Ecografía de una potencia
Quello che gli pende lo difende.
Lo que pende en él lo defiende.
Proverbio italiano
A la hora del parto, mi madre seguía sin conocer el sexo de su hijo.
Una enfermera entró en la habitación donde ella yacía medio dormida tras el esfuerzo y le dijo:
“Señora, usted ha sido tocada por la desgracia. Es una niña.”
Fue así como mi nacimiento le fue anunciado.
F., nacida en Nápoles en 1975
Me habría gustado no haber tenido que escribir este texto. Me habría gustado borrarme detrás de un bastidor púdico de palabras, cubrir mi cuerpo carnal con la sacrosanta neutralidad del discurso, burlarme de mis deseos o patalogizarlos según un cuadro analítico que sólo me habría absuelto para someterme más fácil.
Pero no lo he hecho, porque ya no continuaba creyendo en aquello que se decía de mí; requería un texto a muchas voces, una escritura compartida que viviera la sexuación sin pudor, que la contara, la desnaturalizara, la abriera como una caja sellada, sacándola de la mazmorra de lo “privado” y lo “íntimo” para conducirla a la intensidad de lo político.
Quería un texto que no se lamentara, que no vomitara sentencias, que no diera respuestas preliminares con el solo objetivo de volverse incuestionable. Y es por esto que lo que sigue no es un texto escrito por las mujeres para las mujeres, puesto que yo no soy uno ni soy una, sino que yo soy un muchos que dice “yo” [je]. Un “yo” contra la ficción del pequeño yo [moi] que se reviste de universal y que toma su cobardía como el derecho de borrar en nombre de otro todo aquello que lo contradice.
En numerosas ocasiones el monólogo del patriarcado ha sido interrumpido. Numerosos golpes han sido asestados contra el sujeto clásico, cerrado, neutro, objetivo, cósmico. Su imagen ha sido agrietada bajo el peso de las carnicerías de guerras totales que han despojado al heroísmo de todo su antiguo aura; su palabra única, hegemónica, ha sido tragada por el barullo del esperanto mercantil. Tras esto son formados nuevos parentescos improbables: el viejo imbécil desposeído de su mundo y el plebeyo excluido de todo estarían supuestamente destinados a encontrarse del mismo lado de la barricada ahora que ya no hay ninguna barricada.
Entonces, interrogarse acerca de lo que somos, cómo hemos llegado aquí, quiénes son nuestros hermanos y hermanas y quiénes nuestros enemigos, no es ya un pasatiempo para intelectuales inspirados por la introspección, sino una necesidad inmediata. “Una vez que todo fue destruido una sola cosa me faltaba: yo misma”, decía Medea: partir de sí no es una cuestión de “inclinaciones”, sino la marcha ingrata de quien fue desposeído de todo.
El feminismo libró un combate que no existe ya, no porque hubiera ganado o perdido, sino porque su campo de batalla era un terreno construible y la dominación ha montado en él sus cuarteles.
La ecografía es una operación abusiva. Al amparo de intenciones terapéuticas, viola un espacio secreto sustraído de la visibilidad. A través de la técnica, se arroga el derecho de predecir un futuro repleto de consecuencias. Sin embargo, su profecía, al igual que toda adivinación, es falible, y lo posible que ella anuncia a menudo se convierte en imposibilidad implícita, a partir del momento mismo en que lo arranca del “todavía no” para arrojarlo a lo irreparable del presente.
Este texto es una ecografía en la medida en que se interroga el derecho a la obscenidad, no en cuanto insulto a un supuesto “pudor público”: esto sería —en el seno de la pornocracia mercantil— una ingenuidad lamentable. Obsceno, en su sentido etimológico, es aquello que no debe aparecer en escena, aquello que debe permanecer oculto puesto que la relación que mantiene con la visibilidad oficial es una relación de negación y exorcismo, de complicidad y conjuración. Lo que puede decirse o lo que puede hacerse depende de la relación que ese decir y ese hacer mantienen con las evidencias éticas que nos constituyen; ese posible es el margen donde nuestro equilibrio mental puede oscilar sin hacerse pedazos, donde la desubjetivación puede desplegarse sin volverse delirio.
Este texto pretende ser una ecografía no terapéutica: la potencia que atisba no conoce parámetros de conformidad, menos de terminación para un acto preestablecido.
Existe un discurso sobre el amor o sobre la insurrección que hace imposible cualquier amor y cualquier insurrección. De la misma manera en que existe un discurso sobre la libertad de las mujeres que descualifica a la vez el término “mujer" y el término “libertad”. Lo que permite a las prácticas de libertad salir a la superficie no es aquello que no es recuperable por la dominación, sino aquello que desarticula los mecanismos de producción de nuestro propio desorden sentimental y psicosomático. El objetivo no es abolir un malestar que empuje a la revuelta para adaptarnos mejor a un sistema de gestión de los cuerpos evidentemente tóxico. El objetivo no es aprender a luchar mejor en los grilletes de la contingencia presente en nombre de una “estrategia” que nos llevaría a la victoria. Pues la victoria no es la adaptación al mundo por medio del combate, sino la adaptación del mundo al combate mismo. Es por esto que toda la lógica del aplazamiento favorece a un tiempo sin presente: la única urgencia, para nosotros, ahora, es volver ofensiva la turbación, devenir sus cómplices, puesto que “antes la muerte que la salud que ellos nos proponen” (G. Deleuze).
Ciertamente es preciso ser obsceno, puesto que todo lo que es visible, en el seno de las democracias biopolíticas, está ya colonizado, pero con una obscenidad melancólica, que huye del arrebato de quien quiere producir escándalo.
Lo posible entre hombres y mujeres depende indiscutiblemente de la obscenidad de nuestro tiempo, pero, en este caso, el espacio de esta connivencia no es inmutable ni indecente, sólo el resultado de una cultura determinada que envejeció deprisa y mal, olvidando el patriarcado pero permaneciendo misógina.
Y si consideramos que las evidencias en las que nos movemos no son lógicas sino éticas, transmitidas en el seno de un orden históricamente determinado y no filosóficamente fundadas, preferimos inquietarnos sobre el cuidado que los hombres y las mujeres dedican a conservar sus deseos, dentro de la máquina productiva y contra ella, pero también contra sí mismos. Ciertamente, se subjetivan para ser sexualmente deseables, son sexuados para tener una existencia relacional genérica, pero esto no es hecho de manera simétrica: los hombres han tenido acceso a un orden simbólico, a una trascendencia adecuada para ellos, que prolongaba la vulgaridad de su deseo en elegantes apéndices de poder legítimo o transgresor.
Las mujeres han quedado encenagadas dentro de una corporeidad indecible, descuartizadas entre la imagen de sumisión que la vieja sociedad arrojó sobre ellas y la nueva obligación de ser los engranajes poshumanos de la máquina capitalista de desear.
“Ay mis hermanos —escribe H.D.—, Helena no caminaba / sobre las murallas; / ella, a la que ustedes maldijeron, / no era sino un fantasma y una sombra arrojada, / una imagen reflejada” (Helena en Egipto, “Palinodia”, I, 3), y todas las mujeres cargan con esa imagen, como la pobre y bella Helena, el fantasma que un deseo de poder de hombres, nacido entre hombres, sin relación con su placer, se ató a su destino. Un deseo que no tiene márgenes, puesto que toda transgresión femenina termina por desfigurar sus bocas en una mueca amarga. Cuando Don Juan despierta la complicidad de la más fiel de las esposas, la mujer libre sigue siendo un peligro público.
El platonismo nace de una elaboración secundaria del orfismo. Por lo tanto, la dialéctica, y en cierta medida el marxismo y el materialismo, actúan en connivencia con la historia de amor desdichado de Orfeo y Eurídice. La leyenda cuenta que el poeta Orfeo, dotado de tanta soltura en el logos que acababa conmoviendo con sus cantos hasta a los animales y los árboles, perdió a su amada Eurídice en la juventud, tras lo cual los dioses, conmovidos por su dolor inconsolable, le permitieron descender al reino de los muertos para traerla de vuelta a tierra. La condición era que tenía que acompañarla sin verla nunca bajo la luz lívida de los fallecidos, aguardando a estar entre los vivos para volver a ver su cara.
Por pasión o por escepticismo, por desesperación o por aprehensión, Orfeo se dio la vuelta. Ya sea porque no pudo compartir el secreto de la vida y de la muerte (exclusividad de las mujeres), o simplemente por incapacidad de creer que algo más que un cuerpo de mujer podía seguirlo, o bien meramente por deseo de mirar directo a sus ojos al fantasma de su amor, Orfeo fue privado de su amante y, ebrio de dolor, acabó devorado por las bacantes.
De manera inevitable surge un problema: ¿por qué el poeta sublime no encontró palabras que decir a su amada pero sí experimentó más bien la necesidad de verla? ¿No estaba, por casualidad, indeciso de volver a tomar consigo a una mujer cuyo control no había tenido por algún tiempo, a la cual había perdido de vista, creyéndola muerta mientras ella podía todavía seguirlo y volver con él?
¿Y Eurídice?
Cuando Hermes, quien la acompañaba a la vida, gritó “él ha vuelto”, Eurídice preguntó “¿quién?” (Rainer Maria Rilke, Orfeo, Eurídice, Hermes).
Ahora que el pacto social está definitivamente disuelto, las mujeres son bienvenidas en todas partes, y hay algunas de entre ellas que se encuentran encantadas por esto. Hasta ayer, ellas permanecían decentemente frente a la puerta, ahora presionan al Parlamento, falsifican la realidad en la prensa, son explotadas en los mismos oficios que los hombres, son tan nulas como ellos, e incluso un poco más a causa del entusiasmo que sueltan cumpliendo celosamente las peores tareas.
Uno se pregunta por qué, en efecto, uno no las utilizó antes.
Es sorprendente, ellas lo disfrutan todo, la mercancía al igual que la maternidad, el trabajo al igual que el matrimonio, milenios de docilidad y opresión chorrean centenas de pequeños raudales de felicidad reformista o reaccionaria para mujeres.
Por lo demás, a las mujeres actuales no les gustan los Bloom, que ellas encuentran, en su conjunto, pasivos y demasiado enamorados de sus opresores. De vez en cuando los compadecen: ya ni siquiera son buenos para someternos.
En el vientre de la máquina de guerra
La diferencia de ser mujer encontró su libre existencia haciendo palanca no sobre contradicciones dadas, presentes en el interior del cuerpo social, sino sobre contradicciones que cada mujer singular vivía en sí misma y que carecían de forma social antes de que la recibiera de la política femenina. Nosotras mismas inventamos, por así decir, las contradicciones sociales que vuelven necesaria nuestra libertad.
No creas tener derechos, Libreria delle donne, Milano
El trabajo de Penélope. ¿No se ha acabado? Nunca se acaba. Las mujeres hacen cosas, y el tiempo borra sus huellas. Bajo el pretexto de que las mujeres no existen; de que son algo que no quiere decir nada. No existe ningún “problema de mujeres” aparte de los problemas del cuerpo, los problemas de gestión de ese cuerpo que no les pertenece. Por otra parte, ¿es a él, a ese lindo cuerpo, al que todo el mundo quiere penetrar? ¿Ese cuerpo que en absoluto es lindo y que todo el mundo juzga [jauge] como se aforaba [jaugeait] en otro tiempo una vaca en el mercado? ¿Ese cuerpo que envejece, engorda, se deforma, y me exige trabajo, cuidado, para continuar conformándose a los parámetros de lo deseable? ¿Deseable para quién? Aquí el abismo se hace más profundo, entre aquellas que trabajan en su valor agregado y aquellas que hacen huelga. Pero las consecuencias son cotidianas y definitivas: yo misma soy mi objeto de huelga o mi bello trabajo. La aprobación de lo que soy y de mi éxito socioprofesional forman uno solo. No hay descanso. Entre mi celulitis y mi fatiga, mi arduo trabajo y mi bella cara, mi conversación y mi paciencia. Sin descanso, camaradas, sin descanso, querido patrón.
Se le denomina el valor-afecto, siendo éste el valor agregado de las mujeres heterosexuales, la mercancía más preciada, la que hace vendible todas las demás, y produce, además, otras mercancías, por ejemplo mercancías comestibles (hace la comida), vivas (hace niños), penetrables (tiene cuidado de su cuerpo). ¿Una pizca de transgresión? Por supuesto cariño, trabajo suplementario para no ser ordinaria.
Y si en tu medio se decreta que todo eso son sólo estupideces, que estamos más allá de todo ello y también de la necesidad de escribir este texto, entonces hace falta introyectar —¡deprisa!— la vergüenza de tener una necesidad que los demás juzgan ilegítima. La vergüenza de estar harta de ser linda y agradable aunque aparentemente ni siquiera esto te sea exigido… “¿Qué se trae ella? ¿Tiene la regla? ¿Le dieron mal?” Ni siquiera te lo preguntan porque es algo que está sobreentendido, porque se cree que la mujer corresponde de arriba abajo a su trabajo cotidiano de autopoiesis. No hay descanso, ¡todavía! Pero ¡yo tengo un alma, también! Así es, ¡un alma de trabajadora! Produce dinero, adicional… Eres gratificada querida, y cuanto más gratificada eres, más eres dependiente, cuanto más anticonformista es tu vida, más es cansado mantenerla junta.
“Pero ¿de qué habla ella? ¿Tú entiendes?”
Cuanto menos nos dejamos engañar, más difícil es. La desconfianza de las demás mujeres, cada una confortablemente —o dolorosamente— encerrada en su rincón de separación acondicionada. “¿Has visto qué trajo consigo la autoconsciencia feminista?” He visto: la metaconsciencia de la inconsciencia. Se sabe que el problema de las mujeres es un problema, pero se sabe también que decirlo es un problema, y es entonces que tú ves, a fuerza de reprimir los problemas o plantearlos mal. Y bien, nosotras estamos cansadas, y es esto a partir de ahora nuestro verdadero problema.
Yo veo.
Yo entiendo.
Cuanto más entiendo más desdichada soy, me surgen ganas de olvidar, me surgen ganas de decirme que soy capas de “realizarme” en el trabajo, en la pareja, en la maternidad, en el entretenimiento, en la decoración, en la literatura, en el sadomasoquismo.
La mujer intelectual y transgresora, la domina sádica que conoce su obra, ¿todo eso está mal, no? Si cuentas con los medios y el carácter para ello. Asume tu soledad y haz de ella algo excepcional. Vuélvete estrella de porno, portavoz del ala más hipster de la antiglobalización. Estarás sola pero menos deprimida, frustrada pero socialmente reconocida.
—¿Alegrarse?, ¿qué es eso? ¡Pero si alegrarse perjudica!
—¡Deja de quejarte!
—¡Cállate!
¿Cómo funciona? La máquina de guerra lucha y desea, desea y lucha. No puede luchar contra su deseo, eso es algo que la obstaculiza. No puede interrogarlo demasiado, eso es algo que la detiene. Entonces ¿cómo hacer? Deseo luchar, con mis hermanos, con mis hermanas. Pero deseo ser fuerte para continuar luchando, para ya no dudar de que ahí está mi lugar, mi placer. Y sin embargo ahí no está mi lugar, mi deseo. Porque la máquina de guerra es varonil, y, por lo demás, eso es algo que me place. Pero, ay, los guerreros son homosexuales y además desprecian su deseo.
¿Cómo funciona? Los antropólogos nos explican que existen algunas culturas de la “casa de los hombres”. “La casa de los hombres aloja una actividad sexual considerable. Inútil precisar que reviste un carácter enteramente homosexual. Pero el tabú dirigido contra la homosexualidad (al menos entre iguales) es casi universalmente mucho más fuerte que el impulso mismo y la libido tiende a canalizarse en la violencia. […] El linaje de espíritu guerrero, ultraviril, es, incluso en su orientación exclusivamente masculina, más incipientemente homosexual de lo que lo es abiertamente . (La experiencia nazi ofrece de esto un caso extremo.) Y la comedia heterosexual que se representa, sin contar —lo que es más persuasivo todavía— el desprecio en el que se mantiene a los individuos más jóvenes, más suaves, más ‘femeninos’, prueban que la verdadera ética es misógina, o incluso heterosexual de una manera más perversa que positiva” (K. Millet, Política sexual)… Esto me recuerda algo. Me recuerda al hombre que hay en mí, me plantea un problema. Yo no me siento solidaria con las mujeres que no quieren luchar, que viven fuera de la máquina de guerra. Por mi cuenta también, encuentro de manera inmediata que “las mujeres” no existen, y que si existieran no quisiera encontrarme en medio de ellas. Entre las perras de guardia y las expertas del maquillaje, entre las amas de casa y las career women, demasiados sufrimientos diferentes, y malas respuestas. Demasiadas diferencias sociales e intereses opuestos. Ningún posible al horizonte.
