los interlocutores de último recurso de un poder en apuros. A un teórico operaísta, Asor Rosa, le debemos el más notable y más popular travestismo del movimiento del 77: la llamada teoría «de las dos sociedades». Según Asor Rosa, por entonces habríamos presenciado el enfrentamiento de dos sociedades, por un lado la de los trabajadores asegurados, por el otro la de los trabajadores no-asegurados (los jóvenes, los precarios, los desempleados, los marginados, etc.). Aunque esta teoría tenga el mérito de romper precisamente con aquello que todos los socialismos, y por lo tanto todas las izquierdas, buscan preservar, si es necesario a costa de masacres —la ficción de una unión final de la sociedad—, también oculta, por partida doble: 1) que la «primera sociedad» ya no existe, que ha entrado en un proceso de implosión continua, 2) que lo que se recompone como tejido ético más allá de esta implosión, el Partido Imaginario, no es en absoluto uno, que en todo caso no es para nada unificable como una nueva totalidad aislable: la segunda sociedad. Ésta es exactamente la operación que hoy en día Negri reproduce, atávicamente, llamando multitud en singular a cierta cosa cuya esencia consiste, según sus propias palabras, en ser una multiplicidad. Este género de supercherías teóricas jamás será tan despreciable como el fin al que apuntan: unificar espectacularmente en un sujeto eso que sucesivamente podrán presentarse como el intelectual orgánico.

Así pues, para los operaístas, autonomía fue de cabo a rabo autonomía de clase, autonomía de un nuevo sujeto social. A lo largo de veinte años de actividad del operaísmo, se pudo mantener este axioma gracias a una noción oportuna, la de composición de clase. Basándose complacientemente en circunstancias y cálculos políticos más bien miopes, se introdujo en la «composición de clase» tal o cual nueva categoría sociológica, y de hecho se produjo un cambio de atuendos razonado que se justificó con una consulta obrera. Más adelante, cuando los obreros se cansaron de luchar, se decretó la muerte del «obrero-masa», sustituyéndolo en el rol de insurrecto global por el «obrero social», es decir, más o menos quien sea. A la larga, habrían de descubrirse virtudes revolucionarias en Benetton, en los pequeños empresarios berlusconianos del noreste italiano (cf. Des entreprises pas comme les autres) e incluso, cuando fue necesario, en la Lega Nord.

A lo largo del mayo reptante, la autonomía no fue más que ese movimiento incontenible de fuga, ese staccato de rupturas, de rupturas especialmente con el movimiento obrero. El mismo Negri lo reconocía: «La punzante polémica que en el 68 se da entre el movimiento revolucionario y el movimiento obrero oficial, en el 77 se convierte en una ruptura irreversible», escribe en La horda de oro. El operaísmo, en cuanto conciencia atrasada por vanguardista del Movimiento, intentará incesantemente reabsorber esta ruptura, interpretarla en los términos del movimiento obrero. Lo que está en juego en el operaísmo, y también en la práctica de las br, es menos un ataque contra el capitalismo que una rivalidad envidiosa con la dirección del partido comunista más fuerte del mundo occidental, el Partido Comunista Italiano; rivalidad cuyo motivo de fondo es sin duda el poder sobre los obreros. «Sólo a través del leninismo podía uno hablar política. Mientras no se diera una composición de clase diferente, uno se encontraba en la situación en que se vieron muchos precursores: la de tener que explicar lo nuevo con un lenguaje viejo», se queja Negri en una entrevista de 1980. Es, pues, al amparo del marxismo ortodoxo, a la sombra de una fidelidad teórica al movimiento obrero, como crece la falsa consciencia del movimiento. Pero sí hubo voces, como la de Gatti Selvaggi, que se erigieron contra esa artimaña. «Nos oponemos al “mito” de la clase obrera porque es nocivo, sobre todo para ella misma. El operaísmo y el populismo son dictados sólo por el designio milenario de utilizar a las “masas” como peones para los juegos sucios del poder» (núm. 1, diciembre de 1974). Pero la superchería era demasiado grande como para no funcionar. Y, en efecto, funcionó.

Considerando el provincialismo innato de la contestación francesa, recordar lo que sucedió hace treinta años en Italia para nada se reduce a un carácter de anécdota histórica, por el contrario: los problemas que se les presentaron por entonces a los autónomos italianos, nosotros ni siquiera nos los hemos planteado. En estas condiciones, la transición de las luchas en los lugares de trabajo a las luchas en el territorio, la recomposición de un tejido ético sobre la base de la secesión, la cuestión de la reapropiación de los medios para vivir, para luchar y para comunicarnos, conformarán un horizonte inalcanzable mientras no sea admitido el prerrequisito existencial de la separ/azione. Separ/azione significa: no tenemos nada que ver con este mundo. No tenemos nada que decirle ni nada que hacerle comprender. Nuestros actos de destrucción, de sabotaje, no necesitamos seguirlos de una explicación debidamente certificada por la Razón humana. Nosotros no actuamos en virtud de un mundo mejor, alternativo, por venir, sino en virtud de lo que experimentemos desde ya, en virtud de la irreconciliabilidad radical entre el Imperio y esta experimentación, de la cual forma parte la guerra. Y cuando, con respecto a este tipo de crítica masiva, pregunten las personas razonables, los legisladores, los tecnócratas, los gobernantes: «Pero ¿qué es lo que quieren entonces?», nuestra respuesta será: «Nosotros no somos ciudadanos. Jamás adoptaremos su punto de vista de la totalidad, su punto de vista de la gestión. Rechazamos jugar el juego, eso es todo. No nos toca a nosotros decirles con cuál salsa queremos que nos coman». La fuente principal de nuestra parálisis, aquello con lo que tenemos que romper, es la utopía de la comunidad humana, la perspectiva de la reconciliación final y universal. Incluso Negri, en la época de Dominio y sabotaje, había dado este paso, este paso fuera del socialismo. «Yo no me represento la historia de la consciencia de clase a la manera de Lukács, como destino de una recomposición integral, sino al contrario, como momento de arraigo intensivo en mi propia separación. Yo soy otro, otro es el movimiento de praxis colectiva en el que me inserto. Aquello en lo que participo es otro movimiento obrero. Evidentemente, soy consciente de las críticas que puede suscitar este discurso desde el punto de vista de la tradición marxista. Tengo la impresión, en lo que a mí concierne, de que me sitúo en el extremo límite significante de un discurso político de clase. […] Así pues, debo asumir la diferencia radical como condición metódica de la conducta subversiva, del proyecto de autovalorización proletaria. ¿Y mi relación con la totalidad histórica? ¿Con la totalidad del sistema? Llegamos a la segunda consecuencia de esta afirmación: mi relación con la totalidad del desarrollo capitalista, con la totalidad del desarrollo histórico, sólo se asegura a través de la fuerza de desestructuración que el movimiento determina, a través del sabotaje total de la historia del capital que el movimiento efectúa. […] Me defino separándome de la totalidad, y defino la totalidad como algo distinto a mí, como red que se extiende sobre la continuidad del sabotaje histórico que la clase efectúa». Naturalmente, no hay más «otro movimiento obrero» que «segunda sociedad». En cambio, lo que hay son los devenires cincelantes del Partido Imaginario, y su autonomía.

Vivir-y-luchar

Las cosas más blandas de este mundo subyugan a las más duras.
Lao Tse, Tao Te King

La primera campaña ofensiva contra el Imperio fracasó. La ofensiva de la raf contra el «sistema imperialista», la de las br contra el sim (Stato Imperialista delle Multinationali) y muchas otras acciones guerrilleras fueron fácilmente repelidas. El fracaso no fue el de tal o cual organización combatiente, de tal o cual «sujeto revolucionario», sino el fracaso de una concepción de la guerra; de una concepción de la guerra que no podía ser reanudada más allá de estas organizaciones, porque ésta misma era ya una reanudación. Con la excepción de algunos textos de la raf o del Movimiento 2 de Junio, todavía hoy existen muy pocos documentos que hayan surgido de la «lucha armada» que no estén redactados en ese lenguaje artificioso, osificado y rebuscado que no caiga de uno u otro modo en lo kitsch Tercera Internacional. Como si se tratara de disuadir a todo mundo de unirse a ésta.

Actualmente se abre, tras veinte años de contrarrevolución, el segundo acto de la lucha antiimperial. Mientras tanto, el derrumbe del bloque socialista y la conversión socialdemócrata de los últimos escombros del movimiento obrero, han liberado definitivamente a nuestro partido de todas las inclinaciones socialistas que aún podía contener. De hecho, la caducidad de todas las viejas concepciones de la lucha se ha manifestado en primer lugar a través de una desaparición de ésta. Luego, al día de hoy, con el «movimiento antiglobalización», a través de la parodia a escala superior de las viejas prácticas militantes. El retorno de la guerra exige una nueva concepción de ésta. Tenemos que inventar una forma de guerra tal que la derrota del Imperio no seguirá siendo algo por lo cual debamos matarnos, sino por lo cual nos sepamos vivos, cada vez más vivos.

Fundamentalmente, nuestro punto de partida no es muy distinto al de la raf cuando ésta constata: «El sistema ha acaparado la totalidad del tiempo libre del ser humano. A la explotación física en la fábrica se suma la explotación del pensamiento y de los sentimientos, de las aspiraciones y de las utopías por los medios de comunicación y el consumo masivo. […] El sistema ha logrado, en las metrópolis, hundir tan profundamente en su propia mierda a las masas, que éstas han perdido aparentemente la percepción de sí mismas en cuanto explotadas y oprimidas; así, el coche, un seguro de vida, un préstamo para la vivienda, les hacen aceptar todos los crímenes del sistema, y que, además del coche, de las vacaciones, del cuarto de baño, no sean capaces de esperar ni de representarse nada». Lo propio del Imperio ha consistido en haber extendido su frente de colonización a la totalidad de la existencia y de lo existente. No se trata solamente de que el Capital haya ampliado su base humana, sino de que también ha profundizado el anclaje de sus resortes. Para decirlo mejor, sobre la base de la desintegración final de la sociedad, al igual que de sus sujetos, el Imperio se propone en la actualidad recrear por su propia cuenta un tejido ético; de aquí se deriva que los hipsters, con sus barrios, sus publicaciones, sus códigos, sus comidas y sus ideas modulares sean a la vez los conejillos de indias y la vanguardia. Y a esto se debe que, desde el East Village hasta la calle Oberkampf, pasando por Prenzlauer Berg, el fenómeno hipster rápidamente haya alcanzado una envergadura mundial.

Es sobre este terreno total, el terreno ético de las formas-de-vida, que se juega actualmente la guerra contra el Imperio. Esta guerra es una guerra de aniquilación. El Imperio, al contrario de lo que creían las br para quienes la puesta en juego del secuestro de Moro fue explícitamente el reconocimiento por parte del Estado del partido armado, no es el enemigo. El Imperio no es más que el medio hostil que se opone centímetro a centímetro a nuestras andadas. Nos hemos comprometido en una lucha cuya puesta en juego es la recomposición de un tejido ético. Esto se lee en el territorio, en el proceso de hipsterización progresiva de los lugares en otros tiempos secesionistas, en la extensión ininterrumpida de las cadenas de dispositivos. Aquí, la concepción clásica, abstracta, de una guerra que habría de culminar con el enfrentamiento total, donde ella se volvería a unir finalmente con su esencia, ha caducado. La guerra ya no se deja almacenar como un momento aislable de nuestra existencia, el de la confrontación decisiva; en lo que viene, nuestra existencia misma, en todos sus aspectos, es la guerra. Esto quiere decir que el primer movimiento de esta guerra es reapropiación. Reapropiación de los medios de vivir-y-luchar. Reapropiación, por tanto, de los lugares: okupas, ocupación o puesta en común de lugares privados. Reapropiación de lo común: constitución de lenguajes, de sintaxis, de medios de comunicación y de una cultura autónomos — arrancar de las manos del Estado la transmisión de la experiencia. Reapropiación de la violencia: comunización de las técnicas de combate, formación de fuerzas de autodefensa, armamento. Por último, reapropiación de la supervivencia elemental: difusión de los saberes-poderes médicos, de las técnicas de robo y de expropiación, organización progresiva de una red de abastecimientos autónoma.

