Los vencedores…



Los vencedores habían ganado fácilmente: habían tomado una ciudad que se había deshecho de sus dioses.
 
Nadie recuerda hoy en día, de entre los insurrectos de entonces, lo que ocurrió exactamente, en un principio.
A modo de respuesta, algunos tienen una leyenda, pero la mayoría sólo dice «cada uno es un principio».
 
Empezó en el corazón de las metrópolis de antaño. Reinaba una especie de agitación gélida, con lugares abarrotados donde todo el mundo se hacinaba, preferentemente a bordo de una cajita metálica llamada «automóvil».
Así empezó todo, con reuniones sin objetivo, reuniones silenciosas de máscaras, al margen de la actividad general.
Una impresión de gran ociosidad emanaba de estos pequeños grupos de enmascarados, que jugaban al ajedrez y a otros juegos más enigmáticos, que llevaban mensajes sibilinos lentamente en letreros inmóviles, que distribuían textos petrificantes sin mediar palabra; pero era una ociosidad plena, habitada, inquietante aunque discreta.
 
En algún momento, en algún lugar, debió de producirse la primera de estas reuniones. Pero fueron tantas y tan rápidas que el propio recuerdo de ellas se ha ahogado en su número. Se dice que tuvo lugar por primera vez en Lutecia un día de carnaval. Y desde entonces, el carnaval nunca ha cesado.
 
Al principio se llamó a la policía. Pero tuvieron que desistir: en cuanto se dispersaba una de estas extrañas agregaciones, se formaba otra en otro lugar. Incluso parecían multiplicarse con cada detención. Era como si se ganaran imperceptiblemente a los hombres, contaminados por el silencio y el juego, por el anonimato y la ociosidad.
 
Era primavera y las concentraciones eran tan numerosas que empezaron a desplazarse, deambulando de plaza en plaza, de calle en calle, de cruce en cruce. Había alegría, desenvoltura y una curiosa determinación en estos cortejos errantes.
Una convergencia secreta parecía guiarlos. Al caer la tarde, se concentraban en silencio frente a los lugares de poder: sedes de periódicos, gobiernos, multinacionales, imperios mediáticos; bancos, ministerios, comisarías, cárceles, pronto nada escapó a este cerco silencioso.
 
Una gran amenaza y, al mismo tiempo, una gran burla surgieron de estas multitudes de máscaras mudas que miraban fijamente a los vencedores atrincherados.
Desde luego, no se equivocaban, porque inmediatamente se denunció la conspiración de cierto Comité Invisible. Se habló incluso de una gran amenaza para la civilización, la democracia, el orden y la economía.

Pero dentro de sus castillos, los vencedores se asustaron, sintiéndose cada vez más solos con su victoria. Un mundo que hasta ayer daban por sentado se les escapaba incomprensiblemente de las manos, pedazo a pedazo.
Así que acabaron abriendo las puertas de sus castillos, creyendo apaciguar alguna jacquerie escurridiza mostrando que no tenían nada que ocultar.
Pero nadie entró, salvo por descuido,
pues las máscaras emanaban un poder más deseable que el antiguo.
Los propios vencedores debían de estar muy cansados: nadie sabe qué ha sido de ellos desde entonces.