El bello infierno (2004)




El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles


Todo lo que tenga que ver con la estética nos es irreductiblemente hostil. No decimos enemigo, decimos: hostil. Se ha escrito que “el enemigo es nuestra propia cuestión, que asume la forma de una figura”. Para nosotros, no hay cuestión estética. Cuando un hipster publica una novela en la que jura “volver a poner de moda el comunismo”, vemos exactamente lo que intenta hacer en nuestra contra. Y arrojamos el libro a las llamas, sin remordimientos. La estupidez aquí sería precisamente querer comprender, cuando no hay nada más que destruir.
Si la estética fuera simplemente la ciencia de lo bello, o la ciencia del gusto, o “un cierto régimen de inteligibilidad de las artes” —el punto en el que, hacia finales del siglo XVIII, se dejó de hablar de las bellas artes, las artes liberales y las artes mecánicas, y se empezó a hablar de “el arte”, un sector especial de la existencia, celosamente separado de la vida ordinaria—, no habría salón de estética en la esquina de la calle, ni punk attitude, ni siquiera una “zona de objetos gratis” en las galerías de artistas. Desde luego, tampoco se estaría pensando en convertir a los últimos campesinos en trabajadores de mantenimiento del paisaje. Hay menos estética en toda la historia del arte de Warburg que en una hora en la vida de un ejecutivo de publicidad. Estética es, en toda su trama, la existencia metropolitana y, en su núcleo, la nueva sociedad “imperial”. La estética es la forma que adopta la fusión aparente, en la metrópoli, del capital y la vida. Del mismo modo que la valorización encuentra ahora su ultima ratio en el hecho de que una cosa o un ser agraden, el poder, que ya no puede justificar sus acciones por ninguna referencia a la verdad o a la justicia, recupera una total libertad de acción cuando avanza bajo la máscara de la estética. Hace unos años, un nietzscheano para ejecutivos escribió: “El paradigma estético es el ángulo desde el que podemos dar cuenta de una constelación de acciones, sentimientos y estados de ánimo específicos del espíritu del tiempo posmoderno”. A esto siguió un elogio de la socialidad del bar hipster, de toda esa convivencia cibernética, de toda esa superficialidad rentable, de los gélidos amores que constituyen la atracción misma de los corazones metropolitanos. Estética, pues, es la neutralización imperial, cuando uno no puede recurrir directamente a la policía.
¿Entender la estética? El entendimiento sólo es posible a partir de la empatía; y nuestra empatía no reside en lo que nos perjudica ¿Buscamos entender a la policía? No. Saber cómo trabaja, cómo procede, a qué se atiene, de qué medios dispone y cómo destruirla, sí, pero no entenderla. Todo el trabajo de la metafísica, toda la obra de la civilización, en Occidente, ha sido separar, en cada oportunidad, lo “humano” de lo “no-humano”, la “consciencia” del “mundo”, el “saber” del “poder”, el “trabajo” de la “existencia”, la “forma” del “contenido”, el “arte” de la “vida”, el “ser” de sus “determinaciones”, la “contemplación” de la “acción”, etc. (usamos comillas porque ninguna de estas cosas existe como tal antes de haber sido disociada de su opuesto y, por lo tanto, producida, como tal). Una vez hecha esta separación y producida cada una de estas unilateralidades, una institución se habrá encargado cada vez de mantenerlas separadas. La institución museística y su ayudante, la crítica de arte, han garantizado, por ejemplo, la existencia del arte como arte, por un lado, y la existencia del mundo prosaico como mundo prosaico, por otro. El resultado ha sido una cierta desolación en todas partes. La estética surgió como un proyecto para animar esta desolación, para reunir todo lo que Occidente había separado, pero para reunirlo externamente, como separado. La época inaugurada por la estética es, pues, básicamente la época de la crisis de todas las instituciones; pero si ahora caen los muros de los museos y de las escuelas, de las empresas y de los hospitales, e incluso los muros de la propia individualidad burguesa, es para poner cada espacio bajo el control especial de un dispositivo, es decir: para incorporar el dispositivo a cada ser, hasta tal punto somos atravesados por lo que atravesamos. Ya no se podrá distinguir entre la existencia y el trabajo, sino que todo el mundo dispondrá de un teléfono móvil cuya agenda difuminará la distinción entre amigos y colegas hasta el punto de poder localizarlos a cualquier hora del día. Ya no habrá vidas dedicadas exclusivamente a la contemplación ni otras a la pura acción, ni clérigos ni caudillos, sino que la reflexividad impregnará cada momento de la existencia, y nadie cometerá un acto sin convertirse al mismo tiempo en espectador de sus propios actos. Al final, nadie hará el amor sin ser consciente en todo momento de que está haciendo el amor, convirtiendo el arte erótico en pornografía universal. Ya no habrá jefes, ni esclavos, sino que cada uno será su propio jefe, habiendo grabado en su corazón las leyes de la autovalorización: cada uno se habrá convertido en una pequeña empresa para sí mismo.