El Imperio se ha armado bien para luchar contra los dos tipos de secesión que reconoce: la secesión «desde arriba» de los golden ghettos (por ejemplo, la secesión de las finanzas mundiales con respecto a la «economía real» o de la hiperburguesía imperial con respecto al resto del tejido biopolítico), y la secesión «desde abajo» de las «zonas de no-derecho» (la de los barrios periféricos y de los barrios bajos). En el momento en que una u otra amenace su equilibrio metaestable, le bastará con poner a jugar una contra otra: la modernidad civilizada de los hipsters contra la barbarie retrograda de los pobres, o las exigencias de la cohesión social y de la igualdad contra el egoísmo incorregible de los ricos. «Se trata de conferir una coherencia política a una entidad social y espacial, a fin de evitar cualquier riesgo de secesión por territorios habitados ya sea por excluidos de las redes socioeconómicas o bien por los beneficiados de la dinámica económica mundial. […] Evitar cualquier forma de secesión significa encontrar los medios para conciliar las exigencias de esta nueva clase social y las de los excluidos de las redes económicas, esa gente cuya concentración espacial es tal que induce a comportamientos desviados», teorizan ya los consejeros del Imperio (en este caso Cynthia Ghorra-Gobin en Les États-Unis entre local et mondial). Pero el Imperio se ve impotente para impedir el éxodo, la secesión que nosotros preparamos, en la medida exacta en que su territorio no es únicamente físico, sino total. La compartición de una técnica, el giro de una expresión, una cierta configuración del espacio, bastan para activar nuestro plano de consistencia. Aquí reside toda nuestra fuerza: en una secesión que no puede ser registrada en los mapas del Imperio, ya que no es secesión ni desde arriba ni desde abajo, sino secesión desde en medio.

De lo que aquí hablamos es únicamente de la constitución de máquinas de guerra. Por máquina de guerra hay que entender una cierta coincidencia del vivir y del luchar, coincidencia que nunca se da sin exigir al mismo tiempo ser construida. Pues siempre que uno de estos términos se ve de algún modo separado del otro, la máquina de guerra degenera, descarrila. Si el momento del vivir se unilateraliza, la máquina de guerra se vuelve gueto. De esto dan testimonio los siniestros pantanos de lo «alternativo», cuya vocación aparece sin ambigüedad como el mercadeo de lo Mismo bajo el envoltorio de lo diferente. La mayoría de los centros sociales ocupados en Alemania, Italia o España, demuestran con facilidad la forma en que la exterioridad simulada al Imperio puede constituir un elemento valioso dentro de la valorización capitalista. «El gueto, la apología de la “diferencia”, el privilegio acordado a todos los aspectos introspectivos y morales, la tendencia a constituirse como sociedad separada que renuncia a iniciar un asalto a la máquina capitalista, a la “fábrica social”, ¿no será acaso todo esto un resultado de las “teorías” aproximativas y rapsódicas de Valcarenghi [el director de la publicación contracultural Re Nudo] y sus aliados? Y ¿no es de extrañar que ahora nos tachen de “subcultura”, precisamente ahora que está en crisis toda la mierda floral y no-violenta que los ha acompañado?», escribían ya en 1976 los autónomos de Senza tregua. Inversamente, si el momento de luchar es hipostasiado, la máquina de guerra degenera en ejército. Todas las formaciones militantes, todas las comunidades terribles, son máquinas de guerra que han sobrevivido en esa forma petrificada a su propia extinción. Es este exceso de la máquina de guerra con respecto a todos sus actos de guerra lo que se señalaba ya en la introducción de la antología de textos sobre la Autonomía que apareció en 1977 con el título Il diritto all’odio: «Al hacer así la cronología de este tema híbrido y en muchos aspectos contradictorio que se materializó en el área de la Autonomía, me doy cuenta de que realizo un proceso de reducción del movimiento a una suma de acontecimientos, mientras que la realidad de su devenir-máquina de guerra se afirma solamente por la transformación que el tema elabora de manera concéntrica en torno a cada ocasión de enfrentamiento efectivo».

Sólo en movimiento hay máquina de guerra, incluso en movimiento obstruido, imperceptible, en movimiento que sigue su pendiente de incremento de potencia. Este movimiento es lo que asegura que las relaciones de fuerza que la atraviesan no se fijen nunca como relaciones de poder. Nuestra guerra puede ser victoriosa, es decir, proseguirse, incrementar nuestra potencia, a condición de que siempre subordine el enfrentamiento a nuestra positividad. Nunca golpear por encima de la propia positividad, tal es el principio vital de toda máquina de guerra. Cualquier espacio conquistado al Imperio, al medio hostil, debe corresponderse con nuestra capacidad para llenarlo, para configurarlo, para habitarlo. Nada es peor que ganar una victoria y no saber qué hacer con ella. En general, nuestra guerra habrá de ser esencialmente silenciosa; dará evasivas, huirá del enfrentamiento directo, proclamará poco. Es de esta manera como podrá imponer su propia temporalidad. Haremos sonar la dispersión apenas empecemos a ser identificados, no dejando que la represión nos alcance jamás, reformándonos inmediatamente en algún lugar insospechado. ¿Qué nos importa tal o cual localidad desde el momento en que cualquier ataque local es ahora —y ésta es la única enseñanza válida de la farsa zapatista— un ataque contra el Imperio? Lo importante: nunca perder la iniciativa, no dejarse imponer la temporalidad hostil. Y sobre todo: nunca olvidar que nuestra fuerza de choque se vincula a nuestro nivel de armamento únicamente en virtud de la positividad que nos constituye.

La desgracia del guerrero civilizado

Me alejo de aquellos que esperan del azar, de los sueños, de un motín, la posibilidad de escapar de la insuficiencia. Se parecen demasiado a aquellos que en otros tiempos entregaban a Dios el cuidado de salvar su existencia extraviada.
Georges Bataille

Se admite comúnmente que el movimiento del 77 fue derrotado por haber sido incapaz, principalmente en los encuentros de Bolonia, de establecer una relación mayor con su potencia ofensiva, con su «violencia». En su lucha contra la subversión, la principal estrategia imperial consiste, y esto es algo que se verifica cada año nuevamente, en aislar de la población a sus elementos más «violentos»: «vándalos», «rompevidrios», «incontrolables», «autónomos», «terroristas», etc. En contraste con la visión policiaca del mundo, es necesario afirmar que no existe ningún problema de la lucha armada: ninguna lucha consecuente fue nunca librada sin armas. Sólo existe el problema de la lucha armada para aquel que quiere conservar su propio monopolio del armamento legítimo: el Estado. En cambio, lo que sí existe es efectivamente una cuestión del uso de las armas. Cuando en marzo de 1977 cien mil personas, entre las cuales diez mil estaban armadas, se manifestaron en Roma, y al final de una jornada de enfrentamientos ningún policía yacía en el pavimento cuando hubiera sido tan fácil realizar una masacre, también se percibe un poco mejor la diferencia que hay entre el armamento y el uso de las armas. Estar armado es un elemento de la relación de fuerza, es el rechazo a permanecer abyectamente a merced de la policía, es una manera de arrogarse nuestra legítima impunidad. Aclarado este asunto, queda una cuestión de la relación con la violencia, relación cuya deficiente elaboración perjudica en todas partes a los progresos de la subversión antiimperial.

Toda máquina de guerra es por naturaleza una sociedad, una sociedad sin Estado; pero bajo el Imperio, por el hecho de su situación obsidional, a tal cosa se suma una determinación. Habrá de ser una sociedad de una especie particular: una sociedad de guerreros. Si cada existencia es esencialmente en su seno una guerra, una existencia que sabrá participar, cuando llegue el momento, en el enfrentamiento, entonces una minoría de seres deberá tomar aquí la guerra como el objeto exclusivo de su existencia. Ellos serán los guerreros. A partir de entonces, la máquina de guerra deberá defenderse no sólo de los ataques hostiles, sino también de la amenaza de que su minoría guerrera se separe de ella, de que se constituya en casta, en clase dominante, de que forme un embrión de Estado y, convirtiendo los medios ofensivos que posee en medios de opresión, de que tome el poder. Establecer una relación mayor con la violencia quiere únicamente decir, para nosotros, establecer una relación mayor con la minoría de los guerreros. Es curioso que en un texto de 1977, el último de Clastres, «La desgracia del guerrero salvaje», se encuentre por primera vez esbozada una relación de este tipo. Tal vez era necesario que se derrumbara toda la propaganda de la virilidad clásica para que tal estudio se pudiera llevar a cabo.

Al contrario de lo que se nos ha dicho, el guerrero no es una figura de la plenitud, y sobre todo no lo es de la plenitud viril. El guerrero es una figura de la amputación. El guerrero es ese ser que sólo accede al sentimiento de existir cuando entra en combate, en el enfrentamiento con el Otro; es un ser que no logra procurarse por sí solo el sentimiento de existir. Nada es más triste, en el fondo, que el espectáculo de esta forma-de-vida que, en cada situación, buscará en el cuerpo-a-cuerpo el remedio para su ausencia de sí mismo. Pero nada es más conmovedor, también; porque esta ausencia de sí no es una simple carencia, una falta de intimidad consigo mismo, sino que es, al contrario, una positividad. Al guerrero lo anima realmente un deseo, un deseo incluso exclusivo: el deseo de desaparecer. El guerrero lo que quiere es ya no ser, pero quiere que esta desaparición posea un cierto estilo. Quiere humanizar su vocación para la muerte. Por esta razón, él no logra jamás implicarse realmente con el resto de los humanos, porque éstos se protegen espontáneamente de su movimiento hacia la Nada. En la admiración que le dirigen se mide la distancia que ponen entre ellos mismos y el guerrero. Así, éste se halla condenado a la soledad. Semejante situación se vincula con una gran insatisfacción, el hecho de que no logre estar en ninguna comunidad, a no ser la falsa comunidad, la comunidad terrible de los guerreros, que no pueden compartir más que su soledad. El prestigio, el reconocimiento, la gloria, son menos la prerrogativa del guerrero que la única forma de relación compatible con esta soledad. Su salvación y su condena se encuentran igualmente contenidas aquí.

El guerrero es una figura de la inquietud y de la devastación. A fuerza de no ser ahí, de no ser más que para-la-muerte, su inmanencia se ha tornado miserable, y él lo sabe. Lo que sucede es que nunca se ha hecho en el mundo. Por esta razón, él no establece lazos con el mundo; él lo que espera es su fin. Pero también existe la ternura del guerrero, incluso una cierta delicadeza, que es este silencio, esta semipresencia. Si no es ahí, suele ser porque, en el caso contrario, no podría más que arrastrar a quienes lo rodean a ese abismo que persigue. Es así como ama el guerrero: preservando a los demás de la muerte que guarda en su corazón. Por tanto, el guerrero preferirá casi siempre la soledad a la compañía de los hombres. Y esto más por benevolencia que por desagrado. O bien, se sumará a la manada en duelo de los guerreros, quienes se observan deslizarse uno a uno hacia la muerte. Pues tal es su inclinación.

En cierto sentido, su propia sociedad sólo puede tener desconfianza hacia el guerrero. En realidad, no lo excluye y tampoco lo incluye; lo excluye en el modo de su inclusión y lo incluye en el modo de su exclusión. El terreno de su entente es el del reconocimiento. Mediante el prestigio que le reconoce, la sociedad mantiene a distancia al guerrero; es así como lo ata a ella y es así como lo condena. «Por cada acción armada cumplida —señala Clastres— el guerrero y la sociedad enuncian el mismo juicio: “Está bien, pero yo puedo hacer más, adquirir un extra de gloria”, dice el guerrero. “Está bien, pero tú debes hacer más, obtener de nosotros el reconocimiento de un prestigio superior”, dice la sociedad. Dicho de otro modo, tanto por su propia personalidad (la gloria ante todo) como por su dependencia total con respecto a la tribu (¿quién más podría conferir la gloria?), el guerrero se encuentra, volens nolens, prisionero de una lógica que lo impulsa implacablemente a querer hacer siempre un poco más. Si no fuera así, la sociedad rápidamente olvidaría sus hazañas pasadas y la gloria que éstas le procuraron. El guerrero no existe más que en la guerra, está como tal consagrado al activismo» y por lo tanto, a corto plazo, a la muerte. Si el guerrero se encuentra de esta manera dominado, alienado a la sociedad, «la existencia, en tal o cual sociedad, de un grupo organizado de guerreros “profesionales” tiende a transformar el estado de guerra permanente (situación general de la sociedad primitiva) en guerra efectiva permanente (situación particular de las sociedades de guerreros). Ahora bien, una transformación de este tipo, si se llevara a sus últimas consecuencias, acarrearía secuelas sociológicas considerables, por cuanto alteraría el ser indiviso de la sociedad al tocar su propia estructura. El poder de decisión en cuanto a la guerra y en cuanto a la paz (poder absolutamente esencial) no pertenecería ya, en efecto, a la sociedad como tal, sino más bien a la cofradía de los guerreros, la cual pondría sus intereses privados por arriba de los intereses colectivos de la sociedad, y convertiría su punto de vista particular en el punto de vista general de la tribu. […] Siendo al inicio un grupo de adquisición de prestigio, la comunidad guerrera se transformaría luego en grupo de presión, a fin de llevar a la sociedad a una aceptación de la intensificación de la guerra».

