Propagar la anarquía, vivir el comunismo (2011)

Primero presentado en inglés como una ponencia durante el coloquio «The Anarchist Turn» en la New School for Social Research en la ciudad de Nueva York, los días 5 y 6 de mayo de 2011. Las actas de la conferencia se publicaron en el libro del mismo nombre en 2013, editado por Jacob Blumenfeld, Chiara Bottici y Simon Critchley. El texto fue presentado de manera anónima, aunque en esta edición decidieron atribuirlo al «detenido de Tarnac».
Hay una confrontación subyacente en este mundo. No es necesario estar hoy en Misrata para percibirla. Las calles de Nueva York, por ejemplo, revelan hasta qué punto esta confrontación ha sido refinada, pues ahí encontramos todos los dispositivos sofisticados necesarios para contener lo que siempre amenaza. Ahí está la violencia muda que aplasta lo que aún vive bajo los bloques de concreto y las sonrisas falsas. Cuando hablamos de «dispositivos», no sólo nos referimos al Departamento de Policía de Nueva York y al Buró Federal de Investigación, a las cámaras de vigilancia y a los escáneres corporales, a las armas y a las denuncias, a los candados antirrobo y a los teléfonos celulares. Más bien, en el diseño de una ciudad como Nueva York —la cúspide de la pequeña burguesía global, orgánica, hípster— nos referimos a todo aquello que captura intensidades y vitalidades para masticarlas, digerirlas y defecar valor. Pero si el capitalismo triunfa cada día, no es sólo porque aplasta, explota y reprime, sino también porque es deseable. Esto debe tenerse en cuenta al construir un movimiento revolucionario.
Hay una guerra en curso: una guerra civil permanente y global. Dos cosas nos impiden comprenderla o siquiera percibirla. Primero, la negación del hecho mismo de la confrontación sigue siendo parte de esa confrontación. Y segundo, a pesar de toda la nueva prosa de los diversos especialistas en geopolítica, no se entiende el sentido de esta guerra. Todo lo que se dice sobre la forma asimétrica de las llamadas «nuevas guerras» sólo aumenta la confusión. La guerra en curso de la que hablamos no tiene la magnificencia napoleónica de las guerras regulares entre dos grandes ejércitos de hombres o entre dos clases antagónicas. Porque si hay una asimetría en la confrontación, no es tanto entre las fuerzas presentes como sobre la propia definición de la guerra. Por eso no podemos hablar de una guerra social: porque si la guerra social es una guerra que se libra contra nosotros, no puede describir simétricamente la guerra que libramos desde nuestro lado y viceversa. Tenemos que repensar las palabras mismas para forjar nuevos conceptos como armas.
Llamamos hostilidad a aquello que gobierna casi por completo las relaciones entre los seres, relaciones de puro extrañamiento, pura incompatibilidad entre cuerpos. Puede tomar la forma de benevolencia o malevolencia, pero siempre es una distancia: «Te golpeo porque soy policía y tú eres una mierda». «Te invito al restaurante porque quiero cogerte». «Te dejo la cuenta porque no sé cómo decirte cuánto te odio». «Nunca dejo de sonreír».
Esto es hostilidad. Necesitamos actuar hacia esta esfera de hostilidad con las mismas no-relaciones que ella impone en su interior: reducirla, apuntarle y aniquilarla. En otras palabras, el Imperio no es un sujeto que está frente a mí, sino un entorno que me es hostil. No se trata de vencerlo, sino de aniquilarlo. Todo lo que aprendemos a conocer singularmente escapa de la esfera de la no-relación. Todo lo que da lugar a una circulación de afectos escapa de la esfera de la hostilidad. De eso se trata la amistad. De eso se trata la enemistad. Por eso no intentamos aplastar a ningún enemigo; más bien, intentamos confrontarlo. «Mi enemigo es mi propia cuestión tomando forma», dijo un horrible jurista. En esta confrontación, lo que está en juego no es tanto la existencia como la potencia. No todos los medios son igualmente útiles en la confrontación entre estas dos posiciones políticas. Dicho de otra manera, un enemigo político no debe ser aplastado, debe ser superado. Distinguir la esfera de la hostilidad de la de la amistad y la enemistad conduce a una cierta ética de la guerra.