Aquí el imperio es producto del terror policial, allá de la síntesis estética. En todas partes, la continuación y profundización del desastre occidental toma la forma de su subversión. En todas partes, se finge reparar para estropear aún más. En todas partes, se destruye sin retorno con el pretexto de la reconstitución.



La estética o la revolución


El hecho de que se encomendara a la estética la tarea de conciliar lo que Occidente se había esforzado constantemente por dividir sin descanso se remonta a su nacimiento oficial, en el sistema kantiano. La Crítica del juicio de 1788 confiaba a lo bello y al arte la tarea cuidadosa de conciliar la infinitud de la libertad moral y la estricta causalidad que rige la naturaleza, de colmar el “abismo inconmensurable” que separaba por primera vez la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica. A partir de ahí, no pasaron seis años antes de que Schiller reelaborara la estética como programa contrarrevolucionario, como respuesta explícita a las tendencias comunistas, insurreccionales, de la Revolución Francesa. Esa obra maestra de la reacción occidental se titula Cartas sobre la educación estética del hombre y fue publicada en 1794. El razonamiento es el siguiente: en el hombre hay dos instintos antagonistas, por un lado el instinto sensible que lo ancla en la particularidad, en las necesidades vitales en, los sentimientos, en definitiva, en la determinación, y por el otro el instinto razonable, formal, que, mediante la reflexión, lo arranca de la particularidad, de los afectos, y lo eleva a las verdades universales. Estos dos instintos están en conflicto en todas partes, de tal manera que lo que uno posee se lo quita siempre al otro, en todas partes excepto en un punto de armonía en el que se encuentran y se refuerzan mutuamente. Este punto de conciliación milagrosa, de gracia soberana, es el estado estético, y el instinto que le corresponde es el instinto de juego. “Es, pues, una de las tareas más importantes de la cultura someter al hombre a la forma desde el momento de su vida meramente física, a la forma, y hacerlo estético en toda la medida en que la belleza puede ejercer su imperio […]. En resumen, para hacer razonable al hombre sensible, el único camino que hay que seguir es empezar por hacer de él un hombre estético […]. El hombre sensible debe primero ser trasladado a otro cielo […]. En el estado estético, todos, incluido el propio peón que no es más que un instrumento, son ciudadanos libres cuyos derechos son iguales a los de los más nobles, y el entendimiento doblega brutalmente a la masa resignada a sus designios se ve aquí obligado a pedirle su consentimiento. Aquí, pues, en el reino de la apariencia estética, el ideal de igualdad existe realmente”. Esa igualdad es, en efecto, el ideal de neutralización imperial en la que, al simular todos, al fingir que hacen lo que hacen, que son lo que son —el obrero, el patrón, el ministro, el artista, el hombre, la mujer, la madre, el amante—, y al no adherirse nunca nadie a su facticidad, todo conflicto queda desactivado de antemano. “No soy realmente quien crees que soy, ¿sabes?”, susurra la criatura metropolitana, mientras se deconstruye en tu cama. Pero es de hecho el idealismo alemán en su conjunto el que deriva su propia operación de estas Cartas. La Fenomenología del espíritu, que termina con dos versos de Schiller, no cesa de desenmascarar el carácter