La contrasociedad subversiva debe, nosotros debemos, reconocerle a todo guerrero, a toda organización combatiente, el prestigio ligado a sus hazañas. Debemos admirar el coraje de tal o cual hazaña de armas, la perfección técnica de tal o cual proeza, de un secuestro, de un atentado, de toda acción armada exitosa. Debemos apreciar la audacia de tal o cual ataque a una cárcel para liberar a unos camaradas. Debemos hacerlo precisamente para prevenirnos de los guerreros, para consagrarlos a la muerte. «Tal es el mecanismo de defensa que la sociedad primitiva instala para conjurar el riesgo del que es portador, como tal, el guerrero: la vida del cuerpo social indiviso, contra la muerte del guerrero. Aquí se precisa el texto de la ley tribal: la sociedad primitiva es, en su ser, sociedad-para-la-guerra; pero es al mismo tiempo, y por las mismas razones, sociedad contra el guerrero». Nuestro duelo, por su parte, estará exento de equívocos.

La relación del Movimiento italiano con su minoría armada a lo largo de la década de 1970 estuvo marcada por esta ambivalencia. Siempre se temió que se desprendiera como potencia militar autonomizada. Y fue precisamente eso lo que el Estado buscaba con la «estrategia de la tensión». Elevando artificialmente el nivel militar del enfrentamiento, criminalizando la contestación política, forzando a los miembros de las organizaciones combatientes a la clandestinidad total, buscaba cortarlos del Movimiento y así lograr que se les odiara en su seno del mismo modo en que se odiaba al Estado. Se trataba de liquidar el Movimiento en cuanto máquina de guerra, obligándolo a tomar la guerra contra el Estado como su objeto exclusivo. La consigna de Berlinguer, secretario general del pci en 1978: «O con el Estado o con las br» —lo cual significa en primer lugar, «O con el Estado italiano o con el Estado brigadista»—, resume el dispositivo con el cual el Imperio habrá aplastado el Movimiento; y que hoy exhuma para impedir el retorno de la lucha anticapitalista.

¡Guerrilla difusa!

—¿Pero cuántos son ustedes? Quiero decir… nosotros, el grupo.
—Nadie lo sabe. Un día somos dos, otro veinte. Y a veces vemos que somos cien mil.
Cesare Battisti, L’ultimo sparo

En la Italia de la década de 1970, dos estrategias subversivas coexisten: la de las organizaciones combatientes y la de la Autonomía. Esta repartición es esquemática. Es evidente, por ejemplo, que tan sólo en el caso de las br sería posible distinguir entre la «primeras br», las de Curcio y Franceschini, que son «invisibles para el poder, pero presentes para el movimiento», que se implantan en las fábricas donde hacen callar a los lidercillos, practican gambizzazioni sobre los esquiroles, incendian sus coches, secuestran a los dirigentes, que solamente quieren ser, según reza su fórmula, «el punto más alto del movimiento», y las br de Moretti, más claramente estalinistas, que se sumergieron en una clandestinidad total, profesional, y que, habiéndose hecho invisibles para el Movimiento al igual que para sí mismas, libran el «ataque al corazón del Estado» en la escena abstracta de la política clásica, y que terminan por ser también cortadas de cualquier realidad ética, exactamente como esta última. De esta manera, resultaría posible sostener que la más famosa acción de las br, el secuestro de Moro, su detención en una «cárcel del pueblo» donde sería juzgado por una «justicia proletaria», imita bastante perfectamente los procedimientos del Estado para no ser ya obra de br degeneradas, militarizadas, que ya no se corresponden consigo mismas, con las primeras br. Si uno olvida estas posibles argucias, es evidente que hay un axioma estratégico común a las br, la raf, las nap, la Prima Linea (pl), y de hecho a todas las organizaciones combatientes: consiste en oponerse, en cuanto sujeto, colectivo y revolucionario, al Imperio. Tal cosa implica no sólo la reivindicación de los actos de guerra, sino sobre todo la reducción de sus miembros, a la larga, a caer en la clandestinidad, lo cual los lleva a sustraerse del tejido ético del Movimiento, de su propia vida en cuanto máquina de guerra. En 1980 un anciano de pl hizo, en medio de inaceptables llamados a la rendición, algunas observaciones dignas de interés: «Las br, durante el movimiento del 77, no entendieron nada de lo que sucedía. Desde hacía años habían realizado una tarea de topos y de pronto vieron a miles de jóvenes que emprendían abiertamente acciones de todos los colores. En cuanto a Prima Linea, el movimiento la atravesó, pero, paradójicamente, nada quedó de ella, mientras que las br recuperaron sus residuos cuando el movimiento murió. De hecho, las organizaciones armadas jamás han sabido sincronizarse con los movimientos existentes. Reproducen una especie de mecanismo alternado, primero de infiltración silenciosa, luego de crítica virulenta. Y cuando el movimiento desaparece, rescatan a sus funcionarios desilusionados y los lanzan al cielo de la política. […] Esto se vio claramente después de lo de Moro. Anteriormente, la organización estaba por el contrario atravesada por aquel espíritu de transgresión ligeramente irracional del movimiento del 77. No éramos el Don Juan de los tiempos modernos, pero la “irregularidad” constituía el comportamiento difuso. Luego, gracias a la influencia de las br, todo cambió poco a poco. Ellos tenían su modelo de un gran amor, la pasión de Renato Curcio y Margherita Cagol. […] El militarismo es una cierta concepción de la militancia, donde la vida misma se organiza como en el regimiento. A mí me impresionó su analogía con el servicio militar, esa camaradería formal que se bañaba en un optimismo tranquilizador y que conserva cierto tipo de rivalidad: a ver quién hacía la mejor broma y mantenía mejor la moral de la tropa. Y como en el ejército, con la eliminación progresiva de los tímidos y de los melancólicos. No había lugar para ellos, pues de inmediato se les consideraba como un estorbo para la buena moral del regimiento. Es una deformación militarista típica que busca en una existencia tribal exuberante y vociferante, una forma de seguridad que sustituya a una vida interior. Entonces, inconscientemente, hay que marginar a aquellos que podrían hacer que la atmósfera sea más triste, pero sin duda más verdadera, en todo caso que corresponda mucho más a lo que los vociferantes deben, en el fondo, sentir interiormente. Y como corolario, el culto a la virilidad» (Libération, 13-14 de octubre de 1980). Si se pasa por alto la malevolencia de fondo que anima sus propósitos, este testimonio confirma dos mecanismos propios de cualquier grupo político que se constituya como sujeto, como entidad separada del plano de consistencia en que descasa: 1) El grupo toma todos los rasgos de una comunidad terrible. 2) El grupo se ve arrojado al terreno de la representación, al cielo de la política clásica, compartiendo con él únicamente su grado de separación y de espectralidad. El enfrentamiento de sujeto a sujeto con el Estado acaece necesariamente, como rivalidad en el terreno de la abstracción, como escenificación de una guerra civil in vitro; y finalmente, se termina por otorgarle al enemigo un corazón que no posee. Se le otorga precisamente esa sustancia que uno mismo está en vías de perder.

La otra estrategia, ya no la de la guerra sino de la guerrilla difusa, es la estrategia propia de la Autonomía. Ésta es la única capaz de abatir al Imperio. Aquí ya no se trata de aglutinarse en un sujeto compacto para hacer frente al Estado, sino de diseminarse en una multitud de focos como tantas otras fallas en la totalidad capitalista. La Autonomía habrá de ser menos un conjunto de radios, de grupos, de armas, de fiestas, de motines, de okupas, que una cierta intensidad en la circulación de los cuerpos entre todos estos puntos. Así, la Autonomía no excluye la existencia de organizaciones en su seno, aun cuando éstas hicieran gala de ridículas pretensiones neoleninistas: toda organización se encuentra aquí reducida al rango de arquitectura vacía que atraviesan según las circunstancias los flujos del Movimiento. A partir del momento en que el Partido Imaginario se constituye como tejido ético secesionista, desaparecería la posibilidad misma de una instrumentalización del Movimiento por sus organizaciones, y a fortiori de una infiltración de éste: son más bien las organizaciones quienes están destinadas a ser subsumidas por el Movimiento, como simples puntos de su plano de consistencia. A diferencia de las organizaciones combatientes, la Autonomía se apoya en la indistinción, la informalidad, una semiclandestinidad adecuada para la práctica conspirativa. Las acciones de guerra son aquí o bien anónimas o bien firmadas con nombres fantoches, distintos en cada ocasión, inasignables en cualquier caso, solubles en el mar de la Autonomía. Han de ser otros tantos zarpazos salidos de la penumbra, y como tales forman una ofensiva a su modo más densa y más temible que las campañas de propaganda armada de las organizaciones combatientes. Cada acción se firma por sí misma, se autorreivindica por su propio cómo, por su propia significación en situación, permitiendo distinguir de inmediato entre un atentado de la extrema derecha, una masacre de Estado y una acción subversiva. Esta estrategia se basa en la intuición, nunca formulada por la Autonomía, de que no sólo ya no existe un sujeto revolucionario, sino que es el no-sujeto mismo quien ha pasado a ser revolucionario, es decir, operante contra el Imperio. Al infundir en la máquina cibernética esta especie de conflictividad permanente, cotidiana, endémica, la Autonomía acaba volviéndola ingobernable. Significativamente, el reflejo del Imperio frente a este enemigo cualquiera será siempre representarlo como una organización estructurada, unitaria, como un sujeto, y, si es posible, convertirlo en tal. «Discuto con un líder del Movimiento; para empezar, rechaza el término de líder; no existen lideres entre ellos. […] El Movimiento es, dice, una movilidad inasible, un hervidero de tendencias, de grupos y de subgrupos, un ensamblaje de moléculas autónomas. […] Yo pienso que sí existe un grupo dirigente en el Movimiento; es un grupo “interno”, inconsistente en apariencia, pero en realidad perfectamente estructurado. Roma, Bolonia, Turín, Nápoles: sin duda se trata de una estrategia concertada. El grupo dirigente permanece invisible y la opinión pública, incluso informada, no está en condiciones de juzgar» («La paleorrevolución de los autónomos», Corriere della Sera, 21 de mayo de 1977). A nadie le sorprenderá que el Imperio haya intentado recientemente la misma operación contra la reanudación de la ofensiva anticapitalista, esta vez con relación a los misteriosos «Black Bloc». Aunque el Black Bloc nunca ha sido más que una técnica de manifestación inventada por los autónomos alemanes en la década de 1980 y más tarde perfeccionada por anarquistas estadounidenses a principios de la década de 1990, una técnica, es decir, algo reapropiable, contaminante, el Imperio no ahorra esfuerzos desde hace algún tiempo para maquillarla como un sujeto, a fin de convertirla en una entidad delimitada, compacta, extranjera. «Según los magistrados de Génova, los Black Bloc constituyen “una banda armada” con una estructura horizontal, no jerárquica, compuesta de grupos independientes sin mando único, y por lo tanto capaces de ahorrarse “el peso de una gestión centralizada”, siendo la propia tan dinámica que es capaz de “elaborar sus propias estrategias” y tomar “decisiones rápidas y colectivas de gran impacto”, sin dejar de mantener la autonomía de los movimientos singulares. Es por esto que ha alcanzado una “madurez política que hace de los Black Bloc una fuerza real”» («Los Black Bloc son una banda armada», Corriere della Sera, 11 de agosto de 2001). Colmando con el delirio su incapacidad para captar cualquier espesor ético, el Imperio se construye así el fantasma del enemigo que puede abatir.

