«Una metafísica crítica podría nacer como ciencia de los dispositivos»




Las filosofías primeras suministran al poder sus estructuras formales. Más precisamente, “la metafísica” designa ese dispositivo en el que el actuar requiere de un principio al que puedan relacionarse las palabras, las cosas y las acciones. En la época del Giro, cuando la presencia como identidad última vira hacia la presencia como diferencia irreductible, el actuar aparece sin principio.
Reiner Schürmann, “¿Qué hacer en el fin de la metafísica?”


Al inicio, habría una visión, en uno de los pisos de aquellas siniestras colmenas de vidrio ubicadas en el sector terciario; la visión interminable, a través del espacio panoptizado, de decenas de cuerpos sentados, en fila, distribuidos de acuerdo con una lógica modular; decenas de cuerpos sin vida aparente, separados por delgadas paredes de vidrio, tecleando en sus computadoras. En esta visión, a su vez, habría una revelación del carácter brutalmente político de semejante inmovilización forzada de los cuerpos. Y la evidencia paradójica de cuerpos que están tanto más inmóviles cuanto sus funciones mentales resultan activadas, cautivadas, movilizadas; funciones que borbotean y responden en tiempo real a las fluctuaciones del flujo informacional que atraviesa la pantalla. Tomemos esta visión, o más bien lo que en ella encontramos, y démosle un paseo ahora a través de una exposición del MoMa en Nueva York, donde unos cibernéticos entusiastas, conversos recientemente a la coartada artística, han decidido presentar al público todos los dispositivos de neutralización, de normalización a través del trabajo, que tienen en mente para el futuro. La exposición se titularía Workspheres: se expondría en ella el modo en que un iMac transforma el trabajo —que ha devenido en sí mismo superfluo e insoportable— en ocio, y cómo un ambiente “de fácil manejo” prepara al Bloom promedio para que soporte la existencia más desolada y maximice de esta manera su rendimiento social, o cómo le desaparecerá toda disposición a la angustia, a este Bloom, cuando se hayan integrado en su espacio de trabajo personalizado todos los parámetros de su psicología, sus hábitos y su carácter. De la conjunción de estas “visiones” nacería la sensación de que, finalmente, se ha logrado producir el espíritu; y a su vez, producir el cuerpo como desperdicio, masa inerte y voluminosa, condición —pero sobre todo obstáculo— del desenvolvimiento de procesos puramente cerebrales. La silla, la mesa, la computadora: un dispositivo. Un apresamiento productivo. Una empresa metódica de atenuación de todas las formas-de-vida. Jünger bien hablaba de una “espiritualización del mundo”, pero en un sentido que no era necesariamente elogioso.
Podríamos imaginar una génesis distinta. Al inicio, habría en esta ocasión una molestia, una molestia unida a la generalización de artefactos de vigilancia en los almacenes; arcos antirrobo especialmente. Habría una ligera angustia, al momento de traspasarlos, por saber si sonarán o no, por saber si uno será extraído del flujo anónimo de los consumidores como “el cliente indeseable”, como “el ladrón”. Habría pues, en esta ocasión, la molestia —¿o quién sabe? el resentimiento— por haberse hecho atrapar en algunas ocasiones, y la clara presciencia de que los dispositivos comenzaron últimamente a funcionar. O de que esta tarea de vigilancia, por ejemplo, es cada vez más confiada exclusivamente a una masa de vigilantes que tienen buen ojo, al haber sido ellos mismos los antiguos ladrones. Ellos que son, bajo cualquiera de sus gestos, dispositivos a pie.
Imaginemos ahora una génesis, del todo improbable ésta, para los más incrédulos. El punto de partida no podría ser otro que la cuestión de la determinidad, del hecho de que hay, inexorablemente, determinación; pero se trata de una fatalidad que puede a la vez tomar el sentido de una temible libertad de juego con las determinaciones. De una subversión inflacionista del control cibernético.

Al inicio, no habría nada, finalmente. Nada que no sea el rechazo a jugar inocentemente cualquiera de los juegos que se hayan previsto para engatusarnos.
¿Y quién sabe? el deseo
feroz
de crear algunos de ellos
vertiginosos.


I


¿En qué consiste, exactamente, la Teoría del Bloom? Consiste en un intento de historizar la presencia, de tomar nota, para comenzar, del estado actual de nuestro ser-en-el-mundo. Otros intentos de la misma naturaleza han precedido a la Teoría del Bloom, entre los cuales el más notable, después de Los conceptos fundamentales de la metafísica de Heidegger, resulta definitivamente El mundo mágico de De Martino. Sesenta años antes de la Teoría del Bloom, la antropología italiana ofrecía una contribución, hasta el día de hoy inigualada, en torno a la historia de la presencia. Pero mientras que filósofos y antropólogos desembocaban en este resultado, en la constatación del sitio donde somos con el mundo, en la constatación de nuestro propio colapso, fue de allí que nosotros partimos, así que aquí consentiremos.
Hombre de su época en esto, De Martino pretendía creer en toda la fábula moderna del sujeto clásico, del mundo objetivo, etc. Luego distinguió entre dos épocas de la presencia, la que tiene curso en el “mundo mágico”, primitivo, y la del “hombre moderno”. Todo el malentendido occidental con respecto de la magia y, más generalmente, de las sociedades tradicionales, dice en resumen De Martino, se debe al hecho de que pretendemos comprenderlas desde afuera, a partir del presupuesto moderno de una presencia adquirida, de un ser-en-el-mundo asegurado, apoyado en una clara distinción entre el yo y el mundo. En el universo tradicional-mágico, la frontera que constituye al sujeto moderno como un sustrato sólido, estable, seguro de su ser-ahí, ante el cual se extiende un mundo atestado de objetividad, conforma todavía un problema. Dicha frontera existe en este universo para conquistarlo, para fijarlo; la presencia humana es así constantemente amenazada, sintiéndose en un peligro perpetuo. Así, esta labilidad coloca a la presencia humana a merced de cualquier percepción violenta, de cualquier situación saturada de afectos, de cualquier acontecimiento inasimilable. En casos extremos, conocidos bajo diversos nombres en las civilizaciones primitivas, el ser-ahí es totalmente devorado por el mundo, una emoción o una percepción. A esto los malayos lo llaman latah, los tunguses olon, algunos melanesios atai, y entre los mismos malayos está relacionado con el amok. En tales estados, la presencia singular se desploma completamente, entra en una indistinción con los fenómenos y se deshace con un simple eco, mecánico, del mundo que le rodea. De este modo un latah, un cuerpo afectado de latah, coloca la mano sobre la llama apenas esbozado el gesto para hacerlo o, encontrándose de golpe cara a cara con un tigre en la cima de un sendero, comienza a imitarlo furiosamente, poseído como está por semejante percepción inesperada. También se relatan casos de olon colectivo: durante la formación de un regimiento cosaco por parte de un oficial ruso, los hombres del regimiento, en lugar de ejecutar las órdenes del coronel, comienzan repentinamente a repetirlas en coro; y cuanto más los colmaba de insultos el oficial y éste se irritaba por su rechazo a obedecer, más le regresaban ellos sus insultos e imitaban su cólera. De Martino caracteriza de este modo el latah, haciendo uso de sus categorías aproximativas: “La presencia tiende a permanecer polarizada sobre un contenido particular, no alcanza a ir más allá de ello y, por consiguiente, desaparece y abdica en tanto que presencia. Colapsa así la distinción entre presencia y mundo que se hace presente.”
Así pues, para De Martino existe un “drama existencial”, un “drama histórico del mundo mágico”, que es un drama de la presencia; y el conjunto de las creencias, técnicas e instituciones mágicas están ahí para responder a tal situación: para salvar, proteger o restaurar la presencia mermada. Por tanto, ese conjunto está dotado de una eficacia propia, de una objetividad inaccesible al sujeto clásico. Una de las maneras que tienen los indígenas de Mota para vencer la crisis de la presencia provocada por alguna reacción emocional intensa, consistirá así en asociar a aquel que ha sido su víctima con la cosa que la ha ocasionado, o algo que la represente. En el curso de una ceremonia, dicha cosa será declarada atai. El Chamán instituirá una comunidad de destino entre esos dos cuerpos que estarán, a partir de ahora, indisoluble y ritualmente unidos, a tal punto que en el idioma indígena atai significa simplemente alma. “La presencia que se arriesga a perder todo horizonte se reconquista incorporando su unidad problemática a la unidad problemática de la cosa”, concluye De Martino. Esta práctica banal (la de inventarse un alter ego objetal) es aquello que los occidentales recubrirán con el apodo de “fetichismo”, rechazando comprender que el hombre “primitivo” se recompone, al reconquistar una presencia, mediante la magia. Reproduciéndose el drama de su presencia en disolución, pero esta vez acompañado y apoyado por el Chamán —en el trance, por ejemplo—, pone en escena dicha disolución de tal manera que vuelve a ser su amo. Lo que el hombre moderno reprocha tan amargamente al “primitivo”, después de todo, no es tanto su práctica de la magia, sino la audacia que tiene para otorgarse un derecho que es juzgado obsceno: el de evocar la labilidad de la presencia y, con ello, volverla participable. Y es que los “primitivos” se han dado los medios para vencer ese tipo de desamparo, cuyas imágenes más familiares para nosotros son el moderno despojado de su portátil, la familia pequeñoburguesa privada de tele, el automovilista con el coche rallado, el ejecutivo sin oficina, el intelectual sin la palabra o la Jovencita sin su bolso.
Pero De Martino comete un error inmenso, un error de fondo sin duda inherente a toda antropología. De Martino ignora la amplitud del concepto de presencia, ya que la concibe todavía como un atributo del sujeto humano, lo cual le lleva inevitablemente a oponer la presencia al “mundo que se hace presente”. La diferencia entre el hombre moderno y el primitivo no consiste, como De Martino dice, en el hecho de que el segundo se encontraría en defecto con respecto del primero, al no haber adquirido aún la seguridad de éste. La diferencia consiste, por el contrario, en que el “primitivo” demuestra una mayor apertura, una mayor atención, al venir a la presencia de los entes, y por tanto, como consecuencia, una mayor vulnerabilidad a las fluctuaciones de éste. El hombre moderno, el sujeto clásico, no es un salto fuera de lo primitivo, sino que, más bien, es tan sólo un primitivo que se ha vuelto indiferente al acontecimiento de los seres, que ya no sabe acompañar al venir a la presencia de las cosas, que es pobre de mundo. De hecho, toda la obra de De Martino está atravesada por un amor infeliz hacia el sujeto clásico. Infeliz, debido a que De Martino tiene, como Janet, una comprensión demasiado íntima del mundo mágico, una sensibilidad demasiado rara hacia el Bloom, como para no sentir, secretamente, todos sus efectos. Lo que ocurre es que, cuando se es un hombre, en la Italia de los años 40, ciertamente se tiene más que nada el interés de callar dicha sensibilidad y de confesar una pasión desenfrenada por la plasticidad majestuosa y, a partir de ahora, admirablemente kitsch del sujeto clásico. De este modo, De Martino se acorraló en la postura cómica que es denunciar el error metodológico de querer aprehender el mundo mágico desde el punto de vista de una presencia asegurada, al mismo tiempo que la conserva como horizonte de referencia. En última instancia, hace suya la utopía moderna de una objetividad pura de toda subjetividad y de una subjetividad exenta de toda objetividad.
En realidad, la presencia es tan poco un atributo del sujeto humano que ella es aquello que se da. “El fenómeno a retener, aquí, no es ni el simple ente ni su modo de estar presente, sino la entrada en presencia; una entrada que es siempre nueva, cualquiera que sea el dispositivo histórico en que aparezca lo dado” (Reiner Schürmann, El principio de anarquía). Así se define el ek-stasis ontológico del ser-ahí humano, su co-pertenencia a cada situación vivida. La presencia en sí misma es inhumana. Inhumanidad que triunfa en la crisis de la presencia, cuando lo ente se impone en toda su aplastante insistencia. La donación de la presencia, entonces, ya no puede seguir siendo acogida; toda forma-de-vida, es decir, toda manera de acoger esta donación, se disipa. Lo que hay que historizar no es entonces el progreso de la presencia hacia la estabilidad final, sino las diferentes maneras en que ésta se da, las diferentes economías de la presencia. Y si bien existe hoy en día, en la era del Bloom, una crisis generalizada de la presencia, esto es así solamente en virtud de la generalidad de la economía en crisis: la economía occidental, moderna y hegemónica, de la presencia constante. Economía que tiene como característica propia la denegación de la posibilidad misma de su crisis por medio del chantaje del sujeto clásico, regente y medida de todas las cosas. El Bloom resalta históricamente el fin de la efectividad social-mágica de ese chantaje o fábula. La crisis de la presencia entra nuevamente en el horizonte de la existencia humana, pero no se responde a ella de la misma manera que en el mundo tradicional; no se la reconoce como tal.
En la era del Bloom la crisis de la presencia se cronifica y se objetiva en una inmensa acumulación de dispositivos. Cada dispositivo funciona como una prótesis ek-sistencial que se administra al Bloom para permitirle sobrevivir en la crisis de la presencia sin que la perciba, y para permitirle permanecer en ella día tras día sin sucumbir — un celular, un psicólogo, un amante, un sedante o un cine conforman una especie de muletas bastante adecuadas, siempre y cuando uno pueda cambiarlas a menudo. Considerados singularmente, los dispositivos son otras tantas fortalezas erigidas contra el acontecimiento de las cosas; tomados en masa, son el hielo seco que se esparce sobre el hecho de que cada cosa, en su venir a la presencia, lleva consigo un mundo. Lo objetivo: mantener a toda costa la economía dominante mediante la gestión autoritaria, en todo lugar, de la crisis de la presencia; instalar planetariamente un presente contra el libre juego de todo venir a la presencia. En pocas palabras: el mundo se endurece.
Desde que el Bloom se ha insinuado en el corazón de la civilización, se ha hecho todo lo posible para aislarlo, para neutralizarlo. Muy a menudo, y ya muy biopolíticamente, se le ha tratado como una enfermedad: primero se llamó psicastenia, con Janet, y luego esquizofrenia. Hoy en día se prefiere hablar de depresión. Las calificaciones cambian, ciertamente, pero la maniobra es siempre la misma: reducir las manifestaciones del Bloom que son demasiado extremas a puros “problemas subjetivos”. Circunscribiéndolo como enfermedad, se lo individualiza, se lo localiza y se lo reprime, de tal manera que ya no pueda ser asumible colectivamente, comúnmente. Si lo vemos bien, la biopolítica nunca ha tenido otro propósito: garantizar que nunca se constituyan mundos, técnicas, dramatizaciones compartidas, magias, en el seno de las cuales la crisis de la presencia pueda ser vencida, asumida, pueda devenir un centro de energía, una máquina de guerra. La ruptura de toda transmisión de la experiencia, la ruptura de la tradición histórica está ahí, salvajemente mantenida, para asegurar que el Bloom se mantenga siempre entregado, remitido a “sí mismo”, a su propia y solitaria burla, a su aplastante y mítica “libertad”. Existe ante todo un monopolio biopolítico de los remedios para la presencia en crisis, que siempre está dispuesto a defenderse con la violencia más lejana.
La política que desafía este monopolio toma como punto de partida, y como centro de energía, la crisis de la presencia: el Bloom. A esta política la calificaremos como extática. Su propósito no es rescatar abstractamente, a fuerza de re/presentaciones, la presencia humana en disolución, sino en la elaboración de magias participables, de técnicas de habitación, no tanto de un territorio, sino de un mundo. Y es esta elaboración, la del juego entre las diferentes economías de la presencia, entre las diferentes formas-de-vida, lo que exige la subversión y la liquidación de todos los dispositivos.
Aquellos que aún reclaman una teoría del sujeto, como un último aplazamiento ofrecido a su pasividad, harían mejor en comprender que, en la era del Bloom, una teoría del sujeto ya sólo es posible como teoría de los dispositivos.