Súbitamente me surge un problema. No quiero salir de mi máquina de guerra, fuera de la máquina de guerra no tendría derecho a una existencia doméstica. Me querrán domesticar. De bien mobiliario, la mujer ha pasado a animal de compañía.
No quiero luchar.
Ayúdenme a luchar.
¿Siempre he amado a los hombres como uno de sus congéneres? ¿Soy un chico, un chico travieso que no tiene bolas? ¡Claro que no! Yo no estoy castrada y no quiero un pene. En absoluto. ¡Lo juro! Y además, me gustan las chicas, las mujeres, en general. Las disculpo cuando son idiotas, las admiro cuando están en lo correcto. Las mujeres son algo formidable, ¡son algo que trae alegría en el centro comercial a cielo abierto de nuestras vidas, son algo que trae consigo ofertas de trabajo! ¿Acaso las amo como un hombre, con la misma hipocresía, más la esperanza cobarde de que no se conviertan en mis rivales en la seducción? ¿Se trata de retórica? ¿O caballería? Cuando uno las ama, a las mujeres, ¿no sería por casualidad que uno retocara la farsa del amor cortés, del amor romántico, en el que la mujer es un ángel, no caga nunca, no tiene la regla, no tiene cuerpo?
¿Qué vomitan, las anoréxicas, las bulímicas, las mujeres afectadas por los desórdenes alimenticios? Ellas vomitan su cuerpo. Ellas no entendieron, tal vez, nada, sólo quieren parecerse a Kate Moss. Pero su cuerpo, por su parte, entiende, entendió todo, y nos explica. Celebra su conferencia de jugos gástricos que corroen los dientes, de huesos que atraviesan la piel, de estrías que desfiguran el vientre. El Espectáculo se desplaza hacia la clínica. Como es usual. La matriz médica nos escupe a la cara que nuestro cuerpo no nos pertenece (léase: ustedes no pueden seguir alquilándolo o vendiéndolo a su gusto), que nuestro cuerpo es un cuerpo de enfermo, un cuerpo de loca de remate que nadie deseará.
Los cuerpos de mujeres, por su parte, dicen cosas que las bocas no se atreven a repetir. Los cuerpos de mujeres escuchan cosas que las orejas rehúsan escuchar. Lo que se dice a las mujeres, por su parte no cuenta para nada.
Lo que cuenta es lo que les hacen, lo que ellas se hacen.
En verdad quiero luchar con algunas mujeres, y algunos hombres. En verdad quiero que no salgamos de la máquina de guerra y que la ampliemos juntos, que la hagamos irresistiblemente deseable. Que la hagamos realmente mixta. Y perversa. Y polimorfa. Y ofensiva. Que no volvamos a tener ningún problema. En verdad quiero que olvidemos a las mujeres y que olvidemos a los hombres, porque éstos son dos nombres de una restricción ligada a la acumulación y a la ofensiva militar.
Fuera del capitalismo y del hacimiento de bienes, fuera de la guerra librada por el pillaje y la extensión del poder, nosotros no tenemos nada que ver con los “hombres” y las “mujeres” ni con sus familias patógenas.
Nos importa un bledo ser compatibles con su presente, nosotros somos compatibles con nuestro futuro.
¿Qué clase de historia es ésta?
A veces se tiene la impresión de que, cuando se trata de las mujeres, la interpretación de los hechos históricos nunca es en exceso estúpida.
K. Millet, Política sexual
Abandonamos, nosotras también, y sin remordimientos, el burdel del historicismo y la puta “Érase una vez”, pero con cierto escepticismo hacia las performances del materialismo histórico que seguiría siendo “amo de sus fuerzas: demasiado viril para hacer saltar el continuum de la historia” (Walter Benjamin, Tesis sobre la historia).
El continuum de la historia no está dado, es la habladuría de los dominadores por encima del silencio de los desposeídos, el encadenamiento sistemático de los relatos viriles materialistas o historicistas, buenos esposos o libertinos, esto importa poco. Sobre todo hoy que la Historia (viuda del sujeto clásico: el macho valeroso, el héroe o el erudito, capaz de hacerla y transmitirla) tartamudea, y que la moraleja de la fábula no edifica ya a nadie. La historia no se ha acabado, algunas experiencias buscan y encuentran en este momento preciso, en los pliegues del tiempo, las palabras para decirse y transmitirse, pero esto se ha tornado en un esfuerzo, en una práctica de resistencia.
Si la “Cultura” ya no puede servir a los poderosos como una muleta para encantar sus fechorías, se encontrarán pocas mujeres que se quejen de ello. Porque incluso si ellas nunca han sido una minoría, su saber y sus historias no han hecho otra cosa que adornar los márgenes del gran relato de Occidente. Las mujeres y la épicas son una relación complicada…
El lugar común quiere que las mujeres y las anécdotas conozcan un parentesco casi innato. En las sociedades preindustriales, los amores, los dolores, las enfermedades, las muertes y los nacimientos atravesaban el tejido humano de las ciudades a través de palabras pronunciadas por una mujer a la oreja de otra; exactamente igual a como los lugares de trabajo domésticos, donde los saberes-poderes del día a día circulaban y los modos de vida se reproducían, eran los lugares de las historias, contadas entre mujeres y por las mujeres a los niños.
Y todavía hoy. Las amistades femeninas siguen siendo amistades narrativas, en las que la otra es necesaria para volver a verse, recomponerse, reconocerse. Pero la necesidad de un relato de sí, para no sucumbir a la pereza identitaria, a la resignación frente a sus propias faltas, a la locura de no encontrarse ya en sus gestos, llena ahora los bolsillos de los psicoanalistas. Hasta el punto que ya no hay nada que decir: una vez que experiencia y relato han quedado divorciados, sólo nos queda la información, neutra, ascéptica, espantosa, y nuestra pasividad de receptores.
Aquí no contaré una historia, sino algunas historias de una experiencia múltiple y heterogénea que tuvo lugar principalmente en Italia, pero no exclusivamente, entre los años sesenta y setenta. La librería de las mujeres de Milán forma parte de ella, muchas voces de mujeres y hombres de horizontes diferentes también.
Las voces que reúno arbitrariamente aquí bajo el nombre de feminismo extático tienen en común una línea de fuga, una promesa, un tono, a veces una revuelta, una necesidad de fuerza. En esta contestación brillan la inviolabilidad de las mujeres y el deseo de cambiar la relación entre inmanencia y trascendencia; y después el rechazo a la abstracción de la ley, a la representación institucional desencarnada de los cuerpos, y la exigencia de un plan(o) de consistencia político compartido entre hombres y mujeres, la hipótesis mixta.
Lo que trazo es una anarqueología, que lleve a cabo en el interior del desorden una exhumación de los fragmentos rotos y los interrogue sobre su posibilidad más que sobre su pertenencia. La reticencia frente a las grandes síntesis o a las opiniones rebanadas sobre esta historia se justifica por el hecho de que ésta no está cerrada, de que ha permanecido en parte muda y en parte contada por falsificadores.
Primado de la práctica: partir de sí
Una política que no tiene siempre el nombre de política
Y si es cierto que lo jurídico pudo servir para representar, de manera sin duda no exhaustiva, un poder centrado esencialmente en la retención y la muerte, resulta absolutamente heterogéneo respecto a los nuevos procedimientos de poder que funcionan no en el castigo sino en el control, y que se ejercen en niveles y en formas que desbordan el Estado y sus aparatos. Hace ya siglos que hemos entrado en un tipo de sociedad en la que lo jurídico puede cada vez menos codificar el poder o servirle como sistema de representación. Nuestra línea de pendiente nos aleja cada vez más de un reino del derecho que empezaba ya a retroceder hacia el pasado en la época en que la Revolución Francesa y, con ella, la edad de las constituciones y los códigos, parecían convertirlo en una promesa para un futuro cercano.
Es esa representación jurídica la que todavía está en obra en los análisis contemporáneos sobres las relaciones del poder con el sexo. Ahora bien, el problema no consiste en saber si el deseo es ajeno al poder, si es anterior a la ley como se imagina con frecuencia, o si, por el contrario, es la ley la que lo constituye. Ése no es el punto. Ya sea el deseo esto o aquello, de cualquier manera se continúa concibiéndolo en relación a un poder siempre jurídico y discursivo, un poder que encuentra su punto central es la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a una determinada imagen del poder-ley […] Y es de esta imagen que es preciso liberarse, es decir, del privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si se quiere realizar un análisis del poder dentro del juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es preciso construir una analítica del poder que ya no tome al derecho como modelo y como código. […] Pensar a la vez el sexo sin la ley, y el poder sin el rey.
Michel Foucault, La voluntad de saber
En 1966, diez años antes de la aparición del primer volumen de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault, un grupo de mujeres en Italia atacaba, ya, la hipótesis represiva. El Demau, abreviación de “desmistificación del autoritarismo patriarcal”, no tomaba éste como la opresión masculina, sino que señalaba simplemente la existencia de un problema entre las mujeres y la sociedad, y que no eran las mujeres quienes planteaban un problema a la sociedad (aquello que se denomina la “cuestión femenina”), sino la sociedad quien planteaba un problema a esas mujeres. Desde su perspectiva, la política de integración es para su caso lo que la manzanilla es a una enfermedad grave, porque la separación femenina, incluso en la marginalidad que conlleva, deviene, una vez reapropiada, un punto de partida ofensivo y no ya una fuente de debilidad. Esta aproximación antepone la diferencia femenina contra el mito de la igualdad construido a partir del metro de medida masculino. Pero al mismo tiempo, la apuesta consistía en operar una revolución simbólica que diera a las mujeres los instrumentos para construir otra categoría del mundo que las viera como sujetos, una nueva trascendencia que permitiera a los cuerpos femeninos decirse y pensarse sin sublimarse. “El hombre —escribe Carla Lonzi— ha buscado el sentido de la vida más allá de la vida y en contra de la vida misma; para la mujer vida y sentido de la vida se superponen permanentemente.” Se trataba de un ataque dirigido contra la cultura, que colocaba las bases de una práctica distinta, de otra aritmética de los posibles: acusar a la filosofía de haber espiritualizado la jerarquía de los destinos asignando al hombre a la trascendencia y a la mujer a la inmanencia equivalía a reivindicar para sí el derecho a hacer la historia, a concebir de otra manera el nacimiento, la muerte y la guerra, a decir su palabra sobre lo que es viable y deseable.
“Tanto a la cultura humana —leemos en No creas tener derechos— como a la libertad de las mujeres hacen falta el acto de trascendencia femenina, la mayor cantidad de existencia que podamos ganar al superar simbólicamente los límites de la experiencia individual y la naturalidad del vivir”, pero la historia avanza por otra dirección. En los años setenta, en Italia, la toma de consciencia femenina se dio bajo el estandarte de la opresión sufrida; la “condición femenina” no reflejaba la realidad social y política articulada que habría tenido que portar, pero sí mostraba a unas mujeres deseosas de libertad y de potencia una imagen degradante y deformada con la que ellas tenían el deber moral de identificarse y que extinguía todo entusiasmo.
A partir de 1970, en Italia, tras prestar atención a la experiencia estadounidense, algunos grupos de autoconsciencia comenzaron a constituirse. El silencio era vencido pero la satisfacción permanecía todavía lejana: escuchar historias de mujeres que sin ninguna razón se vivían como inferiores en la familia, en el trabajo y en los grupos políticos, acaba por producir una caja de resonancia que hacía de esta realidad contingente algo infranqueable. “Esto nos hace conscientes —decía una mujer sobre el tema de la autoconsciencia— pero no nos da instrumentos, no nos hace desarrollar ningún poder contractual en la transformación de lo social, sólo consciencia y rabia.” (No creas tener derechos) Y no obstante, en esas palabras intercambiadas entre mujeres que anteriormente habían sido mudas, algo había tomado cuerpo que se conservó en la tradición feminista: una cierta relación de intimidad y abstracción con la esfera de lo sensible, un vaivén entre concreción y abstracción que agrietaba la superficie lisa de los discursos de legitimación del poder.
Poco a poco, los grupos de mujeres salieron de la inocencia, esa prisión en la que la sociedad las tenía confinadas y de la cual el separatismo se avergonzaba en hacerlas salir. Hacía falta liberarse de la imagen de la “madre mortífera” (L’erba voglio, n° 15) que alimenta pero devora, imagen a la vez de la devoción hacia el prójimo y de la heteronomía, de aquella que renuncia a la violencia pero la ama en el hombre por procuración otorgada y contra sí misma.
Acerca de las relaciones en los grupos de mujeres, leemos en 1976: “Excluyendo la agresividad todo se conserva puro en la superficie, incluso si en el interior de nosotras, entre nosotras, en profundidad algo se vuelve cada vez más amenazante; ¿lo que se queda afuera no será por casualidad algo reprimido y prohibido desde siempre a las mujeres? Las mujeres son tiernas, todo el mundo lo dice, ¿debemos escuchar lo que todo el mundo dice, o bien lo nuevo y extravagante que sucede entre nosotras?” (No creas tener derechos)
Contra la madre mortífera surgía la idea de la “madre autónoma”: “Para decirlo más sencillamente, existe un miedo femenino a exponer el deseo propio, a exponerse con su deseo, que lleva a la mujer a pensar que los demás impiden su deseo, y es así como ella lo cultiva y lo manifiesta, como la cosa que le es negada por la autoridad exterior. En esta forma negativa el deseo femenino se siente autorizado a expresarse. Pensemos por ejemplo en la política femenina de la paridad, llevada por las mujeres que jamás se hacen fuertes por una voluntad propia sino sola y exclusivamente por lo que los hombres tienen para ellas solas y que les es es negado.” (No creas tener derechos)
Sin embargo, el fantasma de una infancia angustiosa, imposible de echar fuera, continuaba acosando las relaciones entre mujeres. “He experimentado una envidia insensata —cuenta Lea, implicada en la experiencia de los grupos de mujeres— por mis amigas que volvían de Portugal [en ese entonces, en 1975, estaba en curso una tentativa de revolución social en Portugal], que vieron ‘el mundo’, que guardaban una familiaridad con el mundo. Me sentí extraña por su experiencia, pero no indiferente. La consciencia de nuestra realidad/diversidad de mujeres no puede volverse indiferencia al mundo sin sumergirse de nuevo en la existencia… Nuestra práctica política no puede provocarnos el daño de reforzar nuestra marginalidad. ¿Cómo salir del punto muerto? ¿El movimiento de las mujeres tendrá la fuerza y la originalidad de descubrir la historia del cuerpo sin dejarse tentar por el infantilismo (refuerzo de la dependencia, omnipotencia, indiferencia al mundo, etc.)?” (Sottosopra, n° 3, 1976)
A partir de 1975, numerosas librerías de mujeres eran abiertas en todo Italia siguiendo el ejemplo de la Librairie des femmes parisina; y centros de documentación y bibliotecas de mujeres surgían también. Cuanto más tomaba forma la alternativa, más aumentaba la moderación y la “satisfacción de sobrevivir” se volvía predominante.
La riqueza del movimiento italiano, que radicaba en apostar sobre prácticas de subjetivación que se desvinculaban del miserabilismo antes que sobre el psicoanálisis y la función terapéutica de la agregación, ahora se giraba contra él. La historia de la Casa de Col di Lana abierta en la primavera de 1976 describe un fracaso considerable: “Cuando la Casa fue arreglada —cuentan las protagonistas—, las mujeres vinieron a montones. Durante reuniones enormes, el miércoles por la tarde, la sala principal se encontraba llena. Pero pronto fue claro que este lugar más grande y abierto ni siquiera funcionaba para la confrontación política extendida. Sus dimensiones no hacían otra cosa que ampliar el fenómeno de la pasividad de muchas reuniones de pequeño número. Siempre que la sala se llenaba de 150 a 200 mujeres, se ponían a hablar de la lluvia o del buen tiempo de la manera más agradable, como lo hace una clase de mujeres en espera del profesor. Ese estado de espera a medias paraba cuando una u otra, pero eran siempre las mismas, pedía comenzar el trabajo político por el cual se encontraban reunidas. El trabajo avanzaba con las intervenciones de una u otra, siempre las mismas, una decena aproximadamente, y las demás escuchaban. No había modo de cambiar ese ritual. Si ninguna de las diez comenzaba el trabajo, las demás continuaban parloteando con la misma vivacidad. Si, una vez que el debate había comenzado, ninguna de las diez retomaba la palabra, reinaba en la enorme sala un perfecto silencio. Los temas debatidos eran igualmente impotentes para agitar la situación. Al final, como es fácil imaginar, ningún tema tenía ya razón de ser discutido salvo la situación misma que se había creado ahí y la tentativa de descifrarla. Pero ni siquiera este tema tuvo ningún efecto de transformación. Fue planteado y discutido por las mismas diez que hablaban ante la presencia inevitablemente muda de las demás. Era un fracaso total.” (No creas tener derechos)
La escisión de este gran grupo silencioso de mujeres que ostentaba su simple presencia masiva y enigmática contra la voluntad política de las diez que hablaban, dio lugar a doce comisiones de trabajo en las que el silencio tuvo que ser roto. Esas mujeres explicaron que temían a la conflictualidad política, que la percibían como algo amenazante para la solidaridad entre mujeres y la cohesión de lo colectivo, en resumen, para su nuevo equilibrio subjetivo. Esas mujeres se habían efectivamente subjetivado, pero de una manera paralizante. Su práctica constructiva, hecha de discurso y de transmisión de un saber distinto, a fuerza de nunca enfrentarse a lo que la contradecía se veía sin palabras y sin ninguna curiosidad. Lo que esas mujeres temían perder al exponerse, lo habían perdido ya desde hace mucho tiempo: la unidad protectriz que querían a todo precio preservar había muerto por su temor a modificarla, ellas no tenían ya nada que decir, habían recomenzado a sobrevivir en el margen, situación que su encuentro tenía supuestamente la intención de sacarlas. “El colectivo, si hemos comprendido bien, no era por consiguiente el lugar de existencia autónoma posible, sino el símbolo vacío que las mujeres tienen de dicha existencia.” (ibíd.)
