Bello como una insurrección impura (2019)


En marzo de 2019 la editorial italiana Nero publicó en un solo volumen los tres libros publicados hasta ahora bajo la firma anónima del comité invisible: La insurrección que viene (2007), A nuestros amigos (2014) y Ahora (2017). Esta edición incluye también el siguiente prefacio, dirigido en gran medida a lectores italianos.
 
Los italianos se ríen de la vida: se ríen de la vida más que ninguna otra nación, y con más verdad y persuasión íntima, desprecio y frialdad, que ninguna otra. […] Se engañan quienes creen que la nación francesa es superior en cinismo a todas las otras naciones. Ninguna vence ni iguala en esto a la italiana. Esta nación une la vivacidad natural (superior a la de los franceses) a la indiferencia adquirida hacia todas las cosas y a la poca atención hacia los demás, consecuencia de la carencia de sociedad, que no empuja a los italianos a preocuparse de la estima y la atención hacia los demás: mientras la sociedad francesa, como se sabe, influye mucho en el pueblo, el cual , tanto como su naturaleza lo implica, está lleno de atención hacia los individuos de su clase así como hacia los otros.
Giacomo Leopardi, Discurso sobre el estado presente de las costumbres de los italianos, 1824
 
«Bello como una insurrección impura» recitaba un grafiti en los Campos Elíseos el 24 de noviembre de 2018, mientras una barricada era levantada en medio de la calle y las máquinas de una construcción empezaban a arder bajo la luz de la puesta del sol. En otra pared, algunos metros más lejos, se leía: «La insurrección que insiste».
En lo que respecta a Italia, lo que se pone en cuestión en el movimiento de los llamados «chalecos amarillos» no es ciertamente su aspecto insurreccional, sino justamente la «violencia» y el «problema político» que este movimiento plantea. Es bien sabido que los acontecimientos atraviesan con muchas dificultades las fronteras. Y también que, cuando lo hacen, es sólo después de haber sufrido muchas deformaciones, hasta volverse irreconocibles cuando llegan a su destino. Se los deja entrar en el espacio público con una sola condición: que dejen de hablar su lenguaje y decir aquello que tienen que decir. La luz de la publicidad lo oscurece todo. Todos los países viven bajo algo que se asemeja a una campaña epistemológica. Desde el momento en que gobernar se ha reducido a un ejercicio de comunicación, el mantenimiento de cierto estado de explicitación pública forma parte del mantenimiento del orden general. Es como si existiera una aduana impalpable, la cual garantiza que los contenidos política y existencialmente peligrosos se detengan en la frontera y que, al mismo tiempo, se cobre su cuota de sentido sobre cualquier otra posible circulación — y esto es algo que ocurre específicamente entre Francia e Italia.
Esta impermeabilidad se debe o bien a una diferencia en las costumbres —que es más o menos constante desde los tiempos de Leopardi— o bien a los intereses de la clase dominante en cada uno de los dos países. Por esto, en Francia, no se conocía casi nada del largo 68 italiano y del movimiento del 77 antes de que un puñado de militantes no lo convirtieran en tiempos recientes en un imaginario político de recambio para su círculo de desesperados. De la misma manera, nunca se ha escuchado hablar del Comité invisible en Italia — el único país de Europa hasta hoy en el que sus libros conocieron a lo sumo ediciones piratas.
 