Para los anarquistas, la paradoja de la situación histórica actual puede formularse así: todo les da la razón, y en ninguna parte logran intervenir de manera decisiva, lo que significa que el obstáculo no proviene de la situación ni de la represión, sino del interior mismo de la posición anarquista. Durante más de un siglo, la figura del anarquista ha indicado el punto más extremo de la civilización occidental. El anarquista es el punto donde la afirmación más radical de todas las ficciones occidentales —el individuo, la libertad, el libre albedrío, la justicia, la muerte de Dios— coincide con la negación más declamatoria. El anarquista es la negación occidental de Occidente.
Schürmann caracterizó acertadamente nuestro tiempo como profundamente anárquico, un tiempo en el que todos los principios de unificación de los fenómenos han colapsado. La anarquía describe nuestra situación epocal. A partir de ahí, llamarse a sí mismo anarquista no dice nada. Significa, o bien, cuando se dirige contra un orden dominante (como en Grecia), una forma de exponer a todos la división interna y el malestar de la civilización, o bien, una pose.
Toda la cansada charla de la literatura anarquista actual se reduce a esto: ¿cómo es posible afirmar violentamente nuestra existencia sin afirmar nunca ningún contenido ético singular?
Quienes dijeron: «No hay nihilistas, sólo impotencia», no se equivocaban. Afirmar ser un nihilista es sólo afirmar la propia impotencia. El aislamiento es una causa de impotencia más terrible que la causada por la represión. Quienes no se dejan aislar no se dejan reducir a la impotencia. Malatesta entendió esto bien en su tiempo.
Todas las doctrinas de gobierno son doctrinas anarquistas. No se preocupan por ningún principio. No presuponen el orden; producen el orden. Este mundo no se unifica a priori por alguna fantasía de verdad, por alguna norma o principio universal que se establezca o se imponga. Este mundo se unifica a posteriori, pragmáticamente, localmente. En todas partes se organiza la condición material, simbólica, logística y represiva de un «como si». En todas partes, en cada localidad, todo ocurre «como si» la vida obedeciera a este principio, a esta norma compatible con otras localidades. Así es como el Imperio cubre globalmente la anarquía de nuestro tiempo. Administramos, gestionamos la fenomenalidad.
Esto es lo que atestiguan los movimientos insurreccionales de los últimos años en el Magreb, en Europa o en Asia. Y precisamente por eso están destinados a decepcionar siempre a los anarquistas.
La figura contemporánea de un hombre sin cualidades, al que llamamos el Bloom, está marcada por lo que debemos llamar una impotencia ética. No puede vivir plenamente una cosa sin preocuparse por estar perdiéndose de todo lo demás. Nunca está aquí sin que su propio estar-aquí esté acompañado de la ansiedad de no estar en todas partes al mismo tiempo. Por eso depende tanto de los dispositivos tecnológicos omnipresentes: los teléfonos celulares, el internet y el transporte global. Sin esta prótesis, colapsaría en el acto. Nueva York, como la metrópoli absoluta, condensa esta experiencia donde el precio de no perderse nada es no vivir nada. El anarquismo es la conciencia política espontánea del Bloom. La ambición de negarlo todo es lo que legitima a las personas a nunca negar completamente algo y, por lo tanto, a no empezar a afirmar algo singular.