El temor a regresar a la dependencia del hombre volvía poco exigentes las relaciones entre mujeres, las nivelaba desde abajo: toda divergencia se volvía un peligro. Ahora bien, una política que sólo contamina a un solo sexo no contamina. Las prácticas sucesivas de la librería de las mujeres de Milán iban en una dirección que pretendía oponerse a ese inmovilismo mediante la asunción de las discrepancias entre mujeres. La práctica de confiarse a una “madre simbólica” se volvió el centro de su acción y de su relación. La “mujer más grande que yo”, que supuestamente constituye la mediación infranqueable y más fiel con el mundo, reabsorbía el diferencial de poder al encarnarlo. La autoridad era juzgada legítima porque sacaba a las mujeres de una falsa sonoridad generadora de neurosis e inmovilismo. La fase extática del feminismo diferencialista se volvía a cerrar sobre la madre autoritaria.
El rechazo de la hipótesis represiva no desemboca, aquí, en su consecuencia lógica: el abandono del separatismo y la hipótesis mixta. Pero ¿por qué entonces, si es esta última perspectiva la que consideramos, conservar el nombre de feminismo y no sumergirlo en el pensamiento del género o en la teoría queer?
Por varias razones: la primera es que los movimientos de mujeres nunca han sido movimientos de minoría: las mujeres, es bien sabido, son numéricamente mayoritarias sobre el planeta; la segunda es que las mujeres, por su muy larga ausencia en la escena del saber y del arte, fueron civilizadas de manera imperfecta, sin trascendencia propia, y por esta razón siguen siendo portadoras de una potencia política por venir: fueron integradas a la gestión y al capitalismo, pero no realmente a sus formas políticas.
La tercera es que el cuerpo de las mujeres junto al de los niños, más aún que al de los homosexuales o de los transexuales, es el cuerpo biopolítico por excelencia, el objeto de inversión de la calibración ciudadana y de la publicidad, el soporte por excelencia de la escritura del deseo mercantil.
La cuarta razón es que las mujeres se deconstruyen en cuanto mujeres desde hace ya mucho tiempo, pero esto no basta para mantener la promesa de una práctica política de libertad que una medio y fin: “En tanto una mujer exija reparación de un daño, sin importar lo que ella obtenga, no conocerá jamás la libertad […]. La libertad es el único medio para alcanzar la libertad.” (No creas tener derechos)
“Hemos observado durante 4000 años. No importa, ¡ahora hemos visto!”
Manifesto di Rivolta femminile, 1970
Si es cierto, tal como fue escrito, que la pasteurización de la leche contribuyó a dar la libertad a las mujeres más que las luchas de las “sufragistas”, entonces hace falta hacer que esto ya no sea cierto. Y lo mismo tiene que ser dicho sobre la medicina que redujo la mortalidad infantil o inventó los productos anticonceptivos, o sobre las máquinas que han hecho más productivo el trabajo humano, o sobre los progresos de la vida social que han conducido a los hombres a no seguir considerando a las mujeres como unas criaturas de naturaleza inferior. ¿De dónde viene esa libertad que me es entregada en una botella de leche pasteurizada? ¿Qué raíces tiene la flor que me es ofrecida como un signo de civilización superior? ¿Qué soy yo, si mi libertad se debe a esta botella o a esta flor que se me ha puesto en la mano?
No se trata tanto de la cuestión de la precariedad del don, incluso si es una circunstancia cuyo origen no debe ser descuidado. Es preciso encontrar al origen de la libertad propia para tener una posesión segura de ella, lo que no quiere decir un goce garantizado, pero sí la certeza de saber reproducirla incluso en las condiciones menos favorables.
No creas tener derechos
¿Qué es un testigo modesto? Según Donna Haraway es alguien cuya invisibilidad para sí mismo es elevada a la dignidad de instrumento epistemológico.
El universalismo occidental vivió con el mito del ser neutro productor de verdad, dándose así las armas de una opresión innombrable, creando una relación de fuerza para la cual el vocabulario del saber existente no podía proporcionar palabras. El borramiento del sujeto y el surgimiento del Bloom son los efectos sísmicos de un sistema de saber-poder que durante milenios se fundó a sabiendas sobre la ficción del “yo transparente”, aquel que se puede componer con el modelo del saber tecnocientífico sobreponiéndose en él sin nunca ser cuestionado por su discurso, como una máquina de guerra inocente.
En esta configuración, la subjetividad no existe ya sino a título de existencia lírica e inofensiva al margen de la objetividad técnica omnipotente; las particularidades de cada persona, pero más aún las consecuencias políticas de su ser-cuerpo y de su tener-lugar, ya sólo son preocupaciones de esteta ocioso frente a un saber-poder que ataca con perfecta mala fe la idea misma de una integridad psico-física humana.
El antihumanismo más salvaje de las ciencias “humanas”, por ejemplo, está a años luz de retraso frente a la medicina que cura al hombre vivo a partir del paradigma anatómico del cadáver, que sólo ve cuerpos parcelados, enfermedades mentales orgánicamente tratables, fenómenos de inmunodeficiencia ligados probablemente a una falta de gratificación del sujeto… La ética que proporcionaría un sentido político al hecho de estar en el mundo, o de no estar más en él, se disuelve en el ácido suprapotente del biopoder; la vida orgánica asexuada vuelta heterónoma bajo efecto de un entorno tóxico, se convierte en el objeto ininterrogable del poder de hacer vivir y hacer morir.
Encontrar un sentido a una vida que pertenece a las sondas, a los microscopios y a los espéculos de manos ajenas, a los artefactos desapasionados de la ciencia, es en lo que viene una urgencia política central. Es a través de estos cuerpos que nos fueron arrancados por la biopolítica como si estuvieran condenados a una resurrección clínica independiente de nuestros actos y elecciones, y a veces incluso contrario a ellos, que el feminismo extático quiso liberarse primero. Respondió al chantaje de un deseo unívoco que ignoraba su placer mediante un discurso crudo sobre la anatomía femenina, relegada hasta los años sesenta a lo unívoco de los murmullos, a la penumbra de los confesionarios y las recámaras, entregada a la tortura de los abortos clandestinos.
El pudor ha sido sin duda el dispositivo de dominación más fino con el que las mujeres han tenido que vérselas, ya que se trata de un sentimiento de sí inculcado desde el exterior pero cuya prueba performativa de existencia consiste en ser reproducido por el sujeto mismo que lo padece. La vida privada se vuelve entonces el refugio seguro contra la amenaza desocializante de la vergüenza.
Ser para sí misma la fuente posible de un deshonor aplastante cuyos mecanismos de producción son incontrolables ha sido el chantaje que el deseo patriarcal ha hecho pesar sobre las mujeres en medio de su cuerpo. Todo disfuncionamiento o síntoma dudoso, toda impudicia o manifestación de deseo heterodoxo de ese cuerpo que a todo precio tenía que ser dócil, ha sido reprobado como moralmente inaceptable.
El cuerpo de la mujer, con su funcionamiento hormonal delicado, con su placer complejo que un silencio envilecedor rodeaba, ha seguido siendo a pesar de todo el continente negro de toda buena intención emancipadora. Lo que la civilización ha hecho al cuerpo de las mujeres no es diferente de lo que ha hecho a la tierra, a los niños, a los enfermos, al proletariado, en pocas palabras, y por consiguiente, a todo aquello que no tiene el permiso de “hablar”, o encima, a aquello que los saberes-poderes del gobierno y de la gestión no quieren escuchar, y que acaba de este modo relegado a la exclusión de toda actividad reconocida, al papel de testigo. ¿Pero cuál es la diferencia entre el testigo modesto que vehicula, al mismo tiempo que se borra detrás de una pretendida objetividad científica o económica, relaciones de poder “ineludibles” en el interior de su sistema teórico, y ese otro testigo mudo, marginal, del que no se sabe que habla porque principalmente es necesario saber no escucharlo? La diferencia reside todavía del lado del cuerpo. El hombre del saber-poder “objetivo” esconde su existencia psicosomática sexuada y débil cuando delega el monopolio de la violencia a una policía que puede ensuciarse las manos igual que alimenta la ilusión contradictoria de la incorporeidad humana en nombre de la cual los demás cuerpos pueden aparecer como objetos ajenos, emotivamente indiferentes. Desarrolla su anestesia sensual para ejercer mejor el conocimiento en medio de las prótesis técnicas, erige la separación como condición de objetividad y su falta de intimidad con sus semejantes como deformación necesaria profesional.
El cuerpo de los excluidos del discurso, en cambio, es un cuerpo hablante y no escuchado, que tiene como característica central buscar reducir la separación, ya que ésta sólo es para él fuente de fragilidad y nunca instrumento de poder. Es el testigo que se disuelve y muere con el objeto de su testimonio, el mismo que no es capaz de extraerse del vientre de la dominación sin morir, que no cuenta con la distancia que permite al sujeto sostenido por la institución (única condición en la que existe el sujeto idéntico a sí mismo) fingir una extrañeza en relación al horror del mundo, recortar un espacio limitado a su complicidad con el desastre.
El testigo que no entra en el modelo de discurso autorizado por el saber-poder es la figura paradójica de la culpa y la impotencia; su cuerpo y su estar-ahí sólo producen ambos el grito inarticulado de quien, diciendo “yo”, busca realmente designarse y miente de tal modo y se adhiere del lado de los culpables.
No existe virginidad alguna del lado de los oprimidos, de los excluidos de la historia, ya sean mujeres, minoría o clase; al contrario, el oprimido es aquel que no tiene otra opción que participar en la máquina de dominación, es incluso su producto más dependiente y el menos capaz de autodeterminación.
Es en la ruptura del juego significante, que la ofensiva permanente sostiene para hacernos identificar con nosotros mismos, que pueden desprenderse perspectivas para una práctica de libertad. Lo que es preciso combatir es nuestra desconfianza última a dejar hablar a los cuerpos sufrientes sin encadenarlos a un “yo”, pues es justamente sobre este encadenamiento que la dominación toma apoyo, negándolo cuando reivindica la independencia y volviéndolo a hacer funcionar cuando deja a la vista la toxicidad de una vida situada bajo el yugo del gobierno.
Lo que es preciso callar es el discurso del biopoder, sobre nuestro sufrimiento al igual que sobre nuestro goce. Toda práctica de libertad parte de ahí.
Lealtad efímera, coherencia imposible
La imagen femenil con la que el hombre ha interpretado a la mujer ha sido una invención suya.
Manifesto di Rivolta femminile
…y en la idea de hombre no hay ninguna mujer.
A. Cavarero, A pesar de Platón
Las imágenes deben su eficacia a su sentimentalismo epistémico.
B. Duden, El cuerpo de la mujer como lugar público
Me he entretenido en pensar, en las tardes de distracción, las veces que he puesto y quitado la mesa ¡Me ha salido la cifra de diez mil novecientos cincuenta! ¡Diez mil novecientos cincuenta veces en diez años! Si calculas que en cada operación debo poner y quitar un promedio de seis platos, dos cazuelas, dos fuentes, seis piezas de cubiertos, cuatro vasos, dos servilletas, el mantel, el salvamantel, dos botellas de bebida, el frutero, dos cucharas para servir, el pan y su cuchillo —y todo eso en un día ordinario, sin invitados ni comida especial— resulta que por lo menos he de hacer siete viajes de ida y otros siete de vuelta del aparador y la cocina a la mesa. Estos movimientos tres veces al día —aunque el desayuno no es tan completo en cambio no he contado el servicio del café por la tarde y por la noche— suman veintiuno cada día, por trescientos sesenta y cinco años al año son siete mil seiscientos sesenta y cinco, por diez años de matrimonio, setenta y seis mil seiscientos cincuenta... Si fuese albañil y hubiese puesto el mismo número de ladrillos tendría construidas unas cuantas casas… Yo en cambio no he construido nada… como si hubiese arado en el agua… esta noche tengo que volver a empezar, y mañana y pasado y siempre…
L. Falcón, Cartas a una idiota española, 1975
El primer impulso que me surge con esta lectura es un rechazo: rechazo aceptar como cierta la teoría de que nosotras, las mujeres, hemos vivido y continuamos viviendo instrumentalizadas y manejadas por el hombre y por su historia. Me doy cuenta de que con esta protesta busco una defensa, pero al menos reconocemos que esto puede ser dramático para una mujer llegada ya a la mitad de su recorrido en la vida, y que siempre ha creído actuar por lo mejor, escucharse decir (yo traduzco el concepto): “tú te has tropezado con todo en la vida; los valores que creías justos, como la familia, la fidelidad en el amor, la pureza, incluso tu trabajo de mujer en el hogar: todo mal, todo resultado de una sutil estrategia transmitida de generación en generación por una explotación continua de la mujer”. Lo repito: hay de qué quedar estupefacta.
Mujer que entró a la escuela nocturna para pasar su titulación en Italia, tras su encuentro con las militantes feministas en 1977 (extracto de No creas tener derechos)
La homosexualidad masculina tuvo una reputación revolucionaria debido a que no jugaba el juego de la sublimación civilizadora exigida por el pacto social entre hombres. Los homosexuales masculinos tomaban la política al pie de la letra: si es un asunto de hombres, quedémonos pues entre nosotros, sin molestias. Esto es algo que no solucionaba las rivalidades viriles; creaba la hetería, la gran fraternidad que se libera del paternalismo con una risa maliciosa. Pero esto tenía todavía que ver con el pacto social, era de alguna manera su radicalización, incluso si implicaba efectos de poder y corolarios del deseo totalmente diferentes.
El verdadero bicho raro, se sostuvo, era la homosexualidad femenina, verdaderamente desleal, en lo que a ella respecta, pues se sustraía a la vez del deseo masculino de paternizar y del deseo femenino de dar a luz [enfanter]. La mujer homosexual viene de un país lejano, de una isla, Lesbos; el mar fue puesto entre ellas y el resto del mundo; llegaron súbitamente, por otra parte, ¡no crecieron en nuestras familias si no son edípicas o si no quieren hijos!
Existe, por lo tanto, una lógica en la creación de un universo de deseo lésbico en el interior de los movimientos feministas, pero la experiencia italiana de las librerías de las mujeres se encontró bastante rápido en las manos de las contradicciones que surgían del mito de la “tranquilizadora extranjería”, último truco del inconsciente colectivo para encerrar a las mujeres en la culpa blanca. O el extranjero se integra a la otra cultura, o representa el no-derecho en calidad de agravio: no está en su lugar.
La construcción de otra normalidad, incluso desviada, no nos surge del punto muerto presente. El deseo puede cambiar de ala, el poder lo acompaña con una censura productiva nueva, con otra arbitrariedad. El “liberalismo” imperial se adecua muy bien, de hecho, a la anomia y la perversión; las contradicciones del viejo mundo heteronormado entran por la ventana de su exterior. La cuestión no es ya la cuestión de la forma del deseo en sí, sino de su funcionamiento en el seno de todo aquello que se opone a la dominación presente.