Y el Estado zozobró en el Partido Imaginario…

Si se quiere acabar con la subversión, es necesario tomar en cuenta tres elementos distintos. Los dos primeros constituyen el blanco propiamente dicho, es decir, el Partido o Frente y sus células o comités, por un lado, y por el otro los grupos armados que los apoyan o que son apoyados por ellos. Digamos que son como la cabeza y el cuerpo de un pez. El tercer elemento es la población. La población es el agua en la que nada el pez. Según sea el tipo de agua de su medio natural, el tipo de pez varía, y lo mismo se puede decir de las organizaciones subversivas. Si un pez tiene que ser destruido, es posible atacarlo directamente con una caña o una red, siempre que se encuentre en una posición adecuada para tales métodos. Pero si la caña y la red no son suficientes, podría ser necesario hacerle algo al agua que forzara al pez a colocarse en una posición que permitiera atraparlo. Es concebible que se necesitara envenenar el agua para matar al pescado, a pesar de que pudiera parecer poco deseable tal procedimiento.
Frank Kitson, Low Intensity Operations: Subversion, Insurgency & Peacekeeping, 1971

Frattanto i pesci,
dai quali discendiamo tutti,
assistettero curiosi
al drama personale e collettivo
di questo mondo che a loro
indubbiamente doveva sembrare cattivo
e cominciarono a pensare nel loro grande mare
come è profondo il mare.
È chiaro che il pensiero fa paura et dà fastidio
anche se chi pensa è muto como un pesce
anzi è un pesce
e como pesce è difficile da bloccare perché lo protege il mare
como è profondo il mare […]
Lucio Dalla, Como è profondo il mare, 1976

La reconfiguración imperial de las hostilidades ha pasado ampliamente desapercibida. Ha pasado desapercibida porque se manifestó primero lejos de las metrópolis, en las antiguas colonias. La postulación fuera-de-la-ley de la guerra, que al principio simplemente fue una proclama de la sdn, se hizo efectiva a partir de la invención de las armas nucleares, produciendo una mutación decisiva de la guerra; mutación que Schmitt ha intentado explicar con su concepto de «guerra civil mundial». Desde que toda guerra entre Estados se ha vuelto criminal con respecto al orden mundial, la cuestión no es simplemente que ya sólo asistimos a conflictos limitados, sino que la naturaleza misma del enemigo ha cambiado: el enemigo se ha vuelto interno. El recogimiento del Estado liberal en Imperio es tal que incluso cuando se identifica como un Estado al enemigo, un «Estado canalla» en la terminología altiva de los diplomáticos imperiales, la guerra que se le libra asume en adelante el aspecto de una simple operación de policía, de un caso de gestión interna, de una iniciativa de mantenimiento del orden.

La guerra imperial no tiene ni principio ni fin, es un proceso de pacificación permanente. Sus métodos y principios esenciales se conocen desde hace cincuenta años. Fueron elaborados con ocasión de las guerras de descolonización. Allí, el aparato estatal de opresión experimentó una alteración decisiva. El enemigo ya no es una entidad aislable, una nación extranjera o una clase determinada, está en alguna parte emboscado dentro de la población, sin atributo visible. En última instancia, es la población misma, en cuanto potencia insurreccional. La configuración de las hostilidades específica del Partido Imaginario se manifiesta así de inmediato con los rasgos de la guerra de guerrillas, de la guerra de partisanos. Y entonces, no sólo el ejército se vuelve policía, sino que el enemigo se vuelve «terrorista» — «terroristas», los que resistieron a la ocupación alemana, «terroristas», los insurrectos argelinos contra la ocupación francesa, «terroristas», los militantes antiimperialistas de la década de 1970, «terroristas», actualmente los elementos demasiado determinados del movimiento antiglobalización. Según Trinquier, uno de los capataces y además un teórico de la batalla de Argel: «El papel de pacificación confiado al ejército habría de plantearles a los militares problemas que no estaban acostumbrados a resolver. El ejercicio de los poderes policiacos en una gran ciudad les era desconocido. Los rebeldes argelinos utilizaban por vez primera un arma nueva: el terrorismo urbano. […] Era una ventaja incomparable, pero también un grave inconveniente: la población que abriga al terrorista lo conoce. Puede en cualquier momento denunciarlo a las fuerzas del orden, si se le da la posibilidad de hacerlo. Es posible despojar al terrorista de este apoyo vital mediante un control estricto de la población» (El tiempo perdido). La conflictividad histórica, desde hace más de medio siglo, ya no responde a los principios de la guerra clásica; desde hace medio siglo, no hay ya más que guerras especiales.

Han sido estas guerras especiales, estas formas irregulares, sin principio, de la guerra, las que poco a poco han llevado al Estado liberal a zozobrar en el Partido Imaginario. Todas las doctrinas contrainsurreccionales, las de Trinquier, de Kitson, de Beaufre, del coronel Château-Jobert, son formales al respecto: la única forma de luchar contra la guerrilla, contra el Partido Imaginario, es utilizando sus técnicas. Il faut opérer en partisan partout où il y a des partisans: «hay que operar como partisano dondequiera que haya partisanos». Trinquier, nuevamente: «Pero es necesario que él sepa [el insurrecto-resistente] que cuando lo atrapen no será tratado como un criminal ordinario, ni como un prisionero tomado en el campo de batalla. […] En los interrogatorios, ciertamente no gozará del apoyo de un abogado. Si da sin dificultades los informes que se le exigen, el interrogatorio rápidamente se dará por terminado; si no lo hace, los especialistas al respecto deberán, por todos los medios, arrancarle sus secretos. En ese momento tendrá que enfrentar, como un soldado, el sufrimiento y quizá la muerte que ha podido evitar hasta entonces. Ahora bien, esto el terrorista debe saberlo y aceptarlo como un hecho inherente a su condición y a los procedimientos que con todo conocimiento de causa tanto sus jefes como él mismo han adoptado» (La guerra moderna). La puesta bajo vigilancia continua de la población, el marcaje de los dividuos de riesgo, la tortura blanca, la guerra psicológica, el control policiaco de la Publicidad, la manipulación social de los afectos, la infiltración y la exfiltración de los «grupos extremistas», la masacre de Estado, entre tantos otros aspectos del despliegue masivo de los dispositivos imperiales, responden a las necesidades de una guerra ininterrumpida, que se lleva a cabo casi siempre sin complicaciones. Pues como decía Westmoreland: «Una operación militar no es más que una de las diversas formas de combatir la insurrección comunista» («Contrainsurrección», en Tricontinental, 1969).

En el fondo, sólo los partisanos de la guerrilla urbana entendieron lo que estaba en juego en las guerras de descolonización. Sólo ellos, que tomaron como su modelo a los Tupamaros uruguayos, captaron la contemporaneidad que se jugaba en estos conflictos presentados como «de liberación nacional». Sólo ellos, y las fuerzas imperiales. El presidente de un coloquio sobre «el papel de las fuerzas armadas en el mantenimiento del orden durante la década de 1970», organizado por el Royal Institute for Defense Studies en Londres en abril de 1973, declaró en esa ocasión: «Si perdemos en Belfast, acaso tendremos que pelear en Brixton o en Birmingham. De la misma manera que la España de la década de 1930 fue un ensayo general para un conflicto europeo generalizado, acaso lo que sucede en Irlanda del Norte es un ensayo para una guerra de guerrillas urbana generalizada en Europa y más particularmente en Gran Bretaña». Todas las campañas de pacificación en curso, todas las actividades de las «fuerzas internacionales de intervención» actualmente desplegadas en las márgenes de Europa y en el mundo, claramente anuncian nuevas «campañas de pacificación», pero esta vez dentro del territorio europeo. Sólo quienes no entienden que su función es formar a hombres en lucha contra nosotros pueden buscar en algún misterioso complot mundial la razón de estas intervenciones. Ninguna trayectoria resume mejor el prolongamiento de la pacificación exterior en pacificación interior que la del oficial británico Frank Kitson, el hombre que estableció la doctrina estratégica que le permitió al Estado británico vencer a la insurrección irlandesa y a la otan a los revolucionarios italianos. Antes de consignar su doctrina contrainsurgente en Low Intensity Operations: Subversion, Insurgency & Peacekeeping, Kitson había participado en las guerras de descolonización en Kenia contra los «Mau Mau», en Malasia contra los comunistas, en Chipre contra Grivas y finalmente en Irlanda del Norte. De su doctrina, sólo resumiremos un puñado de datos de primera mano sobre la racionalidad imperial. Los condensaremos en tres postulados. El primero es que hay una continuidad absoluta entre los delitos más pequeños y la insurrección, siendo ambos términos de un proceso que contiene tres fases: la «fase preparatoria», la «fase no-violenta» y la insurrección propiamente dicha. Para el Imperio, la guerra es un continuum —Warfare as a whole, dice Kitson—, es necesario responder desde la primera «incivilidad» que se presente al orden social, tendiendo con este fin a una «integración en todos los niveles de las actividades militares, policiacas y civiles». La integración cívico-militar es el segundo postulado imperial. Puesto que en la era de la pacificación nuclear las guerras entre Estados son cada vez más raras y que la tarea esencial de los ejércitos ya no consiste en la guerra externa, sino en la guerra interna, la contrainsurrección, es conveniente acostumbrar a la población a una presencia militar permanente en los lugares públicos. Una amenaza terrorista imaginaria, irlandesa o musulmana, permitirá justificar patrullajes regulares de hombres armados en las estaciones, aeropuertos, metros, etc. De manera general, se buscará la multiplicación de los puntos de indistinción entre lo civil y lo militar. La informatización de lo social, es decir, el hecho de que cualquier gesto produzca de manera tendencial información, es el corazón de esta integración. La multiplicación de los dispositivos de vigilancia difusa, de localización y de registro tienen la finalidad de generar un caudal de low grade intelligence (información de baja calidad) en el cual la policía puede sucesivamente apoyar sus intervenciones. El tercero de los principios de la acción imperial, una vez que se haya superado esta fase preparatoria de la insurrección que es la situación política normal, se relaciona con los «movimientos de la paz». Desde el momento en que se presente una oposición violenta al orden existente, será importante propiciar o incluso crear movimientos pacifistas en la población, que servirán para aislar a los rebeldes mediante la infiltración de esas organizaciones con el propósito de hacerlas cometer actos que las desacrediten — esta estrategia Kitson la describe con la poética expresión de «ahogar al bebé en su propia leche». Por lo demás, no será desatinado divulgar una amenaza terrorista imaginaria, a fin de «hacer que las condiciones de vida de la población sean lo suficientemente incómodas como para que incentiven el retorno a la vida normal». Si Trinquier tuvo el honor de ser consejero de las eminencias contrainsurreccionales estadounidenses, él, que en 1957 ya había instalado un vasto sistema de vigilancia selectiva y de control de la población argelina que respondía al nombre modernista de «Dispositivo de Protección Urbana», Kitson, por su parte, logró que su obra llegara hasta los más altos círculos de la otan, y no tardó en ingresar él mismo en las filas atlantistas, satisfaciendo su vocación más querida, él, que había plasmado en su libro «las etapas que hay que cumplir desde ahora para hacer fracasar a la subversión, a la insurrección, y para llevar a cabo las operaciones en la segunda mitad de la década de 1970». La obra concluía insistiendo en el mismo punto: «Por el momento, es lícito esperar que el contenido de este libro ayudará de una manera u otra al ejército a prepararse para enfrentar las tempestades que bien podrían presentarse en la segunda mitad de la década de 1970».

Bajo el Imperio, la persistencia misma de las apariencias formales del Estado forma parte de las maniobras estratégicas que lo vuelven caduco. En la medida en que el Imperio no pueda reconocer un enemigo, una alteridad, una diferencia ética, tampoco podrá reconocer la situación de guerra que él mismo crea. No habrá, pues, un estado de excepción propiamente dicho, sino un estado de emergencia permanente, indefinidamente prorrogado. No se suspenderá oficialmente el régimen legal para librar la guerra contra el enemigo interno, los insurrectos o cualquier otra cosa, simplemente se añadirá al régimen legal existente un conjunto de leyes ad hoc, destinadas a la lucha contra el enemigo inconfesable. «El derecho común se transformará por lo tanto en un desarrollo proliferativo y redundante de reglas especiales: la regla, que se vuelve así un conjunto de excepciones» (Luca Bresci y Oreste Scalzone, «L’Exception est la règle»). La soberanía de la policía, que se ha vuelto de nuevo máquina de guerra, no tolerará ya ninguna contestación. se le reconocerá el derecho a disparar sin previo aviso, restableciendo en los hechos la pena de muerte que no existe en el derecho. se buscará prolongar la duración máxima de la detención preventiva, de tal manera que la inculpación en adelante equivaldrá a una condena. En ciertos casos, la lucha «antiterrorista» legitimará la aprensión sin proceso, así como el allanamiento sin orden judicial. De un modo general, ya no se juzgarán hechos, sino personas, una conformidad subjetiva, una disposición al arrepentimiento; para esto habrán de crearse calificaciones criminales convenientemente vagas, tales como «complicidad moral», «delito de pertenencia a una banda criminal» o «incitación a la guerra civil». Y cuando esto ya no sea suficiente, se habrá de juzgar por teorema. Para manifestar claramente la diferencia entre inculpados ciudadanos y «terroristas», se les dosificará legalmente a los inculpados arrepentidos la posibilidad de disociarse públicamente de sí mismos, de volverse unos infames. Entonces será otorgada una disminución del castigo penal; en el caso contrario prevalecerán explícitamente ciertas Berufsverbot, la prohibición de ejercer ciertas profesiones sensibles que es necesario proteger de toda contaminación subversiva. Pero tales series de leyes, como la ley Reale en Italia o las legislaciones de excepción alemanas, no hacen más que responder a una situación insurreccional declarada. Mucho más perversas son las leyes que pretenden instaurar la lucha preventiva contra las máquinas de guerra del Partido Imaginario. Como complemento de las leyes «antiterroristas», serán votadas casi unánimemente «leyes antisectas», como ya se ha hecho recientemente en Francia, en España y en Bélgica; leyes que amplían abiertamente el proyecto de criminalizar cualquier reagrupación autónoma de la falsa comunidad nacional de los ciudadanos. Es de temer, además, que sea cada vez más difícil de evitar localmente el caso de los excesos de celo, como esas «leyes antiextremismo» adoptadas por Bélgica en noviembre de 1998, las cuales reprimen «todas las concepciones o intenciones racistas, xenofóbicas, anarquistas, nacionalistas, autoritarias o totalitarias, ya sean de carácter político, ideológico, religioso o filosófico, contrarias […] al buen funcionamiento de las instituciones democráticas».