Si en el interior de la revista Tiqqun se pueden encontrar ya en 2000 las primeras menciones al Comité invisible, es sólo en 2007 cuando aparece el primer libro firmado con este nombre: La insurrección que viene. Escrito manifiestamente en medio de la oleada de los motines en las banlieues de 2005 y de la revuelta estudiantil que derrotó la propuesta de ley sobre el «contrato de primer empleo» del gobierno de Villepin, y también escrito claramente como texto de intervención en el contexto de las elecciones presidenciales de Nicolas Sarkozy, La insurrección que viene conmocionó a tal grado a uno de los «consejeros de seguridad» del nuevo jefe de Estado que lo empujó a regalar cuarenta copias a los principales directivos de las policías del país.
«Ante la evidencia de la catástrofe, están los que se indignan y los que toman nota, los que denuncian y los que se organizan. El comité invisible está del lado de los que se organizan», recitaba la contraportada del libro. Es probable que bastó con esto para activar las infames «alarmas» en las gendarmerías de la mitad del país.
Un expediente antiterrorista, ver para creer, no tardó en abrirse; un año y medio después de la publicación de La insurrección que viene, una ola de arrestos dio de comer a los noticiarios nocturnos la imagen de una decena de personas, algunas de las cuales eran explícitamente acusadas de formar parte del «Comité». Nunca se ha encontrado ninguna prueba de esta pertenencia, y luego de diez años de procedimientos judiciales un proceso absolvió finalmente a casi todos los acusados.
La incriminación por terrorismo de gente que era acusada no por unos simples sabotajes (concretamente contra una línea del TGV), sino y sobre todo por haber escrito un libro, excitó de modo evidente el interés por su contenido. Así La insurrección que viene no tardó en volverse un best seller y después una especie de clásico. Traducido incluso en coreano, demonizado por la derecha neocon estadounidense, discutido en Alemania o en Occupy Hong Kong, también se ha vuelto objeto de estudio, como «escenario posible», en las revistas del ejército francés. En los diez años siguientes, el Comité invisible ha perseverado en su tarea de servir como instancia de enunciación estratégica al «movimiento real que destituye el estado de cosas presente». En 2014 A nuestros amigos sacó las sumas —al término de una investigación llevada a cabo en los distintos continentes— de la secuencia abierta con la «crisis de 2008», prolongándose con las «primaveras árabes» y finalmente clausurada por los diferentes «movimientos de las plazas». Ahora partió de la lucha francesa contra la Loi Travail en 2016, para sondar el fondo de la época. Así, de libro en libro, el Comité invisible se ha convertido en algo parecido a un espectro que obsesiona a los gobernantes franceses y que es citado antes o después, en cada nueva explosión de revuelta, a modo de explicación, de condena o para evitarla — «chalecos amarillos» incluidos.
 
Maquiavelo escribía: «un gobierno no es otra cosa que contener a los súbditos de manera que no te puedan o deban ofender». Los gobernantes, acostumbrados a conspirar para mantener su poder, tienen dificultades para creer que cuando surge una insurrección ésta no se guía también por un grupúsculo de conspiradores, por redes organizadas de «radicales», «facciosos» o «vándalos», en una palabra, por «profesionales del desorden» y que por eso la fuerza sería suficiente para aplastarla. Pero las insurrecciones no son como los ministerios; no responden a las llamadas de una minoría de dirigentes a los cuales obedecen hordas de subordinados. Maduran bajo el hielo como un deseo de masas de ver pisoteado todo lo que nos pisotea, como un sobresalto de dignidad luego de decenios de humillaciones, como una voluntad de acabar para siempre con todo lo que hemos sufrido sin razón. Las insurrecciones movilizan reservas de coraje infinitas, suministros inesperados de inteligencia táctica, una generosidad lúcida que se creía desaparecida bajo las aguas heladas del cálculo egoísta. Frente a los gobernantes, que no entienden nada de esto, se erige una irreductibilidad compacta, basáltica, que se alimenta de cada una de las maniobras que se intentan en su contra. Contrariamente a lo que quieren creer militantes y gobernantes, no son los revolucionarios los que hacen las revoluciones, son las revoluciones las que hacen a los revolucionarios. Hace falta llamarse Toni Negri o Alfredo Bonanno y nunca haberse emancipado de un incurable leninismo de fondo para creer que las insurrecciones esperan a los insurreccionalistas para iniciar. En Francia, en el invierno de 2018-2019, no fueron necesarios zadistas para construir micro-zad en las rotondas, militantes especialistas de los bloqueos para lanzarse a bloquearlo todo, o pensadores de la singularidad cualquiera para inventar a los «chalecos amarillos». En nuestros días, son los menos «politizados» los que son los más radicales. Ninguna revuelta es más terrible que aquella de los ciudadanos estafados. Si nació algo como una insurrección, es precisamente porque la gente no mira a la insurrección, sino que desea algo que va más allá — y por tanto, confusamente, una revolución. Una revolución desde los contornos indefinidos, hecha en los hábitos apresuradamente recortados sobre el modelo de 1789, que mezcla afectos constituyentes y destituyentes, necesidad de conservación y deseo de subversión. Una revolución que choca con el hecho de que es toda la organización material de este mundo la que es necesario deponer, con la única certeza de que no es con aquellos que han jodido el mundo que lo repararemos.
 