No se trata de pensar la sexuación contra los vínculos sociales, sino contra la sociedad: el deseo en sí carece de autonomía. Como escribe por ejemplo Léo Bersani en contra de los lugares comunes más gastados sobre el sadomasoquismo: “Suponiendo que la reversibilidad cuestionara asunciones sobre el poder que se reparten ‘naturalmente’ en un sexo o una raza, lo que se puede decir es que los simpatizantes del sadomasoquismo tienen una actitud extremadamente respetuosa hacia la dicotomía dominación/sumisión en sí misma.” (Homos)
Abandonar el terror de la conformidad al igual que el chantaje del anticonformismo es el único a-moralismo posible en el seno del biopoder.
Si el deseo del Bloom no revela ninguna verdad última acerca de la opresión o la libertad, en cambio permite o no permite desubjetivaciones, incrementa o disminuye la potencia colectiva. Y puesto que el biopoder nos toma por los cuerpos, es por los cuerpos que podremos liberarnos de él, exponiéndolos a la violencia, al peligro, al placer, fuera de la ley y de su transgresión, en el espacio que ocupa la dominación de nuestros días.
Sebben che siamo donne paura non abbiamo
A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo
“¡A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo!” cantaba todas las mañanas, apenas levantada, una de las amigas con las que compartíamos la casa de nuestras arronzadas vacaciones invernales, agitando a los hijos pequeños hasta que éstos se convirtieran en adolescentes. Cantaba hincada para recoger mallas y calcetines, para atar las botas o barriendo alegre la habitación. “!Al menos no trines!” le decíamos para frenarla. “¡Canta la canción de lucha de las transplantadoras mientras iluminas la vida de los demás!” Alzaba la cabeza y sonreía como para excusarse del humilde entusiasmo que la movía, pero sus ojos brillaban de inteligencia, de alegría consciente. El Sesenta y ocho estaba lejos de venir y con esas palabras ella cantaba la libertad duramente conquistada, la fiereza de las ideas, la satisfacción de la investigación a la cual se dedicaba en el tiempo recortado entre el trabajo, la escuela y los cuidados de la familia, cantaba por fin el placer de esos días de vida coral, de contacto, más allá de lo habitual, con los mismos niños e incluso al precio de continuos minutos de servicios.
Luisa Adorno, Sebben che siamo donne
El hecho de que “machista” y “feminista” designen, según el filtro generalizado de lo politically correct, realidades respectivamente negativas y positivas, tendría ya que darnos razón de lo absurdo de la alternativa. Toda perspectiva dualista es un policiaje que se camufla, del mismo modo en que la construcción de una automitología negativa es sólo el pretexto para abandonar el campo de batalla sin siquiera haber sido abatido, y sin tener la apariencia de huir. El problema al que han sido históricamente confrontados los feminismos radica en que criticar la civilización exige más autocrítica que denuncia, más introspección que tribunales populares.
Quien a la fecha sigue erigiendo a las mujeres contra los hombres permanece prisionero de las antinomias de la sociedad tradicional, juega con abstracciones vacías, sólo se dedica a incrementar la culpabilidad y la confusión. Quien equipara a la madre de diez años con ablación de Malí con la titular de algún ministerio en Occidente sobre la base de su común pertenencia a un “sexo oprimido” razona en el interior del recorte significante de la dominación que pretende combatir, forcejea dentro de contradicciones accesorias en relación a la contradicción central: ¿qué hace de alguien un “hombre” o una “mujer”? ¿De qué modo el destino de un sujeto es un “destino anatómico”?
La cuestión es la de la de/re/construcción de la identidad. Si no queremos encadenar al oprimido a su condición, si por tanto la consideramos a ésta como contingente, ¿desde dónde vemos la potencia? Desde el interior, tan simplemente.
Si bien es cierto que la relación de fuerza modifica la identidad de los sujetos implicados, y que es esto, y no lo que permanece sin cambios, lo que es decisivo sobre el plano político, entonces la tentación esencial se aleja.
“Llenando un formulario —escribe Teresa De Lauretis— la mayoría de nosotras, las mujeres, marca sin duda la casilla F antes que la M. Difícilmente se nos ocurre marcar M. Sería como hacer trampa, o peor, no existir, borrarse del mundo. […] Desde la primerísima vez que hemos puesto una marca a la F del formulario, hemos entrado de manera oficial en el sistema sexo/género, y nos hemos vuelto mujeres en-gendradas: lo cual significa no solamente que los demás nos consideren como hembras, sino que a partir de ese momento nosotras nos representamos como mujeres. Entonces yo me pregunto: ¿no podría decirse que la F que marcamos llenando el formulario, se nos ha pegado encima como un vestido húmedo? O que mientras pensábamos que estábamos marcando la F en el formulario, ¿de hecho era la F quien estaba marcándonos?” (Tecnologías del género. Ensayos en teoría, película y ficciones, 1987). Una mujer no es más una mujer de lo que un gato es un gato. Y es a partir de esta contingencia misma que es preciso volver a escribir, volver a vivir, volver a contar la historia de las mujeres, hasta que deje de haber todo eso, historia separada, departamentos, guetos. El abandono del resentimiento previo a toda hipótesis mixta no puede ocurrir en el seno de una visión binaria (varones opresores/mujeres oprimidas o viceversa) ni en la dialéctica (la contradicción se resuelve en la mediación = integración de las mujeres en la idea de “mujer”).
Lo que es importante en el feminismo extático no son las mujeres (ni los hombres, por lo demás) sino el deseo de autonomía que ha tenido la desvergüenza de surgir contra toda convención social, familiar, económica y psicológica.
El hecho de decir que la sociedad, y no sus contradicciones, plantea problema, abre una perspectiva mucho más grande que la cuestión de la sexuación concebida separadamente de una perspectiva política ofensiva. El horizonte de la hipótesis mixta es el de la guerra partisana, una guerra en la que hombres, mujeres y niños practican una forma de disciplina no militar, reapropiándose la violencia, instalándose en la duración para liberar espacios materiales y no tan materiales. Este tipo de articulación de la lucha desbarata al mismo tiempo la disciplina y la autoridad, traza un horizonte diferente tanto a aquel de la “casa de los hombres” como a aquel del separatismo.
Género
El poder produce clasificando y clasifica produciendo; toda taxonomía esta encaminada a la acumulación, a la creación de disponibilidades. El género no es el sexo; su cuidado no es anatómico, sino cinético. Su función epistemológica consiste en volver legible el vínculo que existe entre las prácticas sexuales de cada persona, su autorrepresentación como ser sexuado, y su consecuente existencia relacional, su forma de conocer el mundo y de atribuir sentido a los seres, a las cosas, a las situaciones.
El género no es una realidad ni algo natural o dado, sino un instrumento de conocimiento y de deconstrucción. Ninguna identidad puede ser fabricada partiendo de aquí, ningún “nacionalismo sexuado” puede nacer de este enfoque. El objetivo es hacer visibles las tecnologías políticas de gestión de los deseos, de los cuerpos y las identidades para modificarlas o hacerlas estallar.
Esto cambia muchas cosas en el romanticismo de los viejos feminismos: no son las buenas madres, ni las malas esposas, ni las lesbianas, ni las histéricas, ni las ninfómanas, el sujeto revolucionario prefabricado que ha de llevar la delantera. O bien, son ellas también, pero no en cuanto tales. El sujeto de las prácticas de libertad está por ser construido en nuevas relaciones, comenzando por prácticas ofensivas.
Si la mediación cultural y política fue colonizada por medio de la ficción del sexo masculino (y de la raza blanca), es preciso ahondar en lo no-dicho y en el silencio: tal será el primer acto de ludismo contra las tecnologías de género. Lo que tenían en común el feminismo extático y las luchas de los obreros, era su silencio. Los oprimidos no tendrían, pues, nada que decir al poder. Por consiguiente, el parentesco entre la práctica y la política sería más estrecho que aquel entre la política y el discurso. La libertad prescinde de la habladurías. No necesita indicar su objetivo, es para sí misma su medio y su fin.
Liberados de la obligación de hablar, de explicarse, tal vez las mujeres y los plebeyos nunca han dado un paseo por los jardines ordenados e imperfectos de la metafísica o de las ciencias “humanas”, pero han practicado una política del gesto.
Robar, golpear, trabajar o hacer la huelga son actos políticos que hablan por sí mismos y no necesitan traducción, son autoevidentes, vehiculan un sentido inmediato que condiciona la presencia tanto como el estado de ánimo. Exactamente igual a como cocinar, educar a los hijos, amar o no a su marido son otros tantos discursos que el poder hace pasar por ruidos de fondo.
La Grieta
Basta con hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritas para adivinar que el autor era objeto de críticas; decía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines conciliadores. Admitía que era “sólo una mujer” o protestaba que “valía tanto como un hombre”. Según su temperamento, reaccionaba ante la crítica con docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No importa cuál, estaba pensando en algo que no era la obra en sí. Desciende su libro sobre nuestras cabezas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas las novelas escritas por mujeres que se hallaban desparramadas, como manzanas picadas en un vergel, por las librerías de viejo londinenses. Las había podrido esta fisura que tenían en el centro. Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión ajena.
V. Woolf, Una habitación propia
Las cosas más desconcertantes no son las que nunca se supieron antes, sino las que primero fueron conocidas y después olvidadas.
No creas tener derechos
Fitzgerald lo llamaba la grieta. La grieta no es ni la enfermedad social ni la epidemia, ni la miseria de masas ni el descontento. La grieta es también, como este texto, un asunto impersonal en el tiempo de la impersonalidad de masas. Concierne a la singularidad; es la enfermedad inclasificable de las idiosincrasias, la afección de la forma-de-vida en cuanto tal, que depende de la complicidad que no se consigue establecer con el mundo, o que se renuncia a buscar. Mediante las aprobaciones, las resistencias, las derrotas y las victorias, la grieta se alarga, se remata, se profundiza en nosotros, desde la superficie alcanza el fondo de la carne y compromete o preserva la salud del cuerpo. La armonía o la disonancia entre la civilización y nuestro destino da dirección a la grieta: los hombres y las mujeres se agrietan de manera diferente. Pero éste es un efecto, no una causa de su subjetivación.
La diferencia entre las formas-de-vida está estrechamente ligada a la diferencia de sus grietas. Una aproximación materialista quiere que un cuerpo de mujer sea distinto de un cuerpo de hombre, pero una aproximación esencialista quiere de igual modo que el modo en que estos cuerpos son habitados es lo que determina su identidad sexual. Cuestión de “género” pero también de revuelta.
¿Qué ha hecho el poder para conseguir someter a una norma única de deseo y a un catálogo definido de transgresiones a tantos cuerpos con pulsiones desordenadas e inclinaciones realmente diversas?
Historia de una represión cotidiana a través del envilecimiento y los microdispositivos, a través del desaliento familiar y el encarcelamiento, a través de la marginalización y la criminalización. A través de la imposición continua de una coherencia identitaria en relación a fisiologías que no tenían una, hasta hacer de ellas “hombres” y “mujeres”.
Y sin embargo.
Yo no cuento la historia de la grieta de las mujeres como una historia de opresión ni de emancipación: las mujeres han ocupado, ciertamente, un lugar subalterno en el seno de la circulación de los poderes oficiales en Occidente, pero ellas no son una clase ni un grupo social homogéneo. Además de esto, esa manera de mantener la distancia al mismo tiempo que se está adentro, de vivir con la lengua cortada en un universo que siempre ha tratado bien la diferencia “femenina” al mismo tiempo que hace como si la ignorara o que solapa el miedo que suscita, todo ese chantaje que las “mujeres” en cuanto categoría cultural habrían aceptado pasar, no es un escándalo que apele la venganza ni una opresión que demande justicia, sino una relación social de “género” que estructura nuestras identidades.
En el estremecimiento social que ha sido el feminismo ha habido, de manera incuestionable, algo que cuestionaba los dispositivos de subjetivación que hacían de las mujeres unas mujeres (es decir, unas madres-esposas o unas locas-putas), algo profundamente ajeno al delirio de las cuotas o a la cogestión de la falocracia y de su cortejo de neurosis.
Las corrientes del feminismo que han partido de esta constatación son las mismas que más se han alejado del marxismo, acusándolo de no haberse acercado a los problemas entre hombres y mujeres, o bien, diríamos, de no haber permitido que hombres y mujeres se subjetiven de un modo distinto, que los deseos tomen otras formas que el deseo de familia o de pareja. El posible que emerge de esta manera de plantear la cuestión constituye por sí solo otro plano de lo político, en el cual la mediación estatal es cuestionada y el funcionamiento de las relaciones de fuerza es visto y descrito en todas sus consecuencias, incluso aquellas que, sin tener una función supuestamente estratégica, sólo hacen superficie en las conversaciones confidenciales o en el folclor de los hechos diversos. Esta aproximación es la de un feminismo que he calificado como extático porque busca salir de su combate para contaminar lo demás, porque mina la base misma que lo origina: la identidad socialmente constituida de hombres y mujeres, la ficción universalista de lo humano.
Entre hombres y mujeres no existe ninguna igualdad posible, exactamente igual que entre hombre y hombre o entre mujer y mujer. La superficie lisa de la aritmética abstracta que funda la ilusión de la democracia no imposibilita agrietarse bajo la evidencia de diferencias éticas irreductibles, bajo la arbitrariedad de las afinidades electivas, bajo la sospecha de que la circulación del poder es una cuestión de cualidad que se encarna, de que el poder pasa a través de los cuerpos.
En su curso de 1980-1981, Foucault explica cómo a partir de ahora la cuestión del gobierno es la cuestión de la conducta de las conductas. El poder se vuelve, por tanto, un bio-poder, puesto que da forma a las vidas que gestiona; para hacer esto debe tener una influencia sobre los cuerpos, que son aquello que individualiza y separa a los seres, y por medio de estadísticas y observaciones debe actuar sobre los deseos que éstos encierran.
El dominio del deseo del otro es, en efecto, aquello que hace de éste el verdadero esclavo, pues ninguna emancipación, que no sea la emancipación de tal deseo de emancipación, podrá sacarlo de las relaciones de fuerza donde forcejea. Este mecanismo, que se ubica, por otra parte, en la base de la sociedad mercantil, ha hecho históricamente de las mujeres una masa humana vibrante de sufrimiento y de rabia en contra de las fábulas de felicidad conyugal y maternal que las deseaban risueñas en una circulación de afectos lisa y llanamente inexistente en la realidad vivida.
Cada polarización ética, cada forma-de-vida, no es más que el resultado de la adhesión a un relato sobre la felicidad, relato a menudo mudo pero implícito en el tejido de las prácticas que nos rodean: una cuestión de transmisión. Los seres se mueven hacia la dirección fantaseada de la alegría y la libertad, y si se cruzan en esta trayectoria, comparten un trozo de camino. Las insurrecciones son los momentos en que la curiosidad por otros itinerarios se extiende a colectividades de paseantes y en que los mecanismos de subjetivación se ven asfixiados o trastornados. La cinética de los deseos sabiamente regulados se altera, los destinos singulares se comunizan contra el imperativo de conformidad. La potencia se vislumbra entonces en la pantalla de nuestra ecografía, pero escapa al panopticón de la dominación y esto no es una casualidad; la tecnología de la resonancia que dio lugar a la ecografía actual nació para la guerra submarina y se fuga a continuación desviada hacia otro uso, mientras que el panopticón sólo sirve a un solo régimen de visibilidad: el de la vigilancia. La guerra y sus tecnologías pueden devenir partisanas, y por lo tanto mixtas y no exclusivamente guerreras, la disciplina, por su parte, permanece masculina, como relación de conjuración con la potencia, con la libertad.
Histéricas y abogadas
—Es así: las mujeres sólo han tenido falsas noticias sobre el amor. Muchas noticias diferentes, todas falsas. Y experiencias inexactas.
Sin embargo, siempre confianza en las noticias, no en las experiencias. Es por esto que tienen tantas cosas falsas en la cabeza.
[…]
—Verás —dice Mariamirella—, tal vez te tengo miedo. Pero no sé dónde refugiarme. El horizonte está desierto, sólo estás tú. Eres el oso y la cueva. Es por esto que me quedo acurrucada en tus brazos, porque tú me proteges del miedo que te tengo.