II


Durante mucho tiempo he creído que lo que distinguía a la teoría de, supongamos, la literatura, era su impaciencia para transmitir contenidos, su vocación para hacerse comprender. Efectivamente, esto especifica a la teoría, a la teoría como la única forma de escritura que no es una práctica. De ahí el infinito impulso de la teoría, que puede decir lo que sea sin que esto arroje nunca, finalmente, alguna consecuencia; para los cuerpos, evidentemente. Veremos muy bien que nuestros textos no son teoría ni su negación, sino simplemente otra cosa.
¿Cuál es el dispositivo perfecto, el dispositivo-modelo a partir del cual ningún malentendido podría subsistir sobre la noción misma de dispositivo? El dispositivo perfecto, me parece, es la autopista. En ella, el máximum de la circulación coincide con el máximum del control. Nada se mueve en ella que no sea incontestablemente “libre” y, a la vez, estrictamente registrado, identificado e individuado en un registro exhaustivo de matriculaciones. Organizado en red, dotado de sus propios puntos de abastecimiento, de su propia policía, de espacios autónomos neutros, vacíos y abstractos, el sistema de autopistas representa directamente el territorio, como descargado por bandas a través del paisaje; una heterotopía, la heterotopía cibernética. En él, todo ha sido cuidadosamente parametrizado para que no suceda nada, nunca. El flujo indiferenciado de lo cotidiano sólo es evaluado por la serie estadística, prevista y previsible, de los accidentes que se nos tiene tan informados porque nunca somos testigos de ellos, y que no son, por tanto, vividos como acontecimientos, como muertes, sino como una perturbación pasajera de la que todo rastro será borrado en poco tiempo. Por otra parte, nos recuerda la Seguridad Vial, se muere mucho menos en las autopistas que en las carreteras nacionales; y son apenas los cadáveres de los animales aplastados, que se advierten por la ligera dislocación que inducen en la dirección de los coches, los que nos recuerdan qué es lo que significa pretender vivir allí donde los demás pasan. Cada átomo del flujo molecularizado, cada una de las mónadas impermeables del dispositivo, no tiene, de cualquier modo, ninguna necesidad de que se le recuerde que el fluir está dentro de sus intereses. La autopista está hecha completamente, con sus largas curvas y su uniformidad calculada y señalizada, para reducir todas las conductas a una sola: la cero-sorpresa, prudente y alisada, orientada hacia un lugar de llegada y recorrida completamente a una velocidad media y regular. A pesar de todo, existe un ligero sentimiento de ausencia, de un extremo a otro del trayecto, como si la única forma de permanecer en un dispositivo fuera atrapado bajo la perspectiva de salirse de él, sin nunca haber estado verdaderamente ahí. Al final, el puro espacio de la autopista expresa la abstracción de todo lugar más que la de toda distancia. En ninguna parte se ha realizado tan perfectamente la sustitución de los lugares a partir de su nombre, a partir de su reducción nominalista. En ninguna parte la separación habrá sido tan móvil y convincente, e incluso armada de un lenguaje (la señalización vial) menos susceptible de subversión. La autopista, por tanto, como utopía concreta del Imperio cibernético. ¡Y pensar que existe gente que ha podido oír hablar de “autopistas de la información” sin presentir la promesa de un vigilancia policíaca total!
El metro, la red metropolitana, es otra clase de megadispositivo, subterráneo en esta ocasión. No cabe duda, vista la pasión policíaca que la RATP nunca ha abandonado desde Vichy, de que una cierta consciencia de este hecho se ha insinuado en todos sus pisos, e incluso en sus entresuelos. Es así como se podía leer hace algunos años, en los pasillos del metro parisino, un extenso aviso público de la RATP, adornado con un león que ostentaba una pose real. El título de la noticia, escrito en caracteres gruesos y extraordinarios, estipulaba que: “amo de los lugares es aquel que los organiza”. Quien se dignaba a detenerse a leer, se veía así informado por la intransigencia empleada por esta compañía pública dispuesta a defender el monopolio de la gestión de su dispositivo. Desde ese momento, parece ser que el Weltgeist ha conseguido aún progresos entre los émulos del servicio de Comunicación de la RATP, ya que todas sus campañas han sido, a partir de ese momento, firmadas como “RATP, el espíritu libre”. El “espíritu libre” —singular fortuna para una fórmula que ha pasado desde Voltaire hasta los anuncios de los nuevos servicios bancarios, pasando por Nietzsche—, tener el espíritu libre más que ser un espíritu libre: he aquí lo que exige el Bloom, ávido de bloomificación. Tener el espíritu libre, es decir: el dispositivo se hace cargo de los que se le someten. Sin duda, existe una comodidad que se vincula con esto, que consiste en poder olvidar, hasta nuevo aviso, que uno está en el mundo.
En cada dispositivo existe una decisión que se esconde. Los Amables Cibernéticos del CNRS le dan la vuelta a esto de la siguiente manera: “El dispositivo puede ser definido como la concretización de una intención mediante la constitución de ambientes acondicionados” (Hermès, nº 25). El flujo es necesario para el mantenimiento del dispositivo, porque es detrás de él que se esconde dicha decisión. “No hay nada más fundamental para la supervivencia del shopping que un flujo constante de clientes y productos”, observan los cabrones del Harvard Project on the City. Pero asegurar la permanencia y la dirección del flujo molecularizado, interconectar los diferentes dispositivos, exige un principio de equivalencia, un principio dinámico, distinto de la norma en curso en cada dispositivo. Este principio de equivalencia es la mercancía. La mercancía, es decir, el dinero como lo que individúa y separa todos los átomos sociales, colocándolos a solas frente a su cuenta bancaria como el cristiano lo estaba ante su Dios; el dinero, que nos permite al mismo tiempo entrar continuamente en todos los dispositivos y, en cada entrada, registrar un rastro de nuestra posición, de nuestro paso. La mercancía, es decir, el trabajo que permite contener el mayor número de cuerpos en un número particular de dispositivos estandarizados, forzarlos a pasar a través de ellos y quedarse, organizando cada uno su propia trazabilidad a través del currículum vitae (¿no es cierto, por otra parte, que trabajar hoy en día ya no consiste tanto en hacer alguna cosa como en ser alguna cosa y, desde luego, en estar disponible?). La mercancía, es decir, el reconocimiento gracias al cual cada uno autogestiona su sumisión a la policía de las cualidades y mantiene con otros cuerpos una distancia prestidigitadora, suficientemente grande para neutralizarse, pero no tanto para excluirse de la valorización social. Guiado de este modo por la mercancía, el flujo de los Bloom impone dulcemente la necesidad del dispositivo que lo contiene. Todo un mundo fosilizado sobrevive en esta arquitectura, la cual ya no necesita celebrar el poder soberano porque ella misma es, a partir de ahora, el poder soberano: le basta con configurar el espacio — la crisis de la presencia hace el resto.
Bajo el Imperio, las formas clásicas del capitalismo sobreviven, pero como formas vacías, como puros vehículos al servicio del mantenimiento de los dispositivos. Su persistencia no debe engañarnos: ya no reposan sobre sí mismos, puesto que han devenido función de otra cosa. a partir de ahora, el momento político domina el momento económico. La cuestión suprema ya no es la extracción de plusvalía, sino el Control. El nivel de extracción de la propia plusvalía ya no indica sino el nivel de Control que es localmente su condición. El Capital ya no es sino un medio al servicio del Control generalizado. Y si aún existe un imperialismo de la mercancía, se hace sentir ante todo como imperialismo de los dispositivos; imperialismo que responde a una necesidad: la de la normalización transitiva de todas las situaciones. Se trata de extender la circulación entre los dispositivos, porque es ella quien forma el mejor vector de la trazabilidad universal y del orden de los flujos. En este punto también, nuestros Amables Cibernéticos poseen el arte de la fórmula: “En general, el individuo autónomo, concebido como portador de una intencionalidad propia, aparece como la figura central del dispositivo. […] Ya no se orienta el individuo, sino que es el individuo quien se orienta en el dispositivo”.
No hay nada misterioso en las razones por las cuales los Bloom se someten tan masivamente a los dispositivos. Por qué, ciertos días, en el supermercado, no robo nada…; tanto si me siento demasiado débil como si soy perezoso: no robar resulta una comodidad. No robar supone disolverse absolutamente en el dispositivo, conformarse en él para no tener que sostener la relación de fuerza que conlleva: la relación de fuerza entre un cuerpo y el agregado compuesto por los empleados, el vigilante y, eventualmente, la policía. Robar me fuerza a una presencia, a una atención, a un nivel de exposición de mi superficie corporal, a la cual, ciertos días, no puedo recurrir. Robar me fuerza a pensar mi situación. Y en ciertas ocasiones, no tengo la energía para ello. Así que pago, pago para ser dispensado de la experiencia misma del dispositivo en su realidad hostil. Pero lo que en realidad adquiero es un derecho a la ausencia.