Sería erróneo creer que a despecho de todo lo anterior el Estado podrá sobrevivirse a sí mismo. En el seno de la guerra civil mundial, su pretendida neutralidad ética ya no logra cautivar a nadie. La forma-tribunal misma, ya sea que se trate de un Tribunal Superior o de un Tribunal Penal Internacional, se percibe por todos como una modalidad explicita de la guerra. La idea del Estado como mediación entre los partidos ha caído en el abismo. El compromiso histórico que Italia experimentó desde el inicio de la década de 1970, pero que en realidad advino en todas las democracias biopolíticas con la desaparición de cualquier oposición efectiva en el escenario de la política clásica, sella la ruina del principio mismo de Estado. Así, el Estado italiano no sobrevivió a la década de 1970, a la guerrilla difusa, o a lo menos no ha sobrevivido en cuanto Estado, sino solamente en cuanto partido, en cuanto partido de los ciudadanos, es decir, de la policía y de la pasividad. La recuperación de la pasión económica en la década de 1980 sancionó la efímera victoria de este partido. Pero el naufragio completo del Estado no se comprueba totalmente más que en el momento en que llega a encabezarlo, en que se adueña del teatro de la política clásica un hombre cuyo programa entero consiste precisamente en rechazarla y sustituirla con una pura gestión empresarial. En este momento, el Estado se asume abierta y cabalmente como partido. Con Berlusconi, no es un individuo singular quien toma el poder, sino una forma-de-vida: la del pequeño empresario terco, arribista y filofascista del norte de Italia. Nuevamente el poder se funda éticamente —se funda en la empresa como la única forma de socialización al exterior de la familia—, y aquel que lo encarna no representa a nadie, y sobre todo no representa a una mayoría, pero es una forma-de-vida perfectamente discernible, con la cual sólo una fracción muy pequeña de la población puede identificarse. Así como todo mundo reconoce en Berlusconi al clon del cretino de al lado, la copia certificada del peor advenedizo del vecindario, todo mundo sabe que fue miembro de la logia P2 que convirtió al Estado Italiano en un instrumento a su servicio. Es así como el Estado zozobra, piso tras piso, en el Partido Imaginario.

La fábrica del ciudadano

Las sociedades represivas que están siendo actualmente establecidas poseen dos nuevas características: la represión en ellas es más suave, más difusa, más generalizada, pero al mismo tiempo mucho más violenta. Para todo aquel que pueda someterse, adaptarse, ser canalizado, habrá una disminución de las intervenciones policíacas. Habrá más y más psicólogos, incluso psicoanalistas, en los departamentos de policía; habrá más y más terapias de grupo disponibles; los problemas del individuo y de la pareja serán discutidos de modo universal; la represión será más y más comprensible, en términos psicológicos. El trabajo de las prostitutas deberá reconocerse, habrá consejeros radiofónicos en materia de drogadicción — en resumen, habrá un ambiente general de benevolente comprensión. Pero si existen categorías e individuos que intenten escapar de esta inclusión, si algunas personas intentan cuestionar el sistema de confinamiento general, entonces serán exterminados como lo fueron los Black Panthers en Estados Unidos, o sus personalidades serán pulverizadas, como ocurrió con la Fracción del Ejército Rojo en Alemania.
Félix Guattari, Why Italy?

Ustedes han dividido en dos partes a toda la población del Imperio —y al decir esto me refiero a la totalidad del mundo habitado—; a la parte más distinguida, más noble y más poderosa en cualquier parte, ustedes la han hecho ciudadana e incluso su congénere; mientras que a la otra, una filial súbdita y gobernada.
Elio Arístides, Discurso a Roma

Si Italia nos aventaja heurísticamente en materia de política, es porque por regla general la incandescencia histórica tiene la virtud de acrecentar la legibilidad estratégica de una época. Todavía hoy, las líneas de fuerza, los partidos en presencia, las apuestas tácticas y la configuración general de las hostilidades no se dejan ver en Francia tan claramente como en Italia; la explicación está en que la contrarrevolución que allá se impuso a la fuerza hace veinte años, apenas se está instalando aquí. En Francia, el proceso contrainsurreccional se ha tomado su tiempo, dándose el lujo de disimular su naturaleza. Siendo más indiscernible, también se ha creado menos enemigos que en otros lugares, o aliados más engañados.

El hecho más inquietante de los pasados veinte años es sin duda que el Imperio haya logrado labrarse, en las ruinas de la civilización, una humanidad nueva, orgánicamente fiel a su causa: los ciudadanos. Los ciudadanos son aquellos que en el seno mismo de la conflagración general de lo social persisten en proclamar su participación abstracta en una sociedad que ya no existe más que negativamente, mediante el terror que ésta ejerce sobre todo lo que amenaza con desertarla, para de esta manera sobrevivir a ella. Los azares y las razones que producen al ciudadano devuelven en su conjunto al corazón de la empresa imperial: atenuar las formas-de-vida, neutralizar los cuerpos; y es esta empresa la que a su vez el ciudadano prolonga con la autoanulación del riesgo que él presenta para el medio imperial. Esta fracción variable de agentes incondicionales que el Imperio extrae de cada población constituye la realidad humana del Espectáculo y del Biopoder, el punto de su coincidencia absoluta.

Existe por lo tanto una fábrica del ciudadano cuya implantación duradera es la principal victoria del Imperio; victoria que no solamente es social, o política, o económica, sino antropológica. Es cierto que no se han escatimado los esfuerzos y los medios para ganar esta victoria. Su punto de partida ha sido la reestructuración ofensiva del modo de producción capitalista que desde el inicio de la década de 1970 constituyó la respuesta a la recrudescencia de la conflictividad obrera en las fábricas y al notable desinterés por el trabajo que se ha manifestado en las jóvenes generaciones después de 1968. El toyotismo, la automatización, el enriquecimiento laboral, la flexibilización y la individualización de las situaciones de trabajo, las deslocalización de la producción, la descentralización, la subcontratación, los flujos continuos, la gestión por proyecto, el desmantelamiento de las grandes unidades productivas, la variabilización de los horarios, la liquidación de los sistemas industriales pesados y de las concentraciones obreras, todas estas operaciones describen otros tantos aspectos de una reforma del modo de producción cuyo objetivo central fue la restauración del poder capitalista sobre la producción. Esta restructuración se inició en todas partes por las fracciones de avanzada del sector patronal, se teorizó por algunos sindicalistas preclaros, y se puso en práctica por un acuerdo con las principales centrales obreras. Así, en 1976 Lama decía en La Repubblica que «la izquierda debe deliberadamente y sin mala conciencia ayudar a la reconstitución de los márgenes de ganancia hoy extremadamente reducidos, aunque haya que proponer medidas costosas para los trabajadores»; y Berlinguer, por su parte, reveló en el mismo momento que «el terreno de la productividad no es un arma del sector patronal» sino «un arma del movimiento obrero para impulsar aún más la política de trasformación». El efecto de la reestructuración tan sólo es superficialmente su meta: «separarse al mismo tiempo de los obreros contestatarios y de los pequeños jefes abusivos» (Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo). De lo que se trata es más bien de purgar el corazón productivo de una sociedad donde la producción se militariza, purgarlo de todos los elementos «desviados», de todos los dividuos de riesgo, de todos los agentes del Partido Imaginario. Será además con los mismos métodos que la normalización operará dentro y fuera de la fábrica: tachando de «terroristas» a sus blancos. Así se justificó el despido de los «61 de la Fiat» que desde 1979 anunció la derrota venidera de las luchas obreras en Italia. Evidentemente, tales maniobras hubieran sido imposibles si las instancias del movimiento obrero no hubieran aportado una participación activa, no hubieran tenido el mismo interés que los patrones en erradicar la insubordinación crónica, la ingobernabilidad, la autonomía obrera, «toda aquella actividad continua de los rebeldes, de los saboteadores, de los absentistas, de los desviados, de los criminales» que la nueva generación de obreros había traído a la fábrica. Nadie, indudablemente, nadie está mejor situado que la izquierda para hacer perfiles de los ciudadanos; sólo la izquierda puede reprocharle a éste o a aquél su deserción «en el momento en que todos son llamados a dar una prueba de coraje civil, cada quien en el puesto que ocupa», como clamaba Amendola en 1977, amonestando a Sciascia y Montale.

Existe, pues, desde hace veinte años, toda una selección, toda una calibración, de las subjetividades, toda una movilización de la «vigilancia» de los asalariados, todo un llamado, por un lado, al autocontrol y, por el otro, a la inversión subjetiva en el proceso de producción, a la creatividad, que le ha permitido al Imperio aislar el nuevo núcleo duro de su sociedad, los ciudadanos. Pero no se hubiera podido lograr este resultado si la ofensiva en el terreno del trabajo no se hubiera apoyado al mismo tiempo en otra, más general, más moral. Su pretexto fue «la crisis». La crisis no hubo de consistir solamente en hacer que la mercancía escaseara artificialmente para que se volviera nuevamente deseable, ya que su abundancia había producido, en el 68, un hastío demasiado evidente de ésta. Sobre todo, la crisis hubo de permitir nuevamente la identificación de los Bloom con la totalidad social amenazada, cuyo destino dependería de la buena voluntad de todos y cada uno. No es otra cosa la «política de los sacrificios» y su llamado a «apretarse el cinturón» y de manera más general, en adelante, a comportarse en todo «de forma responsable». Pero a ver, ¿responsables de qué, precisamente? ¿De su sociedad de mierda? ¿De las contradicciones que socavan su modo de producción? ¿De las grietas dentro de su totalidad? ¡Respóndanme! Es en eso, por otra parte, que se reconoce con toda seguridad al ciudadano: en el hecho de que introyecta individualmente contradicciones, aporías que son las de la totalidad capitalista. En vez de luchar contra la relación social que devasta las condiciones de la existencia más elemental, separará su basura y manejará su automóvil con el nuevo biodiésel. En vez de contribuir a la construcción de otra realidad, el viernes después del trabajo irá como voluntario a servir comidas en un centro de asistencia para la gente sin hogar dirigido por untuosos católicos. Y al día siguiente se lo contará todo a su familia durante la cena.

El voluntarismo más simplón y la mala conciencia más devoradora son específicos del ciudadano.

Tradición de la biopolítica

Posiblemente ninguna operación intelectual haya sido jamás más baldía, más grosera y más fallida que la que los aspirantes a gestores del Capital socializado intentaron plasmar en el primer número, inaugural de estupideces, del trapo sucio Multitudes. Ciertamente no se me hubiera ocurrido evocar una publicación cuya razón de ser está principalmente en fungir como el lameculos teórico-mundano del más grotesco de los arribistas, Yann Moulier-Boutang, si el alcance de esta operación no rebasara en mucho los cenáculos de micromilitantes que se rebajan a leer Multitudes.