I. Calvino, Prima che tu dica pronto
En el momento de las discusiones referentes a la ley sobre la violencia sexual en Italia, fue para todos evidente que, contrariamente a lo que sugerían sus intereses opuestos, existía una íntima solidaridad entre la histérica mistificadora y la jurista, que ambas sufrían de lo mismo: falta de reconocimiento, por padecer sin la capacidad de liberarse el asedio del deseo de otro, sin saber oponerle una singularidad lo suficientemente abrumadora y desalentadora como para erigirse como argumento de rechazo. La mujer que finge haber sido violada, que denuncia un crimen que no tuvo lugar, ¿está delirando más que la que se ata a una ley que la niega? La mujer simuladora que cree haber sido violada ¿se equivoca más que la que cree tener derechos? “La simuladora en sentido estricto —escribe Lia Cigarani— revela algo que todas nosotras somos, incluso cuando conseguimos controlarnos. Muchas veces el movimiento de las mujeres ha tenido que ver con las simuladoras. Frente a las asambleas éstas se veían obligadas a desmentir su historia, o eran desmentidas por los jueces después del interrogatorio. Pero para los representantes de la ley, la simuladora, la histérica se volverá una enemiga. En efecto, la histérica, inventando un crimen, se burla de la ley. Y todo termina en el ridículo. Los más afectados por la burla son, evidentemente, las mujeres que creen en la ley. […] Y frente a esto, ¿cuál debe ser nuestra atención, nuestra práctica política? ¿La de comprender el mensaje de la histérica (de aquella que parece sostener la ley y el deseo del hombre pero a través de la deformación y el teatro los niega) o castigarla porque nos hace quedar mal?” (La violación simbólica, en Il Manifesto 20/11/79)
En el sufrimiento de la simuladora se daba, contiguo a la enfermedad mental en su incodificabilidad, la expresión de un rechazo a su propia esclavitud tan impulsada que apenas podía reconocerlo como existente. “Era falso —se lee en No creas tener derechos— pretender abordar la contradicción entre los sexos interviniendo en el momento patológico de la violación y aislándolo del conjunto del destino femenino, de sus formas ordinarias, ahí donde se consume la ‘violencia invisible’ que despoja al sexo femenino de su unidad viviente de cuerpo-mente.” La forma de dominación que coloniza los afectos produce en sus sujetos una imposibilidad para servirse de los sentimientos propios como de instrumentos hermenéuticos, para desconfiar de uno mismo buscando salir del terreno familiar minado. Muy a menudo, esos sujetos chocan con la incapacidad de encontrar un espacio para una insumisión tan radical que acaba siendo percibida como desleal por aquellas y aquellos mismos que deberían unirse a ella. Pero, continúa Cigarani, “¿en el momento en que me encuentro en un proceso, que me da la posibilidad de reaccionar a la violación simbólica del juez, del abogado y la ley? […] Esta ley regula una contradicción interna al mundo de los hombres. Hay hombres que tienen un comportamiento desviado respecto a la moral burguesa. En el proceso adviene la regulación de esta contradicción.” (cit.)
La tranquilizadora extranjería del mundo de la ley se convierte, en el momento de la violación, en desesperación, desesperación por la introyección de la interpretación anatómica que nuestra cultura proporciona del destino de la mujer.
Aun si una mujer consiguiera “reapropiarse” los fragmentos de “feminidad” todavía no colonizados por la medicina, el Espectáculo, el machismo tradicional o la religión, ¿qué haría con ellos si sus deseos no siguen, si su inconsciente no se dinamiza a la misma velocidad que su necesidad de liberación? ¿Qué hay que hacer con las mujeres que tienen el “fantasma de la violación”, que experimentan placer siendo violadas?
Para oponerse a la prisión que coincide con su corporeidad, las mujeres incluso han llegado a formular acusaciones contra el deseo masculino en cuanto tal, a rechazar la penetración reapropiándose su lectura más machista, a reivindicar la homosexualidad femenina declarada contra la homosexualidad masculina implícita que el orden patriarcal fundó. Esto entraba en una estrategia contraria a todo aquello que ciertamente había minado, pero también volvió extraordinariamente ricas ciertas experimentaciones políticas feministas, como el rechazo a abrazar cualquier tipo de jerarquía, la voluntad de no darse nombre, prioridad, reglas, afrontando las contradicciones a medida que se presentaran, sin prisa y sin arrogancia, sin anticiparse a ellas y sin canalizarlas. La fuerza del feminismo consistía en no proponer modelo alguno de liberación, sino buscar una libertad coextensiva a la existencia, una forma de vida que fuera también una forma de lucha.
Se daba ahí una indisponibilidad sin precedentes, que sin duda contribuyó a volver muy antipático al movimiento feminista, y que se justificaba afirmando que “la disponibilidad acabó forzosamente por volverse para las mujeres su única condición de supervivencia. Pensar en vivir únicamente al hacer vivir a los demás: parece que las mujeres no tuvieron otro modo de legitimar simbólicamente su existencia. Esto es la condición más dramática y más difícil por modificar.” (Convegno dell’Umanitaria, 1984)
Pero se daba también un poderoso rechazo a la representación política e identitaria que hirió en el corazón a toda la institución demócrata y republicana. Las mujeres que no querían ley sobre la violencia sexual sostenían que “si la representación está institucionalizada, otorgada sobre la base de criterios formalistas como por ejemplo los objetivos inscritas en un estatuto, la solidaridad se vuelve presunción, independientemente de su realidad; la lucha se transforma en ritual y la toma de consciencia se vuelve el banal registro de un dato normativo” (No creas tener derechos).
Papá-mamá y nosotros victorianos
Mucho tiempo después, viejo y ciego, mientras caminaba por la calle, Edipo percibió un olor familiar. Era la Esfinge. Edipo dijo:
“—Quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué no reconocí a mi madre?”
“—Diste la respuesta equivocada”, dijo la Esfinge.
“—Pero fue mi respuesta lo que hizo posible todo.”
“—No, dijo. Cuando te pregunté: quién camina en cuatro patas en la mañana, dos al mediodía y tres en la tarde, tú respondiste el Hombre.
De las mujeres no hiciste mención.”
“—Cuando dices el Hombre —dijo Edipo— incluyes también a las mujeres. Eso todo el mundo lo sabe.”
“—Eso es lo tú crees”, respondió la Esfinge.
Muriel Rukeyser, Myth, 1978
La voz del feminismo extático no es, pues, una voz de mujeres. Su fuerza, fuente de la desconfianza de los grupos políticos revolucionarios mixtos que le preexistían, consiste en plantear no únicamente la cuestión de los medios relacionales de la lucha, sino la del plan(o) de consistencia. En efecto, en él nunca se trató de criticar unas relaciones alienadas en cuanto medios de lucha, como lo hizo por ejemplo el movimiento no-violento, sino de esclarecer de qué modo las volvían ineficaces los prolongamientos de los modos de circulación del poder de la sociedad contestada en las prácticas pretendidamente subversivas.
El conservadurismo social de manada, que sigue caracterizando a numerosas formaciones subversivas, se deriva de un cuestionamiento o rechazo excesivamente esquemático de la economía capitalista. La lectura de clase que no tiene en cuenta el hecho de que en la relación entre sexos se juega otra dialéctica sin amos ni esclavos, se arranca conscientemente los ojos por su complicidad con el objeto que combate.
Es difícil concebir la emancipación del oprimido, justo donde la opresión es una fuente codificada de goce e incluso el único socialmente aceptado.
No es una casualidad que el marxismo suela retirarse púdicamente ante una cuestión tan farragosa como la de la “opresión” al preferirle el término aséptico de “explotación”, con el cual, por supuesto, no corre el riesgo de precipitarse en el psicologismo. Pero el problema es que no existe ninguna objetividad cuantificable de la explotación, pues ésta depende, también, del dominio de lo cualitativo. La cuestión que se plantea no es tanto cuánto se es explotado, sino cómo se es, desde qué punto de vista la explotación es sólo un mecanismo de subjetivación que, una vez destrozado, no queda nada que liberar. Porque la deslegitimación social preventiva de ciertos deseos por parte del poder, vuelve a tales deseos fuentes de una culpabilidad tal que los sujetos apenas siguen siendo capaces de experimentarlos sin autodestruirse. La dialéctica psicológica compleja que hace del reformista el enemigo más peligroso del revolucionario, los opone en realidad basándose en dos aproximaciones distintas del goce; la apuesta revolucionaria es que la indecencia esencial de todo deseo de vida acabará por arrastrarlo a la morbilidad de su represión, que las identidades se elaborarán de modo relacional y contingente y no se establecerán en función de una conformidad social compartida.
El marxismo habla de “falsos deseos” que el Capital nos abastecería, pero no habla de subjetivación; ¿sobre qué base unos cuerpos extraídos de los eslabones identitarios del Estado, o de su contestación especular, pueden entrar en relación? Esto permanece por debajo de las preocupaciones del materialista que atacará la propiedad privada de los cuerpos, la esclavitud, la violencia, para después estamparse con lo inexplicable del sadomasoquismo, del deseo de embarazo, de los clubes de swingers.
Por más que Engels haya dicho que en el interior de la familia la mujer es el proletario y el hombre el burgués, al ser retribuido y reconocido el hombre, y explotada y relegada al silencio de la vida nuda la mujer, su comparación tropieza con el hecho de que en la sociedad el burgués no proporciona placer al proletario y el amor o el deseo sólo se mezclan de modo oblicuo a sus relaciones. Todavía hoy, el punto ciego más sorprendente de la lectura de clase sigue siendo la relación de sexo, mientras que la familia y el maravilloso familiarismo terminan invariablemente por recomponerse en calidad de falsas alternativas a las relaciones capitalistas. Encarnando una situación en la que la circulación de poder no coincide con la circulación de dinero, la cual es, por tanto, supuestamente más pura y revolucionaria, el paradigma de la familia continúa estructurando los imaginarios y las prácticas que se pretenderían en ruptura con la sociedad. Ahora bien, la economía libidinal, enorme punto impensado del marxismo, es la primera cosa a interrogar, pues es el tierno e inocente corazón de todo régimen de poder, aquello que en él nos reclama una irresistible complicidad.
“En los países del área comunista —escribe Carla Lonzi— la socialización de los medios de producción en absoluto ha mermado la institución familiar tradicional, más bien la ha reforzado en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la figura patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asumido y expresado personalidades y valores típicamente patriarcales y represivos, que han repercutido en la organización de la sociedad, primero como estado paternalista, y luego como verdadero estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y por tanto la exclusión de la mujer como parte activa en la elaboración de los temas del socialismo, ha hecho de esta teoría revolucionaria una teoría patricéntrica. […] El mismo Marx llevó una vida de marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso e ideólogo, encargado de hijos, uno de los cuales lo tuvo con la sirvienta. La abolición de la familia no significa, en efecto, ni la puesta en común de las mujeres, como incluso Marx y Engels habían elucidado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer un instrumento de ‘progresos’, sino la liberación de una parte de la humanidad que habrá hecho escuchar su voz y habrá combatido, por primera vez en la historia, no sólo a la sociedad burguesa, sino a cualquier tipo de sociedad concebida con el hombre como principal protagonista, situándose más allá de la lucha contra la explotación económica denunciada por el marxismo.” (Escupamos sobre Hegel, 1974)
Fuera de clase
Establecido que el hombre no es “violencia” y la mujer “dulzura” (porque esta división ha sido operada por los hombres contra las mujeres) y que la violencia no es ni masculina ni femenina; establecido que la diferencia es al contrario entre violencia liberada y no liberada, se trata entonces de tratar de vivirla y practicarla de manera distinta. Evitando que produzca, a raíz de sus reglas propias y totalizantes, aquello que es definido como “militarización de las consciencias”.
I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre
“Porque la mujer —leemos— no es un hombre incompleto, es diferente de él.” El adjetivo “diferente” nos es maravillosamente familiar — Vive la différence ! Ese lugar común que nos resalta, Not like to like, but like to difference, nos presenta de manera simple las desigualdades tradicionales como el reflejo de la interesante diversidad de la especie humana. Formulado así, el hombre continúa, como en el pasado, representando la fuerza y la autoridad, siendo “el nervio de la guerra que hace avanzar el mundo”, mientras que la mujer continúa “ocupándose de los hijos” y “preservando intacto cierto espíritu infantil”. La adulación roza con el insulto.
K. Millet, Política sexual
Reapropiarse la diferencia, que mientras tanto se ha convertido en el principal instrumento de gestión del biopoder, es evidentemente una apuesta de antemano perdida. De manera simétrica, apostar por su negación, por la abstracción legalista de la igualdad, es un error que el tiempo no perdona. Esta diferencia ha sido jugada “en contra” de las mujeres a fin de su exclusión (de la esfera pública, de la circulación del poder) y “a favor” de ellas en la hipocresía de la galantería que les atribuye una inocencia y una virginidad directamente indexadas a esa marginalidad.
La familia es el lugar originario de repartición de las responsabilidades, así como es el primer foco de subjetivación. En ella, el destino biológico de la mujer, y ahora el destino ciudadano de los homosexuales en unión civil, se consuma con la bendición social.
La lucha de clases sólo es capaz de atravesar la puerta del hogar familiar cojeando: es una economía distinta la que reina en él, la gratificación afectiva no tiene poder adquisitivo, el trabajo de cuidados no tiene sindicalistas, la política clásica tartamudea, la norma tiene la última palabra.
“Incluso si era nuevo y molesto, un camarada detenido podía sin esfuerzo reconocer al detenido de derecho común como a un proletario, como a un ‘sujeto revolucionario’ potencial, estando ese reconocimiento respaldado por una tradición de lucha política. Gracias a una consciencia de sí simplemente ‘pre-política’ representaba y expresaba en todos los casos, a través de su acción ilegal, un antagonismo al sistema. Pasar del crimen contra la propiedad (por mucho el más común de acuerdo con los datos estadísticos) a la lucha contra el sistema capitalista es un paso lógico que presupone por supuesto una síntesis política, pero que constituye también una elección razonada y determinada. Pero la mujer que cometió su crimen ‘pre-político’ clásico, el crimen contra la familia, el infanticidio, no puede seguir un recorrido tan lineal. ¿Cómo podemos reconocer a la mujer infanticida como a nuestra hermana, en nombre de la expropiación puesta en obra por el Capital? Su prisión es más profunda e interior, es violentamente rechazada: su gesto lo prueba. […] Si el hombre tiene a su disposición un patrimonio cultural, político y simbólico para ‘justificar’ sus acciones violentas, ¿qué patrimonio puede invocar la ‘mujer infanticida’ para justificar las suyas?
Sin embargo, la familia, el hijo, el marido ¿no pueden ser los elementos de una opresión material, no pueden ser la señal de una miseria desesperada, el símbolo de una jaula que puede conducir a la mujer a una momentánea ruptura de su equilibrio psíquico y hacerla cumplir un gesto loco? […] Si bien es cierto que los camaradas han comprendido profunda y fuertemente que las condiciones materiales de detención, pudiendo por sí mismas construir una unidad, comenzando por ese tiempo y lugar, podían ser giradas contra la institución, las mujeres han tenido muchas dificultades para dar un sentido, una ‘unidad política’, a esas rebeliones solitarias y desprovistas de todo dominio inmediato en el interior del esquema de la opresión de clase.” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre)
Un cierto escepticismo
El retorno de lo reprimido amenaza todos mis proyectos de trabajo, de investigación, de política. ¿Los amenaza o es la cosa realmente política en mí, a la cual habría que dar alivio, espacio? […] El mutismo ponía en jaque, negaba esa parte de mí que deseaba hacer política, pero afirmaba algo nuevo. Hubo un cambio, tomé la palabra, pero en esos días comprendí que la parte afirmativa de mí estaba ocupando de nuevo todo el espacio. Me convencí de que la mujer muda es la objeción más fecunda para nuestra política. Lo “no-político” excava túneles que no debemos llenar de tierra.
Lia, Sottosopra, n° 3, 1976
Parece que en 1977 alguien fijó en la librería de las mujeres de Milán un cartel que decía “no existe punto de vista feminista”, y que dicho cartel permaneció en ese muro cierto número de años. Existió un movimiento feminista que atravesó eso que se llama el feminismo, ahora que ya no lo hay; pero no era un movimiento de reconstrucción o de construcción identitaria, o al menos no en sus componentes que yo defino como extáticos, más bien se asemejaba a un proceso de demolición, lo que era completamente coherente con sus presupuestos. Porque integrarse a una civilización que hasta ayer nos excluía o proponerle otro funcionamiento mejor para ayudarla a resolver su ligero problema de desmoronamiento, es una alternativa insostenible.
La feminización del trabajo en Occidente ha correspondido a una necesidad de modernización del aparato productivo: la explotación de las amas de casa simplemente ya no era suficiente. El fordismo era masculino, con su orgullo, sus manos sucias, sus overoles azules, su fuerza bruta en las luchas y en la fábrica. El trabajador era un profesional de su propia explotación, un aficionado de la existencia. La producción era su dominio, la reproducción el espacio de su incompetencia. No sólo que la regeneración de su propia fuerza de trabajo no siguiera siendo ya “su problema” sino el de su mujer, así como los cuidados de los hijos y la limpieza de la casa. El trabajador del fordismo atravesaba una vida repleta de máquinas y cansancio, todos los días volvía sucio y vacío a una célula familiar en la que los cuerpos eran domesticados y tocados de un modo distinto a los de sus colegas en el cementerio libidinal de la fábrica, moría ignorante y lleno de rabia, víctima de la desposesión de una potencia cuyo nombre ni siquiera conocía, de un sufrimiento cuya fuente ni siquiera había localizado.