III

Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho.
Wittgenstein
El decir no es lo dicho.
Heidegger

Existe un enfoque materialista del lenguaje que parte de que aquello que percibimos nunca es separable de aquello que sabemos. La Gestalt ha mostrado desde hace mucho tiempo cómo, frente a una imagen confusa, el hecho de que se nos diga que tal imagen representa a un hombre sentado en una silla, o una lata de conservas semiabierta, es suficiente para hacer aparecer una u otra cosa. Las reacciones nerviosas de un cuerpo y, ciertamente por ello mismo, su metabolismo, están estrechamente unidas —si acaso no dependen ya directamente— al conjunto de sus representaciones. Hay que admitir esto para establecer, no tanto el valor, sino la significación vital de cada metafísica, su incidencia en términos de forma-de-vida.
Imaginemos, después de esto, una civilización cuya gramática llevaría en su núcleo, especialmente en el empleo del verbo más corriente de su vocabulario, una clase de vicio, defecto tal que conlleve a que todo sería percibido de acuerdo a una perspectiva, no solamente falseada, sino en la mayoría de los casos mórbida. Imaginemos qué ocurriría entonces con la fisiología común de sus usuarios, con las patologías mentales y relacionales, con la disminución vital a la que éstos estarían expuestos. Tal civilización sería ciertamente inhabitable y produciría solamente, en cualquier sitio que se extienda, desastre y desolación. Esa civilización es la civilización occidental, y ese verbo es sencillamente el verbo ser. Y el verbo ser no en sus empleos de auxiliar o de existencia —esto es—, los cuales son relativamente inofensivos, sino en sus empleos de atribución —esta rosa es roja— y de identidad —la rosa es una flor—, que autorizan las más simples falsificaciones. En el enunciado “esta rosa es roja”, por ejemplo, presto al sujeto “rosa” un predicado que no es el suyo, que es más bien un predicado de mi percepción: soy yo, que no soy daltónico, que soy “normal”, quien percibe esta longitud de onda como “rojo”. Decir “yo percibo la rosa como rojo” resultaría ya menos capcioso. En cuanto al enunciado “la rosa es una flor”, me permite borrarme oportunamente tras la operación de clasificación que yo hago. Por tanto, convendría más bien decir: “yo clasifico la rosa entre las flores” (que es la formulación común en las lenguas eslavas). Sin duda es evidente, a continuación, que los efectos del es de identidad tienen un alcance emocional muy distinto cuando permiten decir de un hombre que tiene la piel blanca, “es un Blanco”, de alguien que tiene dinero, “es un rico”, o de una mujer que se comporta algo libremente, “es una puta”. Y esta cuestión de ninguna manera consiste en denunciar la supuesta “violencia” de tales enunciados, preparando así el advenimiento de una nueva policía de la lengua, de una political correctness ampliada, que esperaría que cada frase lleve consigo su propia garantía de cientificidad. De lo que se trata es de saber lo que se hace, lo que se nos hace, cuando hablamos; y de saberlo juntos.
La lógica subyacente a estos empleos del verbo ser es calificada por Korzybski como aristotélica; nosotros la llamaremos simplemente “la metafísica” — y de hecho no estamos lejos de pensar, como Schürmann, que “la cultura metafísica en su conjunto revela ser una universalización de la operación sintáctica que es la atribución predicativa”. Lo que se juega en la metafísica, y especialmente en la hegemonía social del es de identidad, es tanto la negación del devenir, como del acontecimiento de las cosas y los seres — “¿Estoy fatigado? Esto, desde luego, no quiere decir gran cosa. Ya que mi fatiga no es mía, no soy yo quien está fatigado. ‘Hay lo fatigante’. Mi fatiga se inscribe en el mundo bajo la forma de una consistencia objetiva, de un suave espesor de las cosas mismas, del sol y la carretera que sube, del polvo y las piedras.” (Deleuze, ‘Decires y perfiles’, 1947) En lugar del acontecimiento —“hay lo fatigante”— la gramática metafísica nos forzará a pronunciar un sujeto para después referirle su predicado: “yo estoy fatigado” — esto es: el acondicionamiento de una posición de retirada, de elipsis del ser-en-situación, de borrado de la forma-de-vida que se enuncia tras su enunciado, tras la pseudosimetría autárquica de la relación sujeto-predicado. Y es, naturalmente, con la justificación de este escamoteo que se abre la Fenomenología del espíritu, piedra angular de la represión occidental de la determinidad y las formas-de-vida, verdadera propedéutica para toda ausencia futura. “A la pregunta: ¿qué es el ahora? —escribe nuestro Bloom jefe— respondemos, pues, por ejemplo, el ahora es la noche. Y para examinar la verdad de esta certeza sensible, basta con un sencillo experimento. Escribamos esta verdad; la verdad no es algo que se puede perder por escribirla, ni mucho menos por tratar de guardarla y conservarla. Pero si volvemos a ver ahora, es decir, este mediodía, la verdad que escribimos anoche, resulta que tendremos que decir que se nos ha echado a perder”. El grosero juego de manos consiste aquí en reducir como si nada la enunciación al enunciado, en postular la equivalencia del enunciado hecho por un cuerpo en situación, del enunciado como acontecimiento, y del enunciado objetivado o escrito, que perdura como rastro en la indiferencia a toda situación. De uno a otro, es el tiempo, es la presencia, lo que cae en la trampa. En su último escrito, cuyo título suena como una especie de respuesta al primer capítulo de la Fenomenología del espíritu, Sobre la certeza, Wittgenstein profundiza la cuestión. Se trata del parágrafo 588: “Sin embargo, ¿no es cierto que con las palabras ‘Sé que esto es…’ afirmo encontrarme en un estado particular, mientras que la mera aseveración: ‘Esto es…’ no dice lo mismo? A pesar de ello, nuestra réplica a una aseveración semejante suele ser ‘¿Cómo lo sabes?’ — ‘Sencillamente, porque el hecho de que lo afirme permite reconocer que lo creo.’ — Podría expresarse así: en un zoológico podríamos encontrar la inscripción ‘Esto es una cebra’, pero nunca ‘Sé que esto es una cebra.’ ‘Sé’ sólo tiene sentido cuando sale de la boca de una persona.”
El poder que se ha hecho heredero de toda la metafísica occidental, el Imperio, extrae de ella toda su fuerza así como la inmensidad de sus debilidades. La abundancia de artefactos de control y de equipos de vigilancia continua que han cubierto el mundo, por su exceso mismo, delata el exceso de su ceguera. La movilización de todas esas “inteligencias” que se vanagloria de tener entre sus filas, sólo confirma la evidencia de su estupidez. Resulta impresionante ver, año tras año, cómo los seres se escurren cada vez más entre sus predicados, entre todas las identidades que se les hacen. Con total seguridad, el Bloom progresa. Todas las cosas se indistinguen. se tiene cada vez mayor dificultad para hacer del que piensa “un intelectual”, del que trabaja “un asalariado”, del que mata “un asesino”, del que milita “un militante”. El lenguaje formalizado, aritmética de la norma, no se conexiona sobre ninguna distinción sustancial. Los cuerpos ya no se dejan reducir a las cualidades que se les quiso atribuir. Rechazan incorporárselas. Fluyen, silenciosamente. El reconocimiento, que al principio nombra una cierta distancia entre los cuerpos, se encuentra desbordado en todos sus puntos. Ya no puede dar cuenta de lo que pasa, precisamente, entre los cuerpos. Hacen falta, por tanto, dispositivos, más y más dispositivos: para estabilizar la relación entre los predicados y los “sujetos” que escapan de ellos obstinadamente, para frustrar la creación difusa de relaciones asimétricas, perversas y complejas entre dichos predicados, para producir la información, para producir lo real como información. Es evidente que los intervalos que mide la norma y a partir de los cuales se individualizan-distribuyen los cuerpos, ya no son suficientes para el mantenimiento del orden; es necesario, por otra parte, hacer reinar el terror, el terror de alejarse demasiado de la norma. Para garantizar la estabilidad artificial de un mundo en implosión, han devenido necesarias toda una policía inédita de las cualidades y toda una ruinosa red de microvigilancia, de microvigilancia de todos los instantes y espacios. Obtener el autocontrol de cada uno exige una densificación inédita, una difusión masiva de dispositivos de control cada vez más integrados, cada vez más hipócritas. “El dispositivo: una ayuda para las identidades en crisis”, escriben los cerdos del CNRS. Pero cualquier cosa que se haga para asegurar la plana linealidad de la relación sujeto-predicado, para someter todo ser a su representación, a pesar de su desprendimiento histórico, a pesar del Bloom, no sirve de nada. Sin duda, los dispositivos pueden fijar, conservar las economías de la presencia caducas, hacerlas persistir más allá de su acontecimiento, pero son impotentes al intentar que cese el asedio de los fenómenos, que tarde o temprano acabarán por sumergirlos. Por el momento, el hecho de que no es lo ente lo que, la mayor parte del tiempo, es portador de las cualidades que le prestamos, sino más bien nuestra percepción, que se muestra siempre más claramente en el hecho de que nuestra pobreza metafísica, la pobreza de nuestro arte de percibir, nos hace experimentar todo como sin cualidades, nos hace producir el mundo como desprovisto de cualidades. En este derrumbamiento histórico, las cosas mismas, libres de todo apego, vienen cada vez más insistentemente a la presencia.
En realidad, es como dispositivo que nos aparece cada detalle de un mundo que nos ha devenido extranjero, precisamente, en cada uno de sus detalles.