insustancial de toda determinación, la mentira de la certeza sensible. Porque el problema con el hombre sensible es que no cede, que se resiste al discurso, que construye barricadas y a veces incluso toma las armas sin que se le haga entrar en razón, que tiene, en definitiva, una fuerte propensión a la irreductibilidad. Y luego está ese manifiesto anónimo, atribuido alternativamente a Schelling, Hegel y Hölderlin y conocido como El programa sistemático más antiguo del idealismo alemán. Dice así: “La filosofía del espíritu es una filosofía estética. No se puede poseer un espíritu, ni siquiera para razonar sobre la historia, sin poseer un sentido estético. […] Al mismo tiempo, vuelve la idea de que la gran masa debería tener una religión sensible. […] ¡Entonces habrá libertad e igualdad universal de los espíritus! Un espíritu superior, enviado del cielo, debe fundar esta nueva religión entre nosotros; será la última y más grande obra de la humanidad”. Esta nueva religión, esta religión sensible, ha encontrado su realización en toda esta época del design, del urbanismo, de la biopolítica y de la propaganda, religión que no es otra cosa que el capital, en su fase imperial.



Donde la estética pretende reunir aquello que ella esencialmente separa, el gesto mesiánico1 consiste en asumir la unión que está ahí


Éste es un espectáculo que, desde hace un siglo, no deja de ser hilarante: la parálisis crónica de aquellos que pretenden “superar la separación entre el arte y la vida”, los mismos que, en un mismo gesto, establecen la separación y la pretenden abolir. La operación estética domina la época como el movimiento doble, dúplice, de reunirlo todo para ponerlo todo a distancia. En ese sentido, se trata ciertamente del momento de la recapitulación final en la parodia, esa “recolección del recuerdo” de la que habla Hegel a propósito del saber absoluto, donde todo queda archivado. Así, no sólo es el conjunto de los acontecimientos “del pasado”, toda la “historia de las civilizaciones” y de las “culturas”, los que son así desactivados, sino también las tentativas actuales para abrir una brecha en el curso del tiempo o el propio acontecimiento ocurrido ayer, los que son aprehendidos como ya pasados, los que son arrojados a lo simplemente posible. Ese famoso “presente perpetuo” que nos repiten tanto a los oídos no es más que un arresto domiciliario en el mañana. El infierno estético en el que nos movemos se presenta así: todo lo que podría animarnos se encuentra reunido ahí, a distancia de la vista pero decididamente fuera de contacto. Todo lo que nos hace falta queda retenido en unos limbos inaccesibles. El estado estético, de Schiller a Lille2004, da nombre a ese estado de suspensión donde toda “la vida” parece desenvolverse, con toda su exuberancia posible, con toda su plenitud imaginable, a distancia, protegida por un no man’s land salvajemente defendido. Nada materializa mejor la operación estética que el triunfo de la instalación en el arte contemporáneo. Aquí, es el dispositivo mismo el que se convierte en obra de arte. Quedamos absolutamente incluidos en ella, tal como lo habían soñado tantas vanguardias, y al mismo tiempo absolutamente despedidos, excluidos de cualquier uso posible en su interior. Mediante un mismo movimiento diabólico, somos integrados en cuanto extranjeros en ese pequeño infierno portátil. No se denomina a esto estética relacional sin una buena razón.