Siempre enganchados a las últimas bufonadas del maestro que en Exil intercede fervorosamente por el «empresario biopolítico inflacionista», los burócratas del negrismo parisino intentaron introducir una distinción positiva entre Biopoder y biopolítica. Pretendiendo pertenecer a una inexistente ortodoxia foucaultiana, rechazaron valientemente la categoría de Biopoder, diciendo que es algo en verdad demasiado crítico, demasiado molar, demasiado unificador. A esta categoría contrastaron la biopolítica, como «aquello que envuelve el poder y la resistencia, siendo un nuevo lenguaje que los invita a confrontar cotidianamente la igualdad y la diferencia, los dos principios, el político y el biológico, de nuestra modernidad». Puesto que de todos modos alguien mucho más inteligente que ellos, Foucault, se había permitido el truismo de que «no hay poder más que entre sujetos libres», estos señores decretaron que la noción de Biopoder era excesiva. ¿Cómo podría ser enteramente malo un poder productivo, cuya vocación consiste en maximizar la vida? Y además, ¿acaso sí resulta muy democrático hablar de Biopoder (y quién sabe, de Espectáculo)? ¿No sería esto un primer paso hacia alguna secesión? «La biopolítica —preferirá pensar un Lazzarato enfundado en un tutú de color rosa— es entonces la coordinación estratégica de esas relaciones de poder dirigidas a que los vivientes produzcan más fuerza». Y semejante imbécil concluye entusiasmado en un programa basado en un «vuelco del biopoder en una biopolítica, del “arte de gobernar” en producción y gobierno de nuevas formas de vida».

Es verdad que no se puede decir que los negristas se hayan jamás dejado inquietar por las cuestiones filológicas. Da un poco de no sé qué recordarles que el proyecto de un salario garantizado, antes de que ellos lo blandieran, fue parte de una corriente intelectual francesa para-nazi que encabezó Georges Duboin, la cual inspiró durante la Ocupación los trabajos «científicos» del grupo «Collaboration». Asimismo, sólo se les puede recordar con mucha modestia a estos débiles el origen del concepto de biopolítica. Su primera aparición en el dominio francés se remonta a 1960. Por entonces sale a la luz un pequeño folleto con el título de La Biopolitique, obra de un médico ginebrés, adicto de la paz, el doctor A. Starobinski. «La biopolítica admite la existencia de fuerzas puramente orgánicas que rigen a las sociedades humanas y a las civilizaciones. Son fuerzas ciegas que impulsan a las masas humanas a chocar entre sí y provocan los encuentros sangrientos de las naciones y de las civilizaciones que son la causa de su destrucción y desaparición. Pero la biopolítica también admite que en la vida de las sociedades y de las civilizaciones existen fuerzas constructivas y conscientes que pueden salvaguardarlas, abriendo a la humanidad unas perspectivas nuevas y optimistas. Las fuerzas ciegas consisten en el cesarismo, la fuerza brutal, la voluntad de poder, la destrucción de los más débiles por la fuerza o la astucia, el pillaje y la rapiña. […] Sin dejar de admitir la realidad de tales hechos a través de la historia de las civilizaciones, iremos más lejos y afirmaremos que existe la realidad de la verdad, de la justicia, del amor a lo Divino y al prójimo, de la ayuda mutua y de la fraternidad humana. Estas realidades positivas son la continuidad de las mismas leyes biológicas inscritas en la estructura de la naturaleza humana. Todos los que comparten el ideal de la fraternidad humana, todos los que conservan en su corazón el ideal de la Bondad y la justicia, son los que trabajan para salvaguardar los valores supremos de la civilización. Debemos darnos cuenta de que todo lo que tenemos, de que todo lo que somos —nuestra seguridad, nuestra educación, nuestras posibilidades de existir—, se lo debemos a la civilización. Por esta razón nuestro deber elemental consiste en hacer todo lo posible para protegerla y salvarla. Todos y cada uno debemos aceptarlo, dejando de lado las preocupaciones personales, entregándonos a una actividad social, desarrollando los valores del Estado en el dominio de la justicia, profundizando los valores espirituales y religiosos, participando activamente en la vida cultural. No creo que esto sea difícil, pero hace falta sobre todo la buena voluntad, pues el pensamiento y la acción de todos y cada uno de nosotros influye en la armonía universal. Así pues, toda visión optimista del futuro se vuelve un deber y una necesidad. No debemos temer la guerra y las calamidades consecuentes, porque ya estamos allí, ya estamos en estado de guerra». El lector atento habrá advertido que nos hemos guardado de citar los pasajes del folleto que preconizan «eliminar del seno [de nuestra civilización] todo lo que pueda favorecer su declive», para concluir que «en la fase actual de la civilización, la humanidad debe ser unificada».

Pero el buen doctor ginebrés no es más que un dulce soñador, a diferencia de aquellos que habrían de sancionar definitivamente la entrada de la biopolítica en el universo intelectual francés: los fundadores de Cahiers de la biopolitique, cuyo primer número apareció en el segundo semestre de 1968. Su director e instigador no fue otro sino André Birre, siniestro exfuncionario de la Liga de los Derechos del Hombre y de un gran proyecto de revolución social a lo largo de la década de 1930 en la Colaboración. Los Cahiers de la biopolitique, emanación de la Organización del Servicio de la Vida, también quieren salvar a la civilización. «Cuando los miembros fundadores de la “Organización del Servicio de la Vida” se pusieron de acuerdo, en 1965, tras veinte años de asiduos trabajos, para definir su actitud ante la situación presente, su conclusión fue que, si la humanidad quería continuar su evolución y alcanzar un plano más elevado, según los principios de Alexis Carrel y de Albert Einstein, entonces debería retornar deliberadamente al respeto de las Leyes de la Vida y la cooperación con la naturaleza, en vez de pretender dominarla y explotarla como lo hace en la actualidad. […] Esta reflexión, que permitirá restablecer el orden de manera orgánica y de moderar las tecnologías y volverlas eficaces, nosotros la conocemos: es la reflexión biopolítica. Este saber que nos hace falta es el que la Biopolítica nos puede aportar, ciencia y arte a la vez de la utilización del saber humano, con base en los datos de las leyes de la naturaleza y de la ontología que gobiernan nuestra vida y nuestro destino». En los dos números de Cahiers de la biopolitique pueden encontrarse digresiones lógicas sobre la «reconstrucción del ser humano», los «índices de la salud y de la cualidad», lo «normal, lo anormal y lo patológico», entre otras consideraciones tituladas «cuando la mujer gobierne la economía del mundo», «cuando las organizaciones internacionales abran las vías de la biopolítica» o aún más «nuestro lema y carta por el honor de ser y servir». «La biopolítica —aprendemos aquí— ha sido definida como la ciencia de la dirección de los Estados y de las colectividades humanas, sobre la base de las leyes y de los medios naturales y de los datos ontológicos que rigen la vida y determinan las actividades de los hombres».

Se entiende mejor, ahora, por qué los negristas de Vacarme exigían hace algún tiempo una «biopolítica menor»: porque la biopolítica mayor, el nazismo, parece no haber sido satisfactoria. De ahí, también, la incoherencia retórica de los pequeños negristas parisinos: si fueran coherentes, bien podría ser que se asombraran de sí mismos, viéndose de pronto como los portadores del proyecto imperial mismo, el que consiste en recomponer un tejido social íntegramente maquinado, finalmente pacificado y fatalmente productivo. Sin embargo, felizmente para nosotros, estos tartamudos no saben lo que dicen. No hacen más que recitar en modo tecno la vieja doctrina patrística de la oikonomia, doctrina de la que ignoran todo y en primer lugar que la Iglesia del primer milenio la elaboró para fundar la extensión ilimitada de sus prerrogativas temporales. En el pensamiento patrístico, la noción de oikonomia —que se traduce de mil maneras: encarnación, plan, designio, administración, providencia, cargo, oficio, acomodamiento, mentira, o astucia— permite indicar con un solo concepto la relación de la divinidad con el mundo, de lo Eterno con el despliegue histórico, del Padre con el Hijo, de la Iglesia con sus fieles y de Dios con su icono. «Se trata del primer concepto organicista y funcionalista que involucra simultáneamente la carne del cuerpo, la carne del discurso y la carne de la imagen. […] La noción de un plan divino cuyo objetivo es administrar y gestionar la creación caída, a fin de salvarla, solidariza a la economía con la totalidad de la creación desde el origen de los tiempos. Por lo tanto, la economía sería tanto Naturaleza como Providencia. La economía divina ampara la conservación armoniosa del mundo y el mantenimiento de todas sus partes, dentro de un desenvolvimiento adaptado y finalizado. La economía encarnacional no es otra cosa que la distribución de la imagen del Padre en su manifestación histórica. […] El pensamiento económico de la Iglesia es un pensamiento gestionario y correctivo. Gestionario, en la medida que la oikonomia se unifica con la organización administrativa, la gestión y el desenvolvimiento de cualquier ministerio. Pero aquí hay que añadir la función correctiva, ya que las iniciativas humanas que no están inspiradas por la gracia no pueden engendrar más que desigualdades, injusticias o transgresiones. Por lo tanto, es necesario que la economía divina y eclesiástica se responsabilice de la miserable gestión de nuestra historia, operando una regulación iluminada y redentora» (Marie-José Mondzain, Image, Icône, Économie). La doctrina de la oikonomia, doctrina de la integración final por ser originaria de todas las cosas —incluso del sufrimiento, de la muerte o del pecado— en el plan de encarnación divina, constituye el enunciado programático del proyecto biopolítico, por cuanto la encarnación divina es en primer lugar el proyecto de la inclusión universal, de la subsunción total de todas las cosas bajo la oikonomia sin afuera de una divinidad que se vuelve perfectamente inmanente: el Imperio. Así, cuando el opus magnum del negrismo, Imperio, reivindica orgullosamente una ontología de la producción, nosotros no podemos impedirnos entender lo que nuestro teólogo trajeado quiere decir: todas las cosas han sido producidas, por cuanto son la expresión de un sujeto ausente, de la ausencia del sujeto, el Padre, en virtud del cual todas las cosas existen — incluso la explotación, la contrarrevolución, la masacre de Estado. Imperio concluye lógicamente con estas frases: «Una vez más, en la posmodernidad nos hallamos en la situación de san Francisco, levantando contra la miseria del poder la alegría del ser. Ésta es una revolución que ningún poder logrará controlar, porque biopoder y comunismo, cooperación y revolución, permanecen juntos, en amor, simplicidad y también inocencia. Ésta es la irreprimible alegría y goce de ser comunistas».

«Bien podría ser que la biopolítica llegue a ser el instrumento de la revuelta de los ejecutivos», se lamentaba Georges Henein en 1967.

Refutación del negrismo
 
Nunca la society estuvo tan absorbida por el ceremonial del «problema», y nunca fue tan democráticamente uniforme, en cada esfera de la supervivencia socialmente garantizada. Mientras que las distinciones entre las clases tienden gradualmente a eclipsarse, nuevas generaciones «florecen» en el mismo tallo de la tristeza y del estupor que se comentan, en una eucaristía publicitada y generalizada del «problema». Y mientras que el izquierdismo más «duro» (y a su modo más coherente) reivindica un salario para todos, el capital acaricia cada vez más el sueño de saber cómo complacerlo: depurarse de la polución productiva hasta el punto de consentir a los hombres que se produzcan simplemente como sus formas llenas de vacío, como sus contenedores, dinamizados por un mismo enigma: ¿por qué estoy aquí?
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1974

No hace falta que nadie refute el negrismo. Los hechos se encargan de hacerlo. En cambio, lo que hay que desbaratar son los recursos que previsiblemente habrá facilitado en contra de nosotros. Al fin y al cabo, la vocación del negrismo es la de proporcionarle al partido de los ciudadanos la más sofisticada de sus ideologías. Cuando el equívoco con respecto al carácter evidentemente reaccionario del bovismo y de attac se aclare definitivamente, entonces saldrá a la luz, como el último de los socialismos posibles, el socialismo cibernético.

Ciertamente, ya es asombroso que un movimiento que se opone a la «globalización neoliberal» en nombre del «deber de la civilización», que invoca contra ella al Estado y al «control ciudadano», y que compadece a los «jóvenes» por estar sujetos a un «estado de infraciudadanía», para finalmente vomitar que «afrontar el doble desafío de una implosión social y de una desesperanza política exige un despertar cívico y militante» (Plataforma del movimiento internacional attac), pueda todavía verse como una acción contestataria cualquiera del orden dominante. Y si en efecto se distingue de éste, es únicamente por el anacronismo de sus puntos de vista, la necedad de sus análisis. La coincidencia casi oficial entre el movimiento ciudadano y los lobbies estatistas, por otra parte, sólo puede ser temporal. La participación masiva de los diputados, de los magistrados, de los funcionarios, de los policías, de los políticos electos, en cuanto «representantes de la sociedad civil», que le dio a attac su caja de resonancia inicial, es también lo que, a final de cuentas, no autoriza más ilusiones con respecto al movimiento. La vacuidad de sus primeros eslóganes —«reapropiémonos del futuro de nuestro mundo» o «hagamos la política de otro modo»— ya ha dado lugar a formulaciones menos ambiguas. «En adelante hay que idear y luego construir un nuevo orden mundial que integre la difícil y necesaria sumisión de todos —individuos, empresas y Estados— a un interés general de la humanidad» (Jean de Maillard, Le marché fait sa loi. De l’usage du crime par la mondialisation).