IV

Nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro yo la diferencia de las máscaras.
Michel Foucault, Arqueología del saber

Corresponde a un pensamiento abruptamente mayor conocer aquello que obra, conocer en qué operaciones se libra. Y no con vistas a conseguir alguna Razón final, prudente y mesurada, sino, por el contrario, con el fin de intensificar el goce dramático que se une al juego de la existencia, en sus propias fatalidades. La cosa resulta evidentemente obscena. Y debo decir que, a dondequiera que uno vaya, a cualquier medio que uno se dirija, todo pensamiento de la situación resulta inmediatamente interpretado y conjurado como perversión. Para prevenir este desafortunado reflejo siempre hay, es verdad, una salida presentable, que consiste en proveer este pensamiento para una crítica. En Francia, esto es por cierto algo en lo que se es muy ávido. Al develarme como hostil a aquello cuyo funcionamiento y determinismos he penetrado, coloco eso mismo que quisiera aniquilar a salvo de mí mismo, a salvo de mi práctica. Y es precisamente esa inocuidad lo que se espera de mí al exhortarme a que me declare como crítico.
En todas partes, la libertad de juego que acarrea la adquisición de un saber-poder es algo que colma de terror. Ese terror, el terror del crimen, es destilado indefinidamente por el Imperio entre los cuerpos, asegurándose así de conservar el monopolio de los saberes-poderes, esto es, a la larga, el monopolio de todos los poderes. Dominación y Crítica conforman desde siempre un dispositivo inconfesablemente dirigido contra un hostis común: el conspirador, aquel que obra encubierto, que hace uso de todo lo que se le da y le reconoce como una máscara. El conspirador es odiado en todas partes, pero nunca se le odiará tanto como el placer que él obtiene de su juego. Con toda seguridad, una cierta dosis de aquello que llamamos comúnmente “perversión” entra en el placer del conspirador, porque aquello de lo que goza es, entre otras cosas, de su opacidad. Mas ésta no es la razón por la cual no se deja de impulsar al conspirador a volverse crítico, a subjetivarse como crítico, ni tampoco la razón del odio que se mantiene tan corrientemente hacia él. Esa razón consiste sencillamente en el peligro que él encarna. El peligro, para el Imperio, son las máquinas de guerra: que uno o varios hombres se transformen en máquinas de guerra, enlazando orgánicamente su gusto por vivir y su gusto por destruir.
El moralismo de toda crítica no es, a su vez, algo a criticar: para nosotros resulta suficiente conocer la poca inclinación que tenemos por lo que se trama verdaderamente en él: amor exclusivo de los afectos tristes, de la impotencia, de la contrición, deseo de pagar, de expiar, de ser castigado, pasión por el proceso, odio del mundo, de la vida, pulsión gregaria, espera del martirio. Todo ese asunto de la “consciencia” nunca ha sido realmente comprendido. Existe efectivamente una necesidad de la consciencia que no consiste de ninguna manera en una necesidad de “elevarse”, sino en una necesidad de elevar, refinar y estimular nuestro goce, de multiplicar nuestro placer. Una ciencia de los dispositivos, una metafísica crítica, es por tanto absolutamente necesaria, pero no para plantar alguna bella certeza tras la cual poder borrarse, ni siquiera para agregar a la vida su pensamiento, como también se ha dicho. Necesitamos pensar nuestra vida para intensificarla de manera dramática. ¿Qué me importa un rechazo que no sea al mismo tiempo un saber milimetrado de la destrucción? ¿Qué me importa un saber que no venga a incrementar mi potencia, como eso que se llama pérfidamente “lucidez”, por ejemplo?
Con respecto a los dispositivos, la burda propensión del cuerpo que ignora la alegría, consistirá en reducir la presente perspectiva revolucionaria a la de la destrucción inmediata de ellos. Los dispositivos proporcionarían entonces una especie de chivo expiatorio objetal sobre el cual todo el mundo se pondría de acuerdo de manera unívoca. Y se restablecería así el más viejo de los fantasmas modernos, el fantasma romántico que cierra El lobo estepario: el de una guerra de los hombres contra las máquinas. Reducida a esto, la perspectiva revolucionaria ya sólo sería, nuevamente, una frígida abstracción. Ahora bien, el proceso revolucionario es un proceso de crecimiento general de la potencia, o no es nada. Su Infierno es la experiencia y la ciencia de los dispositivos, su Purgatorio el compartir dicha ciencia y el éxodo fuera de los dispositivos, su Paraíso la insurrección y la destrucción de ellos. Y corresponde a cada uno recorrer esta divina comedia, como una experimentación sin retorno.
Pero por el momento reina aún uniformemente el terror pequeñoburgués del lenguaje. Por un lado, en la esfera “de lo cotidiano”, se tiende a tomar las cosas por palabras, es decir, supuestamente, por lo que son —“un gato es un gato”, “un centavo es un centavo”, “yo soy yo”— y por el otro, desde que el se es subvertido y el lenguaje se desarticula para convertirse en agente de desorden potencial en la regularidad clínica de lo ya-conocido, se proyecta al lenguaje hacia las regiones nebulosas de la “ideología”, de la “metafísica”, de la “literatura” o, más corrientemente, de los “sinsentidos”. No obstante, hubo y habrá momentos insurreccionales en los que, bajo el efecto de un rechazo flagrante de lo cotidiano, el sentido común vence ese terror. Y se advierte entonces que lo que hay de real en las palabras no es lo que designan — un gato no es “un gato”; un centavo nunca es “un centavo”; yo ya no soy “yo mismo”. Lo que hay de real en el lenguaje son las operaciones que efectúa. Describir un ente como un dispositivo, o como ente producido por un dispositivo, es una práctica de desnaturación del mundo dado, una operación de puesta a distancia de lo que nos es familiar, o que se quiere como tal. Y usted lo sabe bien.
Poner a distancia el mundo dado, hasta ahora, ha sido lo propio de la crítica. Sólo la crítica creía que, una vez hecho esto, ya estaba todo dicho. Porque en el fondo le importaba menos poner el mundo a distancia que ponerse fuera de su alcance, precisamente en alguna región nebulosa. Quería que se conociera su hostilidad hacia el mundo, su trascendencia innata. Quería que se la creyera, que se la suponga, en otra parte, en algún Gran Hotel del Abismo o en la República de las Letras. Lo que nos importa, a nosotros, es exactamente lo contrario. Imponemos una distancia entre el mundo y nosotros, no para dar a entender que estaríamos en otra parte, sino para estar de manera diferente ahí. La distancia que introducimos es el espacio de juego que necesitan nuestros gestos; nuestros gestos que son compromisos y descompromisos, amor y exterminio, sabotajes y deserciones. El pensamiento de los dispositivos, la metafísica crítica, llega por tanto como aquello que prolonga el gesto crítico desde hace tiempo paralizado, y que al prolongarlo lo anula. Particularmente, anula aquello que, desde hace más de setenta años, constituye el centro de energía de todo lo que el marxismo puede contener aún con vida, quiero decir, el famoso capítulo de El capital sobre “el carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. Cuánto Marx fracasó en pensar más allá de la Ilustración y cuánto su Crítica de la economía política solamente fue en efecto una crítica, no aparece en ninguna otra parte de un modo tan lamentable como en estos pocos parágrafos.
Marx tropieza con la noción de fetichismo desde 1842, luego de su lectura de ese clásico de la Ilustración que es Sobre el culto de los dioses fetiches, del Presidente de Brosses. Desde su famoso artículo sobre los “robos de madera”, Marx compara el oro con un fetiche, apoyando esta comparación en una anécdota extraída del libro de De Brosses. Este último es el inventor histórico del concepto de fetichismo, el que extendió la interpretación iluminista de ciertos cultos africanos a la totalidad de las civilizaciones. Para él, el fetichismo es el culto propio a los “primitivos” en general. “Tantos hechos similares, o del mismo género, establecen con la máxima claridad que tal como es hoy en día la Religión de los Negros africanos y otros Bárbaros, tal era en otro tiempo la de los pueblos antiguos; y que en todos los tiempos, así como por toda la tierra, se ha visto reinar ese culto directo, rendido sin forma, a las producciones animales y vegetales.” Lo que más escandaliza al hombre de la Ilustración, y especialmente a Kant, en el fetichismo, es el modo de ver de un africano, el cual relata Bosman, en su Viaje de Guinea (1704): “Hacemos y deshacemos Dioses, y […] somos los inventores y los amos de aquello a lo cual hacemos ofrendas.” Los fetiches son esos objetos o esos seres, esas cosas en todo caso, a los cuales el “primitivo” se relaciona mágicamente para restaurar una presencia que tal o cual fenómeno extraño, violento o tan sólo inesperado, hizo vacilar. Y efectivamente, esa cosa puede ser cualquiera que el Salvaje “divinice directamente”, como lo explica el Aufklärer conmocionado, que tan sólo ve allí cosas y no la operación mágica de restauración de la presencia. Y si no puede verla, esa operación, se debe a que para él, así como para el “primitivo” —fuera del brujo, por supuesto—, la vacilación de la presencia, la disolución del yo, no son asumibles; la diferencia entre el moderno y el primitivo consiste solamente en que el primero se prohibió la vacilación de la presencia, se ha fijado en la denegación existencial de su fragilidad, mientras que el segundo la admite a condición de remediarla por todos los medios. De ahí la relación polémica, todo menos tranquila, del Aufklärer con el “mundo mágico”, cuya única posibilidad le llena de pavor. De ahí, también, la invención de la “locura” para aquellos que no pueden someterse a tan ruda disciplina.
a posición de Marx, en ese primer capítulo del El capital, no es diferente a la del Presidente de Brosses, pues se trata del gesto típico del Aufklärer, del crítico. “Las mercancías tienen un secreto, y yo lo desenmascaro. ¡Ya lo verán, no lo mantendrán por mucho tiempo!” Ni Marx ni el marxismo han salido nunca de la metafísica de la subjetividad: es por ello que el feminismo, o la cibernética, han tenido tan poca dificultad para deshacerlos. Puesto que ha historizado todo, salvo la presencia humana, o puesto que ha estudiado todas las economías, salvo las de la presencia, Marx concibe el valor de cambio del mismo modo en que Charles de Brosses, en el siglo XVIII, observaba los cultos fetichistas entre los “primitivos”. Y esto es así porque no quiere comprender aquello que se juega en el fetichismo. No ve mediante qué dispositivos se hace existir la mercancía en tanto que mercancía, no ve cómo, materialmente —con acumulación de stocks en la fábrica; con la puesta en escena individuante de los best-sellers en un almacén, tras una vitrina o sobre un anuncio; con la devastación de toda posibilidad de uso inmediato así como de toda intimidad con los lugares—, se producen los objetos como objetos, las mercancías como mercancías. Hace como si todo ello, todo aquello que concierne a la experiencia sensible, no tuviera importancia alguna en ese famoso “carácter fetichista”, como si el plano de fenomenalidad que hace existir a las mercancías en tanto que mercancías no fuera él mismo materialmente producido. Marx opone su incomprensión de sujeto-clásico-con-la-presencia-asegurada, que ve “las mercancías en tanto que materias, es decir, en tanto que valores de uso”, a la obcecación general, efectivamente misteriosa, de los explotados. Aun si él nota la necesidad de que éstos sean de una u otra manera inmovilizados como espectadores de la circulación de las cosas para que las relaciones entre ellos aparezcan como relaciones entre cosas, no ve el carácter de dispositivo del modo de producción capitalista. No quiere ver lo que ocurre, desde el punto de vista de ser-en-el-mundo, entre esos “hombres” y esas “cosas”; él, que quiere explicar la necesidad de todo, no comprende la necesidad de esa “ilusión mística”, su anclaje en la vacilación de la presencia, y en la represión de ésta. Sólo puede despedir ese hecho remitiéndolo al oscurantismo, al retraso teológico y religioso, a la “metafísica”. “En general, el reflejo religioso del mundo real únicamente podrá desvanecerse cuando las circunstancias de la vida práctica, cotidiana, representen para los hombres, día a día, relaciones diáfanamente racionales, entre ellos y con la naturaleza.” Nos encontramos aquí en el ABC del catecismo de la Ilustración, con todo lo que tiene de programático para el mundo tal como se ha construido desde entonces. Como uno no puede evocar su propia relación con la presencia —la modalidad singular de su ser-en-el-mundo—, ni aquello en lo que uno está comprometido hic et nunc, uno apela inevitablemente a los mismos trucos usados por sus ancestros: uno confía a una teleología tan implacable como abocada ejecutar la sentencia que en ese momento uno pronuncia. El fracaso del marxismo, así como su éxito histórico, están absolutamente ligados a la postura clásica de retirada que autoriza; al hecho, finalmente, de haber permanecido en el regazo de la metafísica moderna de la subjetividad. La primera discusión ocurrida con un marxista basta para comprender la verdadera razón de su creencia: el marxismo sirve de muleta existencial a muchas personas que temen tanto que su mundo deje de estar dado por sentado. Con el pretexto del materialismo, cubierto con los hábitos del más fiero dogmatismo, el marxismo permite pasar de contrabando la más vulgar de las metafísicas. Lo cierto es que sin la aportación práctica, vital, del blanquismo, el marxismo no hubiera podido llevar a cabo solo la “revolución” de Octubre.
Para una ciencia de los dispositivos el asunto no consistirá por tanto en denunciar el hecho de que éstos nos posean, de que habría en ellos algo mágico. Sabemos muy bien que al volante de un automóvil es muy raro que no nos comportemos como un automovilista, y no necesitamos para nada que se nos explique cómo la televisión, un playstation o un “ambiente acondicionado” nos condicionan. Una ciencia de los dispositivos, una metafísica crítica, toma más bien nota de la crisis de la presencia, y se prepara para rivalizar con el capitalismo sobre el terreno de la magia.