El rechazo de las mujeres a colaborar en la preservación de esa ignorancia de la vida patrocinada por el Capital forma parte de lo que llamo el feminismo extático. Su escándalo consistió en hablar la lengua del placer y no la de la reivindicación, su novedad consistió en extraerse de la esfera estratégica que inspira a la contestación y su objeto a vivir en una contigüidad la mayoría de las veces fatal.
La proximidad paradójica y efímera entre el feminismo y el movimiento obrero se había fundado en el ataque cruzado contra el fordismo, en el que se oponía a la lógica maquínica de la producción industrial la exigencia de un ritmo humano, a la aritmética mecánica del tiempo de fábrica la inconmensurabilidad del tiempo de vida. Pero esta convergencia era problemática: si los hombres podían investir con las luchas el terreno convencional del asalariado u oponérsele con el rechazo al trabajo, las mujeres ocupaban una posición más precaria y menos codificada puesto que se veían en una falta de reconocimiento y de cuantificación de su trabajo, que era más o menos coextensivo a su vida. Hablar el lenguaje masculino y sindical de la igualdad para luchar contra las desigualdades salariales y el subempleo de las mujeres en los trabajos cualificados equivalía a legitimar el verdadero sistema de esclavitud subterránea que había llevado a tal situación, es decir, la extracción de plusvalía continua de toda actividad doméstica y familiar de la mujer bajo el disfraz de una necesidad socialmente normada de “reciprocidad” afectiva.
Pero la amargura de tal constatación producía un efecto inmediatamente desolidarizante con todo combate masculino, un deseo violento de separatismo, de interrupción del double bind que roe la vida de toda mujer en lucha, obligándola a separar una dimensión privada —en la que el juicio es aplastado por la necesidad de la indulgencia y la obligación a adherir las normas que han sido la fuente de su idea de amor— de una dimensión política o social en la que se habla la lengua de los propios hombres que son excusados en la casa, esperando ser reconocidas en el exterior como algo más que una mujer en el hogar.
Si el trabajo de Sísifo realizado por el obrero era desgraciado, su desgracia era socialmente ritualizada y políticamente reconocida, pero la desgracia de Penélope, quien para habitar la doble restricción de estar casada y abandonada, fiel pero destinada a un hombre que un marido ausente no echa fuera, separada de un esposo que la olvida pero alimentando su recuerdo para no perder dignidad ante sus propios ojos, ésa es una desgracia que no tiene derecho de ciudad. El sufrimiento de quien pierde su sueño mintiendo, a sí y a los otros, para conformarse a un estereotipo contradictorio (la buena madre y la trabajadora diligente, la mujer liberada y la esposa fiel, la camarada y la que lava los calcetines, la intelectual y la niña bonita…), ése es un sufrimiento que es tenido por obsceno. Hacer y deshacer la tela de un tejido social impregnado de ignorancia de los cuerpos, de la alegría, de los niños, de los sentimientos, es un trabajo que no conoce vacaciones ni recompensa. Lo que obliga a tantas mujeres a flotar en la capa más superficial de la existencia, entre temor y frivolidad, sigue sin encontrar una oreja para escucharlo, un combate para afrontarlo.
Bartleby; feminista extático
1) La casa, donde llevamos a cabo la mayoría del [trabajo doméstico], está atomizada en miles de cuatro muros, pero está presente en todas partes, en el campo, en la ciudad, en la montaña, etc.
2) Somos controladas y mandadas por miles de pequeños jefes y controladores: y son nuestros esposos, padres, hermanos, etc.,; no obstante, sólo tenemos un solo amo, el Estado.
3) Nuestras camaradas de trabajo y de lucha, que son nuestros vecinas de casa, no están físicamente en contacto con nosotras durante el trabajo como en el caso de una fábrica: pero podemos encontrarnos en lugares convenidos donde transitamos todas, al servirnos de los famosos pequeños lapsos de tiempo que recortamos en el día. Y cada una de nosotras no está separada de la otra por estratificaciones de cualificaciones y de categorías. En el fondo todas hacemos el mismo trabajo.
[…] Si hiciéramos la huelga no dejaríamos productos inacabados o materias primas no transformadas, etc.; interrumpiendo nuestro trabajo, no paralizaríamos la producción, sino que paralizaríamos la reproducción cotidiana de la clase obrera. Esto es algo que golpearía al corazón del Capital porque se volvería una huelga efectiva incluso para los que normalmente han hecho la huelga sin nosotras; pero a partir del momento en que ya no garantizáramos la supervivencia de aquellos a los que estamos afectivamente vinculadas, tendríamos también dificultades para continuar la resistencia.
Coordinación emiliana por el salario en el trabajo doméstico, Boloña, 1976
Ellos dicen que es Amor. Nosotras decimos que es trabajo no remunerado.
Ellos lo llaman frigidez. Nosotras lo llamamos absentismo.
Cada embarazo involuntario es un accidente de trabajo.
Homosexualidad y heterosexualidad son ambas condiciones de trabajo…
Pero la homosexualidad es el control de los obreros sobre la producción, no el fin del trabajo.
¿Más sonrisas? Más dinero. Nada será más eficaz para destruir las virtudes de una sonrisa.
Neurosis, suicidio, desexualización: enfermedades profesionales del ama de casa.
Silvia Federici, Salarios contra el trabajo doméstico, 1974
El trabajador puede sindicalizarse, irse a huelga; las madres están aisladas unas de otras en sus casas, atadas a sus hijos por lazos compasivos. Nuestras huelgas salvajes se manifiestan casi siempre bajo la forma de un derrumbamiento físico o mental.
Adrienne Rich, Nacemos de mujer, 1980
No está muy claro cómo fue que un día Bartleby decidió pasar la noche en su oficina. Su gris existencia de pequeño empleado se desvanece sobre el tiempo de ocio que parece de paso imposible, su inercia condena toda veleidad de compartimentar el trabajo y la vida: se tratan, para él, de dos posibilidades inconciliables, dos imposibilidades que se enlazan. Bartleby no juega el juego, vive su vida como un empleado y se conduce al puesto de trabajo como si pudiera vivir tranquilamente en él. Por supuesto, no tiene casa, no tiene familia, no tiene amor, no tiene mujer. ¿Y entonces qué? En este universo desolado, poblado de tareas por cumplir y relaciones abstractas entre hombres-trabajadores, Bartleby prefiere no. Bartleby lleva a cabo una huelga completamente nueva que estropea a su patrón más que cualquier ludismo. “En verdad —afirma, resignado, su jefe de oficina—, era su dulzura prodigiosa por encima de todo, la cual no sólo me desarmaba, sino que, por así decir, me despojaba de toda actitud viril.” Bartleby es sorprendido holgazaneando en las instalaciones de una oficina cualquiera de Wall Street, un domingo, medio desnudo, pero nadie encuentra las fuerzas para echarlo: su lugar está ahí, todo el mundo lo sospecha. “No considero exactamente como viril —continúa su patrón— a alguien que, en cualquier momento, permite con toda tranquilidad a su subordinado que le dé órdenes y que lo expulse de sus propias instalaciones.”
La autoridad del amo queda aquí desposeída a través de un acto de rechazo genérico: no es la violencia, sino la pálida soledad de alguien que “prefiere no”, lo que la consciencia del jefe de oficina teme, así como ella ha temido la vida de tantos maridos repelidos con la misma firme determinación injustificable de una preferencia negativa, más dura que un rechazo sin apelación.
La mala conciencia de la virilidad clásica, encarnada por el Magistrado de la Cancillería, superior de Bartleby, le impide desembarazarse de este espectro mudo que ya no demanda nada, que rechaza todo, pero que con su simple presencia obstinada hace alusión a un espacio distinto donde las oficinas no serían ya los lugares de la fastidiosa esclavitud de los contadores y donde los jefes recibirían órdenes. “Raras veces pierdo los estribos —precisa el patrón—, y más raras son las veces en las que caigo en peligrosas indignaciones ante los agravios y los abusos”, este señor es alguien tranquilo, equilibrado, y sin embargo pierde todo poder de acción sobre Bartleby; su dulce insumisión lo seduce, su huelga lo contamina, quiere dejarse llevar, abandonar una autoridad que se vuelve penosa para él, y en el colmo de su simpatía inexplicable por su empleado holgazán se decanta por la menos lógica de las soluciones: “Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás de tu excusa, pensé; no te perseguiré más, eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en pocas palabras, nunca me he sentido en mayor intimidad que cuando sé que estás ahí. Al fin lo veo, lo siento; imagino el propósito predestinado de mi vida. Y estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados; pero mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el tiempo que juzgues bueno permanecer en ella.” Ninguna huelga ha obtenido jamás condiciones tan favorables como ésta: la convicción del patrón acerca del carácter esencialmente abusivo de su papel, el rechazo al trabajo que desemboca en su abolición remunerada. La huelga de Bartleby, semejante en esto a la de las feministas, es una huelga humana, una huelga de los gestos, del diálogo, un escepticismo radical frente a toda forma de opresión que pretenda avanzar sin obstáculos, incluyendo el chantaje afectivo o las convenciones sociales más incuestionables — como la necesidad de trabajar y de volver a la oficina después del cierre. Pero es una huelga que no se extiende, que no contamina a los demás trabajadores con su síndrome de preferencias negativas; porque Bartleby no tiene nada que explicar —y aquí radica su fuerza—, no tiene ninguna legitimidad, no amenaza con ya no hacer nada, de modo que avala una relación contractual, pero recuerda solamente que no tiene más deber que desear y que tiene una preferencia, en este caso, por la abolición del trabajo. “Pero como a menudo sucede —continúa el jefe de la oficina—, el constante roce con mentes no liberales acaba por disolver las buenas resoluciones de los más generosos.” La huelga humana sin comunización de las costumbres acaba en tragedia privada, es considerada un problema personal, una enfermedad mental. Sus colegas, que circulan en la oficina durante el día, exigen obediencia por parte de Bartleby, ese empleado que camina ocioso con las manos en sus bolsillos: le dan órdenes, y frente a su rechazo categórico a ejecutarlas y a su impunidad absoluta, se quedan perplejos, se sienten víctimas de una injusticia incalificable. La metáfora es incluso demasiado clara, uno se puede imaginar la amenaza de desvilirización que sentían los abogados y los magistrados cuando su autoridad era ignorada y despreciada por un simple contador. “Y yo ¿qué podía decir —se queja el jefe de la oficina—? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones profesionales corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me preocupó mucho. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mis instalaciones, y desconociendo mi autoridad; e incomodando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra siniestra sobre el establecimiento. […] Resolví acumular todas mis fuerzas, y librarme para siempre de esta pesadilla insostenible.”
Bartleby —¿hay necesidad de decirlo?— muere en prisión, debido a que su des/ocupación solitaria no se extendió.
Así como jamás creyó ser un contador, tampoco creía ser un arrestado. Su escepticismo radical no encontró el confort de ninguna pertenencia, pero en esta noticia inquietante que escenifica una dialéctica amo-esclavo bastante más perversa y corrosiva que la del paradigma hegeliano, se da una promesa de práctica por venir. El trabajo subterráneo de la mujer, en vista de su congruencia con la vida, sólo puede detenerse mediante una huelga salvaje de los comportamientos, una huelga humana, que salga de las cocinas y de las recámaras, que tome la palabra en las asambleas. Esta huelga humana no adelanta ninguna reivindicación, antes bien desterritorializa el ágora, devela lo “no político” como el lugar de redistribución implícita de las responsabilidades y del trabajo no remunerable. Unas mujeres del movimiento italiano explicaban: “No encontramos criterios y no nos interesa separar la política de la cultura, del amor, del trabajo. Una política así, separada, no nos complacería y no la sabríamos hacer.” (L. Cigarini, L. Muraro, Politica e pratica politica, en Critica marxista, 1992)
Lo que tuvo lugar con la transición al posfordirsmo, que integró a las mujeres a la esfera productiva mejor que ningún modo de producción anterior, fue una indiferenciación creciente del espacio-tiempo del trabajo y del espacio-tiempo de la vida. Cada vez son más los trabajadores que se encuentran en la situación de Bartleby, situación que fue exclusivamente femenina hasta finales del siglo veinte en Occidente, pero ellos prefieren no rechazar, por ahora. El trabajo y la vida están enredados como probablemente nunca antes, y esto para los dos sexos; la opresión económica que fue femenina es ahora unisex, y la huelga humana aparece como el único disolvente posible de la situación. Porque “preferir no” equivale en lo que viene a no ser un contador, un teletrabajador, una mujer, y esto sólo puede hacerse entre varios; la preferencia negativa es antes que nada un acto político: “Yo no soy lo que tú ves” acarrea al “Seamos otro posible ahora”. Dejando de creer en lo que los demás dicen de ti, oponiendo la intensidad política de tu existencia a los convencionalismos del reconocimiento, y sobre todo no queriendo poder alguno, porque el poder mutila, el poder exige, el poder vuelve mudo y entonces alguien hablará en tu lugar, hablará como tú sin que te des cuenta de ello, es así como nos escapamos, como practicamos la huelga humana. Pero, ya, la esquizofrenia acecha a todos los desvinculados, a todos los incautos del poder, a todos los esquiroles de la huelga humana.
De la ventriloquia política
Yo digo yo
¿Quién dijo que la ideología es también mi aventura?
Aventura e ideología son incompatibles.
Mi aventura soy yo.
Un día de depresión, un año de depresión, cien años de depresión.
Dejo la ideología y ya no soy nada.
La perdición es mi prueba.
Ya no tendré un momento de prestigio a mi disposición.
Pierdo atracción.
Ya no tendrás en mí una referencia.
¿Quién dijo que la emancipación fue desenmascarada?
Ahora me cortejas […]
Esperas de mí la identidad y no te decides.
Tuviste del hombre la identidad y no la dejas.
Viertes sobre mí tu conflicto y me eres hostil.
Esperas mi integridad.
Quisieras ponerme sobre un pedestal.
Quisieras ponerme bajo tutela.
Me alejo y no me lo perdonas.
No sabes quién soy y te haces mi mediador.
Lo que tengo que decir lo digo sola.
¿Quién dijo que te has beneficiado de mi causa?
Yo me he beneficiado de tu carrera.
“Io dico io”, en Rivolta femminile, 1977
En 1977, en Italia, aparecía en Rivolta femminile un texto titulado Yo digo yo, especie de carta abierta dirigida a feministas demócratas que se anunciaban de manera cada vez más pública en las alegres y animadas manifestaciones que la historia espectacular hace pasar como EL feminismo.
El sentimiento de malestar hacia la ventriloquia política era ya muy difuso en la época y teorizado como necesidad de proporcionar una voz coherente al cuerpo propio, lo cual es estrictamente imposible en las democracias biopolíticas.
“Después del primer día y medio —cuenta un participante en la reunión de Pinarella— se me ocurrió una cosa extraña: debajo de las cabezas que hablaban, escuchaban, reían, había cuerpos; si yo hablaba (con qué tranquila serenidad y ausencia de autoafirmación, ¡hablaba ante 200 mujeres!) en mis palabras estaba de una u otra manera mi cuerpo, que encontraba una extraña manera de hacerse palabra.” (Serena, Sottosopra, n° 3, 1976)
Es el problema de la cabeza, que incesantemente se busca una solución en los movimientos feministas radicales; en él se comprende que es urgente encontrar un remedio a la distancia entre la ausencia de sofisticación y refinamiento femenino del lado del discurso, y su exceso del lado del cuerpo; que hace falta buscar genealogías de mujeres que no sean familiares sino culturales. La búsqueda de otra modalidad de expresión no tiene aquí el tono vanguardista de quien quiere decir las cosas de un modo distinto para desmarcarse, sino la urgencia de hacer del discurso mismo el terreno de expresión de otro posible, que lo expone pues como lugar de conflicto y de revelación implícita de las relaciones de fuerza. Se trataba, mediante un desacoplamiento simbólico, de hacer existir de un modo distinto unos cuerpos y sus historias. En el caso de las mujeres, fuera de las cualidades que les son atribuidas por medio del metro de medida masculino —ya sea que se encuentre en las manos de un hombre o de una mujer, poco importa—, “ellas sólo podrían existir en su sentido empírico, de modo tal que su vida sería una zoé antes que un bios. Así pues, no nos sorprende —escribe Adriana Cavarero— que la pulsión in-nata a la auto-exhibición de la unicidad se cristalice para muchas mujeres en el deseo del bios como deseo de biografía.” (Tu che mi guardi, tu che mi racconti) Es aquí que la autoconsciencia devenía una práctica de recomposición y de compartir a la vez, de producción de subjetividad por medio de los discursos y de discursos por medio de las subjetividades.