El conservadurismo desesperado que se extiende actualmente en la esfera política sólo expresa nuestra incapacidad para captar las bases éticas implícitas en la civilización occidental. Es necesario saldar cuentas con la totalidad muda e inadvertida de lo que subyace a todas nuestras acciones, palabras, sentimientos y representaciones. Pero la magnitud de la tarea es tal que, para un individuo aislado, cualquier afirmación estúpida de un neoconservadurismo siempre resulta más reconfortante al final. El actual repliegue hacia las formas ideológicas más dogmáticas del anarquismo o el comunismo, hacia el fetichismo de una identidad política radical, proviene del mismo miedo a lanzarse a lo desconocido de tal aventura.
Es necesario deshacerse de la confusión reinante. Uno de los principales defectos del movimiento revolucionario es que permanece prisionero de falsas oposiciones; o peor aún, que nos obliga a pensar en las ataduras de estas falsas alternativas. ¿Activismo o esperar y ver? ¿La gran noche o el proceso? ¿Vanguardia o movimiento de masas? Se les llama falsas no porque no expresen diferencias reales. Todo lo contrario: es porque transforman todas las cuestiones decisivas en alternativas binarias e insatisfactorias. Dicho esto, el debate sobre la necesidad de crear nuestros propios pequeños oasis o de esperar a que llegue la insurrección antes de crear problemas dentro del ámbito radical era, en primer lugar, una cuestión teológica. Podíamos esperar la llegada del mesías, permaneciendo en la misma posición en la que Dios lo colocó, o podíamos pretender acelerar la segunda venida. Hay otra vía, de una naturaleza diferente. Existe un tiempo mesiánico que es la abolición del tiempo que pasa: la ruptura del continuum de la historia, el fin de la espera. Eso también significa que hay chispas mezcladas con la oscuridad de la realidad. Significa que existe algo mesiánico: el reino no está meramente por venir, sino que ya está, por fragmentos, aquí entre nosotros.
Lo que decimos es que no es más urgente actuar que esperar. Porque queremos organizarnos, tenemos el tiempo. No creemos que haya un afuera del capital, pero tampoco creemos que la realidad sea capitalista. El comunismo es una práctica que parte de esas chispas, de esas formas-de-vida.
Dijimos «todo el poder a las comunas», pero una comuna nunca es algo dado. No es lo que está aquí, sino lo que tiene lugar. Una comuna no son dos personas que se encuentran ni diez personas comprando una granja. Una comuna son dos personas que se encuentran para convertirse en tres, en cuatro, en mil. La única pregunta para la comuna es su propia potencia, su constante devenir. Es una cuestión práctica. ¿Convertirse en una máquina de guerra o colapsar en un milieu o círculo social? ¿Terminar solos o empezar a amarse? La comuna no describe qué organizamos, sino cómo nos organizamos, lo cual es siempre, al mismo tiempo, una cuestión material. Una comuna es sólo en tanto deviene. No hay preliminares para el comunismo. Aquellos que creen lo contrario, a fuerza de perseguir su objetivo, sólo logran perderse en la acumulación de medios.
El comunismo no es una forma diferente de distribuir la riqueza, de organizar la producción o de gestionar la sociedad. El comunismo es una disposición ética, una disposición a dejarse afectar, en el contacto con el ser, a través de lo que nos es común. El comunismo es tanto el más allá como el más acá de la miseria capitalista. Lo que ponemos detrás del vocablo «comunismo» se opone radicalmente a todos aquellos que lo usan y lo usaron para llevarlo a la dislocación. La guerra también pasa por las palabras. ¿Cuántas veces en círculos activistas hemos tenido esta discusión sin salida? ¿Contra qué estamos luchando? Sólo hay que plantear la pregunta y todos acudirán a su propia pequeña fantasía que, en última instancia, subsume a todas las demás. «Lo que necesitamos enfrentar es el patriarcado». «No, es el racismo». «No, es el capitalismo». «No, es la explotación, y la alienación es sólo un momento de ella». «No, es la alienación, y la explotación es sólo un momento de ella». Los teólogos más destacados incluso lograron construir una pequeña trinidad activista que articula una triple opresión. Al mismo tiempo una y tres: sexismo, racismo y capitalismo. Toda la buena voluntad del mundo no logró producir la respuesta decisiva a esta cuestión. Ese fracaso resume la impotencia a la que nuestra falsa concepción nos condena.