Contra toda estética, Warburg quiso mostrar que incluso en la imagen, en las representaciones más antropomórficas del arte occidental, estaban contenidos unos puntos de irreductibilidad, unas tensiones extremas, unas energías que la obra a la vez retiene e invoca, que hay “vida en movimiento” incluso en la inmovilidad de las estatuas del Renacimiento. Y que esas fuerzas, esas “fórmulas del pathos”, no sólo son susceptibles de tocarnos, sino que incluso nos afectan. Benjamin anota de manera similar: “Los elementos actualmente mesiánicos aparecen en la obra de arte como contenido, los elementos retrógrados como su forma. El contenido avanza hacia nosotros. La forma se fija, nos impide acercarnos.” Nosotros decimos que existen en todas partes, en lo real mismo, en las propias palabras, en los propios cuerpos, en los propios sonidos, las imágenes y los gestos, semejantes puntos de irreductibilidad donde las formas y la vida, el hombre y su mundo, la percepción y la acción, el ser y sus determinaciones, no se hallan separados. Marx, por ejemplo, es el nombre de una cierta irreductibilidad entre comunismo y revolución. Por doquier, las palabras están mezcladas con afectos, los cuerpos con ideas, las percepciones con gestos. El modo de hablar de los hombres se entrelaza en un punto fácilmente detectable con la gramática de sus órganos. El sentido que ciertas palabras revisten para él proporciona las mejores indicaciones sobre su fisiología. Si lo dudas te bastará con ver lo que los haukas filmados por Jean Rouch hacen con las intensidades cautivas en el decorum colonial. Nosotros llamamos a esos puntos formas-de-vida. Los llamamos así porque nada puede desenredar, en esos puntos, lo “individual” de la “especie”. Cada forma-de-vida que afecta a un cuerpo, lo atraviesa como cargada de una intensidad colectiva, pasada, presente o futura, como saturada de un momento de la “vida de la especie” (“especie”, ¡qué término tan repugnante!). Si el artesano puede ser una forma-de-vida, jamás lo es, en el fondo, sin una sorda evocación de la ciudad medieval y el sistema de gremios. Esa intensidad colectiva se encuentra presente tanto en la percepción misma que yo tengo del artesano como en el modo que tiene de estar en el mundo. Del mismo modo, el guerrero autónomo no aparece jamás sin hacer llevar consigo las andanzas de tantas hordas salvajes. Y ningún niño juega a los indios sin algún tipo de amenaza. No es que ese pasado los aliente, es que una misma forma-de-vida los reúne en una constelación, los nimba, transita por ellos. Del mismo modo, cualquier cristiano capta un poco de la intensidad del compartir de tantas sectas judías que vivieron hace dos mil años, empezando por los esenios, y cada jovencita neutraliza a su manera a alguna ménade griega. Todo lo cual hace que no se trate, aquí, de una cuestión de historia, puesto que existen canales de circulación sutil que vuelven todavía presente, aunque por fragmentos, por concentrados flotantes, el susodicho “pasado”. El gesto mesiánico consiste en abrir paso a estas formas-de-vida que afloran incluso en el lenguaje más insólito, en el ambiente más semiotizado, en las miradas más apagadas. Consiste en liberar de la estética el caos de las formas-de-vida.