Una de las maneras de neutralizar las verdades que el Comité invisible ha exhumado y expresado en el curso de estos años ha sido aquella de situarlo políticamente, en algún lugar entre el anarquismo y la extrema izquierda. Pero lo que el levantamiento de los «chalecos amarillos» demuestra, sin importar su conclusión y las diversas formas de recuperación de las que será objeto, es hasta qué punto el disgusto por la política —incluida aquella alternativa, el rechazo a los sindicatos, el deseo de vivir y no ya sobrevivir, el carácter políticamente decisivo del encuentro en la construcción de una fuerza, el hastío por la mentira social, el odio a la policía y a la izquierda en cuanto insoportable recato moral, la execración de las insostenibles formas de vida metropolitanas, el rechazo a dejarse gobernar— no son opciones políticas o existenciales, sino verdades de la época. Verdades que el Comité invisible, en su anonimato y en su obstinación a hacerse su escriba, ha sabido articular paso tras paso. Ningún movimiento ha mostrado tan ejemplarmente que «el motín, el bloqueo y la ocupación constituyen la gramática política elemental de la época» (Ahora) mejor que la última revuelta francesa, hecha principalmente por gente que lee pocos libros. Esto se debe al hecho de que los motivos de este levantamiento son éticos antes que políticos. No procede de un plan, de una ideología o de una voluntad políticas, sino de todo lo que resta de instinto saludable en los seres.
Aquellos que en el invierno francés de 2018-2019 se han lanzado al asalto de las prefecturas, de los cuarteles, de los municipios y de los ministerios, no han obedecido a una construcción mental, sino que han sacado las conclusiones de su experiencia, de aquello que viven y de aquello que ven. Y lo han hecho con la alegría inocente de las revueltas lógicas. En los puntos en que los gobernantes, con su estrecha vista, perciben solamente la furia monstruosa de la muchedumbre, hay por el contrario una racionalidad profunda en marcha: en un mundo en el que el control se aprieta todos los días un poco más en torno a cada individuo, la insurrección popular se vuelve la única manera eficaz de actuar que no equivale a un suicidio, porque la masa funciona como una protección para cada uno de sus elementos. Es esto lo que miles de ciudadanos sin historia han aprendido a gran velocidad en la experimentación de esas jornadas, sin necesitar ningún «manual subversivo».
 
No es difícil ver cuál es la soga que constituye el desastre político de Italia en los últimos decenios. En cada manifestación de revuelta abierta —Génova 2001, plaza del Popolo 14 de diciembre de 2010, de nuevo Roma 15 de octubre de 2011, Valle de Susa, manifestación del 1 de mayo de 2015 en Milán contra la Expo— se pone siempre en marcha el mismo arsenal contrainsurreccional, que se conserva inalterado desde los tiempos de la emergencia en la década de 1970: unanimidad periodística en la propaganda pura, disociación por parte de todo aquello que se dice de «izquierda», campaña de terror policial y judicial, cacería de lo autónomo, recato democrático, etc. A veces parece que en Italia la única legitimidad para gobernar deriva de la reiteración infinita de la aniquilación de los revolucionarios, como ha sido recordado con el espectáculo infame de la captura de Cesare Battisti. Como si la pasividad de la población dependiera de la repetición del trauma originario debido a la «estrategia de la tensión». Como si la aniquilación de toda una generación a través del arrepentimiento, la disociación, el asesinato o la cárcel hubiera liquidado toda fe en la posibilidad de una revolución. O la hubiera condenado a poderla hacer sólo simulándola.
También es cierto que la reescritura oportunista de la historia de la década de 1970 hecha por Negri y compañía, su constante retórica triunfalista para ocultar los errores, las ligerezas y las negaciones, la represión de la hipótesis compartida del «partido invisible de Mirafiori» y el paso sin transiciones de una lógica de separación a una de mediación, no juegan a favor de los jefes revolucionarios. Pero ¿quién ha dicho que las revoluciones necesitan jefes?
 