nosotros no queremos ni un materialismo vulgar ni un “materialismo encantado”, lo que nosotros elaboramos es un materialismo del encantamiento.


V


Una ciencia de los dispositivos sólo puede ser local. Sólo puede consistir en la lectura regional, circunstancial y circunstanciada, del funcionamiento de uno o varios dispositivos. Ninguna totalización puede sobrevenir a espaldas de sus cartógrafos, porque su unidad no reside en una sistematicidad arrebatada, sino en la pregunta que determina cada uno de sus adelantos, la pregunta “¿cómo funciona?”.
La ciencia de los dispositivos se ubica en una relación de rivalidad directa con el monopolio imperial de los saberes-poderes. Es por ello que su compartir y su comunicación, la circulación de sus descubrimientos, resultan esencialmente ilegales. En esto se distingue, antes que nada, del bricolaje, el bricolador siendo aquel que sólo acumula saber sobre los dispositivos para acondicionarlos mejor, para fabricar su perrera en ellos, que acumula, pues, todos los saberes sobre los dispositivos que no son poderes. Desde el punto de vista dominante, lo que llamamos ciencia de los dispositivos o metafísica crítica no es finalmente sino la ciencia del crimen. Y aquí como en otras partes, no hay iniciación que no sea inmediatamente experimentación, práctica. nunca se está iniciado en un dispositivo, sino solamente en su funcionamiento. Los tres estadios sobre el camino de esta singular ciencia son sucesivamente: el crimen, la opacidad y la insurrección. El crimen corresponde al momento del estudio, necesariamente dividual, del funcionamiento de un dispositivo. La opacidad es la condición del compartir, de la comunización, de la circulación de los saberes-poderes adquiridos en el estudio. Bajo el Imperio, las zonas de opacidad donde esta comunicación sobreviene son por naturaleza algo a arrancar y a defender. Este segundo estadio contiene, por tanto, la exigencia de una coordinación ampliada. Toda la actividad de la S.A.S.C. participa de esta fase opaca. El tercer nivel es la insurrección, el momento en que la circulación de los saberes-poderes y la cooperación de las formas-de-vida en vista de la destrucción-goce de los dispositivos imperiales puede hacerse libremente, a cielo abierto. En vista de esta perspectiva, este texto sólo puede tener un carácter de pura propedéutica, cruzando alguna parte entre silencio y tautología.
La necesidad de una ciencia de los dispositivos surge en el momento en que los hombres, los cuerpos humanos, acaban de instalarse en un mundo completamente producido. Pocos de los que encuentran algo que repetir entre la miseria exorbitante que se querría imponernos, han comprendido ya, verdaderamente, lo que quiere decir vivir en un mundo completamente producido. En primer lugar, esto quiere decir que incluso aquello que, a primera vista, nos había parecido “auténtico”, se revela al contacto como producido, es decir, como gozando de su no-producción como una modalidad valorizable en la producción general. Lo que realiza el Imperio, tanto del lado del Biopoder como del lado del Espectáculo —recuerdo un altercado con una negrista de Chimères, una vieja bruja con un estilo gótico bastante simpático, que sostenía como una logro indiscutible del feminismo y de su radicalidad materialista, el hecho de que no había educado a sus dos hijos, sino que los había producido—, consiste sin duda en la interpretación metafísica de lo ente como ente producido o nada en absoluto; producido, es decir, llevado al ser de manera tal que su creación y su ostensión serían una sola y misma cosa. Ser producido quiere decir siempre, al mismo tiempo, ser creado y ser vuelto visible. Entrar en la presencia, en la metafísica occidental, nunca ha sido distinto a entrar en la visibilidad. Es por tanto inevitable que el Imperio que reposa sobre la histeria productiva repose también sobre la histeria transparencial. El método más seguro para prevenir el libre venir a la presencia de las cosas consiste todavía en provocar éste en todo momento, tiránicamente.
Nuestro aliado, en este mundo entregado al apresamiento más feroz, entregado a los dispositivos, en este mundo que gira de manera fanática alrededor de una gestión de lo visible que se anhela como gestión del Ser, no es otro que el Tiempo. Puesto que poseemos para nosotros — el Tiempo. El tiempo de nuestra existencia, el tiempo que conduce y desgarra nuestras intensidades, el tiempo que desbarata, pudre, destruye, deteriora y deforma, el tiempo que es un abandono, que es el elemento mismo del abandono, el tiempo que se condensa y se espesa en un haz de momentos donde toda unificación se encuentra desafiada, arruinada, cercenada y rayada en su superficie por los cuerpos mismos. nosotros poseemos el tiempo. Y cuando no lo tengamos, podemos aún dárnoslo. Darse el tiempo, tal es la condición de todo estudio comunizable de los dispositivos. Señalar las regularidades, los encadenamientos, las disonancias; cada dispositivo posee su pequeña música propia que se necesita ligeramente desafinar, retorcer incidentalmente, hacer entrar en decadencia, en perdición, hacer salir de sus casillas. Los que fluyen en el dispositivo no tienen en cuenta esa música, ya que su paso obedece demasiado cerca al compás como para escucharlo claramente. Para escucharlo hace falta partir de una temporalidad distinta, de una criticidad propia para, mientras se pasa a través del dispositivo, volverse atento a la norma ambiente. Es el aprendizaje del ladrón, del criminal: desafinar la marcha interior y la marcha exterior, desdoblar y hojear su consciencia, estar al mismo tiempo móvil y parado, al acecho y engañosamente distraído. Desviar la esquizofrenia impuesta del autocontrol [convirtiéndola] en un instrumento ofensivo de conspiración. devenir brujo. “Para detener la disolución, existe una vía: ir deliberadamente hasta el límite de su propia presencia, asumir ese límite como el objeto por venir de una praxis definida; colocarse en el corazón de la limitación y hacerse su amo; identificar, representar, evocar los ‘espíritus’, adquirir el poder para convocarlos a voluntad y para aprovechar su labor en beneficio de una práctica profesional. El brujo sigue precisamente esta vía: transforma los momentos críticos del ser-en-el-mundo en una decisión valiente y dramática, la de situarse en el mundo. Considerado en tanto que dato, su ser-en-el-mundo corre el riesgo de disolverse: no ha sido todavía dado. Con la institución de la vocación y de la iniciación, el mago deshace a continuación ese dato para rehacerlo en un segundo nacimiento; vuelve a descender hasta el límite de su presencia para restituirse a sí mismo bajo una forma nueva y bien delimitada: las técnicas exactas para favorecer la labilidad de la presencia, el trance mismo y los estados parecidos, expresan precisamente ese ser-ahí que se deshace para rehacerse, que vuelve a descender a su ahí para reencontrarse en una presencia dramáticamente sostenida y garantizada. Por otra parte, el dominio al cual ha llegado permite al mago sumergise no solamente en su propia labilidad, sino también en la de otro. El mago es aquel que sabe ir más allá de sí mismo, pero no en el sentido ideal, sino verdaderamente en el sentido existencial. Aquel para quien el ser-en-el-mundo se constituye en tanto que problema y que tiene el poder para procurarse su propia presencia, no es ya una presencia más entre otras, sino un ser-en-el-mundo que puede volverse presente entre todos los demás, descifrar su drama existencial e influenciar el curso del mismo”. Tal es el punto de partida del programa comunista.
El crimen, contrariamente a lo que insinúa la Justicia, nunca es un acto, un hecho, sino una condición de existencia, una modalidad de la presencia, común a todos los agentes del Partido Imaginario. Para convencerse de ello basta pensar en la experiencia del robo o el fraude, que son las formas elementales, y de las más corrientes —hoy en día, todo el mundo roba—, del crimen. La experiencia del robo es fenomenológicamente algo distinto a los supuestos motivos que son considerados como lo que nos “empuja” a cometer un robo, y que nosotros mismos nos alegamos. El robo no es una transgresión, sólo lo es desde el punto de vista de la representación: es una operación sobre la presencia, una reapropiación, una reconquista individual de ésta, una reconquista de sí como cuerpo en el espacio. El cómo del “robo” no tiene nada que ver con su hecho aparente, legal. Ese cómo es la consciencia física del espacio y del entorno, del dispositivo, hacia el cual me conduce el robo. Es la extrema atención del cuerpo fraudulento en el metro, alertado por el menor signo que podría señalar la presencia de una patrulla de controladores. Es el conocimiento casi científico de las condiciones en las cuales opero que exige la preparación de algún crimen de gran amplitud. Existe toda una incandescencia del cuerpo, una transformación de éste en una superficie de impacto ultrasensible que yace en el crimen y que es su experiencia verdadera. Cuando robo, me desdoblo en una presencia aparente, evanescente y sin espesor, absolutamente cualquiera, y una segunda, entera, intensiva e interior en esta ocasión, en la que se anima cada detalle del dispositivo que me rodea, con sus cámaras, su vigilante, la mirada de su vigilante, las líneas de visión, los demás clientes, el andar de los demás clientes. El robo, el crimen y el fraude son las condiciones de la existencia solitaria en guerra contra la bloomificación, contra la bloomificación mediante los dispositivos. Es la insumisión propia del cuerpo aislado, la resolución de salir, incluso a solas, incluso de manera precaria, mediante una puesta en juego voluntarista, de un estado particular de sideración, de semisueño, de ausencia de sí que conforma el fondo de la “vida” en los dispositivos. La cuestión, a partir de ahí, a partir de esa experiencia necesaria, es la del paso al complot, a la organización de una circulación verdadera del conocimiento ilegal, de la ciencia criminal. Es este paso a la dimensión colectiva lo que debe facilitar la S.A.S.C.