Paradójicamente, el reino de la estética es en primer lugar el reino de la anestesia general. La época imperial es así la muy metódica conjuración de lo mesiánico. Es el tiempo de la cita, de la referencia, de la prudencia existencial. Todas las formas-de-vida son mantenidas en ella a raya: son posibilidades, arte, historia, pasado. Algunas subjetividades se maquillan como tal o cual figura trasnochada. Se hace alarde de mundos enterrados para asustarse con el momento en que amenazan con volver. Uno se pone a vivir “como en los tiempos de Mahoma”. Otro como en los tiempos de los Templarios. Hay estética tanto en la relación del trotskismo con lo político como hay esnobismo en la relación que establece la ultraizquierda con los años 20. En general, la panoplia de subjetividades metropolitanas da la justa medida de aquello de lo que el esnobismo es capaz. En lugar de abrir el paso a las formas-de-vida, el esnob reitera una y otra vez la operación estética de encarnar la forma que previamente arrancó a lo que vivía. “Lo cual quiere decir que al mismo tiempo que habla en adelante de un modo adecuado de todo lo que le es dado, el hombre poshistórico tiene que continuar despegando las ‘formas’ de sus ‘contenidos’, no para trans-formar activamente estos últimos, sino con el fin de oponerse uno mismo como una ‘forma’ pura a sí mismo y a los otros, tomados como cualquier tipo de ‘contenidos’.” Es así como Kojève describe la hipótesis de un fin de la historia esnob, a la japonesa, de un fin de la historia estético. “La consciencia estética —confirma el pobre Vattimo— no elige; se limita a liberar el objeto que toma en consideración de todo lo que lo religa al mundo real, en cuanto mundo del saber y de la decisión, transfiriéndolo a la esfera de la pura apariencia.” (Ética de la interpretación) La estética es el tiempo de la síntesis infernal. El tiempo de la sociabilidad2. El reino de los espectros.



El imperio como religión sensible


Una etimología falaz hace derivar la palabra religión del latín religare (religar), insinuando que la religión tendría por vocación religar a los hombres entre ellos y a éstos a lo divino, y no de relegere (recoger, recolectar en el sentido de “volver sobre lo que uno ha hecho, recaptar por el pensamiento o la reflexión, redoblar la atención y diligencia”), tal como sucede en cualquier ritual, en el cual las formas deben ser escrupulosamente repetidas. Toda religión, haciendo existir una esfera especial de lo sagrado, se erige como guardiana de su separación con respecto al “mundo sensible”. Es decir que produce el mundo sensible en cuanto mundo sensible. El hecho de que termine persiguiendo todo lo que, tanto fuera de ella como en ella, se mantiene en la inseparación entre “sensible” y “suprasensible” —mago, brujo, místico, mesías o convulsionario—, se desprende lógicamente de su definición. Así puede comprenderse mejor el malestar que se apoderó de la totalidad del mundo profano con la “muerte de Dios”. Desertado el lugar de lo divino, el mundo profano se descubría como no siendo tampoco profano. Incluso la dulce inmersión en la inmanencia se perdía con ello. ¿Qué hacer? El proyecto estético responde históricamente a esa situación; y en primera línea el idealismo alemán. Lo atestigua ese extraño fragmento de Hölderlin titulado Communismus der Geister (“Comunismo de los espíritus”). Extraño en primer lugar por su título: Communismus está escrito con una C, es decir, a la francesa en una época (1798) donde los propios babouvistas apenas se atreven a llamarse “comunotistas”. Extraño, después, por el nombre de su primer párrafo: “Disposición”. En él leemos: “Es que justamente nosotros partimos del principio diametralmente opuesto, es decir, de la universalidad de la incredulidad, para justificar su necesidad en nuestro tiempo. Esta incredulidad es parte integrante de la crítica científica de nuestra época, la cual anuncia y precede a la especulación positiva; no sirve de nada lamentarse de ello: lo que hace falta es poner un remedio.” La incredulidad de la que se trata aquí no es, en el fondo, la incredulidad en tal o cual religión, ni en Dios mismo. La incredulidad de la que se trata aquí —nuestros contemporáneos nos lo demuestran cada día, ellos que son capaces de vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden, ellos que se imaginan en una película cuando se aproxima un tsunami— es, ni más ni menos, la incapacidad de creer en lo que tenemos ante los ojos, en el propio mundo sensible. Esa especie de incredulidad demacrada que se lee en tantos ojos, en tantos gestos, ese estado de ausencia irresuelta, esa crisis de la presencia, es precisamente aquello a lo que el proyecto estético, el imperio y sus dispositivos tienen por tarea remediar.