En mayo de 1955 el escritor comunista Dionys Mascolo, sin alguna esperanza de ser escuchado, sostenía: «Todo lo que se designa como de izquierda es ya equívoco. Pero lo que se designa como la izquierda lo es mucho más. El reino de la izquierda se extiende desde todo aquello que no se atreve a ser francamente, absolutamente de derecha o reaccionario (o fascista) hasta todo aquello que no se atreve a ser francamente revolucionario: dudosa, inestable, mixta, inconsecuente, afectada por todo tipo de contradicciones, impedida a ser ella misma por el número indefinido de las maneras de estar unida que se le proponen, siempre dividida, como se dice, y nunca por desgracia, maldad o torpeza, sino por naturaleza» (Sobre el sentido y el uso de la palabra «izquierda»).
No es difícil constatar cómo la debilidad congénita de la izquierda, su amor por la debilidad, ha terminado por consignar a los conservadores y a los fascistas temas tales como los de «libertad», «revolución» y también «democracia». Incapaz de producir la más pequeña afirmación en un mundo que se autodestruye, la izquierda ha empezado a creer que una mezcla de antifascismo, antirracismo, antisexismo, cuando no de antiespecismo, unido a un prudente anticapitalismo, pudiera producir milagrosamente, a través de la acumulación de negaciones, la perspectiva positiva que le hace falta. Así, ella ha ocupado y proscrito con su suave dogmatismo, su posmodernismo oportunista, su cómodo idealismo, el espacio para cualquier nuevo inicio. A fuerza de pretender encarnar el partido del Bien y difundiendo sus quejas de esclavo, el sentido común ha terminado por deducir, en virtud de una especie de silogismo que opera a escala mundial, que puesto que ser buenos significa hablar como un esclavo, «ser libre» significa comportarse como bastados. A fuerza de desconfiar crónicamente de todo aquello que es revolucionario, la izquierda ha provocado lógicamente la idea de que la verdadera revolución es la conservadora. Si no es fácil admitir que el fascismo es un fenómeno de izquierda a pesar de la admiración de Keynes por Mussolini, es en todos los casos evidente que es el disgusto por la izquierda lo que produce a los fascistas. Por el contrario, la reacción histérica, brutal y cargada de odio generada por la izquierda le sirve luego como una preciosa reserva de argumentos y como una justificación última. Su sentimiento de estar en lo justo huyendo de lo real se alimenta de la ignominia de aquello que se tiene enfrente. Son estas dos idioteces las que polarizan crónicamente el debate público en Francia, en Estados Unidos, en Alemania y en Italia. De tal modo que lo real se aleja día tras día, y basta con que el primer payaso se monte en provocaciones contra la izquierda y los izquierdistas para obtener una marea de votos, pasando por un enemigo del sistema. Pero uno de los grandes problemas, en lo que respecta a Italia, es que también los movimientos han sido aplastados por las lógicas de izquierda y esto explica de algún modo tanto su estado fantasmático actual como sus dificultades para salir de una pasividad ya crónica.
Sin embargo, al contrario de todo aquello que se busca hoy hacernos creer, si ha habido una empresa revolucionaria que se ha atrevido a romper con la izquierda, salir de la tradición socialista del movimiento obrero, afirmar su separación de la «sociedad» y poner en discusión la ficción democrática, pues bien, ha sido precisamente aquella de la Autonomía italiana. Cosa imperdonable y que en efecto no fue perdonada. Por lo demás, no han faltado disociados y arrepentidos para darla por acabada con tal escándalo — la disociación como «consigna de esperanza» escribía el profesor Negri al procurador Sica en 1981. Se hace que aquellos que proclamaron fieramente «¡Hubo la izquierda, hay el movimiento!» se lo traguen y a los demás se los hace cantar «¡hubo el movimiento, seamos la nueva izquierda!». De esta manera se pierde la inteligencia del aspecto más o menos conspirativo y criminal de toda tentativa revolucionaria y nace ese hazmerreír que es el legalismo de la izquierda italiana en un país que, desde cualquier nivel social que se lo mire, es profundamente ilegalista. De esta manera se desalienta preventivamente toda revuelta contra un estado de cosas claramente insoportable. Sólo una conspiración de masas puede subvertir una sociedad tan mentirosa.
 
La época es descabellada, descabellada por la estratificación de mentiras que nos ha sido transmitida bajo el nombre de «Historia». La historia de las décadas de 1960 y 1970 en Italia es uno de los puntos más densamente cargados de mistificaciones, las cuales pasan a través de sus mismos actores, en virtud de la contrainsurrección. Esta represión nos condena a no ser nunca contemporáneos de nuestro tiempo, negándonos el acceso a aquello que silenciosamente lo estructura. Contra todo esto no sirve de nada buscar deconstruir nostálgicamente la bella historia del operaismo. Quizá necesitamos remontarnos más atrás, en la apertura que ha vuelto posible el nacimiento de todas las autonomías, es decir, la apertura de la palabra poética en Fortini, Vittorini, Cesarano, Carlo Levi o Pasolini. A veces, para volver a empezar desde el principio, es necesario retroceder y operar sobre un pasado que continúa operando dentro de nosotros. Una sola cosa es cierta: la cuestión revolucionaria no es ya una cuestión política ni cosmopolítica, sino una cuestión antropológica. Lo que está en cuestión, en la catástrofe contemporánea, es una cierta manera de vivir que se cree el punto culminante de la civilización porque es lo más artificial, y lo más precioso porque es lo más frágil. No se trata ya de tomar de nuevo en nuestras manos, exteriormente, una sociedad reducida a trizas, sino de reparar las almas en el mismo gesto de reparar el mundo. Es esta coincidencia entre el cambio de las circunstancias y la autotransformación sensible del hombre lo que el Comité invisible llama «destitución» y que otros han llamado «un comunismo más fuerte que la metrópoli».
 
Algunos contrabandistas franco-italianos, enero de 2019


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