VI


El poder habla de dispositivos: dispositivo Vigipirate, dispositivo rmi, dispositivo educativo, dispositivo de vigilancia… Esto le permite dar a sus incursiones un aire de precariedad tranquilizadora. Luego, cuando el tiempo recubre la novedad de su introducción, el dispositivo entra en el “orden de las cosas”, y es más bien la precariedad de aquellos cuya vida transcurre en su interior lo que deviene notable. Los vendidos que se expresan en la revista Hermès, particularmente en su número 25, no han esperado a que se les pida hacerlo, para comenzar el trabajo de legitimación de esta dominación discreta y a la vez masiva, capaz de contener y distribuir la implosión general de lo social. “Lo social —dicen— busca nuevos modos reguladores capaces de afrontar estas dificultades. El dispositivo aparece como una tentativa de respuesta. Permite adaptarse a esta fluctuación mientras la baliza. […] Es el producto de una nueva propuesta de articulación entre individuo y colectivo, al asegurar una interdependencia mínima sobre el fondo de fragmentación generalizada”.
Frente a cualquier dispositivo, por ejemplo un torniquete de entrada del metro parisino, la pregunta incorrecta es: “¿para qué sirve?”, y la respuesta incorrecta, en este caso concreto, es: “para impedir el fraude”. La pregunta exacta, materialista, la pregunta metafísico-crítica, es por el contrario: “¿pero qué hace, qué operación realiza ese dispositivo?” La respuesta será entonces: “el dispositivo singulariza, extrae al cuerpo fraudulento de la masa indistinta de los ‘usuarios’, al forzarlos a hacer algún movimiento fácilmente perceptible (saltar por encima del torniquete, o colarse detrás de un ‘usuario reglamentado’). Así, el dispositivo hace existir el predicado ‘defraudador’, es decir, hace existir un cuerpo determinado en tanto que defraudador”. Lo esencial, aquí, es el en tanto que. O más exactamente, la manera en que el dispositivo naturaliza, escamotea, el en tanto que. Ya que el dispositivo tiene una manera de hacerse olvidar, de borrarse detrás del flujo de los cuerpos que pasan en su seno, tiene una permanencia que se apoya sobre la actualización continua de la sumisión de los cuerpos a su funcionamiento, a su existencia relajada, cotidiana y definitiva. El dispositivo instalado configura así el espacio, de tal manera que esa configuración misma permanezca en retirada, como un puro dato. De su manera de darse por evidente, se sigue el hecho de que lo que hace existir no aparece como habiendo sido materializado por él. Es así como el dispositivo “torniquete antifraude” realiza el predicado “fraudulento” antes de que impida el fraude. el dispositivo produce, muy-materialmente, un cuerpo dado como sujeto del predicado deseado.
El hecho de que cada ente, en tanto que ente determinado, sea a partir de ahora producido por dispositivos, define un nuevo paradigma del poder. En Los anormales, Foucault proporciona la ciudad en estado de peste como modelo histórico de este nuevo poder, del poder productivo de los dispositivos. Es por tanto, en el propio seno de las monarquías administrativas, donde habría sido experimentada la forma de poder que debía sustituirlas; forma de poder que ya no procede por exclusión, sino por inclusión, ni por ejecución pública, sino por castigo terapéutico, ni por extracción arbitraria de bienes, sino por maximización vital, ni por soberanía personal, sino por aplicación impersonal de normas sin rostro. El emblema de esta mutación del poder, de acuerdo a Foucault, es la gestión de los apestados en oposición al destierro de los leprosos. En efecto, los apestados no son excluidos de la ciudad, relegados en un afuera, como lo eran los leprosos. Por el contrario, la peste permite desplegar todo un equipamiento imbricado, todo un escalonamiento, toda una gigantesca arquitectura de dispositivos de vigilancia, de identificación y selección. La ciudad, cuenta Foucault, “se dividía en distritos, los distritos en barrios, y luego en ellos se aislaban las calles, y en cada calle había vigilantes, en cada barrio inspectores, en cada distrito responsables de distrito, y en la ciudad misma, o bien un gobernador nombrado a esos efectos o bien los regidores que, en el momento de la peste, habían recibido un poder complementario. Análisis del territorio, por tanto, en sus elementos más finos; organización, a través de ese territorio así analizado, de un poder continuo […], poder que era también continuo en su ejercicio, y no simplemente en su pirámide jerárquica, porque la vigilancia debía ejercerse sin interrupción alguna. Los centinelas tenían que estar siempre presentes en los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y los distritos debían hacer su inspección dos veces al día, de tan manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de manera permanente, mediante esa especie de examen visual e, igualmente, con la retranscripcíón de todas las informaciones en grandes registros. Al comienzo de la cuarentena, en efecto, todos los ciudadanos que se encontraban en la ciudad tenían que dar su nombre. Sus nombres se inscribían en una serie de registros. […] Y los inspectores tenían que pasar todos los días delante de cada casa, detenerse y llamar. Cada individuo tenía asignada una ventana en la que debía aparecer y, cuando lo llamaban por su nombre, debía presentarse en ella; se entendía que, si no lo hacía, era porque estaba en cama; y si estaba en cama, era porque estaba enfermo; y si estaba enfermo, era peligroso. Y, por consiguiente, había que intervenir.” Lo que con esto describe Foucault es el funcionamiento de un paleodispositivo, el dispositivo antipeste, cuya naturaleza consiste, mucho más que en luchar contra la peste, en producir tal o cual cuerpo como apestado. Con los dispositivos, pasamos así “de una tecnología del poder que expulsa, excluye, destierra, margina y reprime, a un poder que es por fin un poder positivo, un poder que fabrica, que observa, un poder que sabe y se multiplica a partir de sus propios efectos. […] Un poder que no actúa por la separación en grandes masas confusas, sino por distribución según individualidades diferenciales.”
Durante mucho tiempo, el dualismo occidental ha consistido en plantear dos entidades adversas: lo divino y lo mundano, el sujeto y el objeto, la razón y la locura, el alma y la carne, el bien y el mal, el adentro y el afuera, la vida y la muerte, el ser y la nada, etc. etc. Planteadas las cosas de esta manera, la civilización se construía como la lucha de uno contra otro. Esto traía consigo una lógica excesivamente costosa. El Imperio, claramente, procede de otro modo. Se mueve aún en esas dualidades, pero ya no cree en ellas. En realidad, se contenta con utilizar cada pareja de la metafísica clásica con el fin de mantener el orden, esto es: como máquina binaria. Por dispositivo entenderemos, desde este momento, un espacio polarizado por una falsa antinomia, de tal manera que todo lo que ocurra o pase en él resulte reductible a uno u otro de sus términos. El más gigantesco dispositivo que se haya realizado, como tal, fue evidentemente el macrodispositivo geoestratégico Este-Oeste, en el cual se oponían término a término el “bloque socialista” y el “bloque capitalista”. Toda rebelión, toda alteridad que venía a manifestarse sin importar dónde, o bien tenía que rendir lealtad a una de las identidades propuestas, o bien tenía que ser agrupado contra su voluntad en el polo oficialmente enemigo del poder que afrontaba. En la potencia residual de la retórica estalinista del “le haces el juego a…” —Le Pen, la derecha o la mundialización, qué importa—, que no es más que una transposición reflejo del viejo “clase contra clase”, medimos la violencia de las corrientes que pasan por todo dispositivo, y la increíble nocividad de la metafísica occidental en putrefacción. Un lugar común entre los geopolíticos consiste en burlarse de esas exguerrillas marxistas-leninistas del “Tercer Mundo” que, tras el colapso del macrodispositivo Este-Oeste, se habrían reconvertido en simples mafias o habrían adoptado una ideología considerada una locura bajo el pretexto de que los señores de la calle Saint-Guillaume no comprenden su lenguaje. De hecho, lo que aparece en este momento es más bien el efecto insostenible de reducción, obstrucción, formateo y disciplinarización que todo dispositivo ejerce sobre la anomalía salvaje de los fenómenos. A posteriori, las luchas de liberación nacional aparecen menos como astucias que la URSS habría tramado, que como la astucia de otra cosa que desafía al sistema de representación y rechaza tener lugar en él.
Lo que es preciso comprender, de hecho, es que todo dispositivo funciona a partir de una pareja — e inversamente, la experiencia muestra que una pareja que funciona es una pareja que forma un dispositivo. Una pareja, y no un par o un doblete, puesto que toda pareja es asimétrica; consta de un [término] mayor y otro menor. El mayor y el menor no son sólo nominalmente distintos —dos términos “contrarios” pueden perfectamente designar la misma propiedad, y en cierto sentido es así la mayor parte del tiempo—, nombran dos modalidades diferentes de agregación de los fenómenos. El mayor, en el dispositivo, es la norma. El dispositivo asocia lo que es compatible con la norma por el simple hecho de no distinguirlo, de dejarlo inmerso en la masa anónima, como soporte de lo que es “normal”. Así, en una sala de cine, el que no grite, ni canturree, ni se destape, ni etc., permanecerá como algo indistinto, agregado a la muchedumbre hospitalaria de los espectadores, significante en tanto que insignificante, por debajo de todo reconocimiento. El término menor del dispositivo será, por tanto, lo anormal. Esto es lo que el dispositivo hace existir, lo que singulariza, aísla, reconoce, distingue y luego vuelve a agregar, pero en tanto que desagregado, separado, diferente del resto de los fenómenos. Aquí tenemos al término menor, compuesto por el conjunto de lo que el dispositivo individúa y predica, y que por ello desintegra, espectraliza y suspende; conjunto del que se asegura que nunca se condense, que nunca se encuentre, y eventualmente conspire. Es en este punto que la mecánica elemental del Biopoder se conecta directamente con la lógica de la representación tal como ésta domina al interior de la metafísica occidental.