Bajo el imperio, pues, el design y el urbanismo inscriben en las cosas mismas una unidad del mundo que ha llegado a hacerse problemática. Modelan el completamente nuevo “mundo sensible”. Los mass media inventan propensamente el lenguaje común del día. Los distintos “medios de comunicación” ponen a disposición, en cualquier momento, el conjunto de aquellos que siempre-ya hemos abandonado, y que seguimos llamando, absurdamente, “nuestros prójimos”. Finalmente, la cultura y los espectáculos nos garantizan la existencia de aquello que podríamos vivir y pensar, y que ya no hacemos otra cosa que entrever. Así es como localmente, cerebro por cerebro, hogar por hogar, barrio por barrio, se agencia la metrópoli imperial, se reconstruye un universo aparentemente estabilizado, creíble, consensual, una aisthesis: una común percepción del mundo. El imperio es esa planetaria fábrica de lo sensible. Y del mismo modo en que la religión pretendía unir a los hombres con lo divino cuando en realidad los mantenía separados, la religión sensible del imperio, que pretende recomponer la unidad del mundo desde su base, desde lo local, no hace más que fijar en cada lugar y en cada ser una nueva separación: la separación entre el usuario y el dispositivo. La estética se impone así a escala global como imposibilidad de cualquier uso. El folleto de una reciente exposición en Burdeos anunciaba, guiñando el ojo: “Lo que te venden en el supermercado, los artistas lo transforman en obras de arte.” Vemos cómo la estética consigue por sí sola cumplir la imposibilidad de uso contenida en toda mercancía, consigue convertirla, detrás de una vitrina o en el corazón de una instalación, en un puro valor de exposición. En última instancia, el programa estético apunta a extender esta escisión en el hombre mismo, a incorporarle el dispositivo, a hacer de él el usuario de sí mismo. Se comprende perfectamente de qué modo la disposición biopolítica a aprehenderse como cuerpo, o aquella otra, espectacular, a contemplarse como imagen, conspiran para hacer de nosotros los usuarios de nosotros mismos. Conspiran para hacer de nosotros unos sujetos estéticos.



Comunismo3 y magia


El ejecutivo solitario gritándole al auricular de su teléfono móvil. El representante de ventas enganchado a su maletín. El automovilista maldiciendo al volante de su vehículo. El raver ultraarreglado arriba de su dance-floor tecno. El vendedor de tienda hipster con su slang incomprensible empresarial. Nuestros contemporáneos dan la sensación de estar embrujados. Los izquierdistas del mundo entero pueden aspirar a abrirles los ojos a propósito de la extensión de la catástrofe, es algo más que extendido desde hace más de setenta años: no sirve de nada concientizar un mundo ya enfermo de consciencia. Pues este embrujo no es el producto de una superstición o de una ilusión que bastaría con echar abajo, es un embrujo práctico: es su sujetamiento a los dispositivos, el hecho de que es solamente acoplados a tal o cual dispositivo que se experimentan como sujetos. Artaud tenía razón cuando escribía, en enero de 1947, que “mucho más que por su ejército, su administración, sus instituciones o su policía, la sociedad se sostiene por medio de hechizos”.