Aquí no es necesario profetizar: las fracciones más ambiciosas del así llamado «movimiento antiglobalización» son ya abiertamente negristas. Las tres consignas características del negrismo político —toda su fuerza reside en el hecho de que les proporciona temas de reivindicación a los neomilitantes informales— son la «renta garantizada de ciudadanía», el derecho a la libre circulación de los cuerpos —«¡Papeles para todos!»— y el derecho a la creatividad, sobre todo si ésta se apoya en la computación. En este sentido, la perspectiva negrista no es para nada distinta de la perspectiva imperial, sino un simple perfeccionismo en su seno. Cuando Moulier-Boutang publica en todos los periódicos a su disposición un manifiesto político titulado Por un nuevo New Deal, esperando ganar para su proyecto de sociedad a todas las izquierdas de buena voluntad, no hace más que enunciar la verdad del negrismo. El negrismo, en efecto, expresa un antagonismo, pero un antagonismo en el seno de la clase de los gestores, entre su fracción progresista y su fracción conservadora. De ahí su curioso vínculo con la guerra social, con la subversión práctica, y su empleo sistemático del recurso de la reivindicación. La guerra social, desde la perspectiva negrista, no es más que un medio para presionar a la fracción del poder adversa. En cuanto tal, la guerra social no es asumible, aun cuando pueda mostrarse útil. De ahí la relación incestuosa del negrismo político con la pacificación imperial: desea su realidad pero no su realismo. Quiere el Biopoder sin la policía, la comunicación sin el Espectáculo, la paz sin tener que hacer la guerra por ella.

El negrismo no coincide con el pensamiento imperial propiamente dicho; es sólo su vertiente idealista. Su vocación es la de producir la pantalla de humo tras la cual podrá tramarse con seguridad la cotidianidad imperial, hasta que invariablemente los hechos la desmientan. Al respecto, una vez más la realización del negrismo proporciona la mejor refutación. Como cuando el indocumentado a quien se le ha ayudado a obtener un permiso de residencia por trabajo se contenta con la integración más prosaica, como cuando los Tute bianche se hacen romper la boca por parte de una policía italiana con la cual pensaban que podían entenderse, como cuando Negri se lamenta, al final de una reciente entrevista, de que en la década de 1970 el Estado italiano no hubiera podido distinguir entre sus enemigos a «aquellos que eran cooptables de aquellos que no lo eran». Es por lo tanto el movimiento ciudadano lo que está condenado, a pesar de su conversión al negrismo, a defraudarlo sin duda alguna. Es así previsible que la renta garantizada de ciudadanía se instaure, y en cierta medida ya lo ha sido, en forma de una remuneración social por la pasividad política, por la conformidad ética. Los ciudadanos, por cuanto estén destinados a suplir cada vez más las deficiencias del Estado benefactor, serán cada vez más abiertamente retribuidos por su función de cogestión de la pacificación social. Será, pues, en forma del chantaje a la autodisciplina, de la difusión de una extraña policía de extrema proximidad, que será instaurada la renta básica de ciudadanía. Si fuera necesario, se lo podría incluso llamar «salario de existencia», puesto que en efecto se tratará de patrocinar las formas-de-vida más compatibles con el Imperio. También habrá, como lo profetizan los negristas, y de hecho ya hay, una «puesta en trabajo de los afectos»; una proporción creciente de la plusvalía se extraerá de ciertas formas de trabajo que recurren a habilidades lingüísticas, relacionales y físicas que no se adquieren en la esfera de la producción, sino en la esfera de la reproducción; el tiempo de trabajo y el tiempo de vida tienden efectivamente a indistinguirse, pero todo esto no anuncia más que una sumisión más amplia de la existencia humana al proceso de valorización cibernético. El trabajo inmaterial que los negristas presentan como una victoria del proletariado, una «victoria sobre la disciplina de la fábrica», contribuye también indisctutiblemente a la perspectiva imperial, al igual que los más solapados dispositivos de domesticación, de inmovilización de los cuerpos. La autovalorización proletaria, teorizada por Negri como el máximum de la subversión, también se realiza, pero como prostitución universal. Cada quien se hace valer a su manera, hace valer el máximum de pedazos de su existencia, recurre incluso a la violencia y al sabotaje para hacerlo, pero la autovalorización de cada quien no mide más que la extrañeza con respecto a sí mismo que el sistema del valor le ha arrancado, y no sanciona más que la victoria masiva de éste. A final de cuentas, la ideología ciudadana-negrista solamente servirá para cubrir los atavíos edénicos de la Participación universal, la exigencia militar de «asociar la mayor cantidad de miembros importantes de la población, particularmente aquellos que han estado involucrados en la acción no violenta, del lado del gobierno» (Kitson), la exigencia de hacer participar. El hecho de que algunos repugnantes gaullistas del tipo de Yoland Bresson hayan militado desde hace más de veinte años por la renta de existencia, ubicando ahí la esperanza de una «metamorfosis del ser social», debería además ser suficiente para poner en evidencia la verdadera función estratégica del negrismo político. Función que Trinquier, citado por Kitson, no hubiera desechado: «La condición sine qua non de la victoria, en la guerra moderna, es el apoyo incondicional de la población».

Pero la coincidencia entre el negrismo y el proyecto ciudadano de control total se entabla en otro lugar, en un plano que no es ideológico sino existencial. El negrista, en este sentido ciudadano, vive en la denegación de las evidencias éticas, en la conjuración de la guerra civil. Pero mientras que el ciudadano se esfuerza en contener cualquier expresión de las formas-de-vida, en preservar las situaciones promedio, en normalizar su medio, el negrista practica fogosamente la más extremada ceguera ética. Para éste, todo se vale, fuera de los pequeños cálculos políticos de mierda a los cuales se entrega transitoriamente. Aquellos que hablan del jesuitismo de Negri no ven lo esencial. Se trata de una autentica incapacidad, de una formidable mutilación humana. Negri bien quisiera ser «radical», pero no lo logra. ¿Cuán profundo puede ser con respecto a la realidad un teórico que declara: «Para mí el marxismo es una ciencia de la que pueden beneficiarse por igual los patrones y los obreros, aun cuando lo hagan desde posiciones diferentes, opuestas»? ¿Un profesor de filosofía política que confiesa: «Personalmente, yo detesto a los intelectuales. Sólo me siento bien entre los proletarios (sobre todo si son obreros; de hecho, mis amigos más queridos y mis maestros son obreros) y entre los empresarios (también tengo excelentes amigos que son industriales y profesionales)»? ¿Cuánto puede valer la sentenciosa opinión de alguien que no entiende la diferencia ética entre obrero y patrón, que puede declarar al respecto de los empresarios del barrio de Sentier: «El nuevo jefe empresarial es un desviado orgánico, un mutante, una anomalía imposible de eliminar. […] El nuevo sindicalista, es decir, el jefe empresarial de nuevo tipo, sólo ve el salario como un salario social»? ¿Alguien que todo lo confunde, que declara que «nada revela tanto la enorme positividad histórica de la autovalorizacion obrera como el sabotaje» y que propone con relación a cualquier perspectiva revolucionaria «acumular otro capital»? Sean cuales fueren sus pretensiones de jugar a ser el estratega oculto del «pueblo de Seattle», un ser que carece de la más elemental intimidad consigo y con el mundo, de la más mínima sensibilidad ética, no puede más que producir desastres, reducir todo lo que toca al estado de flujo indiferenciado, de mierda. Habrá de perder todas las guerras en las cuales lo propulse su deseo de fugarse, habrá de perder a los suyos y, lo que es peor, ni siquiera podrá reconocer su derrota. «Todos los profetas armados han vencido, y todos los desarmados han sido vencidos. En la década de 1970, Negri había podido entender a Maquiavelo como un llamado a la colisión frontal con el Estado. Algunas décadas más tarde, Imperio ofrece por el contrario un optimismo de la voluntad que sólo puede sostenerse por un escamoteo milenarista de la distinción entre los armados y los desarmados, entre los poderosos y los que están abyectamente privados de poder» (Gopal Balakrishnan, «Virgilian Visions»).

¡Y guerra contra el trabajo!

Desde el mes de febrero, una cosa aparentemente inexplicable empezó a sacudir las entrañas de Milán. Una ebullición, casi un despertar. La ciudad parecía renacer. Pero con una vida curiosa, demasiado fuerte, violenta y, sobre todo, marginal. Parecía como si una nueva ciudad se instalara entonces en la metrópoli. En las cuatro direcciones de Milán, por doquier, el escenario era idéntico: bandas de adolescentes se lanzaban al asalto de la ciudad. Al principio ocupaban casas vacías o tiendas abandonadas que bautizaban como «círculos del proletariado juvenil». Luego, a partir de allí, se desplazaron poco a poco y «tomaban el barrio». Las cosas pasaban de la animación teatral al pequeño «mercado pirata», sin olvidar las «expropiaciones». En el momento más intenso de la ola se cuentan hasta treinta de estos círculos. Claro es que cada uno poseía su sede y muchos editaban pequeños periódicos. La juventud milanesa se apasionó por la política y los grupos de extrema izquierda, al igual que los demás, se beneficiaron de este renovado interés. Más que de política, de hecho se trataba de cultura, de modo de vida, de un rechazo global y de la búsqueda de otra manera de vivir. Casi ninguno de los jóvenes milaneses ignoraba ya nada de la revuelta estudiantil. Pero a diferencia de sus mayores, adoraban a Marx y el rock and roll, y se definían como unos freaks. […] Con la fuerza de su número y de su desesperanza, las bandas más o menos politizadas pretendieron vivir de acuerdo con sus necesidades. Los cines eran demasiado caros: hubieron de imponer algunos sábados la reducción del precio de las entradas a golpes de barras de hierro. Se les terminó el dinero que tenían: hubieron de lanzar el movimiento «de las expropiaciones», trágicamente simples, al borde del pillaje. Era suficiente que fueran unos diez para entregarse a ese deporte, que consistía en entrar en masa en un almacén, agarrar las cosas que querían y salir sin pagar. Se llamaba a estos saqueadores «la banda del salami», porque al principio desvalijaban principalmente las carnicerías. Muy pronto, les tocó el turno a los almacenes de jeans y de discos. Hacia fines de 1976, expropiar se había vuelto una moda, y raros eran los estudiantes que no habían participado a lo menos una vez. Todas las clases se mezclaban: los saqueadores podían ser tanto hijos de obreros como hijos de grandes burgueses, y todos comulgaban en una gran fiesta que no tardaría en transformarse en una tragedia.
Fabrizio «Collabo» Calvi, Camarade P.38

Salvo una ínfima minoría de retrasados, ya nadie cree en el trabajo. Ya nadie cree en el trabajo, pero por esto mismo la fe en su necesidad se hace todavía más feroz. Y para quienes la degradación consumada del trabajo como puro medio de domesticación no es repelente, esta fe tiende casi siempre a convertirse en fanatismo. Es indudable que nadie es profesor, trabajador social o vigilante sin experimentar algunas secuelas subjetivas. El hecho de que ahora se llame trabajo aquello que hasta ayer se calificaba como ocio —algunos «probadores de videojuegos» reciben una paga por jugar durante toda la jornada, algunos «artistas» por actuar públicamente como bufones; una masa creciente de impotentes a quienes se les llama psicoanalistas, lectores de tarot, coachs o simplemente psicólogos cobran generosamente por oír a los demás lamentarse—, no parece ser suficiente para corroer esta fe inoxidable. Incluso, parece ser que mientras más se vacía de su sustancia ética el trabajo, más tiránico se vuelve el ídolo del trabajo. Mientras más dejan de ser evidentes el valor y la necesidad del trabajo, más sus esclavos sienten la necesidad de afirmar su eternidad. ¿Sería necesario precisar que «la única integración real, verdadera, en la vida de un hombre o de una mujer, es la que se forma en la escuela, en el mundo del conocimiento y, al final de una educación académica satisfactoria y completa, en el ingreso en el mundo laboral» (Face aux incivilités scolaires), si todo esto contuviera a lo menos una brizna de evidencia? Asimismo, cuando la Ley renuncia a definir el trabajo en términos de actividad para hacerlo en términos de disponibilidad, esta cuestión se aclara: por trabajo, no se entiende más que la sumisión voluntaria a la pura coerción externa, «social», de la conservación de la dominación mercantil.