Cuando buscamos un enemigo, a menudo comenzamos proyectándonos en una escena abstracta, en la cual el mundo ha desaparecido. Hagámonos la misma pregunta, pero partiendo del barrio donde vivimos, de la empresa donde trabajamos, del sector profesional que conocemos. Entonces la respuesta es clara; entonces las líneas del frente pueden verse claramente, y quién está de qué lado puede determinarse fácilmente. Esto se debe a que la cuestión de la confrontación, la cuestión propiamente política, sólo tiene sentido en un mundo dado, en un mundo sustancial. Para aquellos que no están en ninguna parte, ya sean filósofos cibernéticos o hípsters metropolitanos, la cuestión política nunca tiene sentido. Esta última los rechaza y los deja retrocediendo hacia la abstracción. Y ése es el precio a pagar por tanta superficialidad. Como compensación, preferirán hacer malabares con algún gran significado folclórico para darse a sí mismos algunas emociones posmaoístas o postsituacionistas. O, quizás, acomodarán su nada con los últimos adornos de la logorrea de la ultraizquierda.
A todos los principios metafísicos que sobrevuelan la realidad, Schürmann opuso una «fidelidad a los fenómenos». Eso es también lo que necesitamos oponer a la impotencia política. Porque, salvo unos pocos momentos heroicos, es sobre lo ordinario y lo cotidiano donde el discurso anarquista se quiebra. En ellos experimentamos la misma disyunción entre lo político y lo sensible que es el trasfondo desastroso de la política clásica. Las cosas potentes que vivimos nos dejan mudos. Y aquello que experimentamos en términos de fracasos silenciosos pero manifiestos, no tenemos palabras para ello. Sólo el gesto anarquista a veces logra salvar su profunda inconsistencia, y aun así, durante ese gesto, sólo obedecemos una orden correspondiente a nuestra identidad anarquista. Que de vez en cuando tengamos que obedecer nuestra identidad para realizar nuestra existencia discursiva revela nuestra pobreza en mundos, una pobreza de la que ni siquiera pertenecer a un círculo logra distraernos. La política de identidad nos captura en la negación de todo lo implícito, todo lo invisible, todo lo inaudito, que compone el marco del mundo.
Hemos llamado a esto el elemento ético. Es el mismo principio subyacente detrás de las formas de vida de Wittgenstein. Es sobre la base de la vida cotidiana, de lo ordinario, que esta guerra contra el mundo debe concebirse. De Oaxaca a Keratea, del Valle de Susa a Sidi Bouzid, de Exarcheia a Cabilia, las grandes batallas de nuestro tiempo emanan de una consistencia local. Un vendedor ambulante que se inmola frente a la administración local tras ser abofeteado en público por una policía expresa la afirmación implícita y adiscursiva de una forma-de-vida. Este gesto de negación contiene una clara afirmación de que esa vida no merece ser vivida. En el fondo, fue el poder de esta afirmación lo que se apoderó de Túnez. Génova nunca se habría convertido en la cumbre de las contracumbres sin los proletarios genoveses rebeldes.