En 1979, una mujer que formaba parte de un grupo armado feminista cuenta lo siguiente, de forma anónima, al teléfono: “Yo soy conservación, autoconservación, vida cotidiana, adaptación, mediación de conflictos, relajamiento de tensiones, supervivencia de mis objetos de amor, alimento; yo soy todo esto contra mí misma, contra la posibilidad de comprender quién soy y de construir mi propia vida, yo soy en mi locura, en mi autodestrucción. Entonces miro dentro de mí misma y trato de dejar de pensar en lo que está bien y lo que está mal, en lo que es correcto y lo que es falso… Siento la necesidad de romperme, de destrozarme, de no pensarme siempre en continuidad con mi historia. Tal vez porque no tengo historia, tal vez porque todo lo que me viene a los ojos como historia me parece algo ajeno, me parece un vestido que me ha sido puesto en la espalda y del que no consigo desvestirme… Entonces comienzo a pensar que el hecho de destrozarme, de estallar, de fragmentarme, de buscarme en el interior de nuestra búsqueda colectiva, de nuestros posibles, de nuestras utopías colectivas, quiere decir que no puedo romper con mi resignación y subordinación si no rompo con los enemigos que he identificado,si no reconozco mi rabia y la saco fuera, con mi violencia contra la ideología y el aparato de violencia que me oprime… Si no encuentro con las otras mujeres mi deseo de salir, de atacar, de destruir… Destruir, abatir todos los muros y todas las barreras…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre, 1979)
El anonimato femenino, la ausencia de las mujeres del gran relato de la Historia, les hace preferible el silencio a la exposición de sí, la sustracción al heroísmo. Ser extraordinaria, formar parte de una excepción, para una mujer constituye un riesgo de separación de la masa silenciosa de sus compañeras, y más que una traición de clase, casi un suicidio social. “Por definición —cuenta otra mujer que eligió la lucha armada— la mujer no piensa. Si se coloca fuera del orden establecido se dice que lo hizo porque ‘sigue’ a su marido, y su locura continúa. […] Cuando comencé a decir ‘no’, en mi casa, no sabía cómo hacer, tenía miedo. Miraba a los hombres muy atentamente para imitarlos, los ‘absorbí’, entendí que podía hacer como ellos. Pero no era realmente suficiente para emanciparme. Ellos también tenían miedo, incluso de mí…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre). La cuestión biográfica es para las mujeres la cuestión del cómo hacer. Si no existe ninguna prisión material que las encierre en un rol o un silencio, entonces ¿cómo desarticular los reflejos de alguien más que materializan a ese sexo y ese silencio, cómo demoler la imagen que los otros nos dan de nosotros sin autodestruirse a sí mismo? Para las mujeres, la biografía es por lo tanto una cuestión técnica antes que narcisista; el relato de sí es la respuesta a la cuestión de saber cómo fue que las otras mujeres que no querían ser “mujeres” ni “mujeres que querían ser hombres” salieron de esto. Cómo, básicamente, un cuerpo de mujer puede llegar a detentar un discurso que no estaba previsto para él, que estaba por el contrario previsto para hacerlo callar. Cómo salir del silencio y seguir siendo anónima, seguir siendo cualquiera, lo cual representa la única manera de desbaratar a la ventriloquia política.
Cuando el feminismo extático se apropiaba de ello, esta atención al discurso en cuanto vehículo privilegiado del poder acababa apenas de surgir y no conocía para sí mismo un futuro prometedor en la mala fe de los universitarios; si había algo ejemplar en esta búsqueda de un lenguaje que proporcionaría una dignidad política al día a día sumergido y no codificado de una multitud de mujeres ávidas de sentido para sus existencias, era el rechazo a todo principio de autoridad. Esta búsqueda inauguraba una lógica distinta de guerra, en la que lo que está en juego no es volverse inatacable por un adversario interior, sino ponerse en lucha contra el enemigo interior. En la que desmovilización física y descolonización simbólica coinciden en un movimiento de desprendimiento de sí.
Se trataba de un gesto que se deseaba libre, que reivindicaba para sí el derecho al error (que de igual modo es siempre el derecho a la errancia, al vagabundeo, al hallazgo más amplio.) Pero quien rechaza ser corregido, al final, critica la ley y el sistema penal, y el movimiento de deslegislación del feminismo extáctico sigue siendo en esto una herencia fundamental para ser opuesta al imperialismo de la integración a todo precio y a todo avance de lo politically correct. Esto es algo que escandalizaba, como cuando en plena lucha por el derecho al aborto, algunas mujeres decían que no querían ley alguna sobre su cuerpo, sobre la violación, sobre la maternidad. Que ya no querían ley, en absoluto.
Pues la única salida honorable de un estado de minoría no es la obtención del reconocimiento, por parte de quien domina, de que la relación de fuerza ha cambiado, sino la deconstrucción del mecanismo del reconocimiento mismo y de la idea de victoria. Leemos en el Manifiesto de Rivolta femminile de 1971: “Rechazamos hoy sufrir la afrenta de que algunas miles de firmas, masculinas o femeninas, sirvan de pretexto para exigir a los hombres en el poder, a los legisladores, aquello que en realidad ha sido el contenido expresado por millares de vidas de mujeres enviadas al matadero del aborto clandestino.”
Aceptar dejarse arrancar de la zona opaca de la no-ley, de la arbitrariedad de las relaciones afectivas —en las cuales, se sabe bien, nadie debe implicarse— para ser conducidas bajo la luz indecente de los proyectores de la política espectacular, ha sido el principal error del feminismo; todas las cuestiones que había levantado permanecen desde entonces peligrosamente irresueltas, y la vía para volverlas a plantear está ahora interceptada. ¿Qué más envilecedor que ver a un movimiento que exigía otro espacio político conformarse con aquel que conscientemente organizó su exclusión, acompañado de una mezcla de buen sentido de madre de familia que sabe que “de todos modos hay que hacer que marche” y de orgullo de la mujer liberada que manipula totalmente sola el motor de su coche?
Podemos leer un testimonio desolador de este compromiso en Deux femmes au royaume des hommes de Roselyne Bachelot y Geneviève Fraisse; “Siempre hay que prestar atención a nuestra apariencia física. […] Siempre estamos sobre el hilo de la navaja. Si tenemos una falda demasiado corta o un escote demasiado amplio, conmocionamos. Si al contrario nos ponemos un traje parecido a un saco de papas, nos caen encima burlas. […] Recuerdo una reunión pública en Millau, dentro de un cine abandonado, con una estrada muy alta y sin tener nada para ocultar nuestras piernas. Al final de la reunión, un señor vino a decirme: ‘¡Tienes calzones blancos!’ Y es ahí que nos decimos que, realmente, nada está hecho para las mujeres.” Comenzando por las faldas, para acabar con el deseo de afirmarse sobre escena, a imagen de los hombres…
La abstracción de la política institucional no es reapropiable por parte de las mujeres en la medida en que la figura del ciudadano, que es su núcleo, existe en contra de la materialidad y la singularidad de los cuerpos, a favor y en la lógica de la representación. La imposible “mujer-ciudadana”, capaz de integrarse a la política clásica ocultando su vergüenza de tener vergüenza por no ser un hombre, acosa al cuerpo femenino con otro espectro: el del feto. Eso que ni siquiera es todavía una náusea para ella, es ya un cuerpo a ser gobernado para el Estado. El feto es el ciudadano que la mujer lleva en su vientre, aquello que es invisible y sin existencia pero ya sujeto de derecho en contra de ella, hablado por el biopoder.
“En el transcurso de pocos años —escribe Barbara Duden— el hijo se ha vuelto un feto, la mujer embarazada un sistema uterino de abastecimiento, el bebé por nacer una vida y la ‘vida’ un valor católico-secular, por consiguiente omnicomprensivo.” (Der Frauenleib als öffentlicher Ort)
El cuerpo de la mujer como fábrica potencial de ciudadanos nace con aquello que Foucault denomina la biopolítica. “Desde 1800 —continúa Barbara Duden—, el interior de la mujer se ha vuelto público desde el punto de vista médico, policíaco y jurídico, en tanto que paralelamente —ideológica y culturalmente— es emprendida la privatización de su exterior. Creo que me encuentro sobre las huellas de un desarrollo contradictorio típico de la ‘creación’ de la mujer como hecho científico en el transcurso del siglo XIX al igual que del ciudadano de la civilización industrial.” Así pues, la Ilustración organizó un régimen distinto de visibilidad y previsibilidad de los cuerpos vivos que exigía escrutar desde el interior a la mujer, y que transformó su fisiología en espacio público. Entre medicalización y representación política existe una coincidencia no sólo cronológica: tanto el ciudadano como el feto son ficciones producidas por el biopoder, y en cuanto tales son los enemigos declarados del feminismo extático.
Los estragos sombríos de la hipótesis represiva
Genealogía de la misandría
El conocimiento de los rudimentos psicoanalíticos entre nuestros contemporáneos se reduce a un confuso conjunto de estrategias para “no dejarse engañar” y “no dejarse pisar”. Las mujeres occidentales en búsqueda de afirmación profesional se ven afectadas por un complejo de Cendrillon que la mayoría de las veces sólo se explica ligeramente con su biografía: son las especialistas del deporte que consiste en desarmar a los malintencionados antes de que se vuelvan tales, en desechar toda inocencia y toda ingenuidad hasta destruir incluso su dosis homeopática que permite a la relación humana existir. “Cierra las piernas” es el estandarte bajo el cual marcha una generación entera de capitalistas cínicos para mujeres que justificarán las últimas inmundicias que puedan cometer con la fantomática opresión masculina que descubrieron en los libros.
El odio a los hombres —ya apartado enérgicamente por una buena parte del primer feminismo de los años sesenta— vuelve con fuerza en ellas bajo la forma de una exigencia de domesticarlos. Las campeonas de la sumisión económico-burocrático-infraestructural impondrán a sus compañeros todas las opresiones mercantiles para al menos obtener la igualdad desde abajo donde ellas no pueden practicar la desigualdad que las ve ganadoras. La mutilación infligida a los dos sexos y a su deseo es sustituida con la venganza de un sexo sobre otro que pretende con ello equilibrar las cuentas y sólo se dedica a alimentar el resentimiento. La emancipación económica y social de las mujeres acabó así por volverse una de las más espantosas derrotas del género humano: refuerzo en todos los niveles de la opresión, desmultiplicación del malentendido e incremento de la separación han sido sus únicas consecuencias tangibles. A todas las que se regocijan cada que ven a una mujer realizar un trabajo tradicionalmente reservado a los hombres, porque “era la falta de trabajo lo que perjudicaba a las mujeres”, en ocasiones habría que recordarles la inscripción en la entrada de Auschwitz. No existe práctica de la libertad posible a partir de una necesidad de obediencia, como la que traduce el cómico anhelo de la “igualdad de oportunidades”.
La proposición política del feminismo extático concierne a las relaciones entre los seres, y no sólo entre los seres. De lo que se trata es de hacer que éstos dejen de obedecer a esquemas tales como el de mando-ejecución o de exigencia implícita-castigo a quien la ignora. Por otra parte, el desacuerdo principal entre los hombres y las mujeres tiene como centro el desprecio por el ser deseado: las mujeres son capaces evidentemente de ello, pero lo viven como una frustración personal y social, los hombres en el mismo caso de figura parecen a menudo tranquilos de ello. La falta de exigencia hacia las mujeres, que en su variante encantada se denomina la “galantería”, se justifica en primer lugar por la negativa a hacer de ellas interlocutoras, por la exigencia de que ellas interpreten signos — lo cual se transforma en el desvarío del sentido común “las mujeres son sensible” o “tienen el sentido de la intuición”.
Esto concierne también, evidentemente, a las relaciones sexuales, y en particular a aquellas que se puede definir como heteronormadas. Si en la relación sexual ocasional entre el hombre y la mujer es esta última quien “pierde” para los ojos de la colectividad que se quiera, no es sólo porque corre el riesgo de caer embarazada —que ya era fácilmente evitable mediante prácticas sexuales no penetrativas mucho antes de la ayuda maliciosa de la tecnología— sino porque en el intercambio sexual es el hombre quien toma el placer y no está supuesto a darlo.
La mujer se da, se deja conquistar, o peor, se ofrece. Y si esta oferta es irregular, produce anomia, rompe la balanza, es inflación de placer ofrecido que transforma de un golpe la idea misma del intercambio sexual. El placer femenino, que es invisible y fisiológicamente reproductible sin límite alguno, si se pusiera a cargo del juego amenazaría a una autoridad constituida, es decir, a un derecho adquirido de expropiación sin contrapartida. Es aquí que la violación encuentra su fuente, manifiesta sólo de manera patente y práctica la opinión que se expresa en el prejuicio universal en contra de las mujeres libres.
Las mujeres no tienen derechos porque no tienen derecho al placer —pues todo derecho, en el fondo, es la traducción de una autorización a un placer o a la interrupción de un sufrimiento—; los hombres, por su parte, han tenido el derecho de tomárselo, ese placer, e incluso de sujetos no consentidores. Las mujeres que no querían derechos habían comprendido, por tanto, que el nexus poder-ley-deseo debía ser deshecho o reorganizado, que si existe goce dentro de los grilletes, no se trata de condenarlo ni de negarlo, sino de tener presente en la mente que no crea ninguna libertad, y que otros placeres son posibles también. No hay sexualidad reaccionaria, al igual que no hay sexualidad subversiva, pero sí existe una política del sexo que tiene efectos sobre los cuerpos y los lenguajes, que produce determinados juegos de poder y censura otros. El disfraz del feminismo como política de paridad desplazó la cuestión del intercambio de placer hacia la cuestión del intercambio de poder, lo cual conviene ciertamente a las democracias biopolíticas. Un mundo donde incluso las mujeres ignoran la autonomía de su goce en relación a los mecanismos del gobierno y temen la castración, es decir, la privación de un poder fantasma que no las vuelve más potentes, no es ya sino una extensión formidable de cuerpos dóciles.
“No creas tener derechos”, esto quería decir no creas recibir una protección a cambio de tu obediencia, porque desde hace milenios proporcionas tu obediencia sin exigir contrapartida, como pura pérdida; no creas poder realizarte en una sociedad creada para excluirte: si se te dan derechos es porque para exigirlos te has dejado normalizar y porque ahora el enemigo puede integrarte a su gusto.
¿Afuera? ¿Dónde está eso?
Pero cuando las mujeres practican la emancipación, se dan cuenta de que cuesta muy caro, de que va acompañada de frustraciones y sufrimientos. Porque no hay ningún placer a ser producido para este mundo, y menos aún liberación de roles — que se reforman cada que se inicia un nuevo cuestionamiento; es difícil sostener la lucha y la extenuante competición que conlleva la emancipación; la aceptación de una regla, de un ritmo, de un modelo, de un modo de producción y de un modo de vida totalmente alienados y ajenos, nos vampiriza y nos sobredetermina hasta el punto de provocar en nosotras ese síntoma tan frecuente que es llamado —incluso en la lengua popular— “esquizofrenia”.
I. Faré, F. Spirito, “La tranquilizadora extranjería”, en Mara e le altre
El progreso sería pues que yo sea dividida en dos, cuerpo de sexo femenino de un lado, sujeto pensante y social del otro, y entre los dos, además, el vínculo de un malestar sensiblemente experimentado: la violación llevada a su perfección de acto simbólico.
No creas tener derechos
La integración pasa siempre por una operación previa de criminalización de la discriminación: es así como el rizo de la ley es rizado, como a un avance de la democracia corresponde una enésima excrecencia cancerosa de la vida en nuestras vidas. El dispositivo del derecho funciona como una expulsión peristáltica de la contradicción fuera del cuerpo de la sociedad; la criminalización es la producción por parte del biopoder de una enemistad entre partidos que tienen intereses comunes pero modos divergentes de perseguirlos. Ocultando el parentesco invisible que une a los oprimidos, la Ley se ha erigido históricamente como progenitor único de todo lo social, y garante de su cohesión. Pero las mujeres, así como los plebeyos, se han encontrado en una posición muy ambigua con respecto a la ley, no siendo protegidas ni representadas, sino exclusivamente entorpecidas y amenazadas por ella. Su rechazo violento a la Ley era, por tanto, la exigencia de una edad adulta que supere la definición mezquina de la Ilustración. Si permanecemos a la sombra de Ley, seguiremos permaneciendo en estado de tutela. Si el monopolio estatal de la violencia legítima sobrevive, ninguna práctica de libertad tendrá una legitimidad que rechace someterse al envilecimiento de un itinerario de liberación (de los hombres, de los patrones, de los machistas, de los prejuicios, y en el fondo de nosotros mismos).