En cada uso reside una posible salida del embrujamiento. Porque cada uso libera las formas-de-vida contenidas en las cosas, en las palabras, en las imágenes. En el uso se establece una curiosa circulación entre “sujeto” y “objeto”, entre “especies”. El gesto cortocircuita la consciencia, abole temporalmente la distancia entre el yo y el mundo, apela por otras distancias. La mirada nos incorpora los movimientos y las formas percibidos. Algo sucede en nosotros y fuera de nosotros. “La coincidencia de la transformación del medio y de la actividad humana o de la transformación del hombre por sí mismo, no puede ser captada y comprendida racionalmente más que como praxis revolucionaria”, dicen las Tesis sobre Feuerbach, pero puede ser captada y comprendida mágicamente como uso, por lo menos “si la magia es una comunicación constante del interior con el exterior, del acto con el pensamiento, de la cosa con la palabra, de la materia con el espíritu.” (Artaud) El hecho de que la materia esté animada por innumerables formas-de-vida, de que esté poblada por polarizaciones íntimas, es algo que el propio Marx no ignoraba, por ejemplo cuando escribe en La sagrada familia: “Entre todas las cualidades inherentes a la materia, el movimiento es sin duda la primera y la más significativa, no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como pulsión, dinamismo, como tormento de la materia, para emplear un término de Jakob Böhme. Las formas primitivas de estos últimos son fuerzas esenciales, vivas, individualizantes, que producen las diferencias específicas.” A estas “formas primitivas” nosotros las hemos denominado formas-de-vida. Nos afectan, queramos o no, a través de todo aquello a lo que nos vinculamos, a través de todo aquello a lo que estamos vinculados. Nos cuesta mucho admitir que estamos vinculados, porque estamos poseídos por una idea estética de la libertad. Una idea de la libertad como desapego, como indeterminación, como sustracción de toda determinación. “Esta disposición intermediaria donde el alma no está determinada física ni moralmente y donde sin embargo está activa de ambas formas, merece particularmente el nombre de disposición libre, y si se denomina físico al estado de determinación sensible, y lógico y moral al estado de determinación razonable, se dará a ese estado de determinabilidad real y activa el nombre de estado estético. […] No cabe duda de que el hombre posee virtualmente esta humanidad antes de cada uno de los estados determinados por los que puede pasar; pero la pierde efectivamente con cada uno de los estados determinados por los que pasa, y hace falta, para que pueda llegar a un estado contrario, que ésta le sea siempre devuelta por la vía estética.” (Schiller, Cartas…) Esta idea de la libertad es la libertad del manager, que recorre el mundo de hotel de lujo en hotel de lujo, la del científico (sociólogo o físico, qué importa) que nunca está en ninguna parte del mundo que describe, la del anarquista metropolitano que desea poder hacer lo que quiera cuando quiera, la del intelectual que juzga soberanamente sobre cualquier cosa desde su oficina o la del artista contemporáneo que hace de su vida entera una “obra de arte” y para quien el único imperativo es “invéntate, prodúcete a ti mismo”, como dice el infecto Bourriaud. A esta idea estética de la libertad nosotros oponemos la evidencia materialista de las formas-de-vida. Decimos que los seres humanos no están simplemente determinados, en el sentido en que habría por un lado el ser en cuanto tal, puro de toda determinación, que vendría a vestir el conjunto de sus atributos, de sus predicados y de sus accidentes (francés, varón, hijo de obrero, jugador de fútbol, con dolor de cabeza, etc.). Lo que en realidad hay es la manera en que cada ser habita sus determinaciones. Y en ese punto, la determinación y el ser son absolutamente indistintos, y son forma-de-vida. Nosotros decimos que la libertad no consiste en la extracción de todas nuestras determinaciones, sino en la elaboración de la manera en que habitamos tal o cual determinación. Que no reside en el franqueamiento de todos los vínculos, sino en el aprendizaje del arte de vincular y desvincular. El hecho de que ese arte haya sido tildado de mágico durante mucho tiempo no nos produce ningún embarazo. Y asumimos su escándalo: el de admitir la amenaza, en nosotros, fuera de nosotros, en todas partes, de la crisis de la presencia. Decimos incluso que si hay una igualdad efectiva entre los humanos ésta se da justamente ante esa amenaza. Lo cual hace de Kafka un gran comunista. Preferimos esto mil veces a esta paradoja demasiado conocida: cuanto más se toma uno por un individuo, más se le ve reproduciendo las estructuras de comportamiento más estúpidamente propias de la “especie”, cuanto más se toma uno por un sujeto, más se le ve abandonarse, cada cierto tiempo, a las inclinaciones más tristemente conformes. Observamos que, actualmente, desde sus limbos, las formas-de-vida permanecen en el más temible caos. Que es el sentimiento de ese caos, así como el apego de nuestros contemporáneos a esa estúpida idea de la libertad, lo que los arroja a las redes de los dispositivos. Pero también observamos la potencia de la que disponen aquellos que han aprendido el arte de vincular y desvincular. Y nos imaginamos la fuerza terrible que tienen en sus manos aquellos que elaboran colectivamente el juego de las formas-de-vida que les afectan. Y no tememos llamar comunismo al compartir, en todo lugar, de dicha fuerza. Porque entonces los humanos alcanzan la madurez, y tienen en sus gestos la soberanía del niño.