Decir que la guerra contra el Imperio surge de la vida cotidiana, de lo ordinario, que emana del elemento ético, es proponer un nuevo concepto de guerra despojado de todo su contenido militar. En cualquier caso, resulta cómico ver que durante los últimos diez años la estrategia de todos los ejércitos occidentales, así como la del ejército chino, ha sido aproximarse a un concepto que, debido a sus formas-de-vida, les resulta inalcanzable. Basta con ver a un soldado de fuerzas especiales hablar de las batallas por los corazones y las mentes para entender que ya han perdido. Es una guerra asimétrica no por las fuerzas presentes, sino porque los insurgentes y los contrainsurgentes no libran la misma guerra. Por esta razón, la noción de guerra social es inadecuada. Genera la fatal ilusión de simetría en el conflicto con la sociedad, la falsa idea de que la batalla se libra sobre la misma representación de la realidad. Si realmente existe una guerra asimétrica entre el pueblo y los gobiernos, es porque lo que nos diferencia es una asimetría en la propia definición de la guerra. Celebramos, de paso, la designación del general Petraeus como jefe de la Agencia Central de Inteligencia. Sin duda, anuncia una década emocionante en Estados Unidos.
Han pasado cuatro años desde la publicación de La insurrección que viene en 2007. En ese momento, era una locura, pero también algo racional, plantear la insurrección como el horizonte del mundo. Podríamos decir que el periodo actual ha confirmado este análisis. Un movimiento social, como el de los pensionados en Francia, adoptó como eslogan «Bloquearlo todo». Todo un país, como Grecia, vio venir la insurrección (aunque finalmente fue abortada) durante el transcurso de un mes. Sin mencionar Túnez, Egipto o Libia, donde la determinación, a menudo no expresada, de destruir las estructuras de poder sigue siendo ejemplar. Sin duda, todavía hay muy pocos jefes de Estado disfrutando del sol en Arabia Saudita, lejos de los países que alguna vez pretendieron liderar, pero definitivamente algo se está acelerando.
Sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor para ver que el contenido de este libro se está realizando. Sin embargo, al mismo tiempo, se marchita. Sus límites se están volviendo evidentes. El movimiento real proporciona la única crítica admisible del impacto histórico de un texto. El campo de las tácticas siempre es el dominio de la contrarrevolución. Y así entendemos: cuando nos vemos forzados al campo de las tácticas, cuando sólo estamos un paso adelante, cuando perseguimos los acontecimientos tal como ocurren, ya no podemos actuar de manera revolucionaria. En el momento presente, para evitar ser forzados al campo de las tácticas, debemos superar la cuestión de la insurrección. Es decir, debemos tomar este horizonte como un hecho y comenzar a pensar y actuar sobre esa base. Debemos tomar la situación insurreccional como nuestro punto de partida, incluso ahora, incluso aquí, cuando es la contrainsurrección la que domina la realidad.
En este sentido, identificamos dos cuestiones cruciales que se plantean al movimiento revolucionario.
La primera es la salida del marco del gobierno. Desde su origen en Grecia, la política ha llevado consigo una metafísica del orden. Comienza con la premisa de que las personas deben ser gobernadas, ya sea democráticamente por sí mismas o jerárquicamente por otros. La misma antropología subyace en la noción del anarquista individualista —que quiere expresar plenamente sus propias pasiones o gobernarse a sí mismo— y en la del pesimista, para quien las personas son bestias hambrientas que devorarán a sus prójimos si sólo logran liberarse del poder vinculante del gobierno. Así, las diversas posiciones políticas se organizan, en última instancia, según las respuestas que proponen a esta cuestión: la cuestión del gobierno de los seres humanos y sus pasiones. Todas están arraigadas en una noción fácilmente discernible de la naturaleza humana.
Pero, de hecho, la cuestión del gobierno sólo se plantea a partir de un vacío. Debemos producir suficiente vacío alrededor de los individuos, o incluso dentro de ellos —o dentro de la sociedad, un espacio suficientemente desprovisto de contenido— para preguntarnos cómo organizaremos esos elementos dispares y desconectados del yo, tanto como de la sociedad. Si tenemos una política que proponer, es una que parte de una hipótesis inversa. No hay vacío. Todo ya está habitado. Somos, cada uno de nosotros, puntos de intersección: de cantidades de afectos, de linajes, de historias, de realidades que fundamentalmente nos exceden. La cuestión no es constituir un vacío en el que finalmente comencemos a recuperar todo lo que se nos escapa, sino más bien que ya tenemos los medios para organizarnos, para jugar, para formar vínculos y lazos. Hay una batalla abierta entre, por un lado, este miedo, a la vez senil e infantil, de que sólo podemos vivir bajo la condición de ser gobernados, y por otro lado, una política habitada que descarta por completo la cuestión del gobierno.