No es introduciendo en el cuerpo social unos dispositivos autorrepresivos como el antirracismo, el antifascismo o el antimachismo que supuestamente actúan en cada ser como la separación se reduce o la potencia se libera. ¡Ninguna esperanza! Cada “No”, cada “No hay que…” llega a agregarse al montón de prohibiciones que constituye la vida de todos, comenzada con papá-mamá, proseguida con el Estado-sociedad y acabada en los brazos del Biopoder.
La libertad no es forzosamente algo lindo de ver, ella que es “la razón de la madre infanticida, de la mujer que no quiere marido, de la poeta homosexual, de la hija egoísta… y así sucesivamente, hasta abarcar las numerosas maneras en que la humanidad femenina trata de significar su necesidad de existencia libre, desde el hijo que cae en el lavadero hirviendo hasta el impulso de robar en los supermercados.” (No creas tener derechos) El rechazo de la asunción de la “deportación del destino femenino” (A. Cavarero) hacia el terreno ajeno de los poderes y sublimaciones masculinas, es decir, “civilizados”, fue la apuesta del primer feminismo que se constituyó separadamente practicando el “conflicto por sustracción”. Pero la fuerza para deshacer los mecanismos de subjetivación no se produjo en el seno de la heterotopía monosexual, y la secesión de las feministas siguió siendo una pequeña hemorragia de sentido en el gran cuerpo de la política clásica.
“Un día no muy lejano —escribe Teresa De Lauretis—, de una u otra manera, las mujeres tendrán una carrera, sus propios apellidos y propiedad, hijos, esposos y/o amantes femeninas según sus preferencias, todo esto sin alterar las relaciones sociales existentes y las estructuras heterosexuales en las cuales nuestra sociedad, y muchas otras, están firmemente ancladas.” (Tecnologías del género) Ese día, en efecto, no nos parece del todo lejano; sinceramente, se asemeja mucho al presente de una minoría “privilegiada”.
Oikonomia
La diferencia está en el hecho de que mientras la derecha hace una distinción entre la madre y la puta, la izquierda declara la libertad de hacer uso de todas las mujeres para todos los hombres. La izquierda implica a las mujeres con el concepto de libertad, que éstas buscan por encima de todo, pero en realidad sólo las quiere libres para usarlas; la derecha las engaña con el concepto de buenas mujeres, cosa que ellas quieren ser por encima de todo, y hacer uso de ellas en cuanto esposas: las putas que procrean.
A. Dworkin, Pornography
El devenir-prostitucional de las democracias biopolíticas ha hecho mucho por la igualdad de los sexos. La que se vendía, y que por lo tanto se concebía al mismo tiempo como el objeto y el sujeto de su comercio, fue históricamente la mujer por una cantidad enorme de razones, todas de orden económico. La economía, sin importar lo que se diga, es la ley del hogar (del griego oikos y nomos, casa y ley), y la casa (cerrada o privada, poco importa) fue un dominio femenino en el seno de la cultura patriarcal. Los placeres de la carne son domésticos, cosas de interior que no hay necesidad de compartir. La buena mujer es el objeto sexual privado, domesticado, educado, decente. La propiedad de los interiores, de lo íntimo (sinónimo del sexo femenino interno y oculto) ha sido durante mucho tiempo un asunto de mujeres; hacerse habitables (para el pene o la prole), disponibles aunque casi nada remuneradas si consideramos la enormidad de la tarea, tal es el oficio de vivir para una mujer. Y no es así sólo por la explotación masculina, es algo localizado como intersección entre el patriarcado y el capitalismo, en un dominio económico, porque la economía está regida por la ley de los deseos, y todo lo que es objeto de deseo, incluso si se trata de un sujeto, entra plenamente en ella. Somos, en suma, deseables como somos solventes, tenemos un capital-encanto, un capital-belleza que hay que saber administrar, y esto es ahora igualmente cierto para los hombres y para las mujeres, un hecho que se debe a la metamorfosis de la producción y la circulación de los cuerpos antes que a una “revolución” de las costumbres. Fundirse en una fatal y complaciente intimidad con las cosas se ha vuelto una actividad masiva para los Bloom fetiche-compatibles. Ésa solía ser la especificidad del sexo débil.
Si aparentemente no se dan más coitos en la vida de los hombres y las mujeres desde la “liberación sexual” de los años sesenta, es algo que se explica así: el principio económico de circulación de los deseos —y la lectura de cualquier revista femenina o masculina lo confirmará— tiene la intención de que el coito, el consumo y la consumación de sí y del otro, sea optimizado.
La temible contigüidad entre economía libidinal y economía mercantil es un efecto de la transformación de las formas del trabajo: “La inversión del deseo —explica Bifo— está en juego en el trabajo, a partir del momento en que la producción social empezó a incorporar fragmentos cada vez mayores de la actividad mental, de la acción simbólica, comunicativa y afectiva. En el proceso de trabajo cognitivo queda involucrado lo que es más esencialmente humano: ya no son el cansancio muscular ni la transformación física de la materia, sino la comunicación, la creación de estados mentales, la afección y el imaginario lo que son el producto al que se aplica la actividad productiva. El trabajo industrial de tipo clásico, sobre todo en la forma organizada de la fábrica fordista, no tenía ninguna relación con el placer, salvo la de comprimirlo, aplazarlo, hacerlo imposible. No tenía ninguna relación con la comunicación que, antes bien, era obstaculizada, fragmentada, impedida mientras los obreros se encontraban en la cadena de montaje e incluso fuera de su jornada de trabajo, en su aislamiento doméstico. […] El obrero industrial no tenía otro lugar de socialización que la comunidad obrera en la que él podía organizarse contra el capital.” (La fábrica de la infelicidad)
Víctimas de la ilusión de que cualquiera podría “realizarse” en el trabajo comunicacional, las mujeres ponen al servicio del Capital sus habilidades relacionales adquiridas en el curso de milenios de sumisión durante los cuales tuvieron interés de hacerse amables. La publicidad, la moda, los clubes nocturnos, los cafés e incluso la planta baja del triste edificio del “trabajo inmaterial” cuyos bares y aceras se encuentran poblados de putas, funcionan como valor agregado mujer. Vueltas inevitablemente superconscientes de su precio, las mujeres se han convertido en la moneda viva con la que se compra a los hombres. De este modo el círculo de la economía prostitucional se cierra sin afuera, salvo por un lumpenproletariado de indeseables, minusválidos o invendibles, parados y paradas de la fábrica libidinal.
El coito —y cuanto más alto es el valor agregado relacional de los sujetos más cierto es esto— se convierte entonces en el espacio de la construcción de un capital-reputación, de un trabajo de autopromoción que, si no se orienta hacia ninguna oportunidad, tampoco debe nunca “desacreditarte”. Es así como el “relapso” y las prácticas sexuales de rechazo de la seguridad han de interpretarse: como pequeñas transgresiones que permiten al trabajador total regresar embriagado a su trabajo y repleto del sentimiento de un “gasto” realmente peligroso. Aquí se pone en peligro su capital-salud como en otro tiempo el burgués ponía en peligro su matrimonio al recoger a una amante.
Don Juan era un angelito en comparación con el hipster.
Anatomía de lo deseable
Te desprecio —diplómata-arreglista — empleas la palabra “placer” cuando yo digo: “alegría”. Tú arreglas, cuando yo siento.
H. Hessel, Journal d’Helen
“La textura de la piel ‘pertenece’ también a las lenguas que la han amado u odiado, no sólo al pretendido cuerpo que ella envuelve.” (Lyotard) Es por esto que “Mi cuerpo me pertenece” es el eslogan más mentiroso que jamás haya existido: pues no hay un yo central y desencarnado más de lo que hay una propiedad privada sobre los cuerpos. Nuestro goce nos lleva a la perdición, nos coloca en una posición extática, de confusión con el otro/los otros. Y el placer solitario o autista es sólo una variante de la socialidad. Si tenemos necesidad de un pensamiento que salga del monismo o del dualismo (su desdoblamiento) y de la dialéctica (la maniobra de su mantenimiento), no es porque encontremos la hipótesis “mixta” más excitante que la constitución separada, sino porque deseos y placeres son creaciones relacionales. Cuanto menos está normado el campo de la sexualidad, más largo es el juego entre las singularidades, más amplios son los movimientos de subjetivación y desubjetivación y más se incrementa la potencia de los seres implicados (molecularmente pero también colectivamente).
La actitud del feminismo emancipacionista que consiste en condenar el masoquismo femenino nos parece que responde antes bien a una exigencia de la producción capitalista que a una necesidad de estima de sí. La mujer de poder ejerce una autoridad falocrática, sin las bolas, y con ello confirma todas las tesis que la han oprimido (castración, envidia del pene), ocupa una posición inconscientemente cómica cuyo humor no domina. El sádico —contrariamente a lo que el capitalismo quisiera hacernos creer— no goza más o mejor que el masoquista, sólo de otro modo.
En el cuadro de una práctica de libertad mixta, donde los deseos de relación entre hombres y mujeres se desenganchan de la necesidad de acumulación y de explotación, la liquidación del masoquismo específicamente femenino sigue siendo una etapa a ser franqueada para los dos sexos. “Las mujeres —escribe Ida Dominijanni— han sido confinadas por el orden simbólico patriarcal al desorden de relaciones rivales medidas a partir del deseo masculino; han estado históricamente excluidas de las jerarquías sociales, construidas a imagen y representación de la sexualidad masculina; han sido luego asignadas, en los paradigmas de la emancipación y de la liberación, a una revolución ‘de género’ basada en una visión miserable del sexo oprimido y en la adecuación a los modelos masculinos. Para destrozar esta doble prisión de la exclusión y de la homologación, es necesario reinventar la estructura simbólica del deseo y del intercambio.” (El deseo de política)
El carácter abyecto de los hombres que defienden a las mujeres contra sus congéneres machistas proviene de un comportamiento fundado en un odio de sí aumentado. El odio, en primer lugar, al hombre que hay en cada hombre (que uno renuncia a expresar de un modo articulado para contentarse a reducirlo al silencio de la vergüenza) y después a la mujer cuya parte débil e infantil él acepta proteger, parte justamente secretada por una cultura misógina.
Por lo demás, la misoginia femenina ha terminado por ver en toda relación sexual el espectro de la violación, manifestado con ello sólo la pena que las mujeres tienen a verse como objeto de un deseo de sumisión, de un deseo que ignora el placer y de su complicación, un deseo monista o binario. Sin importar que lo quieran o no, el cuerpo de las mujeres pertenece al deseo de los violadores, a tal grado que son incapaces de suscitar otros deseos. Salir de la culpabilización para comenzar un verdadero diálogo de la carne es la promesa secreta e inconfesada del feminismo extático. Esto es algo que concerniría a los niños abusivamente deseados o desantes, a los viejos excluidos del placer y a los perversos de todos los ámbitos: la “normalidad” sexual se decide y se establece a cada instante entre los seres concernidos, toda moral normativa que tiene como único objetivo imponer un comportamiento más “productivo” y controlable que los otros.
La sociedad mercantil tiene, en efecto, una educación sentimental y psicosomática adecuada para sí misma que sólo puede ser combatida sobre el terreno ético, que sólo puede ser derrotada mediante la existencia de nuevos placeres que provengan de nuevos intercambios.
Esta educación pornográfica y publicitaria polariza las formas-de-vida inscribiendo unos posibles determinados en la superficie de los cuerpos. La sexuación es la inscripción princeps, aquella que organiza todas las demás legibilidades, que asigna todo cuerpo a un ethos determinado (y a sus variantes establecidas por el Espectáculo), que hace que, incluso si el margen de tolerancia moral respecto a “problemas de género” parece mayor actualmente, el summum de lo indescifrable siga siendo el cuerpo con sexo incierto, con ethos relacional herético. La integración de las transgresiones y de las perversiones sexuales en el seno de la taxonomía de la dominación no depende tanto de una apertura de las mentes que se derivaría de la “revolución sexual” como de una necesidad de colonización de territorios de deseos que emergen de manera cada vez más abierta. Y si, por tanto, el terreno ético de la homosexualidad pudo en el pasado ser una zona franca respecto a la mirada de la Iglesia, a la mano del Estado y a la reproducción de la familia, al día de hoy está tan investida y agitada por el Espectáculo que su integración simbólica en las instituciones ha sido forzada a mantenerse.
El control de los cuerpos a través de una colonización y una subsunción progresiva de sus deseos ha terminado por transformar toda veleidad de anticonformismo sexual en nuevo terreno a ser construido para la publicidad mercantil.
Economía política de una voluntad de saber
Si sólo son textos, dáselos a las hombres.
Donna Haraway
Es posible que este texto no sea claro.
¿A dónde quiere ella, a dónde quieren ellos, a dónde queremos llegar? A la tierra incierta que es nuestro día a día, al suelo que es el menos cuestionado porque es el que pisoteamos y porque, si comenzaba a desmoronarse, en primer lugar: sería algo que se sabría, y en segundo lugar: nos encontraríamos en una suma urgencia que dejaríamos de escribir textos.
Y después, ¿qué es un texto que habla de todo lo que todo el mundo ve y no designa un enemigo externo ni salidas programáticas, en fin, que no nos explica, propiamente hablando, nada nuevo?
Es una herramienta. O más exactamente un arma de guerra. Una herramienta cuando la dirigimos hacia nosotros mismos, para desmontar los mecanismos de las tecnologías de género que nos constituyen, un arma cuando la dirigimos contra aquellos que nos lo impiden, todos los reproductores conscientes o no de la censura productiva. Es el fusil de la guerra partisana mixta que el Partido Imaginario requiere. Se enseña a los científicos a clonar lo “vivo” y se nos desaprende cotidianamente la cooperación, único resorte de la libertad.
Por lo pronto, nosotros estamos muy cansados. Es hora de entablar una buena huelga. Una huelga humana que será tan radicalmente destructora que destruirá en su movimiento mismo al enemigo que se localiza en nosotros. Y sólo entonces nos daremos cuenta de todo aquello que tomaba lugar en nosotros y exigía alguna indulgencia, de todo aquello que también era útil, de todo aquello que colaboraba, participaba de nuestra coherencia (la coherencia mortal de los hijos de la dialéctica).
La huelga humana no exige —en cierto sentido, es incluso su contrario— una revolución sexual, sino una revolución psicosomática. La cuestión epistemológica es en ella una cuestión afectiva que decide nuestra relación con el mundo; la cuestión política es en ella una cuestión existencial que pone en juego nuestro estar-en-el-mundo. La huelga humana se lanza al ataque de la economía mercantil por los bordes: socavando sus dos bases, la economía política y la economía libidinal.
¿Es eso peligroso?
Sí, y es bello.
Por lo demás, lo que carece de peligro carece también de dignidad.
Se ha hecho a la mujer amable por su fragilidad; se la ha consagrado al amor haciéndola incapaz de vivir, transformando su existencia en una serie de amenazas que la obligan a refugiarse en los brazos necesarios del hombre. Ahora nos hace falta un peligro que excluya todo refugio, nos hacen falta pasiones que prescindan de compasión.
El héroe era lamentable por ignorancia. Le retiramos su monopolio del combate, dejando de tenerle lástima y de dispensarlo. Milenios de cultura que hicieron penetrar en los hombres la convicción de que no debían tener miedo a morir, produjeron en estos últimos el miedo a vivir. La lucha contra este miedo es el comienzo de la guerra partisana, donde toda forma-de-vida es también una forma de lucha, la cual aparece por fragmentos en los gestos contenidos detrás de estas líneas.
Lo que importa, en el fondo, no es lo que sea retenido de la historia extraña y contradictoria del feminismo extático, sino lo que demolió, los pequeños desmoronamientos internos que siguen a la sacudida de las familiaridades.
¿Esto es algo que no lleva a nada? ¡Sí que lleva!
¡Sí, sí!
Esto es algo que hace lugar. Para vivir. Para reír. Para luchar.
“Destruir rejuvenece” escribía Benjamín, y tenía razón.
“—Los hombres tienen el corazón bondadoso si no tienen miedo pero tienen miedo tienen miedo tienen miedo. Digo que tienen miedo, pero si se los dijera su bondad se convertiría en odio. Ciertamente los cuáqueros tienen razón, ellos no tienen miedo porque no combaten, ellos no combaten.
—Pero Susan B., tú combates y no tienes miedo.
—Yo combato y no tengo miedo, yo combato pero no tengo miedo.
—Y tú vas a ganar.
—¿Ganar qué, ganar qué?”
Gertrude Stein, The Mother of Us All