Como testigo de este estado de hechos, el economista, incluso si es marxista, se extravía en paralogismos universitarios, concluyendo en la sinrazón definitiva de la razón capitalista. Sucede que la lógica de tal situación no es ya de orden económico, sino de orden ético-político. El trabajo es la piedra angular de la fábrica del ciudadano. En este sentido, es ciertamente necesario, como pueden serlo las centrales nucleares, el urbanismo, la policía o la televisión. Es necesario trabajar porque es necesario resentir la propia existencia, a lo menos parcialmente, como extrañeza con respecto a sí mismo. Y esta misma necesidad es la que ordena que se entienda la «autonomía» como el hecho de «ganarse la vida por sí mismo», es decir, de venderse a sí mismo, introyectando, para hacerlo, la cantidad requerida de normas imperiales. En realidad, la única racionalidad de la producción presente es la de producir productores, cuerpos que no puedan no trabajar. Por su parte, la inflación de todo el sector de las mercancías culturales, de toda la industria de lo imaginario —y dentro de poco de las sensaciones—, responde a la misma función imperial de neutralización de los cuerpos, de depresión de las formas-de-vida, de bloomificación. Constituye un momento del trabajo social, por cuanto lo que entretiene exclusivamente al entertainment es la extrañeza con respecto a sí mismo. Pero el cuadro no estaría completo si se omitiera decir que el trabajo también tiene una función más directamente militar, que consiste en subvencionar todo un conjunto de formas-de-vida —mánagers, vigilantes, policías, profesores, hipsters, Jovencitas, etc.—, de quienes lo menos que se puede decir es que son formas-de-vida antiextáticas, si no antiinsurreccionales.

Dentro del legado putrescente del movimiento obrero nada apesta tanto como la cultura, y ahora el culto, del trabajo. Es a ella y tan sólo a ella, con su insoportable ceguera ética y su profesional odio de sí misma, que se escucha gemir ante cada nuevo despido, ante cada nueva prueba de que el trabajo se ha acabado. Lo que se tendría que hacer, en verdad, es crear una fanfarria que se podría eventualmente bautizar «Coral del Fin Del Trabajo» (cfdt), y cuya vocación sería la de acudir a cada lugar de despidos masivos para entonar sus acordes perfectamente ruinosos, balcánicos y disonantes, conmemorando el fin del trabajo y toda la prodigiosa extensión del caos que se abre ante nosotros a partir de hoy. Aquí como en otros países, el no haber arreglado las cuentas con el movimiento obrero se paga muy caro, y de aquí se deriva la capacidad de entretenimiento que posee en Francia una fábrica de carcajadas de la especie de attac. No debe sorprender mucho, por tanto, tras haber captado la posición central del trabajo en la fabricación del ciudadano, que el actual heredero del movimiento obrero, el movimiento social, se haya súbitamente metamorfoseado en movimiento ciudadano.

Nos equivocaríamos en pasar por alto el carácter de escándalo puro que se vincula, desde el punto de vista del movimiento obrero, con todas las prácticas en que se manifiesta el desbordamiento de éste por parte del Partido Imaginario. En primer lugar porque el teatro de estas prácticas ya no es de manera privilegiada el lugar de producción, sino más bien la totalidad del territorio; luego, porque éstas no representan el medio de un fin ulterior —un mejor estatus, un mayor poder adquisitivo, menos trabajo o más libertad— sino de manera inmediata sabotaje y reapropiación. También en este caso no hay un contexto histórico que nos proporcione tantas enseñanzas sobre estas prácticas, su naturaleza y sus alcances, que el de la Italia de las décadas de 1960 y 1970. Toda la historia del mayo reptante es en efecto la historia de este desbordamiento, la historia de la extinción de la «centralidad obrera». La incompatibilidad entre el Partido Imaginario y el movimiento obrero aparece aquí como lo que en realidad es: una incompatibilidad ética. Incompatibilidad que, por ejemplo, estalla en el rechazo al trabajo que los obreros meridionales oponen punto por punto a la disciplina fabril, haciendo estallar de esta manera el compromiso fordista. Será el mérito del grupo Potere Operaio haber librado la «guerra contra el trabajo» como maníacos al interior de las fábricas. «El rechazo al trabajo y el extrañamiento a éste no son ocasionales —afirma el Gruppo Gramsci al inicio de la década de 1970— sino que radican en una condición objetiva de clase que el desarrollo del capitalismo reproduce una y otra vez y a niveles cada vez más elevados: la fuerza nueva de la clase obrera deriva de su concentración y homogeneidad, deriva del hecho de que la relación capitalista se extiende más allá de la fábrica tradicional (y en particular, en el llamado nivel “terciario”). De este modo, produce también luchas, objetivos y comportamientos tendencialmente basados en el extrañamiento al trabajo capitalista y expropia la profesionalidad residual de los obreros y los empleados, destruyendo así su “afección” y cualquier identificación posible con el trabajo impuesto por el capital». Pero sólo fue al finalizar el ciclo de luchas obreras en 1973, cuando se produjo el desbordamiento efectivo del Partido Imaginario. En ese momento, efectivamente, aquellos que querían continuar la lucha debieron tomar nota del fin de la centralidad obrera y llevar la lucha al exterior de la fábrica. Para algunos, como las br, que permanecían en la alternativa leninista entre lucha económica y lucha política, la salida de la fábrica significó la proyección inmediata hasta el cielo de la política, el ataque frontal al poder de Estado. Para los demás, principalmente para los «autónomos», significó la politización de todo lo que el movimiento obrero había dejado a su alcance: la esfera de la reproducción. Lotta Continua lanzó por entonces la consigna: «¡Retomemos la ciudad!». Negri teorizó al «obrero social» —una categoría lo suficientemente elástica como para que introdujera a las feministas, los desempleados, los precarios, los artistas, los marginados y los jóvenes rebeldes— y la «fábrica difusa», concepto que justificaba la salida de la fábrica por el hecho de que todo, en definitiva, desde el consumo de mercancías culturales hasta el trabajo doméstico, contribuiría en adelante a la reproducción de la sociedad capitalista, y que por lo tanto la fábrica se hallaría para lo que venía por todas partes. Esta evolución contenía en sí, a más o menos corto plazo, la ruptura con el socialismo y con aquellos que, como las br y ciertos colectivos de la autonomía obrera, querían creer que «la clase obrera sigue siendo en cualquier caso el núcleo central y dirigente de la revolución comunista» (br — Resolución de la dirección estratégica, abril de 1975). Las prácticas que se correspondían con esta ruptura ética dividieron de inmediato a los que creían pertenecer al mismo movimiento revolucionario: sobrevinieron como resultado las autorreducciones —en 1974, doscientos mil hogares italianos autorredujeron su factura eléctrica—, las expropiaciones proletarias, las okupas, las radios libres, las manifestaciones armadas, la lucha en los barrios, la guerrilla difusa, las fiestas contraculturales, en resumen: la Autonomía. Sin embargo, en medio de tantas declaraciones paradójicas —es necesario recordar que Negri es aquel esquizofrénico que al cabo de veinte años de militancia en torno al «rechazo al trabajo» termina por concluir: «Así pues, cuando nosotros hablábamos de rechazo al trabajo había que entender el rechazo al trabajo en la fábrica»— ante la realidad de la radicalidad de la época este tarado de nacimiento produjo algunas líneas memorables, como por ejemplo las siguientes, extraídas de Dominio y sabotaje: «La conexión autovalorización-sabotaje, y su recíproco, no nos permite tener algo que ver con el “socialismo”, con su tradición, y menos aún con el reformismo y el eurocomunismo. Se podría incluso decir que somos de otra raza. Nada de lo que forma parte del proyecto acartonado del reformismo, de su tradición, de su infame ilusión, nos toca ya. Nos encontramos dentro de una materialidad que tiene sus propias leyes, descubiertas o por descubrir en la lucha, en cualquier caso otras. El “nuevo modo de exposición” de Marx se ha vuelto el nuevo modo de ser de la clase. Aquí estamos, inamovibles, mayoritarios. Poseemos un método para destruir el trabajo. Aspiramos a encontrar una medida positiva del no-trabajo. De la liberación de esta asquerosa esclavitud que regocija a los patrones, y que el movimiento oficial del socialismo siempre nos ha impuesto como un signo de nobleza. No, de verdad, ya no podemos llamarnos “socialistas”, ya no podemos aceptar su infamia». A lo que se enfrentaba con tanta violencia el movimiento del 77, ese movimiento que fue la asunción escandalosa y colectiva de las formas-de-vida, fue al partido del trabajo, al partido de la denegación de cualquier forma-de-vida. Y es en miles de prisioneros que se puede medir la hostilidad del socialismo hacia el Partido Imaginario.

El gran error de los miembros de la Autonomía organizada, esas «pulgas repugnantes que [dudaban] entre acariciar la espalda de la ballena socialdemócrata o la del Movimiento» (La rivoluzione, núm. 2, 1977), fue creer que el Partido Imaginario podría ser reconocido, que una mediación institucional podría ser posible. Y todavía hoy, es también el error de sus herederos directos, los Tute bianche, quienes en Génova creían que sólo tenían que comportarse como policías y denunciar a los «violentos» para que la policía no los atacara. Al contrario, hay que partir del hecho de que nuestra lucha es de entrada criminal, y comportarse en consecuencia. Sólo la relación de fuerza nos garantiza algo, y en primer lugar una cierta impunidad. La afirmación inmediata de la necesidad o del deseo, por cuanto implica la intimidad consigo mismo, contraviene éticamente a la pacificación imperial; sin ampararse en la coartada de la militancia. La militancia y la crítica dirigida a ésta eran ambas, a su manera divergente, compatibles con el Imperio; aquélla como forma del trabajo, y ésta como forma de la impotencia. Pero la práctica que va más allá, donde una forma-de-vida impone su manera de decir «yo», está condenada a ser aplastada si no ha calculado su golpe. «La restauración del escenario paranoico de la política, con toda su parafernalia de agresividad, de voluntarismo y de represión, corre en cualquier momento el peligro de aplastar y rechazar la realidad, lo que existe, la revuelta que nace de la transformación de la cotidianidad y de la ruptura de los mecanismos de coacción» (La rivoluzione, núm. 2).

Fue Berlinguer, por entonces a la cabeza del pci, quien poco antes del congreso de Bolonia en septiembre de 1977, profirió estas palabras históricas: «No serán unos pobres apestados (untorelli) quienes arrasarán Bolonia». Así resumió el punto de vista del Imperio sobre nosotros: somos untorelli, agentes contagiosos, buenos solamente para ser exterminados. Y en esta guerra de aniquilación, es de la izquierda de quien debemos temer lo peor, porque es la depositaria oficial de la fe en el trabajo, de ese fanatismo especial que es la negación de cualquier diferencia ética en nombre de la ética de la producción. «Queremos una sociedad del trabajo y no una sociedad de asistidos», le respondía Jospin, ese triste coágulo calvino-trotskista, al «movimiento de los parados». Semejante credo expresa el desasosiego de un ser, el Trabajador, que no conoce un más allá de la producción, más que el deterioro, el ocio, el consumo o la autodestrucción, un ser que ha perdido hasta tal punto cualquier contacto con sus propias inclinaciones, que se hunde si no lo anima alguna necesidad externa, alguna finalidad. Recordemos en este punto que la actividad mercantil, cuando apareció como tal en las sociedades antiguas, no pudo ser nombrada propiamente, careciendo ella misma no sólo de sustancia ética, sino de la sustancia ética elevada al rango de actividad autónoma. Por lo tanto sólo se la pudo definir negativamente, como carencia de scholé entre los griegos, a-scholia, y como carencia de otium entre los romanos, neg-otium. Y fue todavía con sus fiestas, con sus manifestaciones fine a se stesso, con su humor armado, su ciencia de las drogas y su temporalidad disolvente, que este viejo arte del no-trabajo hizo temblar del modo más decisivo al Imperio en el movimiento del 77.

¿Se compone de otra cosa, en el fondo, el plano de consistencia donde se dibujan nuestras líneas de fuga? ¿Existe otra condición previa para la elaboración del juego entre las formas-de-vida, para el comunismo?


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