Ya sea a partir de la situación tunecina, de los intentos de bloquear los flujos económicos en Francia o de la insurrección latente en Grecia, aprendemos que no podemos separar el derrumbe del poder del establecimiento material de otras formas de organización. En todas partes, cuando el poder flaquea, el mismo abismo se abre bajo nuestros pies. ¿Cómo hacer? Tenemos que resolverlo materialmente, pero también técnicamente: ¿cómo podemos lograr una salida impactante del orden existente, una inversión completa de las relaciones sociales, una nueva forma de estar en el mundo? Decimos que esta paradoja no es una paradoja en absoluto.
¡Todo el poder a las comunas! Esto significa: derribar el poder, globalmente, localmente, dondequiera que nos capture, gestione y controle. Significa: organizarnos por y para nosotros mismos, en primer lugar en el barrio, la ciudad y la región. Alimentación, transporte, salud, energía: en cada caso, necesitamos encontrar el nivel en el que podamos actuar sin recrear el poder que acabamos de deponer. La comuna no es una forma, sino una manera de plantear problemas que los disuelve. Y así, el imperativo revolucionario se reduce a esta simple fórmula: volverse ingobernable y permanecer así.
Desde este horizonte, por ejemplo, podemos entender el fracaso del reciente movimiento de pensionados en Francia. Al bloquear la infraestructura que regula el país —en lugar de suplicarle al gobierno por demandas, reformas o cualquier otra cosa— el movimiento reconoció implícitamente que es la organización física de la sociedad la que constituye su verdadero poder. Al bloquear la circulación de mercancías en lugar de ocupar las fábricas, el movimiento abandonó la perspectiva clásica de los obreros, que entendía la huelga como un preludio a la ocupación de los sitios de producción, y entendía la ocupación de los sitios de producción como el preludio de su toma por la clase trabajadora. Las personas que llevaron a cabo el bloqueo no eran sólo quienes trabajaban en los lugares bloqueados, sino también una mezcla heterogénea de maestros, estudiantes y sindicalistas; de trabajadores de otros sectores; de alborotadores de todo tipo. El bloqueo no fue el preludio de una reapropiación económica, sino de un acto político: en cada flujo, el sabotaje apunta a la máquina social en su conjunto.
Sin embargo, este movimiento fue derrotado. Ya sea por la intervención de los sindicatos o por la arquitectura de los flujos de redes que permiten su rápida reorganización en caso de interrupción, el suministro de gas en Francia —que el movimiento eligió espontáneamente como objetivo— no pudo ser bloqueado de manera permanente.
Podríamos seguir hablando de las debilidades del movimiento. Lo cierto es que no tenía suficiente conocimiento de lo que intentaba bloquear.
Este ejemplo basta para ilustrar cómo debemos entender en adelante la materialidad de la dominación. Debemos investigar, debemos indagar: debemos buscar, y sobre todo compartir y propagar, toda la información necesaria sobre el funcionamiento de la máquina capitalista. ¿Cómo se alimenta de energía, información, armas y alimentos? Lo que necesitamos entender es: en una situación en la que todo está suspendido, en un estado de excepción, ¿qué apagamos, qué transformamos y qué queremos mantener? Negarnos a plantear estas preguntas hoy nos obligaría a regresar a la situación normal mañana, aunque sólo sea para sobrevivir.
Podemos predecir que tal investigación, al alcanzar cierto grado de realidad, no dejaría de producir un escándalo tan grande como la amenaza que representa para el buen funcionamiento de todo. A diferencia del entretenido fraude de Wikileaks, se trata de compartir y difundir información accesible para todos, que les permita alimentarse o, en consecuencia, paralizar una región o un país. En un mundo de mentira, la mentira nunca puede ser derrotada por su contrario, sólo puede ser derrotada por un mundo de verdad.