La lógica de la representación consiste en reducir toda alteridad, en hacer desaparecer lo que está ahí, que viene a la presencia, en su pura haecceidad, y da que pensar. Toda alteridad, toda diferencia radical, en la lógica de la representación, es aprehendida como negación de lo Mismo que esta última ha comenzado por plantear. Lo que difiere abruptamente, y que no posee así nada en común con lo Mismo, es de este modo conducido, proyectado, hacia un plano común que no existe, y en el cual figura, a partir de ahora, una contradicción que sería uno de los términos. En el dispositivo, aquello que no es la norma es de este modo determinado como su negación, como anormal. Aquello que es simplemente otro, es integrado como otro de la norma, como lo que se opone a ella. El dispositivo médico hará entonces existir al “enfermo” como lo que no es sano. El dispositivo escolar al “tonto” como lo que no es obediente. El dispositivo judicial al “crimen” como lo que no es legal. En la biopolítica lo que no es normal será así arrojado a lo patológico, cuando sabemos por experiencia que la patología es ella misma, para el organismo enfermo, una norma de vida, y que la salud no está asociada a una norma de vida particular sino a un estado de fuerte normatividad, a una capacidad de afrontar y de crear otras normas de vida. La esencia de todo dispositivo consiste así en imponer un reparto autoritario de lo sensible donde todo lo que viene a la presencia se enfrenta con el chantaje de su binariedad.
El aspecto temible de todo dispositivo consiste en que se basa sobre la estructura originaria de la presencia humana: en que somos llamados o requeridos por el mundo. Todas nuestras “cualidades”, nuestro “ser propio”, se establecen en un interpretación con los entes tal que nuestra disposición hacia ellos no es primera. Sin embargo, nos sobreviene corrientemente, en el seno de los dispositivos más banales —como un sábado por la tarde tomando entre parejas pequeñoburguesas en un quiosco de las afueras—, que experimentamos el carácter, no tanto de petición, sino de posesión, e incluso de extrema posesividad, que se une a todo dispositivo. Y es en las discusiones superfluas, que marcarán esa velada lamentable, que eso se experimentará. Uno de los Bloom “presentes” comenzará su perorata contra los funcionarios-que-están-todo-el-tiempo-en-huelga; hecho esto, y el papel siendo conocido, una contrapolarización de tipo socialdemócrata aparece entre otro de los Bloom, que desempeñará su parte con mayor o menor placer, etc. etc. Aquí, no son cuerpos los que hablan, sino que es un dispositivo que funciona. Cada uno de los protagonistas activa en serie las pequeñas máquinas significantes listas para usar, y que están siempre-ya inscritas en el lenguaje corriente, en la gramática, en la metafísica, en el se. La única satisfacción que podemos extraer de esta clase de ejercicio es haber actuado brillantemente en el dispositivo. La virtuosidad es la única libertad irrisoria que ofrece la sumisión a los determinismos significantes.
Quienquiera que hable, obre o “viva” en un dispositivo está de alguna manera autorizado por él. El dispositivo se vuelve autor de sus actos, sus palabras y sus conductas. Asegura la integración, la conversión a la identidad, de un conjunto heterogéneo de discursos, gestos y actitudes: de haecceidades. La reversión de todo acontecimiento a la identidad es aquello por lo cual los dispositivos imponen un orden local tiránico sobre el caos global del Imperio. La producción de diferencias, de subjetividades, también obedece al imperativo binario: la pacificación imperial descansa completamente sobre la puesta en escena de tantas falsas antinomias, de tantos conflictos simulatorios: “A favor o en contra de Milošević, “A favor o en contra de Saddam”, “A favor o en contra de la violencia”… Su activación tiene el efecto bloomificante que conocemos y que obtiene finalmente de nosotros la indiferencia omnilateral sobre la cual se apoya a toda marcha la injerencia de la policía imperial. Es la misma sensación que sufrimos ante cualquier debate televisado, a pesar de que los actores tengan poco talento: la pura sideración ante el juego impecable, la vida autónoma, la mecánica artista de los dispositivos y las significaciones. De este modo, los “antimundialización” opondrán sus argumentos previsibles a los “neoliberales”. Los “sindicatos” reproducirán interminablemente 1936 frente a un eterno Comité des Forges. La policía combatirá a la escoria social. Los “fanáticos” confrontarán a los “demócratas”. El culto de la enfermedad creerá desafiar al de la salud. Y toda esta agitación binaria será el mejor garante del sueño mundial. Es así como día tras día se nos ahorra cuidadosamente el penoso deber de existir.
Janet, que hace un siglo estudió todos los casos precursores del Bloom, consagró un volumen a lo que él llama “automatismo psicológico”. En él se concentra en todas las formas positivas de crisis de la presencia: sugestión, sonambulismo, ideas fijas, hipnosis, mediumnismo, escritura automática, desagregación mental, alucinaciones, posesiones, etc. La causa, o más bien la condición, de todas estas manifestaciones heterogéneas la encuentra en lo que denomina “miseria psicológica”. Por “miseria psicológica” entiende una debilidad general del ser, inseparablemente física y metafísica, que se asemeja por todos lados a lo que nosotros llamamos Bloom. Ese estado de debilidad, como hace notar, es también el terreno de la curación, y especialmente de la curación por hipnosis. Cuanto más bloomificado está el sujeto, más accesible es a la sugestión, y más curable de esta manera. Y cuanto más recobra la salud, menos eficaz es esa medicina, y menos sugestionable es. El Bloom es, por tanto, la condición de funcionamiento de los dispositivos, nuestra propia vulnerabilidad a ellos. Pero al contrario de la sugestión, el dispositivo nunca aspira a obtener algún retorno a la salud, sino más bien a integrarse en nosotros como prótesis indispensable de nuestra presencia, como muleta natural. Existe una necesidad del dispositivo que éste retiene solamente para acrecentarla. Para decirlo como los sepultadores del CNRS, los dispositivos “alientan la expresión de las diferencias individuales”.
Debemos aprender a borrarnos, a pasar desapercibidos en la banda gris de cada dispositivo, a camuflarnos tras su [término] mayor. Aunque nuestro impulso espontáneo consistiría en oponer el gusto de lo anormal al deseo de conformidad, debemos adquirir el arte de devenir perfectamente anónimos, de ofrecer la apariencia de la pura conformidad. Debemos adquirir este puro arte de la superficie, para dirigir nuestras operaciones. Esto equivale, por ejemplo, a despedir la pseudotransgresión de las no menos pseudoconvenciones sociales, a revocar el partido de la “sinceridad”, la “verdad” y el “escándalo” revolucionarios en provecho de una tiránica cortesía, con la cual mantener a distancia tanto al dispositivo como a sus poseídos. La transgresión, la monstruosidad y la anormalidad reivindicadas forman la trampa más retorcida que los dispositivos nos brindan. Querer ser, es decir, ser singular, en un dispositivo, resulta nuestra principal debilidad, con la cual él nos contiene y nos engrana. Inversamente, el deseo de ser controlado, tan frecuente entre nuestros contemporáneos, expresa ante todo el deseo de ser. Para nosotros, ese deseo consiste más bien en el deseo de estar loco, de ser monstruoso o criminal. Mas ese deseo es justo aquello por lo cual se toma control de nosotros y nos neutraliza. Devereux ha mostrado que cada cultura dispone para aquellos que quieren escapar de ella una negación modelo, una salida balizada, mediante la cual esa cultura capta la energía motriz de todas las transgresiones en una estabilización superior. Se trata del amok entre los malayos, y en Occidente de la esquizofrenia. El malayo está “precondicionado por su cultura —tal vez sin su conocimiento, aunque seguramente de una manera casi automática— a reaccionar a casi cualquier tensión violenta, interna o externa, con una crisis de amok. En el mismo sentido, el hombre moderno occidental está condicionado por su cultura a reaccionar ante todo estado de estrés con un comportamiento en apariencia esquizofrénico. […] Ser esquizofrénico representa la manera ‘conveniente’ de estar loco en nuestra sociedad.” (La esquizofrenia, psicosis étnica; o la esquizofrenia sin lágrimas)

regla nº 1: Todo dispositivo produce la singularidad como monstruosidad. De este modo es como se refuerza.
regla nº 2: Nadie se libera nunca de un dispositivo alistándose en su término menor.
regla nº 3: Cuando uno te predica, te subjetiva y te asigna nunca reaccionar, y sobre todo nunca negar. La contrasubjetivación que uno te arrancaría entonces, es la prisión de la cual tendrás siempre la mayor dificultad para fugarte.
regla nº 4: La libertad superior no reside en la ausencia de predicado, en el anonimato por defecto. La libertad superior es el resultado, por el contrario, de la saturación de predicados, de su acumulamiento anárquico. La sobrepredicación se anula automáticamente en una impredicabilidad definitiva. “Llegados a este punto ya no tenemos secreto, ya no tenemos nada que ocultar, somos nosotros los que hemos devenido un secreto, los que nos hemos ocultado.” (Deleuze-Parnet, Diálogos)
regla nº 5: El contraataque nunca es una respuesta, sino la instauración de un nuevo reparto de cartas.