“Tal vez el hombre de la edad de piedra dibujaba el alce de manera tan incomparable porque la mano que manejaba la punta aún recordaba el arco con el cual había abatido al animal.”
El mana se fuga, reinventemos la magia.



* Del prólogo de La fête est finie, de donde se extrae este escrito: “La cultura es el sector de actividad especializada que llega incluso a inventarse capitales, evidentemente artificiales, cuyo territorio está por todas partes, y en ninguna parte, deshabitado. Podríamos reírnos de esto. Con Lille2004 tan sólo hemos sido testigos de una realidad que pretende ser simplemente ilusión, de un pasado que pretende ser simplemente porvenir. Una mentira. Hemos sido sencillamente testigos de una ciudad que se desarma, pacifica y vende. El espectáculo de una rendición incluso antes del desencadenamiento de la batalla. Pero incluso si la fiesta se había terminado, la guerra no había sino comenzado.”
1 Existe un tiempo mesiánico, que es abolición del tiempo-que-pasa, ruptura del continuum de la historia, que es tiempo vivido, fin de toda espera. Existe un gesto mesiánico, que está aquí en cuestión. Existen incluso seres que se mueven en lo mesiánico, lo cual significa que a su manera, y casi siempre de modo fugitivo, han “salido del capital”. Lo cual también significa que existen destellos de lo mesiánico entremezclados con la inmunda negrura de lo real, que el Reino no está puramente por venir, sino ya, por fragmentos, presente entre nosotros. Mesiánica es pues la práctica que parte de ahí, de esos destellos, de las formas-de-vida. Antimesiánicas, en cambio, son todas las religiones, todas las fuerzas que estorban y retienen el libre juego de las formas-de-vida. Antimesiánico es, al más alto grado, el cristianismo y sus avatares modernos: socialismo, humanismo, negrismo. Nosotros no nos hemos cruzado jamás, hace falta precisarlo, con “mesianismo” alguno, salvo en la boca putrefacta de nuestros calumniadores.
2 Simmel ofrece en 1910 un análisis magistral de esta plaga de la época actual: la sociabilidad. El artículo aborda la sociabilidad como “forma lúdica de la asociación”, como “estructura sociológica particular, correspondiente a las del arte y el juego, y que extraen sus formas de la realidad, al mismo tiempo que la dejan, sin embargo, detrás de ellos”, dando perfectamente justicia de la utopía hipster de una “sociedad de conversación”. “En la conversación puramente sociable, la palabra es un fin para sí misma, no está al servicio de ningún contenido; no tiene otro objetivo que perpetuar la interacción, evitando los temas delicados, así como gozar de la excitación del juego de relaciones. […] La asociación y el intercambio estimulante mediante los cuales se realizan todo el peso y todas las tareas de la vida, son consumidos aquí en un juego artístico, en la sublimación y la disolución simultáneas de las fuerzas de la realidad que no aparecen más que a distancia, mientras su gravedad se difumina como por encantamiento.”
3 Basta con retomar la definición del comunismo en los Manuscritos de 1844 (“el comunismo es la verdadera solución al antagonismo entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la verdadera solución del conflicto entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación de sí, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie”) para convencerse de que el gesto estético no está ausente del programa comunista mismo. Es decir que la fase actual, estética, del capital, donde éste modela conjuntamente a una nueva humanidad —los ciudadanos— y a un nuevo mundo sensible —la metrópoli—, nos impone revisar nuestra concepción misma de comunismo.