No queremos un programa. Debemos constituir una ciencia de los dispositivos que revele las estructuras y debilidades de la organización de un mundo, y que al mismo tiempo indique caminos practicables fuera del infierno actual. Necesitamos ficciones, un horizonte del mundo que nos permita resistir, que nos dé aliento. Cuando llegue el momento, debemos estar preparados.
Para concluir, si hemos venido aquí a hablar, es sólo porque estamos convencidos de esto: debemos acabar con el radicalismo y sus magros consuelos, ahora. El intelectual, el académico, ambos permanecen hipnotizados por las contradicciones que destierran el pensamiento a las nubes. Al no partir nunca de la situación, de su propia situación, los intelectuales se distancian tanto del mundo que, finalmente, es su propia inteligencia la que los abandona. Si los hípsters logran percibir el mundo con precisión y sutileza, es sólo para estetizar lo sensible aún más, es decir, para mantenerlo a distancia, contemplar sus vidas y sus bellas almas y así promover su propia impotencia, su autismo particular, que se expresa en una valorización de los aspectos más pequeños de la vida. Mientras tanto, el activista, al negarse a pensar y adoptar la ética de los gerentes intermedios, corre sonriendo hacia cada muro frente a él antes de colapsar finalmente en el cinismo. Si participar es la única opción en la guerra, las líneas que se nos ofrecen visiblemente no son las que debemos seguir. Debemos desplazarlas y debemos movernos entre ellas.
Ya sea el teólogo marxista, el anarquista antiintelectual, el moralista identitario o el hípster lúdicamente transgresor, todo esto es un dispositivo. Ya hemos dicho suficiente sobre lo que queremos hacer con los dispositivos. Cada una de estas figuras —el hípster, el académico y el activista político— expresa tanto un apego singular a un poder como una amputación común. Y aquí vemos las divisiones fundamentales sobre las que se ha construido la civilización occidental: la separación entre el gesto, el pensamiento y la vida. Si uno se preguntara qué significa la idea del tiqqun, podría significar, por ejemplo, no dejarnos estar cómodos en esas divisiones, en esas mismas amputaciones, sino partir de esos mismos apegos —pensar, actuar y vivir— preguntándonos cómo podría todo esto, en lugar de mantenerse separado en figuras (el hípster, el académico, el activista), convertirse en el plano de consistencia que realmente nos permita trazar líneas más interesantes que las líneas entre esas figuras.
Si la vida de los radicales militantes en las sociedades occidentales muestra la insatisfacción propia de una existencia revolucionaria sin revolución, los recientes levantamientos en el Magreb atestiguan una insuficiencia de revoluciones sin revolucionarios: es decir, la necesidad de construir el Partido. Cuando hablamos de construir el Partido, no nos referimos a una organización, sino a un plano de circulación, de inteligencia común, de pensamiento estratégico, así como de consistencias locales. Hay una amenaza que pesa sobre todos los ataques que parten de mundos singulares, y es que permanezcan incomprensibles por falta de traducción. El Partido debe ser ese agente de traducción fiel de los fenómenos locales, una fuerza de conocimiento mutuo, de experiencias en curso. Y debe ser global.
Lo que está en juego es cómo podemos huir y mantener nuestras armas. Lo que está en juego es cómo podemos extraernos de los círculos en los que estamos atrapados, ya sea una universidad o la propia escena anarquista. Muchos se han preguntado sobre la situación que enfrentamos ahora, diciendo: «No hay situación aquí». Respondemos: no existe el «no hay situación». No existe. Desde donde estamos, debemos correr hacia el primer mundo que encontremos, seguir la primera línea de potencia que alcancemos. Todo se deriva de esto.