VII

Lo posible implica la realidad correspondiente con, además, algo que se le añade, ya que lo posible es el efecto combinado de la realidad una vez aparecida, y de un dispositivo que la proyecta hacia atrás.
Bergson, El pensamiento y lo moviente

Los dispositivos y el Bloom se coimplican como dos polos solidarios de la suspensión epocal. Nunca sucede nada en un dispositivo. Nunca sucede nada, es decir que todo lo que existe en un dispositivo existe en él bajo el modo de la posibilidad. Los dispositivos cuentan incluso con el poder de disolver en su posibilidad un acontecimiento que ha efectivamente sobrevenido; aquello que se llama una “catástrofe”, por ejemplo. Un avión comercial defectuoso explota en pleno vuelo e inmediatamente se desplegará una gran cantidad de dispositivos que se pondrán a funcionar a base de hechos, historiales, declaraciones y estadísticas que reducirán el acontecimiento de la muerte de centenares de personas al rango de accidente. Al instante, se habrá disipado la evidencia de que la invención de los ferrocarriles fue también, necesariamente, la invención de las catástrofes ferroviarias; y la invención del Concorde, la invención de su explosión en pleno vuelo. se separará de esta manera, en cada “progreso” aquello que resulta de su esencia y aquello que resulta, precisamente, de su accidente. Y todo esto, contra toda evidencia, se lo expulsará. Al cabo de unas semanas, se habrá absorbido el acontecimiento de la colisión en su posibilidad, en su eventualidad estadística. Ya no es, en lo sucesivo, la colisión lo que ha sucedido, es su posibilidad, naturalmente ínfima, lo que se ha actualizado. En pocas palabras, nada ha pasado: la esencia del progreso tecnológico está a salvo. El monumento significante, colosal y compuesto, que se habrá trazado para la ocasión, cumple aquí la vocación de todo dispositivo: el mantenimiento del orden fenoménico. Porque tal es el destino, en el seno del Imperio, de todo dispositivo: gestionar y regir un plano particular de fenomenalidad, asegurar la persistencia de una cierta economía de la presencia, mantener la suspensión epocal en el espacio que le es asignado. De ahí el carácter de ausencia, de somnolencia, tan impresionante en la existencia en el seno de los dispositivos, ese sentimiento bloomesco de dejarse llevar por el flujo acogedor de los fenómenos.
Nosotros decimos que el modo de ser de cualquier cosa, en el seno del dispositivo, es la posibilidad. La posibilidad se distingue por un lado del acto, y por otro de la potencia. La potencia, en la actividad que supone escribir este texto, es el lenguaje, el lenguaje como facultad genérica de significar, de comunicar. La posibilidad es la lengua, es decir, el conjunto de los enunciados juzgados correctos según la sintaxis, la gramática y el vocabulario francés, en su estado actual. El acto es el habla, la enunciación, la producción hic et nunc de un enunciado determinado. A diferencia de la potencia, la posibilidad es siempre posibilidad de algo. En el seno del dispositivo, todo cosa existe en el modo de la posibilidad significa que todo lo que sobreviene en el dispositivo sobreviene como actualización de una posibilidad que le era previa, y que por ello es más real que él. Todo acto, todo acontecimiento, es así reabsorbido en su posibilidad, y aparece aquí como consecuencia previsible, como pura contingencia de ésta. Aquello que ocurre no es más real por el hecho de haber ocurrido. Es así que el dispositivo excluye el acontecimiento, y lo excluye bajo la forma de su inclusión: por ejemplo, al declararlo posible posteriormente.
Lo que los dispositivos materializan es solamente la más notoria de las imposturas de la metafísica occidental, que se condensa en el adagio “la esencia precede a la existencia”. Para la metafísica, la existencia es tan sólo un predicado de la esencia; incluso, de acuerdo a ella, toda cosa existente no llevaría a cabo otra actividad que la de actualizar una esencia, esencia que le sería primera. De acuerdo a esta doctrina aberrante, la posibilidad —es decir, la idea— de las cosas les precedería; cada realidad sería un posible que por añadidura ha adquirido la existencia. Cuando se pone de pie al pensamiento, obtenemos que es la realidad plenamente desarrollada de una cosa lo que plantea su posibilidad en el pasado. Desde luego, es necesario que un acontecimiento haya advenido en la totalidad de sus determinaciones para aislarle algunas, para extraerle la representación que le hará figurar como habiendo sido posible. “Lo posible —dice Bergson— no es sino lo real con, además, un acto del espíritu que proyecta su imagen en el pasado una vez que se ha producido.” “En la medida —añade Deleuze— en que lo posible se propone a la ‘realización’, es él mismo concebido como la imagen de lo real, y lo real, como la semejanza de lo posible. Por ello, se comprende tan mal qué es lo que la existencia agrega al concepto al duplicar lo semejante por lo semejante. Ésa es la tara de lo posible, tara que lo denuncia como producto posterior, él mismo fabricado retroactivamente a imagen de lo que se le asemeja.”
Todo lo que es, en un dispositivo, se ve reconducido o hacia la norma o hacia el accidente. Mientras el dispositivo contenga, nada puede sobrevenir. El acontecimiento, ese acto que custodia junto a sí su propia potencia, sólo puede venir de fuera, como lo que pulveriza aquello mismo que tenía que conjurarlo. Cuando la música noise estalla, se dice: “eso no es música”. Cuando el 68 hace irrupción, se dice: “eso no es política”. Cuando el 77 deja acorralada a Italia, se dice: “eso no es comunismo”. Frente al viejo Artaud, se dice: “eso no es literatura”. Luego, cuando el acontecimiento ha perdido su objetivo, se dice: “lo reconozco, esto era posible, es una posibilidad más de la música, de la política, del comunismo, de la literatura”. Y finalmente, tras el primer momento de agitación causado por el inexorable trabajo de la potencia, el dispositivo se reforma: se incluye, desactiva y reterritorializa el acontecimiento, se le asigna a una posibilidad, a una posibilidad local, por ejemplo la del dispositivo literario. Los imbéciles del CNRS, que manejan el verbo con una tan jesuítica prudencia, concluyen dulcemente: “Si el dispositivo organiza y hace posible algo, no garantiza sin embargo su actualización. Simplemente hace existir un espacio particular en el cual ese ‘algo’ pueda producirse.” No se podría ser más claro.
Si la perspectiva imperial tuviera una consigna ésa sería “¡todo el poder a los dispositivos!”. Y bien es cierto que en la insurrección que viene, a menudo bastará con liquidar los dispositivos que les sostienen para vencer a los enemigos que en otro tiempo hubiera hecho falta abatir. Esa consigna, en el fondo, deriva menos del utopismo cibernético que del pragmatismo imperial: las ficciones de la metafísica, esas grandes construcciones desérticas que ya no inspiran ni la fe ni la admiración, ya no consiguen unificar los restos de la desagregación universal. Bajo el Imperio, las antiguas instituciones se degradan una a una en cascadas de dispositivos. Lo que se opera, y que es propiamente la tarea imperial, es un desmantelamiento concertado de cada Institución en una multiplicidad de dispositivos, en una arborescencia de normas relativas y cambiantes. La Escuela, por ejemplo, ya no se toma la molestia de presentarse como un orden coherente. Ya no es más que un agregado de clases, horarios, materias, edificios, trámites, programas y proyectos que son otros tantos dispositivos que apuntan a inmovilizar los cuerpos. Lo que corresponde a la extinción imperial de todo acontecimiento es así la diseminación planetaria y gestionante de los dispositivos. Y entonces vemos elevarse bastantes voces que deploran esta época tan detestable. Algunos denuncian una “pérdida de sentido”, devenida por todas partes constatable, mientras que otros, los optimistas, juran todas las mañanas que van a “dar sentido” a tal o cual miseria, para, invariablemente, fracasar. Pero todos, de hecho, concuerdan en querer el sentido sin querer el acontecimiento. Fingen no ver que los dispositivos son por naturaleza hostiles al sentido, y que tienen, más bien, vocación para administrar la ausencia. Todos aquellos que hablan de “sentido” sin darse los medios para hacer estallar los dispositivos son nuestros enemigos directos. Darse los medios consiste solamente a veces en renunciar a la comodidad del aislamiento bloomesco. La mayor parte de los dispositivos son en efecto vulnerables a cualquier insumisión colectiva, al no haber sido preparados para resistir tales situaciones. Hace algunos años, bastaba con ser una decena de personas decididas, en una Caja de Acción Social o en una Oficina de Ayuda Social para arrebatarles sin demora una ayuda de un millar de francos para cada persona inscrita. E incluso hoy en día, no hace falta ser muchos más para llevar a cabo una autorrebaja en un supermercado. La separación de los cuerpos, la atomización de las formas-de-vida, son la condición de subsistencia de la mayor parte de los dispositivos imperiales. “Querer el sentido”, hoy en día, implica inmediatamente los tres estadios de los que hemos hablado, y conduce necesariamente a la insurrección. Ante las zonas de opacidad y de la insurrección, se extiende el reino único de los dispositivos, el imperio desolado de las máquinas productoras de significación, de las máquinas que hacen significar todo lo que pasa en ellas de acuerdo al sistema de representaciones localmente en vigor.
Algunos, que se consideran muy astutos —los mismos que tenían que preguntar, hace un siglo y medio, qué cosa sería el comunismo—, nos preguntan hoy en día a qué se pueden parecer nuestros famosos “encuentros más allá de las significaciones”. ¿Hace falta que tantos cuerpos, de este tiempo, nunca hayan conocido el abandono, la ebriedad del compartir, el contacto familiar con los otros cuerpos ni el perfecto reposo en sí, para poder plantear tales preguntas con ese aire omnisciente? Y en efecto, ¿qué interés puede haber en el acontecimiento, en prescribir las significaciones y romper las correlaciones sistemáticas, para aquellos que nunca han operado la conversión ek-stática de la atención? ¿Qué puede significar el dejar-ser, la destrucción de aquello que hace de cortina entre nosotros y las cosas, para aquellos que nunca han percibido el requerimiento del mundo? ¿Qué pueden comprender de la existencia sin porqué del mundo, aquellos que son incapaces de vivir sin porqué? ¿Seremos bastante fuertes y numerosos, en la insurrección, para elaborar la rítmica que impida a los dispositivos reformarse y reabsorber lo advenido? ¿Estaremos bastante llenos de silencio para encontrar el punto de aplicación y la escansión que garanticen un auténtico efecto pogo? ¿Sabremos concordar nuestros actos en la pulsación de la potencia y en la fluidez de los fenómenos?
En cierto sentido, la cuestión revolucionaria es a partir de ahora una cuestión musical.



Este texto constituye el acto fundacional de la S.A.S.C., la Sociedad por el Desarrollo [Avancement] de la Ciencia Criminal. La S.A.S.C. es una asociación sin ánimo de lucro cuya vocación consiste en reunir anónimamente, clasificar y difundir todos los saberes-poderes útiles a las máquinas de guerra antiimperiales.


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